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La Ilustración Liberal

La democracia europea tras la implantación del euro

En la portada del diario ABC del 2 de enero de 1999, un día después de que la moneda europea entrase en el mercado como unidad de cuenta, aparecía el entonces ministro de Economía, Rodrigo Rato, quien había pronunciado estas palabras: "El euro es la mejor base para crear empleo". Hoy, tanto Rato como el euro se asocian, por motivos distintos, a un enorme fraude. Pero entonces las perspectivas eran muy otras. El diario madrileño glosaba las palabras del entrevistado añadiendo que España “no tiene nada que temer, sino mucho que esperar”, pues integraría más a nuestra economía y la obligaría a ser más competitiva.

El diario El País no le iba a la zaga. Eligió para apoyar su loa a la epifanía del euro a otro economista de reciente actualidad: Dominique Strauss-Khan. El euro sería, según el francés, un símbolo del "rechazo a la sumisión frente a los movimientos del mercado, que son a veces irracionales". El editorial añadía: "La moneda única nace con un plus de confianza que puede convertir a Europa en la zona más dinámica del mundo desarrollado", nada menos.

Los dos editoriales confiaban en que, entre los muchos poderes que le asignaran al euro, convertido en un personaje de Marvel, estuviera el de lograr que la renta española se igualase a la europea.

No fueron los únicos medios europeos en volcar sobre el euro los anhelos más preciados.

Sólo se han cumplido una parte de las previsiones más halagüeñas. No la de la mejora de nuestra competitividad, ya que ocupamos el puesto 36, según el World Economic Forum, o el 35, según la escuela IMD. Y Europa asombra al mundo pero no por despreciar a los mercados irracionales, ni por ser la economía más dinámica del mundo desarrollado, sino por estar sumida en una profunda crisis que pone en riesgo al propio euro y que nos ha convertido en un ejemplo para todos de lo que no hay que hacer.

No es ventajismo. Es el hecho de que el euro no es independiente de esta crisis. En cierto modo se ha repetido el esquema que llevó a la Gran Depresión. La Reserva Federal, en colaboración con el Banco Central Europeo (entonces fue con el Banco de Inglaterra), inicia una política de tipos de interés bajos; incurrió en esta política para acompasarse con la política inflacionista del Banco de Inglaterra durante los años de la Gran Guerra y los posteriores, de modo que éste no perdiese sus reservas de oro. En los primeros años del siglo XXI se trataba de facilitar la respuesta bélica al 11-S. En el caso del BCE, su política de tipos bajos evitó que las reformas de Gerhard Schroeder resultasen demasiado duras[1].

En agosto de 2006 la sucesora de Schroeder, Angela Merkel, dijo que Alemania había dejado de ser "el enfermo económico de Europa". El BCE subía escalonadamente su tipo de referencia. Luego estalló la burbuja de crédito, favorecida por los tipos bajos durante tanto tiempo, y el BCE ha vuelto a bajarlos precipitadamente.

No es que España no hubiera pasado por una crisis. Pero aquí los tipos de interés habrían sido bajos durante menos tiempo, y en general habrían sido más altos. Se habría refrenado en parte la burbuja y, con ella, la magnitud del ciclo económico, y de la crisis. Lo mismo cabe decir de Irlanda, Portugal y Grecia. El euro no ha creado la crisis en los PIGS, pero sí ha exacerbado el ciclo en esos países y, en consecuencia, la propia crisis.

Esta crisis ha favorecido doblemente el aumento del Estado. Durante la época del boom, ese crecimiento llenaba las arcas públicas a una gran velocidad. Los políticos hicieron más promesas, falsas como el crecimiento que las financiaba, y dieron rienda suelta al clientelismo. La nómina del conjunto de las administraciones no ha dejado de crecer. Desde los 2.243.344 empleados en enero de 2001 hasta los 2.582.846 de enero de 2008, un incremento del 15,1 por ciento. La crisis no ha detenido el avance, pues esa nómina se ha incrementado hasta 2011 otro 4,5 por ciento hasta los 2.683.370 empleados públicos.

