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La Ilustración Liberal

La España dignada o una España para el siglo XXI

Este texto está tomado de El reto de Rajoy, libro de R. Bardají y Ó. Elía recientemente editado por Ciudadela.

Aunque en términos sociales el paro es lo que más preocupa a los españoles, la característica más preocupante de la España que hereda Rajoy es que está sola. Eso no significa que los países de nuestro entorno vayan a dejar de estar ahí, pero estarán

a su manera, pendientes de sus asuntos, que no serán los nuestros. Cada cual deberá atender a sus propios intereses, empezando por los económicos, y actuará anteponiendo sus intereses más primarios y relegando las consideraciones sobre los demás. En Europa lo hemos vivido desde el estallido de la crisis a finales de 2008, crisis que ha servido para mostrar lo mejor y lo peor de cada cual.

No es un buen momento para estar solo, sobre todo teniendo en cuenta la situación interna y la debilidad externa de la España que deja Zapatero. Las manías ideológicas de los ocho años de zapaterismo, la improvisación y el cortoplacismo de sus políticas y la falta de pulso moral de los españoles han colocado a España en una situación penosa, agravada por el crash económico español, que ha sustituido en la mente de nuestros aliados al milagro económico español.

Pero no nos hagamos ilusiones. El mundo actual es un lugar solitario donde la solidaridad se desvanece y la cooperación cede ante el nacionalismo. La sensación de una España a la deriva al comienzo de la segunda década del siglo XXI es asfixiante. Pero no todo es cosa de España: el tradicional juego de alianzas, de equilibrios y de instituciones internacionales de las últimas décadas se viene abajo. Si lo quiere en términos más suaves, el mundo del siglo XXI está cambiando a gran velocidad. La ONU deambula sin rumbo, una vez se ha hecho patente que no puede cumplir los objetivos para los que fue creada y que su normal funcionamiento está siendo interferido por el uso que de ella hacen las dictaduras. Y por la corrupción. Y por su parálisis práctica. Por su parte, la Unión Europea se tambalea precisamente en aquello que le hacía sacar pecho ante el resto del mundo: el bienestar económico, que le había permitido obviar lo demás. Ahora resulta que la zona euro ni siquiera es capaz de garantizárselo a sus ciudadanos, mientras que otras regiones del mundo saldrán antes de la crisis y, por ello, serán más ricas e influyentes. Y, más allá de eso, cuando Rajoy visite a sus homólogos europeos se dará cuenta de que las peleas económicas en verdad esconden una profunda fractura en la unidad de los países.

Ni siquiera la OTAN –la única alianza de las últimas décadas que ha sido capaz de proponerse y llevar a cabo misiones en nombre de Occidente y la democracia– goza de buena salud. El desplome presupuestario en términos de Defensa, la salida apresurada, y poco airosa, de Afganistán y las divisiones crecientes en su seno muestran que no ha podido encontrar el camino que buscaba desde el fin de la Guerra Fría. La guerra de Libia, con algunos de sus miembros iniciando la guerra por su cuenta al margen de la organización, ha mostrado que ya no les satisface del todo. A partir de ahora están dispuestos a buscar alianzas ad hoc para cada reto.

En estas circunstancias, ¿a qué solidaridad aliada podrá apelar España a partir de ahora?

Este fin del orden institucional es sólo la expresión del fin del orden estratégico global. El creciente desinterés americano por la OTAN puede acabar con ella, y aunque Obama ni es santo de nuestra devoción, ni debe serlo del nuevo gobierno, solamente está acelerando una tendencia norteamericana a olvidarse del mundo. Simplemente, América ya no está dispuesta a seguir ejerciendo el papel de guardián del mundo libre. Le cuesta demasiado, en términos humanos y materiales. Con una crisis económica que consume todo el interés norteamericano, preferirá concentrarse en sus propios asuntos. Es difícil reprochárselo, cuando los europeos hemos vivido a la sombra de su protección durante las últimas seis décadas. Esto también se acabó.

