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La Ilustración Liberal

La conciencia fiscal de los españoles

Lo que podríamos llamar "conciencia fiscal" no es más que la obligación de contribuir al gasto público. Se necesita un mínimo de legitimidad, esto es, de confianza en que los impuestos van a ser equitativos. Para ello se requiere el buen funcionamiento de un sistema democrático. Se recordará que históricamente la democracia nació para organizar el reparto de impuestos. Se introduce, además, la noción complementaria de eficacia, de correcto funcionamiento del Estado, para que grave a los contribuyentes lo menos posible en atención a los objetivos deseados. Todo ello se puede estudiar desde el punto de vista jurídico, económico y ético. Sobre lo cual abunda la literatura, por lo general de tipo técnico, esto es, dirigida a los especialistas del ramo. Cabe otro enfoque más sencillo y general, el sociológico. Atiende a lo que los contribuyentes piensan sobre el particular, sus sentimientos ante la legitimidad y eficacia del Fisco. Este es el que aquí voy a desarrollar. El lector interesado podrá ampliar la información que sustenta estas páginas en diversas publicaciones. La base conceptual está en el libro: Amando de Miguel, Opinión pública y coyuntura económica, (Madrid: Instituto de Estudios Económicos, 1998). El texto que sigue es una reformulación del informe: Amando de Miguel e Iñaki de Miguel, Los españoles y los impuestos, (Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas, 1999). La parte técnica del análisis ha sido desarrollada por Iñaki de Miguel con el equipo de Tábula-V.

La conciencia fiscal de los españoles se registra sistemáticamente todos los años, desde 1984 hasta la fecha, a través de una serie de encuestas del CIS. Cada sondeo por separado no da una visión suficiente del problema, puesto que es bastante enojoso de contestar, incluso a través de preguntas indirectas. Pero la serie completa de las encuestas, analizada de forma sistemática, nos ayuda a establecer tendencias y a sostener conclusiones firmes. Concretamente, es fundamental averiguar si las actitudes ante el Fisco varían con la línea de la coyuntura económica y con el partido político al frente del Gobierno. En cada caso se puede verificar, además, si ciertas características biográficas influyen o no en la determinación de la conciencia fiscal.

Los economistas hablan a menudo de "tendencias de la fiscalidad" para referirse fundamentalmente, y a veces de modo exclusivo, a lo que podríamos llamar mejor "evolución de la presión fiscal". Se suele manejar un simple cociente (ratio en la jerga económica) entre la recaudación tributaria y el producto económico (PIB).

Naturalmente, en la recaudación se incluyen las cotizaciones sociales. Pero la fiscalidad, si quiere merecer ese nombre abstracto, requiere muchos más conceptos y medidas. Por lo menos debe tratar las opiniones y percepciones de los contribuyentes. Los cuales vienen a ser la "clientela" del Fisco organizado como "empresa".

Tampoco hay que escandalizarse de que los impuestos no se vean como necesarios en todos los casos o que se juzgue elevada su cuantía. Otra cosa sería una actitud demasiado ingenua. Fuera del caso de la lotería o de las herencias, los impuestos realmente "se imponen", no se pagan con ganas. Se habla asimismo de "tributos" como recuerdo de cuando se imponían a los vencidos. Cabe la racionalización ideológica que podríamos llamar solidaria, es decir, el argumento de que con el impuesto de cada uno se pueden atender necesidades de la población más desasistida. Pero en el camino se van a demandar cuantiosos fondos públicos para la gestión de ese ingente proceso. Ese es, implícitamente, el estímulo que hace disparar la actitud de queja. No hay que olvidar tampoco que esa disposición a quejarse del Gobierno mantiene una función catártica del mayor interés. El contribuyente puede así echar la culpa al Gobierno de muchos otros males que le afectan personalmente y que no sabe cómo conjurar. Sobre todo, lo que no cabe es alternativa. Quitando el caso de algunos países "filatélicos", todos los Estados despliegan algún sistema de impuestos. Por lo general se grava todo lo que produce ganancia o satisfacción. De esa forma el Fisco procura que la carga contributiva parezca menos onerosa de lo que es realmente.

