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Marcel Gascón Barberá

Por qué esta empatía con Ucrania

La guerra genocida de Putin contra Ucrania no es fruto del fracaso de los ucranianos, sino de sus éxitos.

La guerra genocida de Putin contra Ucrania no es fruto del fracaso de los ucranianos, sino de sus éxitos.
Concentración de ucranianos en la Plaza Moyúa de Bilbao, el 27 de febrero. | KATERYNA KAMINSKA

Permítanme empezar diciendo que no me gusta la palabra refugiados. Aunque en principio designa con precisión a una categoría de personas que cumplen unas características muy concretas, ha sido gravemente pervertida en los últimos tiempos. A veces, por su aplicación abusiva a emigrantes económicos e incluso a los descendientes de quiénes sí fueron refugiados pero deberían haber dejado de serlo al encontrar una nueva vida en sus países de acogida, como es el caso de los palestinos.

Pero, sobre todo, por su sentimentalización y su politización. En los últimos años, en Occidente el refugiado se ha convertido, primero, en un arma arrojadiza del buenismo con agenda ideológica contra todo aquel que ose abogar por algo de orden a la hora de recibir inmigrantes. Después, además, la palabra refugiado ha tomado un sentido peyorativo en boca de la reacción a ese buenismo. Una reacción, por cierto, en la que he empezado a ver peligro, al constatar la indiferencia de muchos de sus abanderados ante lo que ocurre en Ucrania.

Además de haber sido pervertido, el término refugiado se asocia casi siempre a la pena, a la caridad y a la lástima. Llamar "refugiados" a quienes huyen de la invasión rusa de Ucrania se me antoja una forma de reducirlos a la condición de víctimas, que les despoja de su individualidad y su humanidad. Es posible que les parezca que, con estos escrúpulos, estoy cayendo en veleidades propias del pensamiento woke, pero es lo que siento estos días y eso es lo que intento contar siempre en mis artículos.

La formidable movilización de los Gobiernos y las sociedades europeas por los ucranianos que salen de su país para ponerse a resguardo de las bombas, los misiles, las torturas, las ejecuciones y las violaciones del ejército ruso ha llevado a muchos a preguntarse por qué Occidente no hizo lo mismo con quienes huían de la guerra de Siria o de la de Libia. Una de las explicaciones más habituales a la evidente diferencia en el trato es la cercanía cultural y cromática. Como los ucranianos viven como nosotros, son cristianos como nosotros y se parecen a nosotros, los sentimos más cercanos, lo que propiciaría esta ola de empatía sin precedentes recientes.

Es posible que haya algo de eso, pero está también el origen de la guerra que les empuja a huir. No sin cierta razón, los occidentales percibimos los países árabes, africanos y asiáticos que están en guerra como lugares en conflicto permanente de momento condenados por una constelación negativa de factores a la violencia y el fracaso. Es tan grande el cúmulo de desgracias que les aflige que su tragedia nos parece, quizá injustamente, poco menos que inevitable.

El caso de Ucrania es distinto. Se trata, sin duda, de un país con muchos problemas. Pero la Ucrania que quiere destruir Putin es una sociedad democrática en línea ascendente y comprometida con la superación de esos problemas, que cambia en las urnas de presidente y tiene voluntad de vivir en paz y en libertad como ya tenemos la suerte de hacerlo nosotros.

Más que en sus costumbres o el color tirando a pálido de sus rostros, pienso que la razón de la empatía general con Ucrania hay que buscarla en esto. La guerra genocida de Putin contra Ucrania no es fruto del fracaso de los ucranianos, sino de sus éxitos. Por eso duele tanto ver truncadas las vidas de millones de personas que no son culpables más que de haber tomado decisiones racionales y perfectamente libres sobre su presente y su futuro.

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