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La Ilustración Liberal

¿Pero qué demonios es un neocon?

Este artículo fue publicado en el suplemento "Ideas" de Libertad Digital el 7 de octubre de 2008.

Un fantasma recorre España. Es el fantasma de los neocons. Todo el mundo parece odiarles. Todos les culpan de los males de este mundo y de los del más allá. En el PSOE se les acusa de halcones y militaristas y también, cómo no, de la crisis del sistema financiero. Desde el PP se les juzga por los supuestos excesos de Irak, por haber hecho de Aznar un fiel aliado de Bush y por mantener una bandera y unas señas de identidad con las que no se sienten cómodos quienes impulsan el giro al centro progresista.

Pero ¿es imaginable que un neocon sea a la vez un fascista, como se dice en la izquierda; un neoliberal, como denuncian los estatistas; un teocon, católico y retrógrado, como avisan los secularistas; un señor de la guerra, como cantan los pacifistas; un aznarista, como temen los genoveses, y un españolista, pesadilla de los nacionalistas?

Allá por el 2002 y principios del 2003 la derecha española veía en los neocons los amos de Washington. Y gracias a que la alianza firme de Aznar con el inquilino de la Casa Blanca y –entre otros– el premier británico, Tony Blair, era entonces muy prometedora, nadie les hacía ascos. En la izquierda, también se les consideraba los amos de Washington, pero se les temía: eran un grupo siniestro que mantenía secuestrados a los grandes mandatarios del mundo occidental para dar rienda suelta a sus ambiciones imperialistas, que pasaban en primer lugar por el Irak de Sadam Husein. Ahí estaban, empotrados en la Administración americana, tipos como Paul Wolfowitz o Richard Perle, el llamado "príncipe de las tinieblas". ¿Y no había exigido el vicepresidente Cheney al staff de la Casa Blanca leer todas las semanas el Weekly Standard, revista política dirigida precisa y llamativamente por Bill Kristol, hijo de Irving, el papá del neoconservadurismo?

Ahora bien, de la noche a la mañana se pasó de la angustia al alivio. En plena sangría iraquí, y luego de renovar mandato, Bush 43 despedía a sus asesores y volvía a la senda trillada del realismo y el pragmatismo. El mundo podía dormir tranquilo, pues, con los neocons en clara desbandada, el neoconservadurismo estaba políticamente muerto.

Pero hete aquí que, gracias a políticos como Rodríguez Zapatero y a intelectuales como José María Lassalle nos hemos enterado de que no se les llegó a enterrar del todo. De hecho, están bien vivitos... y coleando. Unos los ven como un peligro que huele a azufre; otros, como un obstáculo en su larga marcha al Centro Central.

Desgraciadamente, sólo hay una verdad. Y la verdad es que nadie sabe qué es un neocon, sobre todo en España. De Zapatero me espero ya cualquier cosa, y, no siendo más que un buen discípulo de Goebbels, que utilice el fantasma de los neocons para acrecentar la angustia pública del PP me resulta lógico, aunque ridículo; pero de los filósofos del PP me esperaba un poco más de sensatez y menos mitología progresista. Hablar de oídas induce siempre al error.

Para entender a los neoconservadores españoles –quepan en un taxi (Valentí Puig dixit) o no, porque en el mundo de las ideas eso es irrelevante–, nada mejor que un breve repaso histórico. Porque hay que conocer de dónde vienen para saber a dónde quieren ir. Claro, también se puede tomar la opción iletrada, contentarse con equipararles a la pornografía y confesar que uno es incapaz de definirlos pero que los reconoce en cuanto los ve. ¿Se puede decir esto de los neocons? Yo creo que no.

Para empezar, cabe decir que los primeros neoconservadores nacen en los Estados Unidos de América, pero en familias de europeos huidos del genocidio nazi. Ese filósofo oscuro, tildado de antidemocrático y cuasi fascistoide, al que se refería Lassalle: Leo Strauss, no era sino un judío exilado de la vieja Europa, donde sólo le aguardaba la cámara de gas. También Irving Kristol fue un humilde emigrante judío. Suele decirse que Strauss fue el abuelo del neoconservadurismo, y Kristol el padre.

En realidad, el profesor Strauss se mantuvo siempre en el pensamiento filosófico puro –su devoción eran los clásicos–, aunque causó un gran impacto entre sus alumnos de la universidad de Chicago. Muchos de ellos son hoy conocidos, como el propio Kristol; pero no todos acabaron siendo neocons: pensemos, por ejemplo, en Susan Sontag.

