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La Ilustración Liberal

Crisis ¿qué Crisis?

La crisis financiera que surgió en el sudeste de Asia ha llevado a Rusia al colapso, amenaza Latinoamérica y ha supuesto pérdidas muy voluminosas en las bolsas del mundo, está dando lugar a numerosas interpretaciones. Por un lado, la hipótesis de una Gran Depresión a nivel mundial está en boca de un gran número de analistas; por otro, los adversarios tradicionales del modelo de libertad económica ven en la tormenta financiera una muestra palpable de los perversos efectos de una economía internacional dejada en manos de las fuerzas "irresponsables" y "ciegas" del mercado.

El objetivo de este papel es ofrecer una visión del panorama internacional desde una óptica liberal. En una primera parte se someterá a examen la tesis de que estamos ante una crisis del capitalismo. Para ello se hará una breve excursión por los dos escenarios más castigados por la perturbaciones financieras: Asia y Rusia. En una segunda parte se pasará revista a una de las iniciativas "salvadoras" para estabilizar la economía internacional: los controles de capitales. Las dos últimas secciones de este trabajo se centrarán en ofrecer una explicación de los detonantes de las crisis y un comentario a las soluciones que se ofrecen para evitarlas y/o paliar sus peores consecuencias.


1. ¿Una crisis del capitalismo?

Desde influyentes sectores de la opinión pública, la crisis financiera originada en el sudeste asiático y que se ha cobrado en Rusia una víctima de primera magnitud ha sido interpretada como un fracaso de la economía de mercado. El capitalismo, fruto de sus contradicciones internas, habría llegado a un punto de decadencia sin retorno. Sin embargo, esta visión es falsa. El modelo de desarrollo de los ex-tigres afectados por la crisis está más cerca de un sistema dirigista que de uno de libre mercado. Sus principios inspiradores están en el sistema de economía nacional de List, no en las ideas de Adam Smith. Los Dragones son un caso de libro del llamado capitalismo autoritario, por oposición al modelo de capitalismo democrático occidental, un régimen definido por la democracia política y la libertad económica.

En las economías del sudeste asiático hay un cierto respeto de los derechos de propiedad, las leyes del mercado no son vulneradas en su totalidad y algunos países, durante algún tiempo, han aplicado políticas de rigor monetario y financiero. Estos factores han permitido postergar la crisis y han logrado neutralizar a lo largo de muchos años los perniciosos efectos del estatismo imperante. Ahora bien, el proceso de desarrollo de los Dragones se ha basado en un esquema de corte cuasisoviético apoyado en el ahorro forzoso y en un fuerte aumento de la inversión y del trabajo aplicados a la producción. Este proceso de industrialización, con rasgos muy parecidos a los de los Planes Quinquenales, era insostenible en el tiempo. Sólo si se aceptaba una extrapolación simplista de las tendencias previas, era posible esperar que la región mantuviese altas tasas de crecimiento de manera indefinida. Esto sólo podía suceder con un incremento espectacular de la productividad del capital y del trabajo. De lo contrario, la tasa de retorno de las inversiones tenía forzosamente que caer y las salidas de capital exterior eran inevitables. En este contexto, las economías del sudeste asiático necesitaban mejoras cualitativas en el uso de los recursos más que acumulación de estos y, por el momento, no han sido capaces de conseguir ese objetivo.

La experiencia asiática es también un vivo ejemplo de las perversas consecuencias de las denominadas políticas industriales estratégicas, versión remozada y postmoderna de la vieja teoría de la protección a las industrias nacientes. Cuando se toma la decisión de proteger a una empresa, no hay garantía alguna de éxito porque es imposible para los gobiernos determinar a priori que los beneficios de la subvención serán superiores a sus costes. El poder público se enfrenta a un déficit de información, que le impide realizar una eficiente asignación de recursos. Si además, la creación de una ventaja competitiva implica la concesión de una posición de monopolio en el mercado, las compañías que se encuentran en esa situación carecen de incentivos para explotar todas las economías de escala y reducir costes. Los gobiernos del sudeste asiático no tuvieron en cuenta esas restricciones al plantear su estrategia industrial, sucumbieron a la fatal arrogancia descrita por Hayek y, por ello, las industrias nacidas y criadas al amparo del dirigismo y de la protección tienen grandes dificultades para sobrevivir en una economía abierta.

