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La Ilustración Liberal

La madre patria de Manuela

Aunque Manuela de Madre supiese quién fue Joyce, tampoco podría haber reclamado la palabra en el Comité Federal del PSOE para repetir ante su selecta audiencia: "Quiero tanto a mi país que no puedo ser nacionalista". Porque atreverse a pronunciar esa frase le exigiría una ascesis previa: empezar a quererse un poco a sí misma, comenzar a respetarse una miaja, como dicen en su patria chica, Andalucía. Pero Manuela, que ha saltado sin solución de continuidad del pobre Francisco Candel al listo de Paulo Coelho, también ignora al jesuita Gracián, que aconsejaba a los prudentes: "Llegue a temerse, y no necesitará del ayo imaginario de Séneca". De ahí que ni ella se asustara, ni que el yayo Maragall sintiese miedo alguno, aunque sólo fuera al ridículo, al disfrazarla de Eamon de Valera y empaquetarla hacia Madrit con esa buena nueva de que los de Santa Coloma de Gramanet son una nación.

Y es que, por desconocer, hasta ignora Manuela que si Irlanda se pudo decir nación fue, entre otras cosas, porque apellidarse De Valera o De Madre no incapacitaba a nadie para alcanzar la Presidencia de la República. Al contrario de la norma que rige en Casa Nostra, donde todos los valeras y todas las manuelas han leído al otro lado de la línea invisible que separa Hospitalet de Barcelona ese enorme cartel luminoso que les advierte: "Vuestro reino no es de este mundo". Así, la prueba del nueve que confirma que Cataluña no es una nación ni siquiera de la Señorita Pepys la ofrecen precisamente ellos, los montillas y las manuelas. Por omisión, claro: llenan tres cuartas partes del listín telefónico, y ni a uno se le permitirá ocupar jamás de los jamases la Alcaldía de Barcelona. Ni dirigir la más insignificante consellería de la Generalitat. Por los siglos de los siglos. Nunca. Antes pasará un camello por el ojo de una aguja que una Manuela de Madre por el arco sagrado de la Casa dels Canonges.

Manuela no lo sabe, pero Cataluña será una nación el día que Pepe Montilla no sienta esa necesidad imperiosa de exagerar teatralmente el leve acento catalán de su voz. Es decir, el día que Maragall renuncie a utilizar el castellano en la intimidad del partido para humillar al sufrido concejal Francesc Narváez, que ya no quiere reconocerse Paco ni frente al espejo del cuarto de baño. Vaya, el día que el Avui deje de exigir a la cantaora barcelonesa Mayte Martín que pida perdón por no entonar las soleares bajo la norma de Pompeu Fabra. En fin, el día que Julia Otero no esconda que se licenció en Filología Hispánica. Ese día que el PSC rehúse enviar al charnego agradecido de turno cuando se trate de engañar al Comité Federal del PSOE. Y, claro, el día que el ochenta por ciento de los catalanes dejemos de pensar que somos una región más de España. O sea, nunca.

(4-IX-2005)