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La Ilustración Liberal

El día en que Prieto ordenó a Carrillo ir a luchar al frente

La visión épica de la Guerra Civil, sostenida antaño por el discurso franquista y hoy paradójicamente realimentada por la sectaria recreación ideológica que la izquierda trata de imponer sobre la contienda, oculta hechos bastante vergonzosos del papel de algunos dirigentes de ambos bandos. En octubre de 1937, hace ahora 84 años, el socialista Indalecio Prieto, entonces ministro de Defensa Nacional, desafió el poder de partidos y sindicatos del Frente Popular para privarles de su potestad de dictar exenciones al servicio en filas de sus afiliados. Mientras miles de hombres en edad militar carentes de enchufes eran reclutados y enviados al frente, los líderes de partidos y sindicatos decidían quiénes se libraban de empuñar el fusil. Para Manuel Azaña, presidente de la Segunda República, ese golpe de Prieto al enchufismo político y sindical en la zona republicana fue una de las grandes actuaciones del ministro socialista durante la contienda.

No descubro nada nuevo si afirmo que, durante la Guerra Civil, la inmensa mayoría de los españoles fueron remisos a la movilización en las filas de uno y otro bando. Fue el miedo a las represalias contra ellos y contra sus familias, impuestas sin piedad en ambas zonas a los pocos meses de comenzada la recluta, lo que motivó en buena medida la respuesta a las llamadas a filas. A esta argumentación de mi libro Desertores. Los españoles que no quisieron la Guerra Civil (Almuzara) se acaba de sumar la del historiador Francisco J. Leira Castiñeira en su libro Soldados de Franco (Marcial Pons, 2020), fiel reflejo de lo que sucedió en la zona gubernamental.

Una de las vías de escape de la obligatoriedad de acudir al frente, además de la huida al extranjero, el ocultamiento en las casas (los primeros topos) o en los montes y la simulación de falsas enfermedades o inutilidades, fue el abuso de las condiciones de los considerados "militarizados", "movilizados en su puesto" o "insustituibles". Aquí se incluía a obreros de las industrias de guerra y empresas militarizadas, mineros, ferroviarios, transportistas, empleados de bancos y periódicos, trabajadores de los monopolios estatales del petróleo, el tabaco y los fósforos, y funcionarios de ministerios, gobiernos civiles o ayuntamientos. También tenían esta condición los que ocupaban cargos en formaciones políticas y sindicatos, donde no era difícil eludir las obligaciones militares con la oportuna recomendación.

En la zona sublevada se dictó una orden muy temprana, del 1 de noviembre de 1936, en la que se prohibía el "vicio nacional" de las recomendaciones para que los llamados a filas fueran eximidos del servicio militar o, una vez incorporados, consiguieran un destino sin riesgo. La orden exigía que las cartas de recomendación fueran "rotas sin leerlas", y amenazaba con sancionar al militar que, además de no romperlas, respondiera cumplidamente a la petición del familiar o amigo.

El bando franquista tampoco tardó mucho en darse cuenta de que entre los afiliados a las milicias y organizaciones afines al Movimiento Nacional había quienes intentaban eludir el servicio militar en primera línea con el pretexto de cumplir funciones en retaguardia. El 24 de abril de 1937 el cuartel general de Franco ordenaba la incorporación a filas de todos los voluntarios de milicias que prestaran sus servicios lejos de los frentes de batalla, con la siguiente amenaza: "Se considerará desertor a quienes no justifiquen su situación militar". La propia orden, que lógicamente eximía de la incorporación a los voluntarios que ya luchaban en el frente, dejaba claro su propósito: "Debe sancionarse a los que eluden el cumplimiento de aquellos deberes que la Patria y su defensa imponen".

El gracejo popular reflejó bien la situación de los recomendados en la zona franquista, y de ello es prueba la letra de esta versión del Cara al Sol que el escritor Rafael García Serrano cita en su imprescindible libro Diccionario para un macuto:

Cara al sol,
al sol que más calienta,
me puse el mono antesdeayer.
Me hallará la muerte,
si me pesca,
sentado en un café.

