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La Ilustración Liberal

El renacimiento de la República

Esta obra se inscribe en una tradición que tiene un glorioso precedente cubano, la Teoría de la autoridad, escrita en el último tercio del siglo XIX por Calixto Bernal, uno de los grandes tratadistas de la época.

Mi primera observación tiene que ver con el hecho mismo de que un joven político cubano se atreva a pensar y a teorizar por cuenta propia. Eso es magnífico. Tenemos la nefasta tendencia a creer que la política es una actividad de maniobreros de corto aliento, ávidos de poder, apenas vinculados a la función de pensar y a la gloria y al ánimo genuinos de servir. Eso es falso. Los grandes estadistas, al margen del legítimo impulso psicológico que los lleva a querer mandar, suelen tener la cabeza poblada de ideas y de conocimientos. Pienso en Winston Churchill, en Antonio Cánovas del Castillo, en Václav Havel. Eso no quiere decir que los estadistas más cultos acierten siempre, sino que es preferible examinar la realidad desde un marco teórico complejo que tratar de interpretarla a impulsos del corazón o de los testículos, sin que en ello apenas intervenga el cerebro.

Una buena cabeza, un buen equilibrio emocional y una sólida estructura de valores probablemente reducen las posibilidades de errar y multiplican las de hacer el bien. No anda descaminado quien supone que un buen estadista, un estadista completo, debe tener una idea moral de la sociedad, una idea económica, una idea sociológica, una idea antropológica, una idea histórica. Es verdad que el sentido común es muy importante –esa mirada rápida que permite a quien lo posee tomar las decisiones más razonables y adecuadas a la realidad–, pero ese instinto se alimenta mejor cuando se nutre de una densa formación cultural.

Durante la República, en Cuba tuvimos algunos estadistas intelectualmente bien dotados, como Enrique José Varona, Orestes Ferrara, Rafael Montoro, José Antonio González Lanuza, Jorge Mañach o Carlos Márquez Sterling; pero tal vez influyeron poco en el signo general del Estado, y mucho menos en perfilar el contorno de la vida pública cubana. En la contienda entre un Benito Remedios y un Jorge Mañach casi siempre acababa venciendo Benito Remedios, acaso porque la sociedad cubana no apreciaba demasiado a sus intelectuales.

Acaso fue una desgracia que José Martí, un estadista integral sumamente culto, a quien le cabían la sociedad y el Estado en la cabeza (como suelen decir los españoles de sus mejores líderes), no haya sido el primer presidente cubano. Hubiera puesto el listón muy alto, como sucedió en Estados Unidos con George Washington, circunstancia afortunada que propició la creación de una cadena de mando inmediatamente jalonada con figuras como John Adams, Thomas Jefferson o James Madison. A veces la ceremonia de bautismo sienta precedente y crea escuela.

Nosotros no tuvimos esa suerte. La percepción general, por lo menos la que sospecho tuvo mi generación, era que en la esfera del Estado prevalecieron el manenguismo, la corruptela y una creciente mediocridad de la élite dirigente, rasgos que acabaron desatando revueltas y revoluciones. No es con orgullo sino con vergüenza que los cubanos debemos enjuiciar el hecho de que dos veces, en 1933 y en 1959, la ciudadanía aplaudiera con entusiasmo el fin violento del andamiaje institucional, como resultado de los desmanes y las violaciones de las reglas cometidos por los políticos que entonces gobernaban. De eso, precisamente, se nutren las revoluciones: del descrédito del sector público y del bien ganado desprestigio de los funcionarios que lo dirigen.

Pero no debemos olvidar que las revoluciones no sólo son el triunfo del sacrificio heroico contra la opresión. También acarrean la devaluación de las ideas republicanas. Y eso, a la postre, es gravísimo.

Ése es el otro punto que deseaba tocar a propósito de este ensayo de Orlando Gutiérrez. De sus reflexiones se deduce una legítima preocupación por el modelo de Estado al que debemos adscribirnos los cubanos una vez hayamos superado esta etapa totalitaria de oprobio y sinrazón instaurada por el castrismo.

En realidad, la discusión sobre quién manda, por qué manda y para qué manda es un debate que tiene dos mil quinientos años. Lo perfilaron Platón y Aristóteles en la Grecia clásica, y desde entonces todo lo que hemos hecho ha sido componer y tocar variaciones sobre el mismo tema. Para Platón, era obvio que la autoridad se fundaba en la sabiduría y descendía de la cúspide hasta la masa. Debía mandar una minoría intelectualmente selecta.

En Platón están la raíz y la coartada de los gobiernos oligárquicos, como, por ejemplo, las dictaduras marxistas, súmmum de las oligarquías políticas, dirigidas por criaturas convencidas de la arbitraria superstición de que al Partido Comunista le corresponde el papel rector de la sociedad, porque "la clase obrera" (sic) es el factor que posibilita y dinamiza los cambios dentro del esquema del materialismo dialéctico.

En cambio, para su discípulo Aristóteles, que amaba más la verdad que a su maestro, la autoridad debía emanar del consentimiento de los gobernados y ascendía o debía ascender de la masa a la cúspide. En Aristóteles está la simiente de la democracia y el embrión de la concepción del gobernante y de los funcionarios como servidores públicos. En él radica la idea de que quienes gobiernan tienen un mandato y deben obedecer la voluntad popular.

