Menú

La Ilustración Liberal

¿Dónde vive Juan López de Uralde?

Hace unos años, The New York Times publicaba en su sección de cartas al director una misiva que me pareció tremendamente reveladora de la penosa influencia del seudoecologismo en la sociedad contemporánea. Era de un padre preocupado por la educación que estaban recibiendo sus hijos en el colegio:

Con cada curso que pasa, mis hijos están más convencidos de que el ser humano y la tecnología son malos para el planeta.

Es difícil resumir mejor lo que muchos sentimos cuando escuchamos hablar a los profetas verdes: el problema no es que quieran defender la naturaleza, o que piensen que el cambio climático es un peligro para la Tierra. El problema es que da la sensación de que, para ellos, el problema son el ser humano y el progreso que éste ha alcanzado –y que se acrecienta día a día–.

Pensaba en todo esto mientras leía El planeta de los estúpidos, el último libro de Juan López de Uralde. El ex responsable de Greenpeace en España está aprovechando bien su detención en Copenhague durante la cumbre sobre el cambio climático que se celebró en la capital danesa en 2009. Su estancia de 20 días en las prisiones nórdicas no sólo le permitió alcanzar una importante notoriedad, sino que la fama sobrevenida le ha servido para lanzar el embrión de lo que parece se convertirá en un nuevo partido político verde: Equo. No debería ser subestimado, porque, dada la mediocridad de la izquierda española, cualquier iniciativa bien organizada, con una buena campaña de marketing y unos pocos apoyos mediáticos puede conseguir unos resultados electorales sorprendentes.

Se supone que este libro debería ayudar a la promoción de esa nueva sigla, aunque leyéndolo uno se pregunta cómo podría lograrlo, pues se trata de una mezcolanza que no dice nada especialmente novedoso y que, además, destila la prepotencia clásica del intervencionista que se cree superior a los demás y, por tanto, los desprecia cuando no piensan como él.

Desde antes de abrirlo uno se siente tentado a arrumbarlo en el rincón de los libros que nunca terminará porque nada nuevo pueden ofrecerle. Ya la portada, en la que se cataloga al lector como "estúpido", le hace a uno pensar en cuáles serán las virtudes que permiten a López de Uralde auparse a esa posición de pretendida superioridad. La lectura no le despejará la duda. En estas páginas, López de Uralde va desgranando los clásicos mensajes ecologistas –que podrían resumirse en éste: el hombre y el progreso son malos y hay que hacer algo para detenerlos– y sin vergüenza se presenta como una especie de superhéroe verde que se sacrifica por sus congéneres sin recibir de ellos más que incomprensión.

Si sólo fuera un libro autobiográfico, uno podría disculpar la tendencia de López de Uralde al autobombo como un pecado venial muy propio del ser humano, casi siempre propenso a la condescendencia a la hora de valorar las propias flaquezas. El problema es que pretende utilizar sus andanzas por las cárceles danesas como salvoconducto que le permita meterse en la vida de todos los demás humanos e imponerles las equivocadas recetas del más rancio intervencionismo.

López de Uralde parte de una falsa premisa: compara al ser humano con bacterias en un tubo de ensayo que "se reproducen sin límite hasta que se agota el alimento y entonces desaparecen". (Nada más empezar, te llaman "estúpido" y "bacteria": el editor debe de estar bien satisfecho). El error maltusiano impregna toda la ideología ecologista, y es la base sobre la que Uralde construye toda su teoría. Evidentemente, ésta se desmorona en cuanto percibimos la falsedad de la premisa. Porque no es cierto que la Tierra sea finita en cuanto a los recursos que pone a disposición del hombre, al menos no en el sentido en que piensa Uralde.

Si algo ha demostrado el ser humano a lo largo de la historia, especialmente en estos últimos doscientos años de crecimiento económico, es su capacidad para utilizar cada vez menos recursos para hacer cada vez más cosas y para descubrir nuevos usos de materiales que siempre habían estado a su disposición y nunca había utilizado. Por eso la productividad agrícola se ha disparado (y lo habría hecho aún más si no fuera por los colegas de Uralde), las fuentes de energía se han diversificado y el uso de los recursos es ahora más eficiente que en el pasado. Al igual que es imposible que nuestros antepasados de hace apenas cien años imaginaran limpios trenes de alta velocidad moviéndose a 200 kilómetros por hora con sólo energía eléctrica, paneles solares calentadores de hogares o libros sin un gramo de papel, nadie, ni siquiera Uralde, puede saber cómo será el mundo del siglo XXII ni qué fuentes de energía se utilizarán entonces.

Por tal carencia, así como por su poca imaginación y su ninguna confianza en sus congéneres, todas las medidas de Uralde desprenden el hedor del intervencionismo fracasado. Ni una sola vez se pregunta cómo el mercado podría resolver muchos de los problemas que acechan a la naturaleza; no se cuestiona por qué los toros son el único gran mamífero de Europa que no está en peligro de extinción, ni por qué son los países más ricos (EEUU, Noruega, Australia...) los que mejor cuidan el entorno; tampoco explica por qué considera destructivo el proceso urbanizador de la costa española, que ha permitido que miles de personas disfruten de una casa junto al mar; ni por qué precisamente las utopías izquierdistas, desde la URSS hasta Corea del Norte, son las que más aberraciones medioambientales han perpetrado. Cualquiera de estas cuestiones provocaría en alguien sincero y con capacidad de autocrítica una profunda reflexión. No es el caso de López de Uralde, que mantiene su ataque al mercado, a la propiedad privada y a la libertad a lo largo de las 220 páginas de este libro.

Mientras uno lee esta catarata de disparates, no puede dejar de pensar en la frase con que da comienzo la obra, y que figura también en la cubierta; del filósofo y ecologista Manuel Sacristán: "Por una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de atontados en un ruidoso estercolero químico, farmacéutico y radioactivo". Pero bueno, ¿esta gente quién se cree que es? ¿Dónde viven Manuel Sacristán y Juan López de Uralde? Deben de ser lugares muy desagradables, para que la impresión que les ha quedado del mundo sea esa del "ruidoso estercolero químico, farmacéutico y radioactivo". La respuesta no la encontrará en estas páginas. Es una pena: podría haber sido lo único interesante de ellas.

Juan López de Uralde, El planeta de los estúpidos, Espasa, Madrid, 2010, 224 páginas.