En los primeros momentos de la guerra, la exaltación revolucionaria alentó a muchos militantes de partidos y sindicatos a presentarse como voluntarios para luchar contra la sublevación militar, si bien en un número bien escaso que desmiente la visión idealizada del pueblo en armas: 120.000 individuos empuñaron el fusil en la zona republicana, según cifras de Michael Seidman y James Matthews, frente a un 1.700.000 que fueron reclutados a la fuerza. A partir de la puesta en marcha de la recluta obligatoria en septiembre de 1936 por el Gobierno de Largo Caballero, rotunda demostración del fracaso del ejército voluntario que intentó crear Giral en agosto, las organizaciones políticas y sindicales pasaron a convertirse en uno de los refugios más seguros para los emboscados.

Las autoridades eran bien conscientes de ello, pero tardaron muchos meses en tomar medidas. No fue hasta el 21 de octubre de 1937, pasado más de un año desde el golpe militar que desencadenó la contienda, cuando Indalecio Prieto, ministro de Defensa Nacional, aprobó un decreto sobre las exenciones al servicio militar, recordando que era competencia exclusiva de su departamento decidir quién debía ir a filas y quién no. Daré los detalles del decreto según los recojo en Desertores, aunque sin abrir ni cerrar citas.

El decreto, publicado en la Gaceta de la República el 23 de octubre, quería poner fin a "una desmesuradísima amplitud en la interpretación de las disposiciones vigentes" sobre las exenciones al servicio militar, que había dado lugar a "intromisiones inadmisibles de diversas entidades y centros en materia de competencia exclusiva del Ministerio de Defensa Nacional, y cierta preferencia, errónea e ilegal, de funciones directivas en el orden político y sindical sobre el deber inexcusable de empuñar las armas cuando la ley lo exige". Una situación que, según el decreto, había creado "una cadena de privilegios injustos y abusos irritantes que la estricta equidad exige destruir".

El ministro Prieto anulaba así todas las exenciones no autorizadas por su departamento. Asimismo, y para evidenciar el desafío que este decreto suponía al poder de los partidos y sindicatos, se exigía la presentación a filas de los individuos de reemplazos movilizados que no lo hubiesen hecho "por atender a actividades políticas y sindicales".

Es muy significativo que las autoridades republicanas no se decidieran a dar este paso hasta el 21 de octubre de 1937, cuando había transcurrido ya más de un año de guerra. Y no es casual que el decreto fuera aprobado el mismo día en que desaparecía el frente del Norte, con la entrada de las tropas franquistas en la ciudad de Gijón. Hasta ese momento de máxima depresión en la zona frentepopulista, parece que no hubiera importado que los partidos y los sindicatos manejaran arbitrariamente la decisión sobre quién iba al frente y quién no, con lo que esto conllevaba de favoritismo y amiguismo.

Las disposiciones de Prieto declaraban exentos del servicio en filas a los técnicos y obreros de las industrias de guerra, entendiendo por éstas "las dependientes del Estado por propiedad, incautación o requisa" y todas aquellas que destinaran el 80% de su producción a las necesidades del Ministerio de Defensa Nacional. Sin embargo, el decreto establecía que todas estas exenciones fueran revisadas.

Asimismo, Prieto imponía que para suplir a los obreros que se incorporaran a filas fueran preferidas, "si tuvieran aptitud bastante", sus esposas, hijas o hermanas. Las futuras ampliaciones de plantilla de las industrias de guerra se realizarían en primer lugar con personal no perteneciente a quintas movilizadas y, sólo en segundo término, con mujeres.

El decreto establecía también la revisión de las exenciones concedidas a los mineros y declaraba anuladas automáticamente todas las dispensas otorgadas a funcionarios de ministerios, excepto el de Defensa, y a personal de los servicios de comunicaciones, transportes, sanidad, vigilancia y prisiones.

No menos llamativo era el aviso a los miembros de las privilegiadas Milicias Culturales para que acudieran como cualquier otro ciudadano a sus respectivos centros de reclutamiento, movilización o instrucción. Tampoco deja de ser llamativo que se ordenara que todos los comisarios políticos del ejército de tierra, marina, aviación y armamento, salvo los de compañía, batallón y brigada, tuvieran que ser individuos de quintas no movilizadas. De esta manera, Prieto intentaba limpiar de emboscados las Milicias Culturales y el Comisariado General de Guerra, dos de los aparatos del régimen frentepopulista controlados por los comunistas, con lo que venía a sumar nuevas razones para concentrar la inquina de estos contra su persona.