Este modelo explica también la ausencia de solidez de la banca en particular y de su modelo financiero en general. Antes de la crisis los ex-tigres imponían restricciones muy intensas a la instalación en su territorio de bancos extranjeros. Aunque comenzaron a abrirse de modo progresivo a los movimientos de capital, su sistema financiero estaba muy cerrado a la competencia procedente del exterior. A mediados de esta década, los préstamos suministrados por los bancos de propiedad extranjera suponían el 5 por 100 del total en Corea del Sur, Indonesia y Tailandia, el mismo porcentaje que en la India pero algo superior al de Japón. Sin duda, la quiebra de solvencia de una gran parte de los bancos e instituciones financieras de esa región tiene mucho que ver con la inexistencia de mecanismos de supervisión eficaces, pero también con la falta de presión de la competencia que es siempre el mayor acicate para mejorar la eficiencia.

La alianza gobierno-industria-banca ha creado un conjunto de relaciones extraeconómicas con consecuencias perversas. La banca sirve a los intereses estratégicos de la política industrial gubernamental, lo que le ha llevado a situaciones de insolvencia cuando la rentabilidad de las inversiones industriales ha caído y las empresas se han visto imposibilitadas de devolver los créditos. A su vez, el hundimiento de las bolsas de valores ha erosionado aún más la posición financiera de los bancos, parte de cuyos activos estaban colocados en la bolsa. Este proceso se ha visto acentuado por la convicción de que, debido a sus buenas relaciones, el gobierno no dejaría hundirse el sistema bancario ni quebrar a las empresas, el famoso crony capitalism descrito por los analistas.

Otro de los grandes problemas de las economía del sudeste asiático es la baja calidad de su capital humano. La mayor parte de los países de ese área padecen una considerable escasez de mano de obra cualificada. En consecuencia, los salarios reales tienden a crecer por encima de la productividad en perjuicio de la competitividad de las empresas y de las economías de los otrora temidos y temibles Tigres. Como ya anunciaron los economistas liberales frente a los Thurow, Galbraith y demás profetas de la depauperación de las masas trabajadoras occidentales frente a la competencia amarilla, la superior productividad del factor trabajo en las economías industrializadas mejoraría la posición competitiva de éstas en relación a determinadas industrias de los países asiáticos cuando el proceso de desarrollo comenzase a elevar los salarios en esos países. Eso es lo que empezó a suceder como lo muestra la apreciación de los tipos de cambio reales en las economías más afectadas por la crisis en los años anteriores a su desencadenamiento.

El crecimiento económico de los Dragones estaba limitado por las contradicciones inherentes a las instituciones del capitalismo autoritario. El intervencionismo estatal ha producido una politización de la economía y una comercialización de la política. La primera genera incentivos para el desarrollo de buscadores de rentas que invierten sus recursos en obtener regulaciones y favores del poder en lugar de crear riqueza; la segunda desencadena un proceso en virtud del cual los partidos y los clanes articulados a su alrededor se implican en los negocios para obtener recursos y así mantener su hegemonía sin control alguno de los ciudadanos. Como es lógico, este marco institucional no es compatible con un crecimiento estable y sostenido de la economía. En el plano estructural, la crisis del sudeste asiático es la de un modelo de capitalismo intervencionista que con el paso de los años ha creado una situación insostenible.

La pérdida de prosperidad puede causar inestabilidad política en la zona. Si los gobiernos asiáticos se embarcan en políticas de verdadera liberalización económica para salir de la crisis, la demanda de libertades políticas se acelerará antes o después, debilitando el soporte de los gobiernos autoritarios de la región. Si no emprenden reformas estructurales profundas, la actual crisis se agravará y las tensiones políticas también. A pesar de las innegables diferencias que los separan, el proceso de ajuste económico y político en los países del Extremo Oriente guarda importantes similitudes con la transición abierta en el Este europeo tras el colapso del comunismo si bien tiene tintes menos dramáticos por la existencia, aunque restringida, de algunas de las instituciones propias de las economías de mercado.

