Gracias a su hegemonía cultural, la izquierda ha conseguido hacerse pasar por más íntegra, más justa y más culta, cuando en realidad es más corrupta, menos justa y generalmente más burra. Como dice el refrán, la derecha es, habitualmente, la que lleva la fama, aunque la izquierda sea, casi siempre, la que carda la lana. O la que carda más lana.
El último ejemplo nos lo ha dado con exuberancia valenciana el caso Oltra. Durante muchos años, en el Levante, el inframundo de izquierda en las redes difundió sin parar la leyenda del Bar España, un establecimiento de la localidad de Benicarló donde habría funcionado una monstruosa red de pederastia. Según los conspiranoicos que la repitieron durante lustros, el bar-prostíbulo surtía a políticos, jueces y otros personajes poderosos, asociados a los Gobiernos del Partido Popular, de menores tutelados por el Estado con los que desfogarse en todo tipo de prácticas y rituales sexuales. Uno de los habituales del Bar España era, según los propagadores del bulo, el entonces presidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra.
Mucho después de la desaparición de Fabra de la vida pública, un escándalo sexual real salpica de lleno a uno de los políticos que más ha hecho por afianzar la caricatura de un PP sin escrúpulos que puso la Comunidad Valenciana al servicio de sus vicios y bajos instintos.
Con su reacción a su imputación por el presunto encubrimiento de los abusos sexuales de su entonces marido a una menor del centro en el que él trabajaba, la ya exconsejera Mónica Oltra ha hecho gala de la misma falta de escrúpulos y principios morales de la que ha acusado sistemática e injustamente al Partido Popular. Lo mismo puede decirse de todos los políticos, de todas las franquicias comunistas, que han salido a apoyar a la supuesta cómplice olvidándose de la víctima.
Es imposible encontrar en la derecha paralelos recientes a la celebración entusiasta del imputado y del criminal que vemos con pasmosa frecuencia en las filas de la izquierda. Pero, ni la profusión de escándalos a la que nos han acostumbrado el PSOE y Podemos, ni su nula voluntad de enmienda, han logrado, de momento, cambiar la percepción popular que asocia a la derecha a lo inmoral mientras considera la corrupción de izquierda como una desviación de la norma.
La apatía con que la opinión pública responde a la corrupción de izquierdas se debe, en gran medida, a la tolerancia de los grandes medios con el mal cuando se produce en el campo progresista. La memoria colectiva la forjan los faldones de las noticias y debates de La Sexta y La Primera, que es lo que hay puesto en los bares. Allí se titula con malicia de tabloide las noticias de tribunales del PP; las del PSOE y las mareas de Podemos se despachan con lenguaje aséptico del BOE.
Nadie en España ha robado tanto como el PSOE de los 680 millones de los ERE, pero cualquier español pensará antes en Bárcenas que en Griñán si se le pide que ponga cara a la palabra corrupto, aunque, ni por delitos cometidos ni por posición, pueda compararse el tesorero del PP con el expresidente andaluz del PSOE.
Solo este desequilibrio cultural y mediático explica que, para millones de españoles, Esperanza Aguirre siga siendo el paradigma del político frívolo e inculto, pese a la talla intelectual de Aguirre y al ramillete de nulidades con que el PSOE nos sorprende cada legislatura.
La izquierda que se declara feminista –en este caso la podémica– ha vuelto a dejar claro que las mujeres –como los pobres y las minorías, raciales y sexuales– solo les interesan como carne de cañón para su guerra ideológica. Pero esto no le privará de la simpatía de la mayoría de medios y periodistas, siempre dispuestos a disculpar a sus aliados ideológicos mientras machacan a la derecha por pecados mucho menores.