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La Ilustración Liberal

Hugolini

El fallecimiento de Hugo Chávez ha tenido lugar e inmediatamente los restos de una izquierda rancia que nunca se resignó al naufragio de la URSS se han lanzado a proferir vítores en memoria suya. Otegui, miembro de una organización terrorista que, a decir de un antiguo coronel del KGB, contaba con los miembros "más brutos, más bestias" de todo el terrorismo internacional, no ha tardado en saludarlo desde la perspectiva de la solidaridad entre revolucionarios. Llamazares, médico educado en La Habana que sigue entusiasmado con las vesanias del régimen de Fidel Castro, tampoco se ha quedado atrás. Sin embargo, estas muestras de zafio totalitarismo constituyen tan sólo una muestra de hasta qué punto la izquierda anda huérfana y desnortada desde que desapareció esa patria de los proletarios que era la URSS. De hecho, Hugo Chávez –al que muchos se empeñan en calificar de manera bastante difusa como "populista"– ha sido el último gran caudillo fascista de la Historia. El término fascismo ha sido mal utilizado y mal entendido durante décadas. Usado por los comunistas para criticar lo mismo a alguien que iba a misa que a los partidarios de la libertad de mercado, ha terminado por no significar nada, salvo que las izquierdas odian al así adjetivado. Sin embargo, el fascismo, el real, el de Mussolini, tuvo unas características muy concretas que despertaron desde el principio el temor de las izquierdas precisamente porque era una forma de socialismo que, dado su carácter nacionalista, resultaba sumamente peligroso como rival. Es ese fascismo en estado puro el impulsado por Hugo Chávez.

Cuando Chávez llegó al poder, de manera, como mínimo, heterodoxa, pocos pensaron que podría durar, y mucho menos extender su influencia por todo el subcontinente. Sin embargo, ésa ha sido la innegable e inquietante realidad. Chávez no fue un pensador sofisticado ni un gran teórico de la política. También es indiscutible que no ha traído prosperidad ni justicia a los venezolanos, pero poco puede negarse su repercusión. Las claves de su éxito son, para el que se acerque al tema con objetividad, claramente identificables. En primer lugar, Chávez, como Mussolini o cualquier fascista que se precie, supo utilizar las raíces nacionales –quizás más supuestas que reales, pero, en cualquier caso, nacionales– de su revolución. Lejos de tomar su punto de referencia en el comunismo soviético o chino, Chávez pretendió entroncar con un Bolívar mítico que, ciertamente, no se parecía, precisamente, a lo que él ha llevado a cabo, pero que sigue constituyendo un magnífico mantra para millones de hispanoamericanos que lo invocan sin haberlo leído. Venezuela –como la Italia de los años veinte– no daba, en teoría, un salto en el vacío sino que se conectaba con lo más sugestivo de su historia nacional. Si para Mussolini era el imperio, para Chávez se trataba de la Emancipación. Partiendo de ese nacionalismo mítico y estomagante, Chávez disparó una agresividad nada oculta hacia los Estados Unidos –la nación enemiga por excelencia, siquiera por su éxito– hacia el Occidente democrático, incluyendo de manera muy señalada a España, y hacia el capitalismo. Eran las "plutocracias" que decía Mussolini, mientras realizaba gestos no menos histriónicos que los del propio Chávez.

En segundo lugar, Chávez intentó establecer un tipo nebuloso de socialismo que no es el soviético ni el cubano y, a fin de cuentas, es una copia del corporativismo propio del fascismo italiano. A fin de cuentas, en los años treinta la nación más intervenida económicamente después de la URSS era la Italia fascista. Chávez no acabó con la propiedad privada sino que, como Mussolini, la intervino, la amenazó y la sometió, creando una nueva clase de propietarios afectos al régimen. Exactamente lo mismo que Mussolini ha hecho Chávez, que podía amenazar con el "exprópiese" a los enemigos y entregar concesiones a los amigos.

