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La Ilustración Liberal

Las torres, hace diez años

Aunque a usted le parezca estúpido, yo todavía no me lo puedo creer. No es que no me crea que las torres cayeran, ni que el tarado Mohamed Atta se haya lanzado contra ellas. Eso, por creer, me lo creo todo, incluido el raro asunto del avión de Pennsylvania y el otro, el del Pentágono. Estoy convencido de que el hombre llegó a la luna, sólo porque es posible: no me hace falta más, todo lo posible es real.

Lo que no me puedo creer es lo que pasó después. Los energúmenos celebrando en las calles, las mujeres sometidas, pobres desgraciadas, ululando y alentando a los niños al festejo, esos niños a los que preparan para la guerra santa cubriéndolos de cinturones con proyectiles, disfrazándolos de soldados de verdad para mandarlos a una guerra cuyo sentido únicamente entienden unos psicópatas enturbantados que no toleran nada que se parezca a la libertad o el progreso.

Y la mala conciencia occidental, el agravio constante a los Estados Unidos, una nación odiada más allá de toda probabilidad de causa por una izquierda que se mintió adoradora de la razón. Las bestias sueltas de nuestra pesadilla, los engendros a los que permitimos aullar: la Bonafini, con sus inciertos hijos muertos; la Rossanda, una imagen para la historia que resume el fracaso de las revoluciones imaginarias ­–no por ello menos nocivas– de los sesenta y setenta; Hugo Chávez Frías, dictador de raza incierta adivinado hace casi doscientos años por Bolívar –éste, con sus muchas culpas, por cierto, inocente en los crímenes del gorila–. La lista es demasiado larga para un artículo. Además, ya dediqué al asunto muchas páginas de La izquierda reaccionaria.

Pero eso también pasó: se asentó el polvo de las torres y empezó el olvido. En el polvo levantado, las malas bestias en su alegría. Después, nada. Salvo el odio, el mismo, la fobia antiamericana, una forma más del antisemitismo. Pero llega un punto en que ni eso. Están los tipos que se entretienen encontrando detalles en las imágenes de la caída que indican que los edificios fueron volados desde el interior, con una casi inimaginable precisión para coincidir con el momento exacto en que los aviones desbocados se estrellaban. Están los tipos que dicen que fueron los mismos americanos los que se pegaron un tiro en el pie y fingieron que los musulmanes eran los autores del disparo. Están los tipos a los que les parece bien que se construya una mezquita en la zona cero, que es una muestra de buena voluntad de los islamistas, deseosos de vivir en paz en una América desarrollada y libre, sin sharia ni nada parecido. Hasta están los tipos que dicen que, como había judíos en los aviones, deben de haber sido ellos los malvados. Hay gente para todo, como siempre. También están los tipos que nada, ni se interesan, aquello fue una peli, o no, pero ya está, ya fue, no importa, no ha sido nada, un episodio de una serie con miles de capítulos cuyo final nadie verá.

Y eso, precisamente eso, es lo que no me puedo creer. ¿Por qué? Porque soy un idiota sin remedio. Porque no tengo en cuenta que hay una porción importante de la humanidad que niega que en Auschwitz haya pasado nada: ese cuarto de la población mundial que vive en países islámicos, que se suma a los muchos que no mencionan jamás la cuestión pero que cuando les tiras de la lengua descubres que se han criado en casa de Le Pen. ¿La mitad de la humanidad? ¿Es posible que la mitad de la humanidad, sin contar a los ignorantes, que no se han enterado o están demasiado lejos de todo, en la estepa o cerca del polo, descontados esos, es posible que la mitad de la humanidad niegue el crimen nazi o lo justifique y hasta lo mire con simpatía? Sí, es posible. Más aún: es. ¿Por qué ésos iban a ser conscientes o estar preocupados por la quiebra de Occidente, por la llegada de los bárbaros islámicos, esos sujetos raros que compran en una carnicería distinta y meten a sus esposas en fiambreras? ¿Por qué a ésos les va a preocupar el destino de la Venus de Milo o de Las hilanderas de Velázquez? Ya lo dijo el viejo antisemita Pound: no tiene sentido batirse por "una vieja ramera desdentada, por una civilización llena de remiendos", mandar a morir a "los mejores" –¿cómo lo sabría? – en un campo de batalla.

Ahí es a donde hemos llegado: a la nada, al desprecio por el pasado, que es el desprecio por lo que se es.

Dice el maestro Albiac que cuando Alarico entró en ella, Roma ya era bárbara. Es irrefutable. Nosotros, en esta segunda caída de Roma, también somos bárbaros ya. Estamos perdidos, no somos Occidente. Hemos preferido la tribu a la humanidad, hemos escogido la vida minúscula y no la grandeza. No nos importa que caiga todo. Tendremos que irnos a los bosques, los pocos, con fragmentos memorizados, como la gente imaginada por Bradbury, aunque no sean los bomberos los que vengan a quemar nuestro legado, sino las hordas: Bradbury no contaba con el enemigo exterior.

Reconocerá usted que cuesta creerlo.