Las noticias que nos llegan de Irán vuelven a poner de manifiesto la discriminación y el maltrato sistemático que sufren las mujeres en algunos países del mundo, casi siempre de mayoría religiosa islámica. Muchos de estos países se encuentran en Oriente Medio, donde el único Estado judío del planeta, Israel, constituye una excepción por la plena igualdad de la que disfrutan sus ciudadanos y residentes de los dos sexos.
La excepción israelí hace evidente la doble vara de medir de buena parte de la izquierda occidental que se declara feminista. Mientras condenan sistemáticamente a Israel por su relación con la identidad y la religión y por su trato a los palestinos, las voces más representativas de este segmento ideológico evitan condenar la misoginia que los mulás iraníes han elevado a política de Estado en nombre del Islam.
El sesgo podría explicarse por la simpatía con que esta izquierda ve al Islam, pero hay otros elementos a tener en cuenta. Estos compañeros de viaje del revolucionarismo anti-occidental de Irán son mucho más propensos a criticar el trato igualmente brutal que dispensan a sus mujeres monarquías fundamentalistas como la saudí, a las que ven como apéndices reaccionarios y corruptos del imperialismo yanqui.
El enemigo de verdad, pues, no es para ellos el machismo que oprime y humilla en nombre de una tradición patriarcal a la mujer, sino la hegemonía de una civilización, la occidental, que es, paradójicamente, la que ha hecho realidad todas las aspiraciones de igualdad y libertad de las mujeres. En tanto que producto clamorosamente exitoso de la civilización a la que odian, Israel es un objetivo natural de su cruzada. También en esto coinciden con el régimen de Teherán.
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En los albores del movimiento, el sionismo supuso una superación del dilema al que condenaba a los judíos el exilio: asimilarse o resistir en el gueto rezando para no estallara el antisemitismo latente de la mayoría social o de las autoridades.
El éxito del sionismo permitió a los judíos acceder a la ciudadanía moderna sin dejar de ser judíos o tener que disimularlo, de ahí la oposición que despertó la creación del Estado judío entre muchos rabinos y líderes comunitarios, que perdían su monopolio como facilitadores de la experiencia colectiva judía.
El Estado significó, además, la posibilidad de decidir su propio destino como pueblo. Después de siglos como invitados en casa ajena, los recién conquistados derechos políticos permitían a cada judío implicarse en el diseño de su sociedad y de sus instituciones. Atrás quedaban siglos en los que fiar el destino propio a la providencia y al capricho de terceros.
Entre las elecciones capitales de la nueva nación política judía estuvo apostar por el Estado de Derecho y la democracia parlamentaria como sistema de Gobierno y convivencia. Israel no solo fue desde el principio un refugio en el que los judíos de todo el mundo encontraban protección de las embestidas antisemitas de sus enemigos.
El Estado judío también garantizó a todos sus ciudadanos sus libertades individuales, sus preferencias sobre cómo vivir, relacionarse y ejercer, o no ejercer, su judaísmo. La apuesta liberal del sionismo siempre se sobrepuso a los rigores colectivistas que imponía el imperativo de supervivencia. Para sus ciudadanos judíos y, con algunas limitaciones en los momentos más duros, también para los ciudadanos del Estado de religión musulmana o cristiana y origen árabe.
Esta primacía del concepto de ciudadanía es clave para entender la situación privilegiada que, en comparación con lo que se vive en los países vecinos, disfrutan las mujeres en Israel. Durante siglos, las mujeres judías más progresistas buscaron los horizontes de desarrollo y autorrealización que la judería tradicional les negaba en círculos gentiles liberales de sus sociedades de acogida o en los movimientos comunistas. El precio a pagar fue a menudo la renuncia a su identidad judía. Israel, donde las mujeres y las minorías sexuales pueden ser a la vez tan judías y tan libres como lo deseen, aunque sea al margen del canon religioso que se reconoce como oficial, enterró para siempre esa disyuntiva.
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Los arquitectos del Estado judío y sus continuadores han ido acomodando en el edificio nacional a las fuerzas más conservadoras, provenientes tanto de las comunidades religiosas del Este de Europa y —más tarde— de Estados Unidos como de los países de Asia y África.
Su visión, del judaísmo y el mundo, difícilmente encajaba con la que proponía el sionismo dominante de los primeros años, que, sin embargo, entendió que, más allá de las urgencias demográficas, tenía también una obligación: para con quienes, mediante el rezo y la observación inamovible y acrítica de la costumbre, mantuvieron viva la llama del judaísmo durante los muchos siglos del exilio.
El acomodo ha supuesto, y supone, fuertes tensiones que de momento han resultado en un equilibrio siempre imperfecto y precario, pero de momento suficiente, para la supervivencia y la viabilidad del Estado. El resultado es una sociedad radicalmente diversa en el sentido estricto del término. En su seno conviven en pie de igualdad las formas de modernidad más rompedoras con el más recalcitrante conservadurismo.
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En Israel, el concepto de ciudadanía está a salvo, pues, de los maximalistas religiosos, pero también de las aspiraciones más ambiciosas de los zelotes de la identidad cultural y nacional. Esto permite que los ciudadanos árabes del Estado tengan los mismos derechos y libertades individuales que sus compatriotas de la mayoría judía.
Una de las consecuencias hace de Israel el mejor país de Oriente Medio para ser una mujer árabe y musulmana, como demuestran los muchos casos de éxito individual de chicas de esta minoría que llegan a lo más alto en todos los sectores de la sociedad israelí.
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¿Podemos hablar de Israel como un país feminista? Sí, porque reconoce y protege la igualdad entre sexos, los derechos y libertades de las mujeres. Pero el de Israel no es un feminismo militante, en el sentido en que no obliga a la mujer a liberarse del yugo presunto de la tradición y la religión si no existen indicios de que es efectivamente un yugo.
Las comunidades ultraortodoxas judías viven sin apenas interferencias del Estado según un conjunto de reglas que relegan claramente a la mujer a un papel secundario. El mismo trato reciben los tradicionalistas islámicos.
En la doctrina oficial israelí, el velo musulmán y las faldas largas y las pelucas que cubren el cuerpo pecaminoso de las mujeres ultraortodoxas no son, en sí mismos, un atentado contra la libertad de las féminas.
Un buen ejemplo del modelo israelí nos lo dan sus playas. Sobre sus arenas bañadas por el Mediterráneo las playas convencionales donde las mujeres más atrevidas hacen topless conviven con sectores nudistas, preponderantemente gays y reservados a religiosos, musulmanes y judíos, en las que mujeres que entran en el agua vestidas se turnan con los hombres por horas para tomar el baño.