Hasta ahí la carga ideológica, que es, fundamentalmente, y por más que se niegue, fascismo en estado casi puro, al buscar la fusión de nacionalismo y socialismo y al no eliminar drásticamente ni la iglesia católica –con la que tanto Mussolini como Chávez llegaron a acuerdos puntuales beneficiosos para ambas partes– ni el capitalismo, que proporciona puestos para los partidarios.

Pero, a la vez, Chávez ha sabido copiar las muestras más siniestras e inteligentes del talento mussoliniano. Dentro del más puro estilo fascista, Chávez ha ido erosionando desde dentro las instituciones del estado para implantar una dictadura que niega con la boca pequeña la calidad de tal, siquiera porque permite las elecciones. Chávez ha ido cambiando la ley electoral, la composición del legislativo y el perfil de la judicatura exactamente igual que Mussolini durante los años veinte. En una sociedad más mediática que la italiana, Chávez captó desde un principio que podía ganar elecciones si previamente controlaba los medios de comunicación. Torrijos o Felipe González no lo habrían hecho mejor. Pero junto a la formación de una nueva ideología –que algunos llaman populismo y que no es sino neo-fascismo sui generis que reniega de sus orígenes, de la misma manera que los antisemitas de hoy dicen que sólo son anti-sionistas– y la reestructuración institucional, Chávez supo aprovechar otros factores. En primer lugar, retomó la solidaridad hacia aquellos que podían orbitar en una manera de pensamiento similar siquiera porque tienen fobias comunes. Igual que Mussolini pagaba una pensión a José Antonio Primo de Rivera y respaldaba movimientos semejantes al suyo en Europa, Chávez ha repartido generosamente los frutos del petróleo entre sus camaradas de hoy, desde el Ecuador a la Argentina, desde Bolivia a la Argentina. En este último caso, por añadidura, tendía la mano a otro movimiento de inspiración totalmente fascista como el peronismo. En segundo lugar, Chávez intentó también estrechar lazos con todos aquellos que repudian el sistema democrático occidental y el capitalismo sin el que éste no podría subsistir. Igual que Hitler supo que era obligado tender la mano a un Mussolini condenado por la Sociedad de Naciones por invadir Abisinia, Chávez extendió su radio de acción hasta respaldar a un Irán islamista que, despreciando la acción de la ONU, camina inexorablemente hacia la posesión de armamento nuclear.

Chávez también sabía mezclarse entre el pueblo, como Mussolini, para demostrar que podía trabajar como un agricultor. Si el Duce segaba, Chávez podía recolectar. Si el Duce conducía un automóvil, Chávez podía servir de chófer a Oliver Stone en un delirante documental. Si el Duce podía crear el Estado Vaticano en virtud de los Acuerdos de Letrán, suscritos con la Santa Sede y aún vigentes, Chávez podía santiguarse en público y abrazar a obispos. Como sucedió con Mussolini –del que hablaron maravillas personajes como Gandhi o Churchill, y del que Lenin dijo que era el único capaz de desencadenar una revolución en Italia–, Chávez fue alabado y cortejado por gente de los lugares más lejanos, que se acercaban a él soñando con la revolución pendiente o con una oportuna subvención. Han sido periodistas y profesores universitarios, políticos y empresarios, cineastas y sacerdotes. Frente a él han estado, como en el caso de Mussolini, los que aman la libertad, porque, en el caso de Chávez, hasta las izquierdas sin brújula lo han alabado, siquiera porque era antiamericano y antiisraelí. La cuestión ahora es saber si el legado de Chávez trascenderá su muerte o, como en el caso de otros dirigentes de signo fascista, no podrá sobrevivirlo durante mucho tiempo. Porque lo que es obvio es que, igual que Mussolini murió, también ha fallecido aquel al que podríamos llamar Hugolini.

Libertad Digital, 6-III-2013.