A Strauss se le acusa de fascista porque creía que la democracia liberal era un sistema imperfecto (lo mismo creía Churchill, dicho sea de paso). A su juicio, la democracia, llevada a su extremo, acaba en el relativismo, y éste, en la medida en que exige e impone la tolerancia de los intolerantes y los enemigos de la libertad, acaba de por destruir a aquélla. Ahora bien, Strauss no proponía un gobierno totalitario que nos ahorrase los excesos, sino una educación que enseñase lo que es la responsabilidad del individuo ante sí, ante los demás y ante la sociedad.

En cualquier caso, no creo que merezca mucho la pena, más allá del prurito de la erudición o la frivolidad intelectual, gastar mucho tiempo con Leo Strauss. Si se pregunta a los actuales neocons, casi ninguno está familiarizado con su obra e ideas. Más influyente llegaría a revelarse uno de sus pupilos, Irving Kristol. La gran diferencia entre éste y su maestro es que el primero no se confinó en la enseñanza universitaria, sino que fue simultáneamente un intelectual y un activista político. En revistas como Commentary, The Public Interest o National Interest, Kristol conseguirá aglutinar a un buen puñado de quienes hoy son insultados/reconocidos como neocons, desde Norman Podhoretz a Gerson (ojo a las conspiraciones, el primer speech writer de Bush).

La primera generación de neoconservadores americanos se lanza a una batalla que nada tiene que ver con la invasión de Irak, ni siquiera con Vietnam. Es la batalla de la cultura. Por un lado, consideran que el clima de los 60 y 70 es de extremo abandono de todo tipo de valores: movidos como estaban los jóvenes por el hedonismo y la sociedad americana por el materialismo extremo, los neoconservadores se proponen recuperar el sentido del deber y la responsabilidad de todos y cada uno. Hablan de enseñanza y de educación; de la familia; del aborto; de la igualdad de razas –y contra la discriminación positiva–; de criminalidad; de costumbres. Por otro lado, arremeten contra la cultura de la dependencia generada por el Estado del Bienestar, que adocena a la población y hurta a los individuos su capacidad para mejorar e innovar. El Estado como dueño de nuestros destinos.

A diferencia de los ultraliberales económicos, o libertarios, que sueñan con una sociedad donde el Estado no ocupe la más mínima parcela, los neocons de esta época no critican per se el papel o el gasto del Estado. Eran declaradamente anticomunistas, y estaban dispuestos a pagar lo que fuera por eliminar el comunismo de la faz de la Tierra. Para ellos, la defensa era una prioridad, y por tanto el gasto en tal rubro, por abultado que fuera. Es más, convencidos como estaban de la necesidad de expandir la democracia en el mundo, daban por bueno lo que se gastara en esa empresa.

En cualquier caso, repito, en esta fase los juicios sobre política exterior son muy secundarios. Lo que primaba era la guerra cultural. Y los argumentos económicos estaban poco elaborados.

Realmente, para dar con lo que hoy pensamos que es un neocon, esto es, un señor que conspira perpetuamente para a) asegurar la hegemonía americana, b) invadir cualquier terruño que esconda petróleo, c) bombardear a los malos sin distinguir entre los nuestros malos y los de los demás, d) defender a Israel y su política de opresión sobre los pobres palestinos y e) hacer saltar el mundo en mil pedazos, hay que esperar a la segunda generación de neoconservadores. Que no es la de George W. Bush, Blair y Aznar, como suele creerse, sino la de Ronald Reagan.

Efectivamente, será bajo la presidencia de Reagan cuando se siembre la semilla del diablo. Los neocons llegarán al poder (eso sí, siempre en las sombras) y se lanzarán a destruir el realismo con que América había venido funcionando. Se acabó aceptar la coexistencia pacífica con Moscú; se acabó llamar amigos a los enemigos; se acabó la política de concesiones sin contrapartidas. Rusia era el Imperio del Mal y había que acabar con él.

Aunque se les tachara de conspiradores, lo cierto es que nunca ocultaron sus objetivos; todo lo contrario: los proclamaron tan alto y claro que su discurso llegó hasta el Gulag, donde, dicho sea de paso, tipejos encarcelados como Natan Sharansky lo celebraron cuanto pudieron.

He de confesar que es con esta generación con la que yo personalmente entro en contacto. Primero de la mano de un círculo que fue decisivo para aupar a Reagan a la Casa Blanca, el Comité del Peligro Presente, y después a través de altos cargos del Pentágono y el NSC como Richard Perle, Frank Gaffney y Elliot Abrams. Cuento esto porque, si bien algún graciosillo dijo que un neocon es un tipo con al que no se atrevería a llevar a un cóctel serio, otros muchos han alimentado sus teorías conspirativas con las relaciones de amistad que se han tejido entre muchos neocons. Es decir, si uno es visto compartiendo mantel o una copa con un neocon, entra automáticamente ha formar parte de la secta. Qué se le va a hacer si Bill Kristol viene a mi casa a cenar cuando pasa por Madrid y yo hago otro tanto cuando estoy en Washington. Normal. Lo mismo hacen los socialistas, y no por eso les culpo de todo lo malo que pasa en nuestras vidas.