Mi amigo el sabio Gonzalo García-Badell, que lo sabe y lo ha leído todo de la Guerra Civil, me puso sobre la pista de varios testimonios que demuestran el efecto que el decreto de Prieto tuvo en los comunistas, y especialmente en las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) que lideraba Santiago Carrillo como secretario general, a quien la orden de movilización afectaba personalmente.

El primero de estos testimonios es el de Fernando Claudín, que en su libro Santiago Carrillo. Crónica de un secretario general (Planeta, 1983) escribe:

Los dirigentes de la JSU, acatando indicaciones de la dirección del PCE, que no deseaba empeorar sus ya malas relaciones con Prieto, decidimos cumplir el decreto. En el fondo también nos alegrábamos, porque teníamos 'mala conciencia' de no estar encuadrados de modo regular en el ejército, incluso cuando por la naturaleza de la actividad que desempeñábamos la misma se desarrollaba fundamentalmente en el frente. Nuestra situación irregular se prestaba a acusaciones de "enchufismo" y "emboscamiento" en la retaguardia. Carrillo y Cazorla tuvieron una entrevista con Prieto para comunicarle nuestro sometimiento al decreto, y el ministro les ofreció nombrar comisarios políticos de brigada a los dirigentes de la JSU. La oferta fue rechazada y decidimos incorporarnos como soldados. Santiago quedó a disposición del estado mayor del V Cuerpo de Ejército, mandado por Modesto. Pero fue un periodo muy breve, porque el derrotismo de Prieto hizo que Negrín, presionado por Moscú, le desplazara de la cartera de Defensa para asumirla él mismo.

El testimonio de Claudín viene refrendado por el gran eco que tuvo en la prensa vinculada a la JSU, entre los meses de octubre y noviembre de 1937, la disposición de sus dirigentes a cumplir con el decreto de Prieto y marchar al frente. La prueba más llamativa es la proyección que tiene en esos medios el anuncio de la incorporación a filas del máximo líder de las juventudes comunistas, Santiago Carrillo.

Cuando empezó la guerra, Carrillo contaba 21 años, que era entonces la mayoría de edad legal y como tal la de cumplir el servicio militar. Su reemplazo, el del mismo 1936, fue llamado a filas en la zona republicana entre octubre y noviembre de ese año. Sin embargo, hasta octubre de 1937 Carrillo había vivido de espaldas a sus obligaciones militares de manera algo sorprendente. Como tantos otros dirigentes políticos y sindicales, no se vio en la necesidad de justificar su condición de exento del servicio en filas por el cargo que ocupaba al frente de la organización de los jóvenes comunistas, quienes, por otro lado, ofrecieron a lo largo de la guerra un incuestionable tributo de sangre y valor en su lucha contra los sublevados.

A pesar de ello, Carrillo recoge en sus Memorias (Planeta, 1993) un variopinto historial militar que algunas voces han considerado discutido y discutible. El golpe militar del 18 de julio le sorprende en Francia y, según cuenta en sus memorias y en algunas entrevistas, logró pasar a España y llegar a San Sebastián junto con otros dos dirigentes de la JSU: José Laín Entralgo y Trifón Medrano. Desde allí intentaron llegar a Burgos, pero al conocer que las comunicaciones ya estaban cortadas decidieron quedarse en el País Vasco. Juan Astigarrabia, que mandaba el PCE vasco, les dice que marchen con una columna al mando del también comunista Fulgencio Mateos a Ochandiano, que el 22 de julio había sufrido un terrible bombardeo por parte de la aviación sublevada.

Carrillo dedica a su estancia en el frente de Ochandiano, en las trincheras de los montes de Ubidea más concretamente, varias páginas de sus memorias, con todo género de detalles. Y textualmente afirma, tanto en sus memorias –varias veces– como en sus últimas entrevistas –como la publicada por Ander Landaburu en El País el 10 de noviembre de 2008–, que estuvo un mes como combatiente en aquel frente vasco. Si tenemos en cuenta que su llegada se produjo a finales de julio, por ser posterior al bombardeo de Ochandiano por la aviación rebelde del día 22, significa que Carrillo salió de aquel frente a finales de agosto, si bien dice en sus memorias que cruzó la frontera de Francia para entrar de nuevo en España por Cataluña a mediados de mes.