En segundo lugar, cuando estalló la crisis los países desarrollados apostaron, por lo general, por una solución keynesiana. Si cae la demanda agregada, ahí está el Estado para llenar el hueco. Así es la sutil y compleja creación de la mente humana en que consiste la síntesis de las ideas de Keynes. Orquestando esa llamada al gasto público estaba el Fondo Monetario Internacional. Y al frente del FMI, el terror de los mercados irracionales y de las empleadas de hotel, Dominique Strauss-Kahn. No todos utilizaron la partitura del francés. Lituania, Letonia, Estonia y Suecia optaron por reducir el gasto. ¿Será casualidad que estos países hayan salido de la crisis?[2] Hay otro país que tampoco se movió al comando de la batuta de Strauss-Kahn. Se trata de Alemania, y el resultado es tal que se ha podido echar a la espalda los problemas financieros de los PIGS.

Antes de ver el bosquejo del argumento sobre el euro y la democracia, demos un paso más. Compartir la moneda exige compartir la responsabilidad fiscal. La deuda pública de los países de la Eurozona se adquiere en euros. Si un país sigue una política fiscal insostenible, tendrá dos opciones. Una de ellas, que el Banco Central Europeo adquiera deuda soberana o preste a agentes privados para que lo hagan[3]. Otra, que el país realice un duro ajuste fiscal, probablemente acompañado por un programa de reforma económica. Los socios no querrán correr con los costes de una monetización de la deuda, y por tanto se favorecerán las soluciones que lleven a un comportamiento fiscal más racional.

Lo podemos ver en que el BCE, después de la alocución de su presidente Mario Draghi el 2 de agosto de 2012, dejó claro que abría la puerta a la monetización de las deudas española e italiana, pero condicionada a programas de ajuste económico y fiscal[4]. La compra de deuda por el banco central no soluciona el problema y tiene el riesgo de llevar a una perversa inflación. De modo que cualquier intento de reconducir la crisis fiscal debe ir en última instancia por el ajuste.

Por descontado, el diseño del euro lo tuvo en cuenta desde su concepción. El Tratado de Maastricht (1992), que allanaba el camino hacia una futura unión monetaria, entre otros objetivos, fijaba unos límites de déficit y deuda públicos para que los Estados que adoptasen el euro lo recibiesen con estabilidad macroeconómica. Luego, estos criterios fueron reforzados por el Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento, así llamado.

Pero Maastricht no fue suficiente. Desde aquel uno de enero en el que los editorialistas de ABC y El País escribieron entusiasmados y hasta que estalló la crisis, Alemania violó la provisión del tratado de no superar el déficit en un 3 por ciento en cinco ejercicios, de 2001 a 2005. Francia, en tres (2002 a 2004). Italia, en seis (2001-2006). Grecia, en todos. Y España, en ninguno. Por lo que se refiere a la provisión de que la deuda pública no supere el 60 por ciento del PIB, Alemania sólo la ha cumplido en 2001; Francia sólo hasta el 2002; Italia nunca ha bajado del 100 por ciento, y tanto Irlanda como España la han cumplido con creces.

Si Maastricht no funcionó en la era dorada del crédito, ¿cómo iba a ser eficaz con los bancos más preocupados por salvar su débil posición financiera que en prestar un euro más, con los ingresos cayendo a plomo, Strauss-Kahn desempolvando la política keynesiana y Nicolas Sarkozy diciendo que iban a reformar el capitalismo? En estos años de crisis hemos visto cosas que antes no creeríamos. Hemos visto estallidos del déficit de países en llamas, más allá de Orión, como el espectacular -31,2 por ciento de Irlanda en 2010. Y hemos visto la deuda de Grecia escalar al 181,3 por ciento del PIB en 2012[5].