El caso de Japón

A mediados de la pasada década, destacados analistas (Thurow 1986, Krugman 1989) proclamaban el imparable auge del capitalismo de estado japonés y la inexorable decadencia del capitalismo liberal anglosajón. 1989, el año de la caída del Muro de Berlín, fue el principio del fin del modelo mercantilista nipón. Ante el rápido crecimiento del valor de los activos reales y financieros, impulsado por una agresiva expansión monetaria, el banco emisor japonés comenzó a elevar los tipos de interés con la esperanza de desactivar la burbuja especulativa. Pero ya era demasiado tarde. La economía japonesa se hundía en la peor recesión de la postguerra. En cuatro años, el valor de los acciones cotizadas en bolsa y los precios de los activos reales se han derrumbado, el paro alcanza cotas históricas y la otrora invulnerable maquinaria económica japonesa no parece capaz de salir de la depresión, pese a las sucesivas inyecciones de gasto público y a los bajos tipos de interés.

La situación del Japón no es coyuntural; es un modo de organizar la economía y la sociedad el que ha entrado en barrena. El Imperio del Sol Naciente ha desarrollado una forma de capitalismo mercantilista, cuya prioridad es el fortalecimiento del poder económico nacional frente al modelo anglosajón cuyo principal objetivo es aumentar el nivel de vida de los ciudadanos. El modelo japonés constituye una versión modernizada de otra forma de colectivismo económico, distinta del comunismo, el nacionalismo económico alemán del siglo xix, considerado durante años por el MITI como fundamento teórico de su política comercial. Es el desarrollo dirigido desde arriba frente a la "anarquía" del mercado. Tras el derrumbamiento del socialismo real, la quiebra del modelo sueco y el resquebrajamiento del social-corporatismo franco-alemán, la crisis japonesa es la del último gran símbolo del capitalismo de estado, que como sus "hermanos" carece de la flexibilidad suficiente para adaptarse a las nuevas realidades económicas.

A lo largo de casi medio siglo, los tres rasgos distintivos del sistema japonés han sido los siguientes: mayores cuotas de mercado versus mayor rentabilidad, la elección de campeones nacionales en industrias consideradas estratégicas por el poder político y el suministro de bajos costes de capital derivados de la alianza banca-industria. Sobre esas tres patas se ha sustentado la pasada fortaleza económica del Japón y sobre ellas se ha fraguado su presente debilidad.

La obsesión por conquistar mercados tal vez tenga mucho sentido desde el punto de vista de la estrategia militar, pero muy poco desde el de la racionalidad económica. Ganar cuota de mercado no es un fin en sí mismo, si no un medio para obtener beneficios más altos en el futuro. Pero esa no ha sido la filosofía empresarial japonesa. El resultado es que Japón tiene compañías más grandes que EE.UU., pero son menos rentables. Tras seis años de beneficios decrecientes, las empresas niponas necesitan acudir a un mercado bancario quebrado o a la financiación exterior para obtener recursos. Los mercados internacionales pueden suministrarles capital, pero sólo si son capaces de ofrecer tasas de retorno a la inversión similares a las ofrecidas por otras economías desarrolladas. Ahora bien, conseguir ese objetivo exige cambiar estructuras y parámetros de comportamiento públicos y privados muy arraigados. Eso no es fácil, requiere tiempo y además no parece ser una opción aceptable para las autoridades niponas.

El poderoso MITI se ha dedicado durante décadas a detectar cuáles son los sectores de futuro y a potenciar campeones nacionales en ellos. Ha tenido éxito en ayudar a las empresas japonesas a competir con las firmas norteamericanas en las tecnologías conocidas, pero ha sido incapaz de hacerlo en los nuevos desarrollos tecnológicos. En este terreno, las empresas del Imperio del Sol Naciente se encuentran entre las más atrasadas del mundo industrializado. La obsolescencia tecnológica amenaza a los fabricantes de ordenadores y de chips, a la industria electrónica, a las firmas de software y a las de telecomunicaciones. La idea de que los burócratas gubernamentales son seres dotados de una visión a largo plazo superior a la del mercado, ventaja atribuida tradicionalmente al capitalismo de estado japonés, ha mostrado ser errónea. Los funcionarios del MITI han enterrado billones de yenes de los contribuyentes en sueños tecnológicos tan grandiosos como fracasados, por ejemplo, los ordenadores de quinta generación o la televisión de alta definición. La diferencia entre el mercado y la denominada política industrial estratégica no es entre el corto y el largo plazo, si no entre gente que invierte su propio dinero y funcionarios que invierten el de los demás.

