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Marcel Gascón Barberá

Los pecados del Mundial de Qatar

Hay razones para pensar que las cosas saldrán esta vez bastante peor de lo que salieron en Rusia tanto para la FIFA como para el país anfitrión.

Hay razones para pensar que las cosas saldrán esta vez bastante peor de lo que salieron en Rusia tanto para la FIFA como para el país anfitrión.
El presidente de la FIFA Gianni Infantino (c) en la inauguración del Mundial de Fútbol Qatar 2022 hoy, en el estadio Al Bait en Al Khor (Catar). El mundial se realiza del 20 de noviembre al 18 de diciembre de 2022. EFE/ Rodrigo Jiménez | EFE

El balón echó a rodar el pasado domingo en el Mundial de Qatar con la sensación generalizada entre la opinión pública de Occidente de que la FIFA perpetró una inmoralidad mayúscula concediéndole los derechos de organización a una dictadura abiertamente misógina que persigue a las minorías sexuales y trata como esclavos a los trabajadores extranjeros que constituyen la mayoría de la población en el país.

Para examinar si está justificado el reproche debemos acudir a la información disponible sobre la naturaleza del régimen qatarí, al que el último informe anual (2021) sobre derechos humanos del Departamento de Estado de EEUU describe como una "monarquía constitucional en la que Amir Sheikh Tamim bin Hamad Al Thani [el emir] ejerce el pleno poder ejecutivo" y en el que el jefe del Estado se renueva de forma hereditaria entre los varones de la familia real, Al Thani.

Como en muchas otras dictaduras, los qataríes votan cada cierto tiempo, eligiendo, entre una oferta de candidatos previamente sancionada por el poder, una parte de un legislativo que ni siquiera tiene facultades para elegir al primer ministro.

El régimen qatarí reprime sin contemplaciones las protestas con detenciones arbitrarias en las que rara vez se respeta el debido proceso. Quizá por lo reducido de la población del país, cerca de tres millones de personas de las que más de tres cuartos son trabajadores extranjeros, no hay indicios de arrestos masivos por razones políticas en Qatar. A la relativa placidez que esto sugiere podría contribuir también el componente tribal de la sociedad autóctona, que contribuye al control social dentro de los distintos grupos y ayuda al emir a mantener el orden.

Qatar niega también la más elemental libertad de expresión y de prensa. El país es oficialmente islámico y reconoce a ocho denominaciones cristianas, a las que pertenecen muchos de los trabajadores extranjeros. Según el último informe sobre libertad religiosa del Departamento de Estado de EEUU, la ley qatarí prohíbe a los no musulmanes celebrar misas en público y exhibir sus signos religiosos en público. El proselitismo en favor de grupos religiosos no islámicos se castiga con penas de hasta diez años de cárcel.

La sharía o ley islámica es fuente de derecho en Qatar y se aplica tanto a musulmanes como a seguidores de otras confesiones. El adulterio y las prácticas homosexuales se castigan con la pena de muerte en la ley qatarí, aunque no hay informaciones recientes de que se haya aplicado para estos casos. Las mujeres sufren una discriminación clara en Qatar, que se agrava en el caso de las no musulmanas. Las relaciones sexuales no consentidas no se consideran violación dentro del matrimonio. Hasta hace poco, las mujeres necesitaban de la aprobación de un varón allegado para trabajar o viajar al extranjero. Muchos de estos requisitos han desaparecido de las leyes qataríes en los últimos años, pero siguen vivos en los usos y costumbres del emirato. La ley prevé, asimismo, la administración de latigazos y otras formas de castigos corporales para delitos como beber alcohol o mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, independientemente del sexo de quien los cometa. La mujer, sin embargo, se lleva casi siempre la peor parte.

El otro gran motivo de crítica al emirato es el trato que dispensa a los trabajadores extranjeros no cualificados que importa masivamente de África, otros países árabes y, sobre todo, el sur de Asia. Generalmente en una situación vulnerable, estos inmigrantes son los que levantan los rascacielos, hoteles y centros comerciales de lujo que el emirato construye con la renta que obtiene de sus ingentes reservas de gas natural y petróleo. Son también los que asfaltan sus flamantes carreteras y los que sirven en hoteles y restaurantes y conducen los taxis.

Según organizaciones internacionales de derechos humanos y los numerosos testimonios recabados en los meses previos al Mundial por los medios de comunicación occidentales, estos trabajadores cobran sueldos de unos pocos cientos de euros que aún así son superiores a los que obtendrían en sus países, pero a cambio de dedicar jornadas maratonianas de doce y más horas de actividad laboral. Alojados a menudo en condiciones de hacinamiento y sin las necesidades más básicas cubiertas, como la posibilidad de tener a su disposición una cocina, muchos de estos trabajadores denuncian no haber tenido vacaciones durante años y depender por completo del qatarí que les contrata, que en ocasiones se queda con su pasaporte a su entrada al país y se niega a devolvérselo cuando este quiere irse o cambiar de trabajo.

Estos trabajadores han sido la mano de obra que ha construido los estadios del Mundial. Pese a que las leyes laborales han mejorado para hacerlas más presentables fuera desde que la FIFA le concedió al régimen la organización de la cita, una investigación de The Guardian estableció el año pasado, utilizando fuentes del Gobierno de Qatar, que más de 6.500 inmigrantes empleados en la construcción de los campos de fútbol han muerto a consecuencia del calor extremo, la extenuación y los accidentes laborales que ha menudo se atribuían a causas naturales en el registro.

A la FIFA se le acusa de complicidad con todas estas realidades poco edificantes, cuando no directamente criminales. La FIFA ya fue criticada por legitimar y premiar con la organización de la gran cita del fútbol a otro régimen autoritario, la Rusia de Putin que albergó el Mundial de 2018. Que la FIFA lleve años siguiendo la moda moralista que se ha impuesto en la mayor parte del establishment financiero y económico occidental puede ser considerado un agravante en el juicio al que ahora se somete por haberle dado el Mundial a un régimen que contradice todos los valores que dice representar el organismo rector del fútbol internacional.

Pero hay razones para pensar que las cosas saldrán esta vez bastante peor de lo que salieron en Rusia tanto para la FIFA como para el país anfitrión. Los atropellos a los derechos humanos del régimen de Putin pueden esconderse más fácilmente porque se limitan, en general, a perseguir aquellas conductas que ponen en peligro la supervivencia del régimen. En el caso de Qatar, donde hay en vigor leyes medievales incompatibles con la concepción contemporánea occidental de la dignidad humana que gobiernan todas las facetas de la vida, la arbitrariedad irracional y la crueldad de estas normas es mucho más evidente y ya se está revelando al mundo gracias a este Mundial.

Esta Copa pondrá a millones de personas en todo el mundo ante una realidad difícilmente imaginable en nuestros países, en la que se prohíbe consumir alcohol o exhibir ciertos comportamientos objetivamente inofensivos en público y los trabajadores son tratados como animales de carga. Al término de este Mundial, a las autocracias islámicas les será más difícil convencernos de que se puede vivir con normalidad pasándose por el forro los derechos humanos y aplicando la sharía. Y la hipocresía de la FIFA quedará una vez más retratada, aunque tampoco es que le quedara mucho prestigio.

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