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Marcel Gascón Barberá

La libertad de reacción

La incapacidad de entender los matices es una de las características de esta maquinaria censora que aspira a depurar la cultura popular.

La incapacidad de entender los matices es una de las características de esta maquinaria censora que aspira a depurar la cultura popular.
Debbie Harry, cantante de Blondie, en 1976 | Flickr/CC/Sacheverelle

Una de las grandes alegrías de la lectura consiste en ver plasmados en palabras de otros pensamientos y sensaciones propios. Sentimientos y esbozos de ideas que una vez pasaron o rondaron por nuestra cabeza sin acabar de perfilarse que toman forma y se asientan en nuestro discurso una vez los vemos formulados con claridad y limpieza.

Este tipo de alegría nos lo dan casi a cada página novelas como las de Stephen Vizinczey, para mí el gran escritor de la naturaleza humana más inmediata, la que se refleja en las reacciones casi automáticas y por lo tanto implacablemente sinceras ante un encuentro o un espejo, ante una buena nueva para el otro o ante el nombre que aparece en la pantalla del teléfono que suena.

Esa misma forma de alegría me la dio hace unos días un artículo de Mary Wakefield en The Spectator. "Debemos defender la libertad de reacción", se titulaba, y exponía con elocuencia admirable un aspecto poco explorado del rigorismo moralista que domina el espacio público.

Wakefield parte de las reacciones a una reacción de la cantante de Blondie, Debbie Harry, para concluir que una libertad más, tangencial a la de expresión pero no exactamente idéntica, está amenazada por la Policía del Pensamiento (Unidad de Emociones e Instintos) que nos vigila.

Sus entusiastas agentes y abnegados colaboradores vieron necesario actuar contra Harry después de que la cantante escribiera en su autobiografía sobre la violación que sufrió hace tiempo a manos del ladrón que le robó al grupo todo su equipo:

Al final, las guitarras robadas me dolieron más que la violación. ¡Nos habían robado todo el equipo!

"La mayor parte de la gente con la que he hablado sobre esto", escribe Wakefield en su artículo, "piensa que [Harry] debe de ser una reprimida o una sicótica para alejarse tanto de la reacción esperada ante una violación". "Esto me preocupa. Creo que acabaremos teniendo que luchar no solo por la libertad de expresión, sino también por la libertad de reacción, lo que es casi más alarmante. [Puesto que] Nuestras reacciones son instintivas e individuales".

La agresión sexual, han decretado quienes esculpen con tanto esmero y éxito el alma del buen ciudadano, es el crimen capital de nuestro tiempo, y cualquier comentario que no refuerce decididamente este dogma ha de ser condenado y rectificado, aunque sea estrictamente personal y carezca de la menor intención política. De ahí que no acepten que a Harry le doliera más quedarse sin guitarras para poder tocar que haber sido violada. Más allá de la literalidad de la forma de expresarse de Harry, que parece buscar el énfasis en lo que les supuso el robo en aquel momento inicial –y por lo tanto de estrecheces– para el grupo, los guardianes han de mostrarse inflexibles y actuar con contundencia. Porque la incapacidad de entender los matices es una de las características de esta maquinaria censora que aspira a depurar la cultura popular hasta dejarla hecha un erial.

Uno de los mantras más repetidos de quienes han convertido la violación y otros delitos prácticamente específicos contra las mujeres en arma arrojadiza ideológica es la importancia de que las víctimas puedan contar lo que han sufrido y empezar así a recuperarse del trauma. Pero el testimonio de las víctimas solo les vale cuando confirma lo que ellos esperan de ellas. Si se desvían del patrón que les habían trazado es porque sufren algún tipo de síndrome o no han superado la sumisión al patriarcado.

Como las dictaduras comunistas, declaran locos a quienes no aprecian.

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