El sistema financiero japonés ha sido y es uno de los más intervenidos del mundo industrializado. Hasta 1980, Japón tenía controles de cambios. Los bancos no podían vender valores y las sociedades de valores no podían tomar depósitos. Los reguladores nipones retrasaron la introducción de las modernas técnicas de control de riesgos como los contratos de futuros y de opciones. La gestión de las inversiones estaba limitada a los grupos bancarios y a las compañías de seguros. Un cártel auspiciado por la normativa gubernamental controlaba los seguros de vida. Los burócratas determinaban el tipo de valores en los que los aseguradores podían invertir. Las comisiones por la intermediación en la compra y venta de valores eran fijas. Este sistema regulatorio, vigente con algunos retoques en la actualidad, se tradujo en altas comisiones de intermediación, mediocres tasas de retorno de la inversión, una oferta de servicios financieros muy reducida y una remuneración muy baja para los ahorradores.

Todo el sistema financiero estaba diseñado para proporcionar capital a bajo coste y a gran escala para las industrias. Este esquema tiene su origen en la convicción de que una íntima relación banca-industria tiene ventajas muy claras sobre el modelo anglosajón en el que las empresas buscan su financiación en los mercados de capitales. La supuesta superioridad del modelo banca-industria se sustenta en los siguientes puntos: una mejor detección de la calidad de las inversiones, un mayor control de las decisiones empresariales y una más rápida y amplia movilización del ahorro hacia la actividad productiva. Es interesante ver cómo ha funcionado en la práctica.

En 1985, el gobierno japonés impulsó la apreciación del yen para reducir su superávit comercial e intentó compensar el efecto deflacionario de esa decisión mediante un recorte de los tipos de interés, cuyo efecto inmediato fue aumentar de modo artificial el valor de los activos financieros. Las empresas japonesas utilizaron sus inflados activos para obtener financiación bancaria prácticamente gratuita. Pero el dinero barato enmascaró el deterioro de los beneficios empresariales y así comenzaron a incubarse graves problemas en la estructura financiera de la economía nipona. En esta situación, las finanzas japonesas no estaban preparadas para responder a la fuerte alza de los tipos de interés registrada en 1989 y 1990. El muro regulador no pudo impedir que la bolsa de Tokio cayese un 50%. El mercado de acciones se reveló volátil y estrecho. Los gestores de dinero agravaron la situación aventurándose a comprar activos reales en EE.UU. Obligados por la ley a pagar a los titulares de las pólizas rentas corrientes, y no ganancias del capital, las compañías de vida japonesas acumularon en sus carteras valores que producían altos retornos y se depreciaban rápidamente. En este juego, las aseguradoras japonesas perdieron miles de millones de dólares, incluso con instrumentos financieros tan seguros y sencillos como los bonos del tesoro norteamericano.

La burbuja financiera de los ochenta y la expansión del crédito realizada a su amparo han provocado una situación en la cual la banca japonesa tiene créditos incobrables del orden del 20 por 100 del PIB. Para cubrir los préstamos perdidos, los bancos vendieron acciones de su cartera, esto es, sacaron al mercado sus participaciones en las sociedades industriales. La presión vendedora provocó un descenso en el valor de las acciones, lo que hizo y hace más difícil todavía a las entidades financieras mantener sus coeficientes de reservas en los niveles exigidos por la legislación. El resultado es una extrema fragilidad del sistema financiero japonés que, debido a su estrecha relación con la industria, estrangula la recuperación de la economía y la hunde en la depresión.

La construcción de un modelo de relaciones banca-industria estable y a largo plazo conduce a un sistema que no genera incentivos para realizar una eficiente asignación de los recursos porque elimina cualquier presión del mercado sobre los directivos. En este entorno, la innovación se vuelve muy difícil y las posibilidades de realizar inversiones improductivas crecen. El sistema anglosajón ofrece las ventajas de una gran flexibilidad y un arma contra la mala gestión de los directivos (la amenaza de opas). El resquebrajamiento del sistema bancario japonés no se va a solucionar con inyecciones de liquidez por parte del banco central. Es necesario reajustar sus principios rectores y su estructura y esta es una tarea larga y dolorosa.