La tercera generación, que es a la que se refiere todo el mundo, cuyos miembros tienen entre cuarenta y tantos y cincuenta y pocos años, se va a hacer conocida y diana de todos los dardos como consecuencia de la guerra de Irak. Aunque no todos los que apoyaron la intervención para derrocar a Sadam eran neocons. Colin Powell podría haber sido un buen neoconservador si no tuviera tantas vacilaciones sobre el empleo de la fuerza: negro, socialmente compasivo, casi demócrata…; pero no le gustaban las aventuras militares, y menos en tierras lejanas y con el objetivo de exportar la libertad.

Pero ¿en qué creían estos neocons, cuyos padres habían triunfado sobre el comunismo, que salían de una generación no de izquierdas, sino claramente conservadora, y que ya no provenían del Partido Demócrata sino del republicano? Pues en pocas cosas, pero muy importantes.

En primer lugar, de sus abuelos (ese maldito Strauss y su mejor pupilo, Allan Bloom) recibieron el sentido del deber individual, la aceptación de la responsabilidad y un optimismo antropológico que les lleva a pensar que el mundo no hay que aceptarlo tal y como es, sino que, con acciones y decisiones, se puede cambiar para mejor.

Son gente que piensa que las ideas tienen consecuencias, así como las palabras con las que se expresan, por lo que no es prudente abandonar la lucha ideológica. De ahí su irrefrenable propensión a participar en todo tipo de foros intelectuales y debates (algo que choca con la imagen de oscuros conspiradores que se les endilga). Y como consideran que dicha lucha es de largo aliento, apuestan por que, en los dominios de la estrategia, la paciencia se imponga sobre los altibajos y las derrotas parciales (¿les suena a Irak?).

De sus padres, los Irving Kristol, Norman Podhoretz, Richard Pipes y demás, los neocons de esta hora mamaron el conservadurismo. Ya no es cierto que para ser neocon haya que haber militado en la izquierda. Los baby-cons, esos demonios de Bush a los que se quiere ver en la hoguera, tienen unas biografías insertas en la derecha; eso sí, en una derecha libre de complejos, debido a que, con Reagan, la sociedad americana se libró de sus traumas.

También absorbieron el orgullo de ser americano, y vieron y ven en su país una fuerza del bien. Lejos de ser una potencia opresora, como sostenía la contracultura en los 60 y 70, América puede y debe desempeñar un papel en el mundo, único e imprescindible, como garante de los derechos de la persona, la libertad y la democracia. No en balde esta generación cuaja públicamente con su defensa de la intervención en la antigua Yugoslavia.

En suma: los neocons creen que existe el bien y el mal y que Estados Unidos es una potencia que puede contribuir a extender el primero. Tras el 11-S, sus ideas se volvieron más firmes: el enemigo estaba a la vista de todo el mundo, y la su idea de exportar la democracia ya no sólo era un imperativo moral, sino una necesidad estratégica. De ahí su defensa a ultranza de la transformación del Oriente Medio, principal foco del yihadismo, y del derrocamiento de Sadam Husein.

Convencidos de que la Unión Soviética no cayó como fruta madura, sino por el acoso de las políticas de Ronald Reagan, estaban dispuestos a recurrir al uso de medios militares si con eso se podía acelerar la democratización de un país. Ahora bien, estos neocons no eran estúpidos, y sabían que todo tiene un límite. Los Estados Unidos eran una hiperpotencia, pero no una omnipotencia, y tenían que fijar prioridades. Desde el 11-S, la encarada de fijarlas era la guerra contra el terror.

Una de ellas –a pesar del unilateralismo que suele reprochárseles– fue, desde el primer momento, el contar con los aliados de EEUU. Y tengo que decir que gente como Kristol hicieron lo suyo para que fuera así.

Fue entonces cuando se intensificó nuestra relación, y de no haber sido por el cambio de Gobierno que se produjo aquí en marzo de 2004 hubiéramos puesto en marcha la Iniciativa de Madrid, que contaba con el apoyo de José María Aznar y de John McCain, entre otros, y cuyo objetivo era consolidar una red internacional de apoyo a la agenda por la democracia. En su lugar acabamos defendiendo la democracia en España, como siempre amenazada por el totalitarismo socialista.

Zapatero puede echarles la culpa del crack financiero, pero, como ha puesto negro sobre blanco Edurne Iriarte, la seña de identidad del neoconservadurismo no es el neoliberalismo, sino la extensión de la libertad, la aceptación de la fuerza como un recurso más del Estado y la necesidad de actuar por el cambio más que para garantizar un statu quo obsoleto y peligroso.