Según los datos de la serie de encuestas del CIS, la impresión primera es que los españoles se sienten abrumados por la carga fiscal. La mayoría de los consultados, año tras año, consideran que "hay mucha carga fiscal". Lo cual es, por otra parte, lo esperado. Con todo, los porcentajes oscilan bastante. La máxima se alcanza con el 77% en 1992. Fue un año en el que, efectivamente, subió mucho la presión fiscal; se alcanzó el máximo en el valor del "esfuerzo fiscal relativo". El mínimo se logra en 1997 (54%) y 1998 (55%), que corresponden con tenues alzas de la presión fiscal, pero con expectativas de bonanza económica. No termina por materializarse la promesa electoral de una rebaja firme de los impuestos. Se advierte que los contribuyentes son sensibles a la coyuntura, pero más todavía al hecho estructural de que el "esfuerzo fiscal relativo" en España es más bien alto. Hay alguna otra correspondencia de interés. Por ejemplo, de 1987 a 1988 el sentimiento de carga fiscal baja del 70% al 64%. En ese último año se produjo, efectivamente, una rebaja de la presión fiscal. La tendencia más notable es el sostenido descenso de la sensación de carga fiscal desde 1992 hasta los últimos años.

Lo lógico es que fueran los ocupados quienes percibieran que la carga fiscal es más onerosa. Pero no es así. Los ocupados no se distinguen de los parados o de las categorías de la población inactiva por el juicio sobre la carga fiscal. Eso, año tras año, desde 1985 a 1998. Queda, pues, muy claro que la carga fiscal no se refiere a los impuestos que uno paga, sino más bien a la presión difusa de Hacienda. Es más, puede que se entienda realmente un concepto todavía más difuso, lo que "hay que pagar", sean contribuciones, intereses de las hipotecas y otros pagos. Es posible que muchos amplíen ese sentimiento hasta hacerlo equivaler a la noción de que "todo sube", en el sentido de los precios.

La percepción de la carga fiscal tiene poco que ver con el contexto de la presión fiscal objetiva y mucho con la situación política. Durante la larga etapa socialista, las personas que se identifican con la derecha son las que más se quejan de la carga fiscal. A partir de 1996, con la etapa del PP, las cuatro posiciones políticas manifiestan el mismo nivel de queja.

El voto probable (o recuerdo de voto) nos lleva a parecidas conclusiones, sólo que el dato es menos fiable. Pero de modo general se confirma el sentido ideológico que tiene el sentimiento de carga fiscal. Hasta 1995 la sienten mucho más los votantes del PP y en algún caso los de otros partidos de la derecha (nacionalistas y regionalistas). Hasta esa misma fecha los valores mínimos corresponden a los votantes del PSOE. A partir de 1996 esas diferencias se amortiguan hasta el punto de casi desaparecer. En 1997 y 1998 los votantes de Izquierda Unida son los que perciben menos carga fiscal, quizá porque critican al PP su débil intervencionismo (que objetivamente tampoco es tan débil).

Las reacciones ante el sistema fiscal sólo se pueden entender bien si se percibe el cotejo entre los impuestos que se pagan y los servicios públicos que se utilizan. El problema es que ambos vectores son muy difíciles de cuantificar para el profano y aun para el experto. Sobre todo es muy difícil apreciar el valor de los servicios públicos que no cobran tasas (las carreteras, por ejemplo). Nos tenemos que mover necesariamente en el plano de las sensaciones, de los sentimientos. Es suficiente para poder determinar una especie de balance fiscal subjetivo. Una vez más se cumple el axioma sociológico de que la percepción de la realidad es parte de la realidad misma.

Hay una actitud muy curiosa, la mayoría que normalmente está en contra de lo que podríamos llamar fatalismo fiscal. Por tal entendemos "la necesidad de que aumenten los impuestos [incluso] para que mejoren los servicios". En 1984 sólo el 39% rechaza esa idea, pero la proporción va subiendo con los años hasta un máximo del 69% en 1998. La tendencia creciente con el paso del tiempo es un buen signo de que avanza la conciencia fiscal. También puede ser el resultado de la experiencia. No porque aumente el gasto público, mejoran necesariamente los servicios. El público es cada vez más consciente de que hay que introducir la idea de las mejoras de la gestión. A la frase propuesta le damos ahora el sentido de que "no es necesario subir los impuestos para que puedan mejorar los servicios". Hay que suponer, pues, que se introduce la creencia en el principio de la buena gestión de los recursos públicos. Es una noción modernizadora que va calando en la población. El salto se produce en 1992, una fecha que significa el final de los "años dorados" de la etapa de Solchaga. Coincide, como sabemos, con una fuerte subida de la presión fiscal.