Por otro lado, nuevos países aspiran a ocupar su lugar entre las potencias mundiales: de hecho, aspiran a hacerlo desplazando a las actuales. Turquía, Brasil, Irán o la India pueden no tener en solitario la suficiente fuerza como para retar a Estados Unidos; aunque sí ciertamente a otras potencias como Francia y Gran Bretaña. Pero, en su conjunto, la suma de ambiciones de todos estos países, con regímenes tan distintos pero con intenciones claras, constituye un reto considerable. Si a su influjo sumamos la omnipresencia China, que tan irresponsablemente fascina a Occidente, no cabe duda: el poder en este arranque del siglo XXI estará más repartido que en el final del XX. Y una buena porción estará en manos de países poco recomendables.

Unos aliados menos fuertes, y unos rivales crecidos, sitúan a nuestro país en un mundo hostil. Por un lado, los aliados europeos no estarán detrás de España si Rajoy tiene un problema con algún país del Norte de África o Iberoamérica. No podrán estarlo, o considerarán que no les merece la pena gastar recursos en nosotros. Las Naciones Unidas, a la que tan ingenuamente han entregado sus esperanzas tantos españoles, empiezan a ser más un problema que una solución, y líbrese Rajoy de que algún día nuestros intereses tengan que pasar por la Asamblea General o el Consejo de Seguridad. En cuanto a la OTAN, lo único claro es que las capacidades militares de los aliados no se invertirán en nosotros. Serán escasas, y preferirán utilizarlas en defender sus propios asuntos. España lleva años a la cola de gasto militar en la Alianza Atlántica, así que no podremos quejarnos cuando ocurra.

Y es que lo malo no es que este mundo se esté esfumando. Lo malo es que lo hace en el peor momento. El mundo que espera a Rajoy es un mundo con más armas nucleares moviéndose por todas partes, en manos de regímenes y grupos poco recomendables y que abre la puerta a una nueva era nuclear. No sólo no podemos garantizar que España permanecerá al margen de este mundo polinuclear: casi podemos asegurar lo contrario, sea por la acción de grupos terroristas, o sea por la nuclearización de nuestro flanco sur. Es un mundo en el que el Norte de África, desde Egipto hasta Marruecos, ha entrado en convulsiones de difícil pronóstico, pero respecto a las que lo único claro es que romperán el equilibrio de las últimas décadas. Los primeros meses de primavera árabe desataron la euforia entre muchos occidentales. Había motivos para ello en unas revueltas contra infames tiranos. Pero también había, y hay más hoy, motivos para la preocupación. Y es que en una amplia franja de la tierra, que va de Siria a Marruecos, nadie puede garantizar una estabilidad duradera. Tampoco de ella podemos estar seguros.

Eso sí, de lo único que podemos estar seguros es de la pervivencia en nuestras sociedades del socialismo, esa especie de muerto viviente que consume nuestras energías justo en el peor momento. A lo largo de la historia pocas ideologías han mostrado tantas veces y tan claramente su fracaso como los dos hermanos izquierdistas, el comunismo y la socialdemocracia. La primera explosionó hace veinte años, revelando el horror al otro lado del Muro. Respecto a la segunda, ha sobrevivido, mutando hacia formas ideológicas extrañas y suicidas, hasta que la crisis de 2008 mostró que estaba dispuesta a conducirnos a la pobreza a base de más gasto público y rescates por doquier.

Salir de la crisis implica enfrentarse durante años a unas elites intelectuales, políticas y sindicales caracterizadas por la sobrerrepresentación: el Partido Popular lo sabe bien. Y, más allá de eso, la izquierda ha ido mutando, hasta el punto de que el problema que plantea ya no es sólo económico, sino de seguridad y defensa: cara a la política exterior, el pacifismo progresista, el antioccidentalismo y la connivencia con el islamismo son problemas a los que todo gobernante europeo actual se enfrentará en las próximas décadas. Y es que (...) la debilidad moral y cultural europea es uno de los factores que explican el cambio en los equilibrios estratégicos mundiales.

