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Marcel Gascón Barberá

Muerte en Singapur de un dictador genocida

Pese a que en un primer momento tuvo prácticamente todo a favor, Mugabe devastó minuciosamente un país que llegó a ser el granero de África.

Pese a que en un primer momento tuvo prácticamente todo a favor, Mugabe devastó minuciosamente un país que llegó a ser el granero de África.
El dictador Mugabe y su mujer 'Gucci' Grace | EFE

Uno de los rasgos del poder ilimitado del tirano es su influencia casi absoluta sobre la vida de la gente. Es lo que le ha pasado al sufrido pueblo de Zimbabue durante las últimas cuatro décadas bajo el mando despiadado del depuesto dictador Robert Mugabe, que murió el viernes pasado en Singapur a los 95 años colmado de atenciones y dinero público.

Después de experimentar la injusticia de un sistema racista que le negaba el voto y derechos aún más importantes como el de prosperar y organizarse libremente la vida, la mayoría negra de la antigua Rhodesia cayó en manos de un sociópata que destruiría su hacienda y el valor de lo poco que tenían.

Pocos líderes africanos o de cualquier otro continente tenían tanto a favor para triunfar como lo tuvo Robert Mugabe cuando en 1980 fue encumbrado primer ministro del recién creado Zimbabue. Después de una larga y cruenta guerra civil entre el movimiento de liberación y las fuerzas del régimen de Ian Smith –que declaró la independencia de este territorio colonial del sur de África para preservar la Rhodesia blanca que a Londres ya no le interesaba–, Mugabe había aceptado el modelo democrático británico. Las garantías que había dado a los blancos y la sintonía con la antigua metrópoli animaban a confiar en que al fin un movimiento de liberación africano conseguiría sacar adelante a su nación y dar una vida próspera a sus ciudadanos.

Pero las cosas pronto empezaron a torcerse. Siguiendo el ejemplo de tantos otros sátrapas africanos, Mugabe basó buena parte de su poder en la lealtad a la tribu mayoritaria shona, a la que pertenecía. El favoritismo étnico que promovió creaba desafección en una minoría ndebele que simpatizaba con el gran rival de Mugabe y jefe de la otra guerrilla que participó en la guerra contra Smith, Joshua Nkomo, él mismo ndebele.

Temeroso de que el descontento entre esta tribu minoritaria pudiera debilitar su poder o propiciar un alzamiento en su contra, Mugabe y su élite de generales shona diseñó y puso en marcha la operación Gukurahundi, una palabra shona que designa a la primera lluvia que limpia el campo de paja después de la estación seca. Ejecutado entre 1983 y 1987, este plan genocida segó la vida de 20.000 ndebeles, vistos como una potencial amenaza para la supervivencia del régimen.

Las matanzas perpetradas en las regiones de Matabeleland y los Midlands fueron profusamente documentadas por la Iglesia Católica en un escalofriante informe que describe los fusilamientos, las muertes a golpe de bayoneta o quemados y enterrados vivos de multitud de ndebeles a manos del servicio secreto y de la Quinta Brigada del Ejército de Zimbabue, que estaba entrenada por Corea del Norte. (Lea quien tenga tiempo el informe y repase luego los obituarios dedicados a Mugabe estos días. Y pregúntese si a cualquier otro dictador menos identificado con la izquierda se le concedería la misma ambigüedad en el juicio después de haber cometido semejantes barbaridades).

Las masacres surtieron efecto, llevaron a Nkomo a capitular para evitar más sangre, y Mugabe pudo consolidar el sistema de partido único que sigue vigente hasta hoy en Zimbabue.

Pese a la gravedad de una carnicería con pocos precedentes recientes en África como Gukurahundi, Mugabe no fue visto por la opinión pública internacional como el tirano que era hasta el año 2000. Las televisiones de medio mundo se llenaron entonces de imágenes de veteranos de la guerra contra Smith tomando por la fuerza las granjas de los agricultores blancos que hacían del país el granero de África.

Las ocupaciones de haciendas eran la culminación de un programa de redistribución forzosa de la tierra puesto en marcha por Mugabe a finales de los 90, y provocaron una lógica desbandada de granjeros blancos que abocó el país a la escasez de comida.

La crisis abrió las puertas a la brutal hiperinflación de 2008, un escenario muy parecido al que vive Venezuela, que también fue fruto de nacionalizaciones, impresión descontrolada de dinero y otros vicios habituales de los regímenes comunistas que el país arrastra todavía hoy.

Se acababa la primera década del milenio y la miseria que se apoderaba de Zimbabue alienaba a cada vez más shonas, poniendo en peligro las mayorías maquilladas que la demografía había otorgado hasta entonces a Mugabe. En 2008 el dictador sufrió ante la nueva oposición multiétnica una derrota implacable prácticamente imposible de esconder, a lo que el régimen respondió con una oleada de violencia en la que murieron decenas de personas.

El baño de sangre postelectoral llevó a los países de la zona a mediar e imponer un Gobierno de coalición, en el que la oposición se ocupó de las finanzas. En el lustro que duró la fórmula, el ministro de Finanzas, Tendai Biti, logró poner coto a la inflación y empezó a reconstruir la economía. Pero Mugabe y su partido, ZANU-PF, volvieron a arreglárselas para recuperar todo el poder en las elecciones que volvieron a robar en 2013, y el país volvió a la senda del despilfarro y el intervencionismo, condenando de nuevo a la miseria a la gente.

Pese a su evidente deterioro, el anciano Mugabe seguía al mando. Con los huesos de la cara muy marcados y hundiéndose cada vez más en su silla, el dictador empezó a dormirse en los actos públicos. Todas sus intervenciones eran interminables monsergas llenas de anécdotas y sentencias de viejo, con las que se vanagloriaba de su inteligencia e ingenio.

La retirada que nunca contempló se la acabaron imponiendo hace dos años los mismos generales shona que le habían sostenido hasta entonces. La paciencia de sus antiguos camaradas se agotó cuando Mugabe quiso imponer como su sucesora a su segunda mujer, la odiada Gucci Grace Mugabe. Gucci Grace debe su sobrenombre a su afición al lujo. Tenía 41 menos años que Mugabe, de quien fue secretaria antes que amante y esposa.

El respeto de los generales por su antiguo jefe se impuso a su aversión por Gucci Grace. La nueva dirección de ZANU-PF mantuvo hasta la muerte del dictador todos los privilegios de los Mugabe, que siguieron viajando a Singapur para que él se tratara de sus achaques y ella fuera de compras con dinero del maltrecho Estado al que arruinaron.

Mugabe murió precisamente en un hospital de Singapur, con los suyos rodeados de lujo asiático y mientras cientos de miles de compatriotas forzados a emigrar por sus políticas aguardaban con miedo y angustia a que escampase la enésima tormenta de violencia xenófoba contra la inmigración descontrolada en Sudáfrica.

Su familia exigía un funeral privado sin los generales que le traicionaron hace dos años, pero quizá deberían agradecer el final de opulencia que se concedió a Mugabe. Otra cosa es lo que pase ahora con Grace.

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