En uno de sus últimos libros antes de morir a los 97 años (Putinism, New York, 2015), el historiador Walter Laqueur se tomó la licencia de comparar tal ideología y régimen en ciernes, sin entrar muy a fondo en el tema, con el franquismo, poniendo a ambos la etiqueta de "fascismo clerical". Pese a la enorme imaginación y erudición historiológicas –junto a sus vastos conocimientos, precisamente, sobre el fenómeno fascista– del gran historiador judío, creo que no fue muy acertada la etiqueta, ni en el caso de Franco ni, mucho menos, en el de Putin.
Franco y Putin, aunque muy respetuosos de sus respectivas iglesias, nunca permitieron que ninguna forma de clericalismo determinara su poder personal, un poder no exactamente fascista si lo comparamos con el modelo paradigmático de Mussolini. Con la religión católica y ortodoxa, respectivamente, de trasfondo cultural en sendas dictaduras nacionalistas, Franco sí fue en el plano personal un firme creyente en la doctrina del catolicismo romano, mientras Putin tiene en su biografía un largo pasado oficialmente ateo como militante comunista y miembro de la KGB. Aunque tras la caída del Muro y la desaparición de la URSS se acercó, al menos de fachada, a las posiciones autoritarias y nacionalistas ortodoxas de A. Solzhenitsyn, quien tampoco era una personalidad exactamente religiosa, como argumenté en un ensayo ("La vía Solzhenitsyn para la Rusia postsoviética").
Sobre la religiosidad putinesca y el presunto choque de civilizaciones entre la occidental y la ortodoxa en el escenario ucraniano, la revista America, órgano oficial de los jesuitas estadounidenses y en cierto modo del jesuitismo internacional (cultura religioso-política que caracteriza la degeneración de la famosa Compañía, desde la época dorada del gran santo Roberto Bellarmino o el "doctor eximio" Francisco Suárez hasta la actual del papa Francisco), recientemente publicaba un artículo del ortodoxo liberal J. Chryssavgis: "Unholy War. The ideology driving Putin and Patriarch Kirill in the Russia-Ukraine war". Aunque no parece plausible el rechazo de la corrupción moral en Occidente sin tener en cuenta la cleptocracia propia que acompaña al despotismo oriental ruso, sostiene este autor que la ideología de Putin y del Patriarca Kirill es la Russky Mir:
Rusia ha declarado la guerra contra el orden mundial, por una nueva moralidad (…), tratando de unir a Rusia y Ucrania en un Brave New World que presume una visión de la hegemonía rusa, no importa cuán ficticia parezca al resto del mundo.
A propósito de la genealogía o génesis del putinismo, mi maestro Stanley G. Payne, en una reseña del Putinism de Laqueur, acertadamente subrayaba el fenómeno de la "seudomorfosis", característico de la historia rusa, como ya señalara Oswald Spengler en su Decadencia de Occidente: pasos en falso que han bloqueado la auténtica metamorfosis de la nación rusa. Como escribe Payne, el putinismo es la seudomorfosis más reciente. Ha reimpuesto el nacionalismo radical ruso o rusismo, pero a largo plazo es probable que sufra el mismo destino de las seudomorfosis anteriores, con Bizancio, Pedro el Grande, el zarismo modernizador, el comunismo.
A mi juicio, la evolución del putinismo desde el marxismo-leninismo y el estalinismo ha sido más bien una involución hacia el nacional-populismo autocrático de las Centurias Negras vinculadas al zarismo decadente de Unión del Pueblo Ruso de principios del siglo XX (el partido de Putin se ha denominado sucesivamente Unión, Unión de Rusia y Frente del Pueblo de Rusia), como estación de tránsito que finalmente ha desembocado en una forma retorcida del populismo eslavófilo ruso del XIX, el nihilismo radical y violento de la novela Qué hacer (1863) de Chernichevski, que inspiraría tanto al anarquismo de Bakunin y Nechayev como el folleto bolchevique Qué hacer (1902) del propio Lenin.
Mi hipótesis es que todas las formas de poder absoluto y dictatorial conducen ineluctablemente al delirio nihilista y totalitario, que está en las raíces tanto del estalinismo como del nazismo, según observó agudamente Hermann Rauschning en su obra seminal sobre Hitler y el movimiento nacional-socialista, La revolución del nihilismo (1939), precisamente cuando se llevaba a cabo el pacto totalitario Molotov-Ribbentrop/Stalin-Hitler.
Irónicamente podríamos decir que Putin el Venenoso ha hecho el recorrido inverso del experto en venenos, su abuelo Spiridon Putin, cocinero sucesivamente de Rasputín (bajo control de la Ojrana zarista), de Lenin y de Stalin (bajo control de la Cheka bolchevique), como han investigado los historiadores Simon Sebag Montefiore y Marin Katusa.
Es difícil prever o adivinar cuál será el final del putinismo, aunque la historia de Rusia desde el siglo XX está jalonada de golpes de Estado, con o sin veneno, con ruido o silenciosos (alegando a veces grave enfermedad o incapacidad): contra el último zar, Nicolás, en 1917 (después de los asesinatos de su liberal primer ministro Stolypin, en 1911, y del todopoderoso dictador en la sombra Rasputín, en 1916), contra el presidente republicano Kerenski, también en 1917; contra Lenin (presuntamente), contra Stalin (varios fallidos), contra Malenkov (1955), contra Kruschev (1957 –fallido– y 1964 –exitoso–), contra Gorbachov (1991, fallido pero precipitador de su final político), contra Yeltsin (1999), simulado como presión para su dimisión…