Por otro lado, cara al interior de los estados, Occidente sufre una crisis institucional considerable. En Europa, tanto a nivel comunitario como nacional, las instituciones se muestran incapaces de garantizar la libertad, la seguridad y el bienestar de los ciudadanos, lo que genera frustración y malestar, desde Londres hasta Roma. Lo malo es que lo que en otros países es preocupante, en España es urgente, pues sus energías se desangran entre nacionalismos, izquierdismos y corrupción: y si Rajoy no tiene demasiado tiempo para abordar el mundo que le espera ahí fuera, tiene menos aún para afrontar el colapso institucional español, que es el primero de los problemas que le dejó Zapatero.

Pese a la devastada situación moral e intelectual española, tras el inicio de la campaña de los indignados contra las instituciones, los españoles darían su confianza al PP en dos ocasiones, en las elecciones autonómicas de mayo de 2011 y en las generales de noviembre. Mostraron su rechazo a ese movimiento antisistema, a pesar de estar mimado por gran parte de los medios de comunicación, por la izquierda social y por el PSOE. El mensaje, pese a todo, ha sido claro: en verdad, los españoles lo que quieren no es una España indignada, enfadada, vociferante, envidiosa y revanchista, sino una España dignada, caracterizada precisamente por todo lo contrario, que es la única España capaz de afrontar los retos que el siglo XXI deparará a nuestra nación. Retos que no son fundamentalmente económicos, aunque Rajoy, por fuerza, deba empezar por ahí. Son retos que exigen un liderazgo fuerte, que comience por acudir a la raíz de nuestros problemas.

En primer lugar, debajo de una economía en crisis están unas instituciones en crisis. Esto ya es un lugar común, pero no lo es la identificación de sus causas. A nosotros no nos cabe duda de que desde un punto de vista liberal-conservador son en su origen dos: el relativismo y la pérdida de respeto hacia la verdad, y el subjetivismo o la pérdida de respeto al bien. Los españoles han dejado de decir la verdad y de buscar hacer lo correcto, lo que es extensible a sus instituciones, a sus funcionarios y a sus políticos. Es verdad que esta tentación es tan vieja como el ser humano, pero el problema es que en España se ha impuesto desde las instituciones esta forma de pensar, por una pésima manera de entender la tolerancia o la democracia.

La experiencia demuestra que el liderazgo político va unido a fuertes creencias intelectuales y morales, y que un gobierno fuerte es aquel que excluye de su vocabulario las medias verdades, las mentiras y el oportunismo moral. Sólo unos gobernantes que restituyan el prestigio del bien y de la verdad podrán evitar la erosión de las instituciones de la sociedad abierta. Y por supuesto sólo así se dará credibilidad a una política exterior que se desarrollará en un clima de incertidumbre y sobresaltos. La España dignada debe ser una España que castigue la mentira y premie la verdad. Hagámoslo.

En segundo lugar, no sólo se trata de estos dos valores humanos a recuperar: también lo son otros en clave española. Las instituciones no funcionarán bien sin el respeto a la cultura, la tradición y el pasado, que es lo que las mantiene en pie sanas, sólidas y a resguardo de experimentos de gobernantes irresponsables. El rechazo patológico de algunas categorías dirigentes españolas a las manifestaciones de la cultura española –empezando por el castellano–, el odio que desde algunos ámbitos políticos y culturales se expande hacia las creencias y los valores tradicionales de los españoles, o el rechazo irracional hacia el pasado de nuestro país tienen consecuencias: socavan la credibilidad institucional y la dejan a merced del cortoplacismo.

Afianzar las instituciones españolas exige rehabilitar la cultura española, reconocer los valores y principios de los españoles y respetar el pasado de la nación. Y, desde luego, una política de seguridad y defensa sólida sólo será posible si los españoles poseen la conciencia de que el legado que han recibido de sus antepasados es digno de ser defendido y transmitido a sus hijos. La España dignada debe ser una España orgullosa de serlo. Recuperemos la conciencia de haber heredado, de ser, y de tener, una gran nación.

