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La Ilustración Liberal

Del libre albedrío

El libre albedrío fue tradicionalmente una cuestión de filósofos o teólogos. Si nos fiamos de Google, el sintagma libre albedrío aparece relacionado con búsquedas de índole religiosa, principalmente. Pareciera que oír hablar de libre albedrío nos evoca debates añejos. Podríamos convenir en que la mayoría de quienes viven en sociedades libres consideran que no hay agentes externos que restrinjan su capacidad de elección. Curiosamente, los movimientos asamblearios como el 15-M o la Plataforma de Afectados por las Hipotecas han vuelto a traer a colación el debate del libre albedrío –sin pretenderlo–, cuando insisten sin descanso en que la culpa de la crisis no es suya y que ellos no pagarán lo que hicieron otros. Para más inri, y casi lindando en lo delirante, hemos llegado a oír que por qué motivo los bancos concedieron hipotecas a los que ahora se hallan estragados por la crisis. Es decir: quienes solicitaban hipotecas no eran personas que hubieran ejercido su libre albedrío. De ser autónomos habían pasado a ser autómatas.

La neurociencia también lleva unos cuantos años ocupándose del libre albedrío. Fruto de este interés son libros como ¿Quién manda aquí? El libre albedrío y la ciencia del cerebro, del neurocientífico estadounidense Michael Gazzaniga, quien es director del centro de neurociencia cognitiva del Dartmouth College. El texto está confeccionado a partir de lecturas ideadas para conferencias, y ahí estriba su éxito y su fracaso. Al hacerse pensando en audiencias amplias y no especializadas, el abstruso contenido que versa sobre lóbulos, córtex, amígdalas y neurotransmisores brota ágilmente. No obstante, quizá porque nadie esperaría unas conclusiones revolucionarias en una conferencia o porque el autor escogió ser cauto, el libro cojea de eso: de unas inferencias rompedoras que se intuyen durante la lectura, pero que Gazzaniga evita o se reserva. Usted se preguntará por qué razón un científico cuyo fin último es la búsqueda de la verdad se abstiene de conclusiones tajantes. Podemos ser benévolos y conceder que el autor es prudente por ser fiel a la máxima de la ciencia, la cual se corrige y se enmienda a sí misma continuamente. O podemos pensar mal y sospechar que a Gazzaniga le estallan encima las conclusiones y no sabe cómo quitárselas de encima.

Gazzaniga, como muchos colegas de profesión, afirma que el libre albedrío no existe. Nuestra conducta está determinada por un conjunto de redes neuronales y ambientales, de suerte que nuestra elección es esa o aquella porque no puede ser otra. No obstante nuestro empeño en creer que somos libres cuando escogemos, los neurocientíficos más osados aseguran que, para que esto se diera, habríamos de ser capaces de elegir al margen de nuestro cerebro, lo cual es un imposible. Usted, a estas alturas, se habrá amotinado contra la idea de ser un siervo de su cerebro. Y no le falta razón. Veamos algunos ejemplos que apoyan la tesis de que el libre albedrío no existe.

El experimento consistió en pedir a un voluntario que decidiera pulsar uno de entre varios botones. El voluntario pulsaba el botón que quería. Hasta ahí todo bien. Pero lo desconcertante era que la actividad cerebral que se activaba para decidir qué botón iba a pulsar el voluntario había aparecido segundos antes de que el voluntario dijera que había decidido pulsar el botón. Hasta siete segundos de antelación hubo en algunos casos. Es decir: antes de que el voluntario fuera consciente de que quería pulsar tal botón, la región cerebral relacionada con ese movimiento y ese deseo ya se había activado. Contra este tipo de experimentos se plantean muchas objeciones, como aquellas que reprueban la propia herramienta que se utiliza en estos experimentos: las fMRI (imagen por resonancia magnética funcional). Estas fMRI miden el flujo de sangre que una determinada zona del cerebro recluta en una situación concreta. Como es natural, hay quien mira con recelo los resultados de las fMRI. Con todo y con eso, los resultados son, cuanto menos, sorprendentes. A estas alturas usted se hará cargo de que haya neurocientíficos que nieguen las decisiones conscientes.

Las reticencias de Gazzaniga a establecer conclusiones precisas se entienden mejor cuando nos paramos a pensar en que, si no tomamos decisiones completamente libres, hasta qué punto somos responsables de nuestras acciones. Todo nuestro entramado social y moral se fundamenta en que somos libres y en que, por lo tanto, se nos podrá pedir cuentas cuando hagamos algo que transgreda lo establecido. Dicho de otro modo: ¿cómo se castiga a un criminal si su cerebro decidió por él qué crimen perpetrar? La cuestión de la responsabilidad jurídica complica todo este debate aun más.

Hace unos diez años fue muy conocido el caso de un profesor de primaria estadounidense que comenzó a buscar pornografía infantil en internet. Asimismo, su mujer descubrió que había hecho insinuaciones a menores al objeto de mantener relaciones con ellos. Su mujer lo denunció. Al profesor lo encontraron culpable de acoso a menores y le obligaron a recibir medicación por sus inclinaciones pedófilas. También se le obligó a ir a terapia, pero lo expulsaron porque intentaba mantener relaciones con las mujeres que asistían con él. La tarde antes de que lo condujeran a prisión se quejó de fuertes dolores de cabeza. En el hospital declaró que temía violar a su casera. Las pruebas le detectaron un tumor del tamaño de un huevo. Le quitaron el tumor y sus deseos pedófilos desaparecieron. El tumor volvió a aparecer y con él sus ganas de ser un delincuente sexual. Le extrajeron de nuevo el tumor y nunca más quiso cometer actos de pederastia. El tumor estaba localizado en el córtex orbitofrontal del lóbulo frontal: una zona relacionada con la toma de decisiones, el criterio, el control de los impulsos y la conducta social. Ahora imagínense un abogado diciendo que su cliente es inocente y que se debe culpar al tumor. Vaya enredo.

Seguro que ahora ya ven las consecuencias sociales e incluso jurídicas del estudio del libre albedrío en el cerebro, y coincidirán en que es un asunto espinoso con múltiples ramificaciones. Toda vez que Michael Gazzaniga debió de vislumbrar el embrollo, termina el libro yéndose por la tangente y asegurando que el libre albedrío es poco menos que una idea trasnochada y que hay que disociarlo de la responsabilidad. Según Gazzaniga, el auténtico libre albedrío es fruto de nuestra interacción con el resto de la sociedad, pues nuestras acciones se calculan en función de cómo reaccionarán los demás. Como ven, el autor parece recular ante sus propias tesis. Sea como fuere, el libro es un texto interesante sobre una cuestión que dará mucho que hablar en los próximos años. Solo les falta averiguar, en caso de que decidan leerlo, si la decisión fue suya o de su levantisco cerebro.

Michael S. Gazzaniga, ¿Quién manda aquí?, Paidós, Barcelona, 2012, 314 páginas.