Con todo esto en mente, ¿qué puede ser un neocon español? Hay quien, brillantemente, ha definido su ideario como el "centro revolucionario"; otros sólo ven en éste un virus pasajero que, pasado Aznar al retiro político, ha desaparecido de nuestra escena.

La realidad es que las ideas neoconservadoras no sólo trascienden a las personas concretas, sino que, en mi opinión, son más válidas ahora que antes. Bajo el Gobierno Aznar, el énfasis neocon se centró en la política exterior, particularmente en Irak, aunque no sólo; bajo Zapatero y el PP de Rajoy, el neoconservadurismo ha debido hacer el recorrido inverso a los americanos y saltar de la política exterior a la interior y cultural.

Hoy, lo que se debate en España es el ser, la identidad y los valores de España. Sin sentido de nación no hay política exterior que valga. El deseo de los neocons es informar el debate público, pero también que el conservadurismo a secas no se convierta en algo irreconocible por culpa de las ansias de llegar al poder a cualquier precio. Sin ser de izquierdas, reconocen el mérito a aquello de Anguita de "programa, programa, programa".

¿Hay un catecismo español neocon? No: demasiadas opiniones sobre la misma mesa; aun así, a mí se me ocurre el siguiente programa:

En el terreno doméstico:

  • Recuperar el espacio que ha perdido España como nación plural y unida. Es urgente poner fin al actual modelo de las autonomías, que más que libertad y participación sólo ha extendido el despilfarro y la corrupción. España no se puede permitir la abultada factura de tanta frivolidad política e institucional.
  • Regenerar el sistema educativo de arriba abajo. Hay que reintroducir los valores de responsabilidad, disciplina y excelencia. Nada de pasar de curso sin demostrar unos conocimientos mínimos. Nada de actuar como si los profesores fueran colegas. Hay que poner fin a la Educación para la Ciudadanía y volver a introducir la obligatoriedad de la religión católica, con la única excepción de las escuelas judaicas. Nada que abandone nuestras raíces judeo-cristianas.
  • Reformar el mercado laboral y el mal llamado Estado del Bienestar. Hay que acabar con la cultura del subsidio y la dependencia.
  • Frenazo radical a la inmigración y mano dura contra los inmigrantes ilegales. De necesitar mano de obra, habría de poner en marcha sistemas de contratación selectivos, por nacionalidades, en el extranjero. Asimismo, habría que exigir a los residentes en nuestro suelo el conocimiento de nuestras costumbres y señas de identidad y, como mínimo, que las respeten.
  • Lucha abierta contra el multiculturalismo.

En el exterior:

  • Resituar a España en la órbita de EEUU y el resto de grandes naciones occidentales. Dar pleno apoyo a la agenda de la democracia y ofrecer plena solidaridad operativa a la lucha contra el yihadismo.
  • Transformar la Unión Europea. Para empezar, hay que atacar su déficit democrático mediante el reforzamiento de los Estados miembro frente a las instancias comunitarias, pues al fin y al cabo es a los gobiernos nacionales a quienes debemos someter a control. Hay que cerrar el Parlamento Europeo: demasiado gasto suntuoso para apenas resultados. Las votaciones a la Eurocámara no representan un plus de democracia en el pueblo europeo, que ni existe ni debe existir como tal.
  • Impulsar la creación de una Liga de las Democracias que compense las deficiencias, las corruptelas y el antioccidentalismo de las Naciones Unidas.
  • Emprender una acción exterior de reforzamiento institucional de la democracia en América Latina y África. Reducir drásticamente los fondos de ayuda al desarrollo.
  • Abogar por unos ejércitos, servicios de inteligencia y cuerpos de seguridad del Estado dotados, entrenados y preparados para hacer frente a las contingencias multidimensionales que se abren ante nosotros, desde la seguridad del territorio a la proyección exterior o la seguridad cibernética.
  • Aumentar el gasto en seguridad y defensa.

En fin, estos diez mandamientos se resumen en dos: potenciar nuestras capacidades nacionales por encima de todas las cosas y defender los español como seña irrenunciable de identidad que hay que transmitir a nuestros herederos.

Como pueden comprobar, no se exige amar a José María Aznar por encima de todas las cosas, ni renunciar a las etiquetas de izquierda o centro. Se trata de aplicar el sentido común. Yo creo que España ha llegado a un punto en que, si no se hacer nada, dejará de ser lo que somos y pasará a ser algo peor. También creo que, aunque ahora nosotros, los españoles, no lo veamos, el mundo avanza hacia un descontrol creciente, que hay que tratar de frenar.

Así las cosas, si sigue creyendo que los neocons huelen a azufre, pues siga feliz con sus anteojeras. Si no, bienvenido al club.