En tercer lugar, en la España que recoge Rajoy sólo hay algo aún más desvalorizado y atacado que la nación: la democracia liberal. Por un lado se trata del entramado constitucional: la burocratización de la vida pública, con un crecimiento del Estado impensable hace unas décadas, y la erosión constante de los principios constitucionalistas por parte de la izquierda española –con la inhibición constante de la derecha– no sólo han creado un Estado fofo e ineficiente, sino que han recortado poco a poco libertades y derechos básicos de los españoles: educativos, fiscales, jurídicos o de expresión. Nunca se ha idolatrado la democracia tanto como en la España que recibe Rajoy, y nunca han estado las libertades tan recortadas por el Estado. Es hora de que el liberalismo político lleve a cabo una agenda constitucionalista que el socialismo y el centrismo han sepultado desde hace décadas.

Y, más allá de eso, se trata de los valores y principios que sustentan el régimen democrático. En España se ha creado una mentalidad profundamente antiliberal, que a veces encuentra expresiones como la del movimiento de los indignados. La responsabilidad de cada cual respecto de sus actos, el esfuerzo propio como garantía de libertad individual, el carácter sagrado de la vida humana en toda su extensión, o la inviolabilidad de la conciencia han cedido terreno, demasiado terreno, en la España de la telebasura, la cultura contra la guerra, la Logse y el botellón de fin de semana. La España dignada debe restituir el reconocimiento robado a la excelencia, el esfuerzo, la seriedad, el rigor y la vida ordenada.

En fin: apelemos a los únicos valores que garantizan a un país libertad y prosperidad.

Recuperar la dignidad de la nación y del régimen de libertades es tarea urgente dentro de nuestras fronteras. Y en el exterior, la España dignada significa una cosa: sólo si España se respeta a sí misma será respetada en el exterior. Por amigos y aliados, rivales y enemigos. En las instituciones, o lo que queda de ellas, y en las relaciones bilaterales. En este sentido, el espectáculo dado por España en la Unión Europea a propósito de su poca seriedad económica y política debe servir de ejemplo de cómo un país que no se respeta acaba comportándose de manera indigna ante los demás.

En los últimos tiempos, los españoles se han acostumbrado a simplemente estar en el mundo, que es una forma pasiva de participar de los grandes asuntos. Pero no basta con estar. Hay que exigirse a uno mismo y hay que exigir a los demás. Hay que ser protagonista. Dicho de otra manera: no basta con estar, hay que ser. Y para ello, España debe tener bien claro qué quiere ser.

Si algo ha mostrado el zapaterismo es que no hay alternativa a la ambición exterior. Quienes en su momento hablaron de mal de altura y pensaron que España debía comportarse como un país modesto de segunda fila se equivocaban gravemente. Porque lo importante, con serlo, no era participar en primera línea de las cuestiones mundiales, visitar habitualmente la Casa Blanca o hablar de tú a tú con el canciller alemán. Lo importante era el impulso, el espíritu y la actitud que había detrás. Y es que, en política internacional, el que no se mueve se para, y el que se para pronto es sobrepasado por los acontecimientos exteriores. Que es lo que ha pasado en los últimos ocho años. Salir de la ambición nacional significa acabar en el apaciguamiento y la irrelevancia. No hay opción: seamos, pues, ambiciosos. Y seámoslo en unas instituciones internacionales que se han reestatalizado, por un lado; y en unas relaciones internacionales que pasan de la multilateralidad a la bilateralidad. Respecto a lo primero, la ONU, la OTAN y la UE han acabado por dar la razón a los teóricos realistas: hoy son campos de batalla diplomáticos, donde cada país busca satisfacer sus propias necesidades. Y lo seguirán siendo.

La experiencia demuestra que España es reconocida en las instituciones multinacionales no cuando despilfarra su dinero y su prestigio en cosas como la Alianza de Civilizaciones, sino cuando defiende con contundencia sus intereses, trátese de lucha contra el terrorismo o de repartos económicos e institucionales, en la UE o la ONU. Exijamos en ellas lo que legítimamente nos pertenece.