Todo ello ha puesto en riesgo el mantenimiento del mismo euro. Una vertiente del riesgo, ya la hemos apuntado, es la de los efectos inflacionarios asociados a la monetización de la deuda. La otra es el abandono del euro por alguno de sus miembros: Grecia abriría una puerta que podrían cerrar por fuera otros países, como España o Italia; o, por el otro lado de la habitación, incluso Alemania. El abandono del euro por parte de un país supondría dar un salto en el vacío hacia una moneda con una capacidad adquisitiva incierta, lo que provocaría "inmensos trastornos" a “todos los agentes económicos del mercado: deudores, acreedores, inversores, empresarios, trabajadores”. De modo que sus miembros harán lo que sea necesario con tal de no quedar fuera. Los países fuertes también se ven perjudicados si el euro se deshace o si pierde miembros. Impone, pues, una fuerte disciplina sobre todos ellos[6].

Y es aquí donde el euro lleva, por su propia lógica y la del diseño de la Unión Europea, a una vuelta de tuerca en la llamada integración europea. Veamos cómo. El llamado Paquete de Seis (por estar formado por seis instrumentos del derecho comunitario, cinco regulaciones y una directiva) refuerza el Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento (PEC), tanto en su brazo preventivo, con la criterios más claros sobre cuáles son los objetivos de deuda y déficit a medio plazo de cada Estado miembro por parte de la Comisión y el Consejo Europeo, como en su brazo corrector, que precisa las sanciones. La principal novedad de este rediseño del PEC es que incluye el control de variables macroeconómicas antes no consideradas, como la evolución del endeudamiento privado.

El Paquete de Seis está reforzado por lo que se ha llamado el semestre europeo. Su función es obligar a que los Estados asuman las políticas fiscales encaminadas a cumplir con el PEC y las de carácter estructural dentro de lo que se llama la estrategia de la UE para el crecimiento y el empleo. No vamos a describir todos sus pasos, pero el semestre europeo es un toma y daca entre las instituciones europeas y los gobiernos nacionales cuyos tres últimos pasos son los siguientes: en abril, los Estados miembros envían su plan de estabilidad o de convergencia fiscal y su plan nacional de reformas; en mayo o junio la Comisión elabora una lista de recomendaciones específicas para cada país, que luego discute el Consejo Europeo; y éste hace unos últimos cambios y publica sus recomendaciones a finales de junio o comienzos de julio. Esta lista de tareas es de obligado cumplimiento, y tiene que formar parte de los presupuestos del año siguiente.

Ya asoma la democracia transformada profundamente por la lógica del euro. Pero sigamos, porque sobre este Paquete de Seis se superpone el Tratado sobre la Estabilidad, la Cooperación y la Gobernanza[7]. No forma parte del derecho comunitario, ya que no está firmado por la totalidad de los miembros de la Unión Europea, sino sólo por 25 de ellos (la República Checa no lo ha firmado aún, y el Reino Unido no es previsible que lo firme jamás). Prevé condiciones más estrictas. No las vamos a detallar todas, pero incluyen la prohibición de que el déficit estructural no supere el 0,5 por ciento, si bien "la situación presupuestaria de las administraciones públicas de cada parte contratante será de equilibrio o de superávit". Y el conjunto de estas normas deberá incluirse en el derecho nacional “mediante disposiciones que tengan fuerza vinculante y sean de carácter permanente, preferentemente de rango constitucional”.

En resumen, tenemos una tijera con sus dos cuchillas y una hoja entre ambas. Una cuchilla es el problema de cómo las democracias favorecen la sucesión de déficits fiscales, que se planteó, entre otros, James Buchanan. La otra es el euro. Si por un lado la democracia premia los déficits recurrentes, por otro el euro no permite una política fiscal laxa por parte de alguno de sus miembros. La hoja es la democracia nacional, que acaba siendo recortada.

Esta tensión se ha resuelto de dos maneras. La primera ha sido hurtando la dirección de la política general del proceso democrático, con el traslado de las grandes decisiones a las instituciones europeas, por medio del llamado semestre europeo. La segunda ha sido tamizando el principio democrático, poniéndole límites de carácter constitucional para evitar que incurra en políticas dañinas a largo plazo. Una idea que también nos lleva al fenecido James Buchanan[8].