Lo insólito es que el 11 de agosto de 1936 se publicaba en la portada del diario barcelonés L’Instant una fotografía de Carrillo con el coronel Eduardo Mangada, jefe de la columna que operaba entonces en la comarca abulense de Navalperal de Pinares, presentando al líder de la JSU como comandante del batallón Largo Caballero, perteneciente a la citada columna. Lo cierto es que Carrillo, que dedica también varias páginas de sus memorias a este pasaje de su guerra civil, no había sido nombrado comandante, sino comisario político del antedicho batallón.

El pie de la fotografía dice textualmente: "Santiago Carrillo, secretari de les Joventuts Unificades, que mana una companyia del batalló Largo Caballero incorporat a la columna Mangada, canvia impressions amb l'illustre general". La fotografía acompaña la noticia con que abre su portada L’Instant, que reza nada menos: "La columna lleial que acabdilla el coronel Mangada está a punt d’entrar a Avila".

Si la foto como comisario político de la columna Mangada en Navalperal de Pinares, provincia de Ávila, era anterior al 11 de agosto, como prueba su publicación en esa fecha en un diario de Cataluña, ¿qué hacía Carrillo en las mismas fechas en Ochandiano, provincia de Vizcaya, como simple soldado de a pie?

Dejo al lector la libertad de responder a esta pregunta, pero no sin antes aportarle una información que puede contribuir a esclarecer este supuesto don de la ubicuidad del famoso dirigente comunista. Se trata de una gacetilla, aparecida el 30 de julio en los diarios madrileños El Sol y La Voz, en la que se informa del regreso a Madrid de los diputados socialistas Julio Álvarez del Vayo y Luis Araquistáin, a quienes el golpe militar había sorprendido también en Francia, como a Carrillo, Laín y Medrano. La cito íntegramente:

Claridad publica una información en la que da cuenta del regreso a Madrid de los diputados socialistas Álvarez del Vayo y Araquistáin. Este último, director del citado periódico, hace un relato de sus andanzas por España en estos últimos días.

Salieron de Madrid la noche del día 17. Se enteraron de la sublevación militar en territorio francés la noche del sábado 18. Marcharon a Behovia para comprobarlo. Como no había tren para Madrid, esperaron a la mañana siguiente. En Irún se encontraron con que no había tráfico ferroviario. En automóvil se trasladaron a San Sebastián, donde se unieron a Santiago Carrillo, José Laín, Trifón Medrano y Rodolfo Llopis. Intentaron pasar hacia Burgos. Después de varios intentos por varias carreteras tuvieron que recurrir a volver a Francia para entrar en España por la frontera catalana y dirigirse a Madrid.

Esta gacetilla permite pensar que todo el grupo coincidente en San Sebastián regresó a España por la frontera catalana después de intentar llegar a Burgos. No lo confirma rotundamente, pero la posibilidad de que así fuera ayudaría a clarificar la cronología de los recuerdos de Carrillo para sacarle de esa extraña ubicuidad que le permitió estar en los frentes de Vizcaya y de Ávila al mismo tiempo.

Así las cosas, un testimonio sorprendente, y un punto conmovedor, puede confirmar que fue el grupo en su totalidad el que regresó a Francia tras vanos intentos por llegar a Madrid a través de la meseta castellana. Es el de Pedro Laín Entralgo, que más tarde sería dirigente falangista, quien se encontró a su hermano José en aquellos días de julio en Santander, en pleno viaje a ninguna parte con sus compañeros comunistas y socialistas. Así lo relató en Descargo de conciencia (Barral, 1976):