Una vez más nos encontramos ante la decisiva influencia del factor cronológico, de la coyuntura. Con la única excepción de 1984, hasta 1995 sucede que las personas identificadas con la derecha son las que más se oponen a la inevitabilidad del aumento impositivo. La clientela de la izquierda es la que menos se opone a ese aumento. Es una correspondencia lógica, pero exige el contexto de un Gobierno comprometido con el aumento sistemático del gasto público.

Durante los últimos años (los del Gobierno del PP) se borran las diferencias entre las ideologías. Así pues, una vez más, el efecto de la ideología es distinto según el partido que esté en el Gobierno. Durante la larga etapa socialista, vistos los primeros resultados, las personas de mentalidad conservadora se oponen a la expansión fiscal (la "única" política). Se dan cuenta de los costes de improductividad y de mala gestión que supone el aumento desmesurado del gasto público. Ahora bien, instalado en el poder el PP, sus partidarios ya no se diferencian mucho de las fuerzas de la izquierda por lo que respecta al aumento de la carga fiscal. Mejor dicho, en la etapa del PP lo que se ha producido es una "conversión" de las personas con ideología izquierdista. Ahora pasan a criticar igualmente el aumento de la presión fiscal. La cual no cede mucho, como sabemos. El Gobierno central podrá hacer economías y reducir el déficit público, pero no puede controlar la parte del gasto que depende de la Administración periférica (autonómica y local).

Aunque tendemos a identificar las ideologías con el partido que en cada momento está en el Gobierno, esa afirmación no es tan simple. Lo que, desde luego, está más claro es que los partidarios del PSOE, durante el mandato de su partido, son los que menos se oponen al aumento de los impuestos. En cambio, los que se oponen más a la tendencia expansiva son tanto los partidarios de Izquierda Unida como los de los partidos nacionalistas. Naturalmente, hay que suponer que su oposición es por razones diferentes e incluso opuestas, pero el hecho es esa extraña aproximación. La clientela del PP está a la cabeza de la oposición en 1990-91, pero en el resto de los años no destaca tanto.

Sucede incluso que en 1997 y 1998, con el PP gobernando, los votantes del PP son los que menos se oponen al aumento de los impuestos. La conclusión general es clara. Los contribuyentes rechazan la expansión de la carga fiscal cuando el partido de sus preferencias está en la oposición. Cuando un partido llega al poder, sus partidarios ya no se oponen tanto al "fatalismo fiscal". El remedio de esa ambivalente reacción la tenemos en los políticos. Como opositores, suelen criticar el aumento del gasto público.

Pero cuando llegan a gobernar, encuentran que ese aumento está ampliamente justificado. El razonamiento está en la naturaleza de las cosas, pero nuestros datos permiten cuantificarlo.

En buena teoría los impuestos sirven para financiar los servicios públicos. En la práctica las cosas son algo más complicadas desde la perspectiva de los contribuyentes. Una parte percibe que no es tan mecánica, como parece, la equivalencia entre el gasto público (que repercute en la atención de necesidades sociales) y la masa de los impuestos. El desfase se debe al mantenimiento del aparato de gestión y, con mucho menos legitimidad, a los gastos suntuarios, el despilfarro y la corrupción. Ese segundo aspecto es más subjetivo, menos demostrable. La consecuencia es que, a través de la consideración moral del gasto público, no se juzga tanto la eficacia del Estado como su legitimidad. Las cosas se complican, porque en la práctica ambas dimensiones se entrelazan. Por eso es tan interesante que precisemos el balance fiscal que realizan mentalmente los contribuyentes. Se trata de ver en qué medida se considera que los impuestos sirven realmente a las necesidades sociales. Tendríamos que esperar aquí porcentajes muy elevados, puesto que se debe partir de la general legitimidad del Estado. Cuanto más nos alejemos de ese techo ideal, más dudosa será esa legitimidad en la práctica. Por lo menos se pondrá en duda la eficacia de la Administración Pública en materia tributaria. Puesto que el balance fiscal se suele inclinar del lado de la queja de los impuestos, por eso hablamos de asimetría. Recuérdese, puede ser una apreciación equivocada, pero es real. Como también es parte de la realidad social que las actitudes que estamos examinando contribuyen a cristalizar una mentalidad de pesimismo arraigado. Como dice la frase hecha, a nadie le gusta pagar. Sólo en las tasas el contribuyente percibe que el pago del impuesto satisface una especie de contrato. La generalidad de las contribuciones deben verse más bien como créditos que los contribuyentes otorgan al Fisco.