La anarquía rusa

En los últimos años, los países del este europeo y de la antigua Unión Soviética han realizado importantes avances en la liberalización de los precios, en la privatización y en la estabilización macroeconómica. Sin embargo, los efectos sobre el crecimiento han sido muy distintos en los antiguos estados satélites del imperio soviético que en los de la extinta URSS, sobre todo en Rusia. Aquí, el panorama económico no sólo no ha mejorado, sino que ha empeorado hasta llegar a una situación de colapso económico que ha puesto en marcha un proceso de involución ante el supuesto fracaso de las reformas y ante la impotencia del gobierno Yeltsin para enderezar la situación. Para la izquierda, el caos ruso es otro fracaso del modelo capitalista liberal. Otra vez, el diagnóstico es erróneo.

Desde el primer intento serio de implantar en Rusia una economía de mercado con las reformas de Yegor Gaidar en 1991 hasta el último de Serguei Kiriyenko, todos los proyectos reformistas se han enfrentado a un muro que ha impedido su desarrollo. El único "éxito" fue la estabilización del rublo tras la hiperinflación de la era Gorbachov, liquidado también tras el rechazo por la Duma del paquete de reformas planteado por el gabinete Kiriyenko y el consiguiente desplome de la divisa y la suspensión del servicio de la deuda. Del nuevo gobierno, presidido por un ex-jefe del KGB, con el equipo económico en manos del último cabecilla del Gosplan y el banco central dirigido por el responsable de la hiperinflación pueden esperarse muy pocas cosas positivas.

De entrada, las reformas económicas en Rusia son más que cuestionables. El primer proceso de privatización (1992-1995) estuvo condicionado por dos factores: primero, el concepto patrimonial de la Rusia zarista y de la URSS se reproducía a escala local; las empresas poseían hospitales, escuelas, casas para los trabajadores, ciudades enteras. Las relaciones económicas eran más propias de un esquema de corte feudal que de uno capitalista. Segundo, el comunismo cayó pero los puestos directivos siguieron en manos de los gerentes rojos que continuaron disfrutando del poder y de los privilegios. Bajo estas circunstancias, la privatización tuvo una evolución perversa. Más de dos tercios de las compañías privatizadas pasaron a manos de los directivos y de los trabajadores (144 millones de acciones) pero la pasividad de los obreros dejó en poder de los directivos las compañías que, al final, se hicieron con las acciones de los trabajadores. Sólo un quinto de los activos empresariales privatizados cayeron bajo control externo a las empresas. Esto creó la denominada nomenclatura de la privatización. Después de setenta años de comunismo, los gestores se comportan más como burócratas que como empresarios y han sustituido las subvenciones directas del estado para cubrir sus déficit por préstamos a tipos de interés inferiores a los del mercado, suministrados por un complejo financiero-industrial muy parecido al existente en la antigua URSS. Como además el gobierno no ha permitido que las empresas inviables cierren, eso ha reforzado la convicción de los gestores rojos de que su poder políticos es irresistible, lo que ha fortalecido sus convicciones contrarreformistas. En la segunda fase privatizadora (1995-1996) se subastaron las 29 empresas más rentables del país y fueron adquiridas por gentes vinculadas al gobierno y por grupos relacionados con el crimen organizado.El sistema económico ruso se convirtió en una variedad de las peores versiones del capitalismo corporativo asiático-europeo, con su peculiar institución los GFI (Grupos Financieros-Industriales) íntimamente conexionados con la política y las élites funcionariales. Algo parecido a los chaebols coreanos y los keiretsus japoneses. Estas "incestuosas" relaciones han disparado la corrupción. Las FIG obtienen las licencias de exportación, obtienen créditos por debajo del precio de mercado, etcétera.

Junto a los FIG, uno de las cargas más pesadas heredadas de la URSS y no desmanteladas es la existencia de un gigantesco mecanismo de subvenciones a la vivienda y al uso de los servicios. Una familia rusa media no paga más del 3 % del coste real de los servicios de los que disfruta. Incluso en Moscú, la ciudad más grande del país, los ciudadanos sólo cubren el 17,6 % del coste de la electricidad, el gas y el teléfono. Las subvenciones a la vivienda son hoy mayores que el presupuesto de defensa. Además, la Duma ha impedido la privatización de la tierra. En esta domina la propiedad comunal, una de las principales trincheras del viejo régimen. La nomenclatura rural controla la Rusia campesina.

La imposibilidad de recaudar impuestos ha sido una de las piezas más importantes del desplome ruso. El punto central es la evasión fiscal. El solapamiento de impuestos federales y locales, arbitrariamente interpretados por autoridades corrompidas se ha traducido muy a menudo en una carga fiscal para las empresas del 100 por 100 sobre sus beneficios. El resultado es un aumento de la economía sumergida y de la salida de capitales. Las pérdidas de ingresos fiscales son especialmente graves en el caso de algunos grandes grupos empresariales, que despliegan su enorme poder político para evadir impuestos.