Pero los griegos, que inventaron la democracia, la destrozaron legitimando cualquier acción que tomara la mayoría. La mayoría de un jurado de más de medio millar de personas podía condenar injustamente a Sócrates sin que estuviera clara la naturaleza del delito imputado. La mayoría podía expulsar de la ciudad a quien quería: el odiado ostracismo. La mayoría elegía por un año a los generales, a los estrategas, para que dirigieran las batallas. Más que un sistema justo para tomar decisiones colectivas, la mayoría, tomada como ejemplo de democracia, se convirtió, como diría Jorge Luis Borges milenios después, en "un abuso de la estadística".

Afortunadamente, dos siglos más tarde otros griegos, los estoicos, encabezados por Zenón –un judío patizambo nacido en Creta–, enriquecieron el pensamiento de Aristóteles dando vida a una idea que nos acompaña hasta hoy: la de la existencia de unos derechos naturales. Ni los gobernantes ni las mayorías pueden quitarnos esos derechos, que nos corresponden, sencillamente, porque somos seres humanos. Es de nuestra peculiar naturaleza, fundada en la razón, tan diferente al resto de las otras criaturas, de donde emanan esos derechos.

Para los estoicos, y así hasta llegar a nosotros, ser hombre o mujer es más importante que ser ateniense o espartano, o pertenecer o no a una determinada fratría.

La regla de la mayoría, pues, tenía ciertos límites.

No es sorprendente que de esa simple proposición se haya llegado, muchas centurias después, al constitucionalismo. Debe existir una ley escrita que limite la autoridad de los gobernantes, el poder de los jueces y las prerrogativas de los legisladores. Lo importante no es que mande la mayoría, porque ya sabemos que la mayoría puede cometer errores o atropellos terribles, sino que la sociedad conduzca sus asuntos comunes de acuerdo a unas reglas previamente consensuadas que consagren los derechos de los individuos.

Ese es el objetivo primordial de la idea republicana: proteger los derechos de los individuos frente a la tiranía de los gobernantes o de las mayorías. Los gobernantes tienen un mandato, como sugería Aristóteles, y su autoridad está fundada en el consentimiento, pero ese consentimiento tiene que estar enmarcado en los principios constitucionales.

Los gobernantes sólo pueden hacer lo que la ley expresamente les ordene o autorice. Nada más que eso. En eso consiste su carácter de servidores públicos. La sociedad civil, en cambio, puede hacer todo aquello que la ley no prohíba expresamente.

Volvamos al aquí y ahora de los cubanos.

La República –la creada por los norteamericanos en 1787, a partir de la aprobación de su Constitución, y la que surgió en Cuba en 1902– es una forma de organizar el Estado basada en la muy razonable presunción de que, en determinadas circunstancias, los seres humanos son criaturas muy peligrosas que pueden hacerse demasiado daño, por lo que se divide la autoridad en poderes que se contrapesan, se consignan derechos inalienables y se establecen límites a los funcionarios elegidos o nombrados. Es una estructura fundada en la sospecha de que Rousseau no tenía la menor idea de lo que decía cuando afirmó que el hombre es bueno por naturaleza. El hombre puede ser bueno o malo, en función del clima social y de las instituciones en las que interactúa con sus semejantes. Puede ser un tranquilo notario de provincia en Alemania o puede ser Adolfo Hitler. En una sociedad que garantiza las libertades individuales y promueve la diversidad, puede ser bueno y admitirá y respetará criterios distintos al suyo. En una sociedad que fomenta la intolerancia y el pensamiento uniforme, generará actos de repudio, pogromos y el aplastamiento sin compasión de cualquier manifestación de independencia intelectual.

La República, esa forma de organizar el Estado, requiere una actitud colectiva que nunca nos acompañó, y cuya ausencia explica el fracaso de nuestra nación: la decisión de gobernantes y gobernados de colocarse bajo el imperio de la ley. Nunca tomamos esa decisión.

Nunca la tomamos, al menos de forma abrumadora, y los resultados están a la vista. Se atribuye a Estrada Palma, nuestro primer presidente, la melancólica advertencia: "Ya tenemos República, ahora necesitamos ciudadanos". (El propio Estrada Palma, por cierto, tampoco fue un ciudadano ejemplar, a juzgar por la conducta que se le atribuye en las elecciones de 1905). En todo caso, el fin de la aventura comunista en Cuba, cuando acontezca, nos precipitará a los cubanos, nuevamente, a definir la forma de gobierno que queramos darnos. Ése será el momento de retomar la idea de la República, pero no festinadamente, como acaso hicimos en 1902, sino responsablemente y con total comprensión de que ese modo frágil y sabio de organizar el Estado puede dar frutos extraordinarios en el terreno material y espiritual, pero que requiere de la contención, del respeto al otro y de la decisión de colocarnos bajo la autoridad de las reglas y de la verdad.

Cuando llegue ese momento, hombres como Orlando Gutiérrez e ideas como las que ha formulado serán vitales. Ojalá que ese amanecer nos depare un país diferente, al que estemos orgullosos de pertenecer, y en el que valga la pena criar una familia.

Orlando Gutiérrez, La ciencia de la democracia, Asociación de Iberoamericanos por la Libertad (AIL), Madrid, 2012.