Intereses y valores nacionales son los dos ejes fundamentales de una política exterior bilateral ambiciosa. Así que, respecto a lo segundo, ambos conducen bilateralmente a Estados Unidos: nunca ha tenido España una posición tan sólida en Europa e Iberoamérica como cuando su vínculo transatlántico ha sido sólido. Quienes defendían que la cercanía a Norteamérica implicaba una merma de nuestros intereses más nacionales ya han podido comprobar la alternativa, en términos económicos, diplomáticos y militares. Como en el caso de la ambición, han debido de sufrir un desengaño. Tampoco en esto hay término medio, y con el fin de la sintonía con Estados Unidos empezó la erosión de los intereses españoles a lo largo del mundo. Ahora, con los Estados Unidos tendentes a desentenderse de los problemas del mundo, sólo los aliados más fiables contarán para la gran potencia occidental. Y fiabilidad y seriedad son las claves: respeto a la palabra dada, respeto a los compromisos y cumplimiento de lo acordado eran cosas que antes resultaban normales, pero que han dejado de serlo.

Recuperar esta confianza rota es condición indispensable para la rehabilitación de la imagen española en el mundo, y con ella de nuestros intereses. Rajoy no lo tendrá fácil, porque es tal la imagen proyectada por la España que recibe en herencia, que deberá empezar por debajo de cero. Y eso pasa, entre otras cosas, por recuperar la credibilidad estratégica, con la búsqueda de unas capacidades militares que realmente tengan algo que aportar. Si la España de Rajoy quiere volver a contar en el mundo y estar entre los países que dan forma a las soluciones globales, no le queda más remedio que recomponer la relación bilateral con América. No hay otra opción.

Pero, como hemos dicho, la América actual es más pragmática y egoísta, y para que seamos tenidos en cuenta no valdrán sólo las palabras por bonitas que sean. Hechos, no promesas. De ahí que, teniendo en cuenta los intereses norteamericanos, nuestro esfuerzo deba pasar por revalorizar nuestra cooperación estratégica y militar con Washington. Y esto es algo muy importante, por lo que implica en términos de capacidades y presupuesto de defensa.

América ha sido y sigue siendo nuestra mejor esperanza, aunque ella no quiera. Recuperemos, pues, al amigo norteamericano.

Hay otro país en el que se encarnan valores e intereses: Israel. En un mar de inestabilidad, que va de Siria a Marruecos, es el único que posee estabilidad institucional, libertades occidentales, y ofrece garantías de paz a los vecinos. Las dificultades de sus vecinos para conseguir ser países prósperos contrastan con el bienestar económico y social de Israel. Hoy, Tel Aviv o Jerusalén no difieren en lo fundamental de Madrid o Washington. Lo que significa que sólo un desalmado –y en España los hay– puede exigir a los israelíes lo que no exige a los propios países europeos. También ahí la España de Rajoy empieza desde muy atrás.

También, o justo por eso, contrasta Israel con las ansias destructivas de diversas fuerzas en la región. De hecho, es el primer país democrático occidental ante los movimientos islamistas chiíes o suníes, desde Irán a los Hermanos Musulmanes. Y el que recibe y recibirá los primeros embates, terroristas y estatales, de todo tipo. Y es que Israel es el termómetro de Occidente, y por lo tanto de España. Lo que significa que los problemas para Israel serán el preludio o coincidirán con los problemas occidentales respecto al mundo musulmán: deberá recordar Rajoy que las reivindicaciones alqaedistas sobre Israel van parejas a las reivindicaciones sobre Al Ándalus.

En pleno conflicto entre civilización y barbarie, y con una América que se bate en retirada cerrada sobre sí misma, Israel es nuestra última esperanza. Por lo que es y por lo que defiende. Es más, hoy por hoy, hasta que América vuelva a recuperar su claro liderazgo mundial, Israel ha pasado a ser el único lugar donde un europeo de bien puede verse reflejado: orgullo de la identidad propia, respeto a las tradiciones, valores religiosos, tolerancia social, democracia política, libre mercado y ardor para defenderse de sus enemigos. En suma, lo que han hecho los europeos durante siglos antes del advenimiento de la izquierda pacifista, secularista y multiculturalista. Y hoy, por lo demás, en brazos palestinos.