Otra lección clave de la experiencia de Rusia es la imposibilidad de introducir un sistema de libertad económica sin crear un marco institucional adecuado. De entrada, la descomposición del régimen soviético no se ha visto compensada por la creación de un estado que detente el monopolio de la fuerza, haga respetar los derechos de propiedad y el cumplimiento de la ley. El viejo aparato estatal soviético ha sido sustituido por una estructura integrada en la cúpula por la vieja y la nueva nomenclaturas económicas y en la base por un conjunto de relaciones de servidumbre y vasallaje de corte neofeudal y mafioso. Este es resultado de un contrato tácito entre los detentadores del poder real y la población ante la anarquía existente en el país.

Las graves deficiencias del marco institucional ruso han frenado y frenan la creación de empresas, la inversión extranjera y la necesaria reestructuración empresarial. Una economía capitalista no puede funcionar con las reglas del juego de una planificada ni tampoco en un entorno de anarquía. Desde Adam Smith hasta Douglas North, las instituciones son una variable fundamental para estimular o penalizar el crecimiento de las economías. En un reciente trabajo5 se realiza un interesante análisis del funcionamiento del sistema legal ruso y de sus perniciosos efectos sobre la actividad económica. Su conclusión es clara: sin una reforma drástica de su marco institucional, cualquier intento de sacar a Rusia de su actual estado está condenado al fracaso.

La calidad del sistema legal ruso es pésima. La legislación es incompleta cuando no inexistente en áreas vitales para la actividad empresarial como el suelo. La inmensa mayoría de los jueces no saben cómo aplicar ni interpretar las leyes sobre el mercado de valores y cuando lo hacen dictaminan bajo la influencia de la corrupción o del partidismo. Para complicar la escena, la mayor parte de las sentencias de carácter mercantil no son ejecutadas porque no hay instituciones para ello. Ante este panorama, los contratos entre compañías rusas y occidentales suelen remitirse a los tribunales londinenses para resolver los potenciales desacuerdos que puedan surgir en el transcurso de sus relaciones comerciales.

Por otra parte, el carácter anticapitalista de una porción sustancial de la legislación existente en Rusia hace que los individuos se sitúen fuera de la ley. Un modelo fiscal confiscatorio y con penas draconianas para los infractores, una burocracia, una policía y unos jueces poderosos y corruptos hacen que los ciudadanos y las empresas carezcan de incentivos para utilizar el sistema legal como instrumento para proteger sus derechos, respaldar sus legítimos intereses o enmarcar dentro de la ley sus actividades mercantiles.

La ineficiencia del ordenamiento jurídico estatal ha provocado el desarrollo de mecanismos privados para hacer cumplir los contratos. Estos son de muy diversa naturaleza. Unos apelan a la costumbre y al arbitraje; otros forman parte de la oferta de servicios proporcionados por las agencias privadas y legales de protección y muchos de ellos, son resueltos por el crimen organizado. A través de un proceso de orden espontáneo de corte hayekiano está surgiendo un ordenamiento legal privado, pero que plantea problemas graves como los señalados por Robert Nozick6, cuando analizaba el funcionamiento de las agencias de protección en una sociedad sin estado.

Como en los casos analizados por Nozick, el problema de los sistemas de justicia privada en un mundo sin estado es que a menudo no funcionan con eficiencia y no son capaces de garantizar los derechos de todos los ciudadanos. En Rusia, la ausencia real de un poder judicial respaldado por un estado monopolista de la fuerza ha hecho que las agencias de protección privadas más poderosas (la mafia) logren imponer los intereses de sus clientes, con independencia de si tienen o no razón. El resultado es un clima de inseguridad jurídica total en el cual es el derecho de la fuerza y no la fuerza del derecho quien se impone. Este modelo beneficia a los poderosos que tienen los recursos necesarios para pagar los servicios de las agencias mafiosas y deja en una total indefensión a la inmensa mayoría de los ciudadanos. En este marco, la posibilidad de crear riqueza, emprender proyectos empresariales a largo plazo, etcétera, es impensable.