Por razones no del todo inconexas con el silencioso remate de ese diálogo, no menos punzante fue el encuentro que días antes tuve yo. Yendo por no sé qué calle, topé de sopetón, quién podía sospecharlo, con mi hermano. Corría la última decena del mes de julio. Yo iba con Barcia; él con dos camaradas suyos. Había vuelto a España después de la victoria del Frente Popular en las elecciones del pasado febrero. El alzamiento militar les había sorprendido en París, donde por entonces se estaba celebrando una reunión socialista. Naturalmente, se apresuraron a regresar a España, con el propósito de llegar cuanto antes a Madrid. Entraron por Irún y trataron de seguir por carretera hacia la capital; vano empeño, porque el camino se hallaba interrumpido por los "fascistas". Vuelta a San Sebastián, y nuevo intento por Bilbao y Orduña. Igual fracaso. Regreso a Bilbao, y tercera tentativa, ahora por Santander y el Puerto del Escudo, con el mismo negativo resultado. Volverían, pues, a Francia, para tomar la larga vía de Port-Bou, Barcelona y Valencia. Nos abrazamos y conversamos unos minutos, apartados de nuestros respectivos acompañantes. Muchas cosas nos separaban; otras muchas nos unían; entre ellas la muerte de nuestra madre, la vida de nuestro padre y un cariño fraternal que, pese a todo, nunca había de romperse. Rápidamente me contó las vicisitudes que acabo de relatar, me expuso sus planes inmediatos y me declaró su total fe en un triunfo inmediato de la República. También yo le hice saber mis propósitos; mis deseos, más bien. Ambos con los ojos húmedos, nos miramos mutuamente durante algunos segundos; luego nos abrazamos con fuerza. Ríos de sangre iban a separarnos hasta que veintiún años después volviéramos a reunirnos. ¿Seguiríamos siendo los mismos? Sí, pero de otro modo. De nuevo, ahora en plural, la vieja e inmutable fórmula: iidem, sed aliter; los mismos, sí, pero de otro modo.

Carrillo, que sitúa el encuentro de los hermanos Laín en San Sebastián, asegura que José le acompañó en su expedición bélica a Ochandiano, junto con Trifón Medrano. De los recuerdos de Pedro Laín no emerge ninguna voluntad de José de sumarse a ninguna campaña, sino de volver a Madrid cuanto antes.

Así las cosas, es Gonzalo García-Badell quien acude en mi auxilio nuevamente con sus fondos bibliográficos para señalarme que tanto el general Enrique Líster como el historiador Ricardo de la Cierva coincidían en señalar que la campaña de Carrillo en Ochandiano es pura invención. Líster llega a decir: "La realidad es que Carrillo permaneció en Francia más de un mes, observando cómo iban las cosas en España, y únicamente cuando vio que se plantaba cara a la sublevación regresó a Madrid" (citado por Carlos Fernández en Paracuellos del Jarama: ¿Carrillo culpable?, Argos Vergara, 1983).

Ya hemos visto que Carrillo no pudo permanecer más de un mes en Francia porque antes del 11 de agosto estaba con la columna Mangada en el centro de la Península, lo que permite conceder crédito a la hipótesis de que Carrillo y sus compañeros hubieran retornado a finales de julio por la frontera catalana a España con Araquistáin y Álvarez del Vayo.

Por lo demás, el propio Líster considera en su libro ¡Basta! (G. del Toro Editor, 1978) que la localidad abulense de Navalperal de Pinares fue el escenario de nuevas hazañas bélicas del dirigente de la JSU que sólo sucedieron en su imaginación.

Pero volvamos al jardín de los decretos que se bifurcan para explorar la situación militar de Carrillo. El 21 de octubre de 1936 el presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, Largo Caballero, firma una circular en la que le destina al cuartel general del jefe del Ejército de Operaciones de Centro, el general José Asensio Torrado. El nombramiento apenas tiene recorrido, pues a principios de noviembre es nombrado delegado de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, cargo por el que quedará vinculado como responsable a las matanzas de miles de madrileños en Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz, en los meses de noviembre y diciembre.

De este cargo dimite el 1 de enero de 1937 para centrarse enteramente en su actividad política como líder de la JSU, hasta que se publica en la Gaceta de la República, el 23 de octubre, el decreto sobre las exenciones al servicio de las armas en el Ejército Popular que nos ha traído hoy aquí.