La democracia, en Europa, ya no será la misma tras el euro. Los Estados nacionales sólo se ocuparán de decidir el modo en que cumplen las directrices de la Comisión y del Consejo Europeo. Y su capacidad de tomas decisiones fiscales quedará limitada por la imposición de reglas de oro del déficit y de la deuda. La realidad económica, la racionalidad económica, se ha impuesto sobre la lógica política. De ahí las críticas de la izquierda a los mercados y su secuestro de la democracia. Lo contradictorio de este proceso es que es la vanidad de los políticos por las grandes construcciones lo que ha llevado a crear un sistema monetario que les ata las manos y les obliga a respetar cierta racionalidad en la gestión pública.

Lo que no está claro es qué relación tenga todo ello con los valores europeos. Pero este proceso sigue adelante, y lleva un camino de creciente concentración del poder en manos de la Comisión. El pasado 30 de noviembre de 2012 el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, firmó un documento que es una lista de deseos para los próximos años[9]. Esa lista incluye la pretensión de que la Comisión tome decisiones sobre los impuestos y el mercado laboral, y la creación de impuestos y un tesoro comunitarios. En diciembre del mismo año, los presidentes de la Comisión Europea, el Consejo Europeo, el Eurogrupo y el Banco Central Europeo firmaron otro documento, titulado "Hacia una genuina unión monetaria y económica"[10], que prevé una "cooperación" que supondría la adopción, por parte de los países del euro, de medidas urgentes para mejorar la competitividad de los países, “pactadas” con las instituciones europeas. Prevé que “se refuerce la capacidad a nivel europeo de que se adopten las decisiones ejecutivas de política económica para la unión monetaria”, algo que se considera “esencial”. Y añade un capítulo dedicado a “la legitimidad democrática y la transparencia” que consiste, al final, en que los Parlamentos nacionales y el Parlamento Europeo tengan menos capacidad de decisión que ahora.

Ese es el futuro del proceso democrático en los países del euro: un papel recortado, cuando no mojado, como consecuencia inevitable de la introducción de la moneda común.


[1] Hay otro interesante paralelismo. La inflación en los Estados Unidos quedó oculta porque coincidió con una época de enormes aumentos en la productividad. En la primera década del siglo XXI, ese aumento de la productividad lo han aportado los países emergentes, y en particular China.

[2] Véase Veronique de Rugy, "Two kinds of austeriry", The Washington Examiner, 10 de mayo de 2012. V. también Michael Tanner, "Austerity works", National Review Online, 20 de junio.

[3] Véase Juan Ramón Rallo, "¿En qué consiste la monetización de deuda pública?", Libre Mercado, 9 de diciembre de 2011.

[4] Se puede consultar la rueda de prensa en la página del órgano, www.ecb.europa.eu. V. también la rueda de prensa del 6 de septiembre, en la que precisaba la medida de su intervención y las condiciones de la misma.

[5] Datos recogidos de la OCDE.

[6] La cita pertenece a Jesús Huerta de Soto, En defensa del euro: un enfoque austríaco. La tesis del profesor Huerta es que el euro impone una férrea disciplina, mientras que el nacionalismo monetario anterior permitía postergar los recortes y las reformas por medio de la inflación. Por cierto, que este economista explica que el protagonismo de los especuladores de divisas, propio de las crisis de tipos de cambio, se ha trasladado, por la disciplina del euro, a los inversores internacionales y las agencias de rating.

[7] V. http://european-council.europa.eu/media/639250/02_-_tscg.es.12.pdf

[8] Véase James Buchanan, Democracy in Deficit. The Collected Works of James Buchanna, vol 8. Liberty Fund, Indianapolis, In, 2000. Se puede consultar en la dirección.

[9] V. http://ec.europa.eu/commission_2010-2014/president/news/archives/2012/11/pdf/blueprint_en.pdf. El think tank europeo Open Europe lo ha resumido eficazmente en diez puntos: "Barroso’s Christmas wish list", 30 de noviembre de 2012.

[10] http://www.consilium.europa.eu/uedocs/cms_data/docs/pressdata/en/ec/134069.pdf