A pesar de todo, esa anarquía institucional puede ser encauzada en un sentido positivo. Resulta más difícil convertir al sector público en un instrumento eficaz para hacer cumplir la ley, que hacer de él una instancia cuya única finalidad sea respaldar le ejecución de las resoluciones de la justicia privada. Desde luego, para que este sistema funcione, es imprescindible combatir la mafia, la corrupción policial, la venalidad de los jueces..., pero dada la descomposición del sistema legal ruso, su privatización por la vía de los hechos puede ser una solución más eficiente y más segura para la vida, la hacienda y las libertades de los individuos que empeñarse en reformar algo que quizá ya sea irreformable.


2. Mitos y leyendas de los controles de capital

La crisis financiera internacional ha resucitado el fantasma de los controles de capital. Esta vieja idea es hoy avalada por economistas influyentes como Krugman, no le hacen ascos prestigiosos medios de comunicación como el Financial Times e incluso el FMI no es contrario a este tipo de prácticas en algunos países y durante cierto tiempo7. Las razones esgrimidas en favor de las restricciones de los flujos de capital a corto plazo son de sobra conocidas: sin ellas, la estabilidad de los países depende del sentimiento, no siempre racional de los mercados, lo que tiene consecuencias sociales, económicas y políticas demoledoras. Para evitarlo hay que restringir las entradas y/o las salidas de capital a corto, sin hacer lo mismo con los flujos a largo, los verdaderamente productivos. Esta postura es una de las grandes falacias económicas contemporáneas

El argumento clásico en favor de los controles de capital es que la libre circulación de capitales ha aumentado la volatilidad cambiaria. Sin embargo, los datos empíricos muestran que no se han producido diferencias substanciales en este campo durante los años 70, 80 y 90. Curiosamente la volubilidad se ha reducido en esta década, que es la que ha contemplado los mayores avances en la libertad financiera.

MEDIDAS DE VARIACION DE LOS TIPOS DE CAMBIO
Desviacion estándar Mundial Cambios Medios Mensuales
DM/DÓLAR YEN/DÓLAR LIBRA/DÓLAR DM/DÓLAR YEN/DÓLAR LIBRA/DÓLAR
Años 70 3.5 3.2 2.8 2.5 2.0 2.1
Años 80 3.6 3.5 3.6 2.9 2.8 2.8
Años 90 3.3 2.9 3.5 2.4 2.3 2.5

Tampoco las barreras a las entradas de capital a corto garantizan la estabilidad de otras variables macroeconómicas. Curiosamente, Chile, paradigma de los partidarios de esta medida es una muestra palpable de su fracaso. Desde el comienzo de la crisis asiática, los tipos de interés chilenos han registrado una volatilidad cinco veces superior a los de Argentina, país con una libertad financiera total desde hace siete años. Al mismo tiempo, el peso se ha visto sometido a intensas presiones depreciatorias, obligando al banco central a elevar los tipos de interés -en determinados momentos hasta el 100 por 100- y a gastar un 15 por 100 de sus reservas para sostener su valor. Durante este mismo período, Argentina ha logrado mantener sin problemas la tasa de cambio de su moneda con los tipos de interés más bajos de Latinoamérica y con un importante incremento de sus reservas.8

Entre las iniciativas dirigidas a frenar las entradas de capital a corto, la más conocida es el llamado impuesto Tobin, en honor al Premio Nobel de ese apellido. La propuesta consiste en gravar los flujos a corto con una tasa del 1%. De esta forma se reduciría su rentabilidad y con ella los movimientos especulativos, guiados sólo por los diferenciales de tipos de interés, pero no se desalentaría a aquellos con vocación de permanencia, con horizontes de rentabilidad más dilatados. A la vez, la autoridad monetaria recuperaría autonomía para perseguir objetivos de política económica interna al desvincularse el tipo de interés nacional del extranjero. Tras el hundimiento del SME en 1993, Eichengreen, Rose y Wyplosz plantearon otra modalidad de control cuya síntesis es la siguiente: imponer a los bancos que realizan transacciones financieras a corto plazo, la obligación de depositar en el banco central y en una cuenta no remunerada una cantidad equivalente a su exposición al riesgo cambiario.