Como atestiguaba más arriba Fernando Claudín, la JSU acogió con desbordante entusiasmo, forzada por el PCE, el anuncio de que sus dirigentes debían cumplir reglamentariamente sus deberes militares con la República. Prueba de ello es la portada de su diario Ahora del 3 de noviembre de 1937, en la que se anuncia, con una gran foto del interesado, la incorporación a filas de Carrillo, su secretario general.

Claudín dice que Carrillo quedó a las órdenes del V Cuerpo de Ejército, que entonces comandaba el coronel Juan Modesto, con el que estaría en las batallas de Teruel y del Ebro. "¿Dónde? ¿En qué fechas? ¿Con qué grado?", se preguntaba Líster en su libro ¡Basta! acerca de la participación del líder de las JSU en el choque más sangriento de la guerra.

La revisión de las noticias sobre Carrillo en la prensa republicana a partir del anuncio de su incorporación al Ejército Popular demuestra que su supuesto servicio en filas no interrumpió su incansable actividad política entre Barcelona, Valencia y Madrid. Aun así, no tuvo reparos en intervenir en actos de homenaje a los nuevos reclutas que no disponían cómo él del privilegio ni de la influencia para evitar la marcha al frente, como el que se celebró en marzo de 1938 en el Gran Teatro de Valencia para rendir tributo a los conscriptos de las quintas del 29 y del 40, esta última una de las llamadas "del biberón" o "del chupete".

Carrillo dijo ante los nuevos reclutas palabras como estas, recogidas por el diario La Hora el 9 de marzo de 1938:

En toda la España leal, la juventud responde con entusiasmo a la llamada del Gobierno. Muchos jóvenes que aún no están en la edad de la movilización, a pesar de ello, están dispuestos a incorporarse a la lucha hasta dar la vida contra los invasores fascistas. (…)

La Alianza debe poner en pie a toda la juventud de nuestro país, en una oleada patriótica y revolucionaria, porque hoy España no es de los terratenientes y capitalistas. Y nosotros tenemos el orgullo de decir que España es nuestra patria y para defender nuestra patria estamos dispuestos a realizar todos los sacrificios.

En ese mismo acto, Carrillo llegó a hacer como el forofo de un club de fútbol, que cuando pierde su equipo utiliza el ellos y si gana usa el nosotros:

¿Qué es lo que ha derrotado a nuestros soldados en Teruel? ¿Qué es lo que ha permitido al enemigo reconquistar la plaza tomada por nuestro Ejército? (…) Hace un año, nuestro Ejército, aún reciente, y precisamente entre las divisiones que participaron en la lucha se encontraba la de El Campesino, hicieron correr en Guadalajara a las milicias de Mussolini. Si entonces triunfamos, si entonces derrotamos a los invasores, ahora los volveremos a aplastar.

Como se aprecia, el Gobierno republicano encontró una gran resistencia, incluso entre los máximos dirigentes de su bando, para concitar la entrega al esfuerzo de guerra en condiciones de igualdad, frente a los enchufismos y los privilegios. El mismo presidente de la República, Manuel Azaña, recogió cáusticamente en sus Diarios de guerra las dificultades de Prieto para sacar adelante su decreto contra las recomendaciones y prerrogativas que abundaban en la retaguardia republicana:

Parece que este decreto ha sido discutido durante tres horas en el Consejo de Ministros, porque a los comunistas no les hacen gracia algunas de las modificaciones. También han rechinado un poco algunos ministros socialistas. Los republicanos y Negrín han apoyado el proyecto de Prieto. En otros tiempos, se procuraban exenciones del servicio militar los ricos, los frailes, etcétera. Ahora se contradice al ministro de la Guerra para sacar o mantener exenciones a favor de tales o cuales obreros. ¿Hablábamos de igualdad ante la ley? C’est une vue de l’esprit...

Unos días después, Azaña mantuvo una conversación con Prieto a propósito del mismo decreto. El presidente de la República le preguntó al ministro de Defensa Nacional si creía que su medida le proporcionaría "mucha gente", a lo que Prieto contestó:

–No lo sé exactamente, pero muchísima. La inmoralidad había llegado en eso a lo increíble.

–Es una de las mejores cosas que ha hecho usted.

–Buen trabajo ha costado.

–Lo sé.