Teóricamente al menos, para el conjunto de la población, tendría que producirse una cierta simetría fiscal, es decir, una equivalencia entre los impuestos que se pagan y los servicios que se reciben. Naturalmente, un servicio público es también el pago de la deuda. Pero no es fácil visualizar las dos corrientes. Muchos impuestos son indirectos y tampoco se percibe bien el gasto de muchos servicios públicos. Lo interesante para nosotros es la noción de la asimetría fiscal. La aplicamos ahora a las encuestas del CIS que estamos analizando. El sentimiento de asimetría fiscal equivale a la impresión de que "reciben menos del Estado de lo que pagan en impuestos". Las proporciones oscilan entre el 49% en 1990 y el 65% en 1992. Una vez más nos topamos con un fuerte pesimismo fiscal en 1992, el final de los "años dorados", inminente ya la crisis que se hace notar al año siguiente. Recuérdese la fecha de 1992, con el generoso dispendio (oficialmente "inversión") de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición de Sevilla. Los porcentajes no difieren mucho de año a año y oscilan un poco erráticamente, sin marcar una clara línea de tendencia. Lo fundamental es la altura misma de los porcentajes; superan normalmente el 50%.

Desde luego, el factor ideológico cuenta mucho, pero hay que entenderlo, una vez más, en el contexto de la situación política. En 1980, con el Gobierno de la UCD, los identificados con el centro son los que menos se quejan de la asimetría fiscal que estamos analizando. Recordemos que los "centristas" de entonces eran animosos partidarios de la ampliación del Estado de bienestar. Hay también una tradición estatista en la derecha española. La queja máxima la daban entonces las personas identificadas con la izquierda. No es que la izquierda fuera "liberal" en el aspecto económico, sino que expresaba así su oposición al Gobierno. La norma es que la oposición es la que más se quejaba, también en este plano que tendría que ser objetivo; no lo es, como vemos. Esa norma formal se traslada a la época socialista. A salvo de alguna excepción (que quizá se deba a errores de la encuesta), sucede ahora que la derecha es la que más se queja de la asimetría fiscal; la que menos, la izquierda. Es decir, ha variado el signo del vector, pero no la dirección de la flecha respecto al blanco del poder. La queja sigue descollando allí donde las personas se sienten en la oposición ideológica.

Lo más sorprendente de la secuencia que comentamos es que la norma enunciada se interrumpe en 1996, con la llegada del PP al Gobierno. A partir de entonces (sólo son tres años) ya no hay diferencias apreciables según la ideología. Puede que se neutralicen dos influencias contradictorias y por eso se produce un resultado nulo. Al ser el Gobierno del PP, las personas de ideología conservadora reciben dos presiones opuestas. Por el lado de sus ideas, tienen que quejarse más de la asimetría fiscal, como venían haciendo durante los pasados lustros. Pero por otro, deben identificarse con los intereses del Gobierno, los cuales les hacen ver que ya no hay tanta asimetría fiscal. La misma contradicción, pero invirtiendo los términos, se presenta en las personas de izquierdas. Por una parte, sus ideas les hacen ver que no tienen que quejarse mucho de lo que reciben del Estado de bienestar. Pero, al estar regido por el PP, ello les mueve a ser más sensibles a la asimetría fiscal. El resultado, ya lo vemos, es que las dos fuerzas encontradas se neutralizan.