Poco puede ofrecer bilateralmente nuestro país al aliado israelí, salvo justo lo contrario de lo hecho hasta ahora: apoyar el derecho del estado de Israel a existir, denunciar el permanente chantaje contra el país desde las instituciones multilaterales y combatir el antisemitismo en todas sus variables, que son muchas. Porque además, sólo manteniéndose firme en la defensa de principios sólidos referidos a la paz, las libertades y la lucha contra el terrorismo puede España tener un papel mediador exigente en el diálogo con los palestinos. Defendamos nuestros intereses y valores apoyando decididamente a Israel.

No sólo se trata de una determinada actitud diplomática, tanto en las instituciones multilaterales como en las relaciones bilaterales, sino de las necesidades estratégicas. El mundo que se nos viene encima exige tomárselo en serio, y eso exige replantearse los instrumentos de seguridad y defensa. De nuevo aquí los ocho años de zapaterismo, sus muchas leyes y documentos han sido una enorme distracción que ya no nos podemos permitir. Urge, y mucho, una Revisión Estratégica de la Defensa, algo habitual en algunos países. En España la primera, en 2003, fue también la última. Y desde entonces el mundo ha cambiado una barbaridad. Nuestro entorno, en apenas dos años, ha mutado de manera inexorable (...): ni Europa, ni América, ni Iberoamérica ni el mundo árabe son los mismos. Nuestros intereses nacionales se ponen en juego ahora en lugares y aspectos novedosos hace poco impensables. Y las misiones de las fuerzas armadas de las últimas dos décadas pasarán con total seguridad al baúl de la historia; la crisis económica y el mundo al que se enfrentarán exige repensar qué ejércitos quiere y puede permitirse España a partir de ahora. Eso sí, toda reflexión y revisión que se haga debe hacerse para que se cumpla, no para que se olvide al día siguiente de su presentación.

Nosotros creemos que la devastación económica que el PSOE ha vuelto a dejar a su paso en nuestro país es una oportunidad para proyectar España hacia adelante. El socialismo, la ideología que más oportunidades ha desaprovechado en la historia de la humanidad, debe acabar de una vez por todas en el lugar que merece. Sólo el enquistamiento progresista en los medios de comunicación oficialistas, el sistema educativo logsiano que corrompe las mentes jóvenes y la poderosa maquinaria propagandística-cultural que parasita recursos públicos se interponen entre el socialismo y su destino póstumo. Y, desde luego, entre la España que hereda Rajoy y la España dignada que aspiramos a levantar.

Son tantos los cambios necesarios, es tal la necesidad de acometer reformas estructurales económicas e institucionales, que el liberalconservadurismo se enfrenta a una gran oportunidad... y a una gran responsabilidad. No es sólo la economía lo importante, porque todo en esta crisis apunta a otros aspectos de nuestras sociedades. Y no es la política interior, porque en el mundo del siglo XXI la diferencia entre lo interior y lo exterior está más borrada que nunca. La España dignada exige un proyecto global y de amplias miras, que lo mismo reforme el ruinoso sistema autonómico o sanitario que acabe con los privilegios de ese autodenominado mundo de la cultura, o que piense en el armamento o la proyección de nuestra Infantería de Marina al otro extremo del mundo.

Ahora se abre una nueva etapa para España. Lo que se haga o se deje de hacer tendrá consecuencias de calado y se dejarán sentir durante muchos años. Porque la combinación de factores externos e internos nos ha colocado en la verdadera encrucijada: asumir la responsabilidad de ser alguien o languidecer, como tantas otras veces, camino de la absoluta marginalidad e irrelevancia o, aún peor, caer en las garras de nuestros adversarios.

Confiemos en evitar nuestro suicido nacional y en saber estar a la altura de las circunstancias. Siempre hemos creído que España se merecía más y lo seguimos creyendo ahora, a pesar de todo.