A pesar de los elogios de Azaña y de la mayoría de los periódicos, que lo presentaban como una batalla ganada a los "insustituibles", el decreto de Prieto se reveló muy poco efectivo. Pasarían sólo seis meses hasta que su sustituto en el Ministerio de Defensa Nacional, Juan Negrín, también jefe del Gobierno, volviera a ordenar, el 8 de abril de 1938, la revisión de todo el personal que se había beneficiado en retaguardia de la consideración de "movilizado en su puesto".

Una medida idéntica a la dictada por Negrín había sido establecida cuatro meses antes en el bando franquista. A través de una orden de la Secretaría de Guerra con fecha de 3 de diciembre de 1937, se anularon todas las excepciones concedidas hasta entonces a los obreros militarizados, aunque provisionalmente quedarían en sus puestos. La orden estableció un plazo de treinta días para que los directores, gerentes o administradores de fábricas, talleres o minas enviaran una relación con los nombres de todos los obreros militarizados y los empleos que ocupaban.

Como en tantas otras situaciones, la guerra de España fue un juego de espejos. No cabe duda de que los dos bandos tenían la misma obsesión por revisar las excepciones al servicio militar de quienes trabajaban en las industrias de guerra y servicios de retaguardia, para evitar que éstos fueran un refugio seguro para los emboscados y los recomendados.

La marcha de la contienda extremaría las medidas del bando republicano contra esta situación. En el decreto de movilización general aprobado por Negrín el 14 de enero de 1939, a la que seguiría nueve días después la declaración del estado de guerra, se incluyó la reducción en un 50 por ciento del número de "insustituibles" en las industrias militares.

Era evidente que la decisión se había tomado demasiado tarde, con el enemigo a las puertas de Barcelona. El Gobierno republicano sólo había tenido la resolución suficiente para afrontar la situación creada por los "insustituibles" cuando la guerra estaba ya prácticamente perdida.

La realidad de los "insustituibles" puso de manifiesto también un enchufismo de muy alto nivel que llegó a ser denunciado, pocos meses después de la contienda, nada menos que por el general Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor Central del Ejército Popular:

En la retaguardia la moral carecía de solidez. Se presentía el peligro y se esperaban medidas de rigor, porque todo el mundo las consideraba necesarias, indispensables para sostener la nave del Estado a flote; sin embargo, las primeras disposiciones para sacar de su puesto a los emboscados, lejos de merecer el aplauso, encontraron enormes resistencias: altos funcionarios, hasta ministros, no dudaban en intrigar para asegurar exclusiones de parientes o amigos, dando un lamentable ejemplo.

El coronel Antonio Cordón, subsecretario del Ejército de Tierra en el Gobierno de Negrín, recuerda en sus memorias cómo tuvo que hacer frente a las recomendaciones que les solicitaban incluso ministros y altos cargos:

Con los subsecretarios de la Presidencia, de Armamento y hasta con algunos ministros hube de sostener verdaderas batallas para arrancarles hombres que trabajaban en sus departamentos, movilizados aptos para todos los servicios, o sea para el frente, pero que ellos consideraban "insustituibles" en los trabajos que realizaban.

Concluiré con una anécdota recogida por el propio Cordón. Un día le fue a visitar en persona el actor catalán Enrique Borrás, ya entonces una gloria viviente, para pedirle que eximiese del servicio en filas a un joven movilizado que hacía de galán en su compañía teatral. El subsecretario del Ejército de Tierra le respondió que no podía complacerle "porque no habría madre, abuela, novia o hermana de un combatiente del frente que al verlo en el escenario no pensara o dijera: 'Y a ese joven ¿por qué no lo han movilizado?'".

Cordón se permitió aconsejarle a Borrás, en tono de broma, que hiciera al revés que en el teatro japonés: que pusiera a mujeres a interpretar el papel de hombres. El viejo actor, que entonces contaba 74 años, le devolvió la broma a Cordón y al despedirse, aludiendo a la fiebre de movilización del Gobierno, le preguntó al subsecretario del Ejército de Tierra: "Oiga usted, ¿cuándo cree que llamarán a mi quinta?".


(A Chema Jurado, al que tanto espero contar esta y otras historias, in memoriam).