La obsesión de todos los políticos ha sido la de "acercarnos a Europa", esto es, conseguir el nivel de vida y el estilo político de los países centrales. Esa circunstancia explica que el ensayo democrático, visto desde los contribuyentes, haya supuesto un constante deseo para la expansión de los servicios públicos. Lógicamente, esa interesante exigencia ha significado un correspondiente aumento de la presión fiscal. Por este lado el movimiento ha sido también hacia la convergencia con el grueso de los países que hoy constituyen la Unión Europea. La diferencia está, como en otros muchos casos, en la aceleración del proceso que corresponde a España. Es un axioma del cambio social que, si las transformaciones son rápidas, la población se ve sometida a múltiples e inesperadas tensiones. Recordemos que en los finales de la época franquista la participación del gasto público español como porcentaje del producto económico (PIB) no llegó a rebasar el 24%. Ese techo equivalía a unos 20 puntos menos que la mayor parte de los países que componían el Mercado Común, el núcleo de la futura Unión Europea. Pues bien, en 1998 ese porcentaje representa para España el 42%, superior al del Reino Unido (40%) y sólo siete puntos por debajo de la media de la Unión Europea (49%). A efectos prácticos, el exitoso experimento democrático ha significado para los españoles un extraordinario crecimiento del gasto público. La democracia se ha traducido en un constante aumento de la exigencia que se hace al Estado para más y mejores servicios públicos. Es poco discutible la bondad del experimento, sobre todo como cuestión general, de principio. Por lo menos hay que admitir el general acuerdo que ha habido sobre la constitución del Estado de bienestar. Otra cosa es la eficiencia del gasto público rampante. Ahí caben grandes dudas respecto al coste de gestión de los servicios públicos, que seguramente ha aumentado más que proporcionalmente. Repárese, como ejemplo extremo, en la impresión que le queda al contribuyente del oneroso coste de la corrupción, asociada a las obras públicas. Sin llegar a tanto, basta recordar el coste de la ineficiencia que supone la duplicación de los servicios públicos por mor de la implantación del Estado de las autonomías. El contribuyente no se duele tanto del volumen de los impuestos como de su incremento constante y sobre todo del despilfarro o mala gestión del gasto público. Ambas circunstancias han estado presentes en España durante los últimos lustros. Se comprenderá ahora que la formidable expansión del gasto público se asocie a una latente queja sobre la carga fiscal. Es lo que aquí vamos a documentar. Ha sido el lado poco deseable, aunque quizá inevitable, del proceso de la transición democrática en España. No es que las democracias tengan que ser más derrochadoras que las dictaduras. Lo que ocurre es que en una democracia los casos más llamativos de mala utilización de los fondos públicos acaban por ser ampliamente conocidos.

Según nuestros datos, la creencia de que "el Gobierno malgasta una gran parte del dinero de los impuestos" oscila entre el 19% en 1984 y el 45% en 1995. La evolución responde otra vez a una continua pérdida de legitimidad del Gobierno desde el inicio de la etapa socialista hasta su final. De todas formas, hay oscilaciones de año a año que no se explican bien, quizá por la razón propia del método de encuesta y los inevitables sesgos de las muestras. Lo que importa es que la tendencia ascendente a la crítica de despilfarro público se marca muy bien.

De 1991 a 1995 asistimos al final de los "años dorados", a la crisis económica y al conocimiento público de algunos sonoros casos de corrupción. Esas profundas alteraciones del contexto político y económico se traducen en que arrecia la crítica por parte de los contribuyentes, que cada vez pagan más impuestos. En 1995 el 37% de las personas situadas en la izquierda opinan que "el Gobierno malgasta una gran parte del dinero de los impuestos". Esa altura equivale a la que expresaba la derecha en 1984. El porcentaje para la derecha llega al ápice, con el 65%. También es elevada la proporción del resto de los entrevistados, incluidos los apolíticos (49%).

Es de gran interés el juego de la edad asociada a la posición política. Durante todo el periodo socialista la edad no ofrece distinciones apreciables y sistemáticas cuando los que opinan se sitúan en la derecha. Otra cosa es cuando nos movemos hacia la izquierda. Ahí está muy claro que los jóvenes son siempre más críticos que los mayores. Digamos que la pérdida de legitimidad del PSOE, de su política de gasto público al menos, se ha producido sobre todo en las huestes juveniles de la izquierda. Al contrario, los mayores critican muy poco al Gobierno del PSOE, puesto que se saben los principales beneficiarios del Estado de bienestar. Más aún, desde 1987 a 1995, cuando los otros grupos arrecian sus críticas al PSOE, los mayores de izquierdas reducen el porcentaje de queja sobre el derroche del gasto público. Pasa del 30% en 1987 al 14% en 1995. Implícitamente el gran baluarte que defiende el PSOE y contiene su caída electoral es el de las personas mayores. Por razones demográficas (sobrevivencia, retorno de inmigrantes), se trata de un grupo cada vez más nutrido. Ahí está la clave de que, contra todo pronóstico, el PSOE no perdiera las elecciones en 1993. Pero las ganó por muy poco margen, el mismo con el que las perdió en 1996.

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impuestos españoles
david

me parece muy interesante y muy cierto la mayoria de los españoles queremos q esros bajen.
Tengo que darle mi enorabuena al escritor de este articulo.?