La aplicación de estas propuestas es de una complejidad extraordinaria y tendría efectos contraproducentes. La sofisticación de los mercados financieros modernos hace muy fácil encontrar medios para sortear esas regulaciones. Un especulador que espera que el dólar se deprecie puede vender dólares spot o forward. En este caso pagaría el impuesto Tobin. Sin embargo también puede realizar una transacción swap, a través de la cual cambia los ingresos futuros de un activo denominado en dólares por los ingresos futuros de un activo denominado en marcos. Si hace esto, no lo paga. Además la eficacia de una medida de esta índole requería su aplicación universal, lo que parece poco realista. Siempre existirían poderosos incentivos para que países free-riders burlasen esas trabas para convertirse en centro de atracción de esas inversiones.

La mala reputación de los flujos de capital a corto oculta los importantes servicios que prestan a la economía: una ayuda temporal para financiar el comercio exterior o para cubrir un agujero temporal en la balanza de pagos. A su vez muchas modalidades de inversión a corto en cartera proporcionan recursos a las empresas que éstas no pueden encontrar en su mercado interno y/o lo encuentran a un precio demasiado elevado. En todos estos casos, las restricciones a los entradas de capital a corto producen efectos nocivos. En suma, es muy difícil distinguir qué movimientos a corto son puramente especulativos y cuáles no lo son. En caso de error, y es lo más probable, los costes en términos de eficiencia serán muy altos.

Por lo que respecta a la prohibición de sacar capitales de un país determinado, el análisis es aún más claro. En el plano ético es una restricción injustificable de la libertad individual y un caso de apropiación indebida por parte del aparato coercitivo del estado. En el económico es un ejemplo de manual de inconsistencia temporal. Un gobierno decide liberalizar su cuenta de capital para atraer inversiones exteriores y luego cambia por sorpresa las reglas del juego para impedirlas salir del país. A partir de ese instante, la credibilidad del gabinete prohibicionista se esfuma y se produce una reducción de todos los flujos de inversión extranjera hacia los territorios en donde se llevan a cabo esas prácticas. Inexorablemente, la economía crece menos y el nivel de vida cae. Durante un período breve de tiempo, los controles permiten ocultar la verdadera causa de la crisis (malas políticas económicas, importantes desequilibrios macro...) y así se postergan las reformas sin las cuales el camino de la prosperidad es intransitable. Para más inri ni siquiera consiguen su principal objetivo: impedir las fugas de divisas. Los beneficios de evadir los controles (explotando la diferencia de rentabilidad entre los activos) son tantos, que muchas gentes dedican su ingenio y grandes recursos para conseguirlo. Las experiencias de Latinoamérica en los setenta y ochenta muestran la imposibilidad de hacer efectivos los controles, convertidos en un pozo de ineficiencia y corrupción.

Sin duda, los mercados financieros sobrerreaccionan, porque procesan la información muy rápido con costes de transacción muy bajos, pero no en una sola dirección. Los malayos no consideraban irracionales ni especulativos los flujos de capital que acudían a su país antes de la crisis. Quien desee atraer y mantener una corriente permanente de inversiones extranjeras, deberá crear y sostener unas condiciones de estabilidad macro y microeconómica sin las cuales eso es imposible. El deterioro de ese marco se traduce en más salidas y menos entradas de capital. Si un país quiere importar ahorro exterior, tendrá que generar un entorno atractivo para los inversores y eso es incompatible con la introducción de controles. En todo caso, la obligación de las instituciones que tienen a su cargo la gestión de carteras (hedge funds, fondos de inversión, de pensiones...) es lograr la mejor combinación rentabilidad-riesgo para sus clientes

Por último, los movimientos a corto constituyen un mecanismo de disciplina económica. Las fugas de capital no son caprichosas. Cuando se analizan ex-post se ve con suma claridad que suelen reflejar problemas de fondo de la economía que necesitan ser corregidos (falta de solvencia bancaria, políticas económicas incompatibles con el mantenimiento de los tipos de cambio fijos...). Es decir, los flujos de capital son el termómetro de las fortalezas o de las debilidades existentes en una economía y eso les hace muy incómodos para los políticos.

3 El detonante de las crisis

La crisis iniciada en el sudeste asiático tiene su raíz en causas estructurales. Su colapso era la crónica de un desplome anunciado. Sin embargo, la pregunta es por qué ahora. La hipótesis de la fragilidad preexistente9 ofrece una vía muy sugestiva para entender las razones de una crisis y el riesgo de su extensión. Lo que alimenta y extiende una crisis es la existencia de una fragilidad previa en la economía de un país. Esa fragilidad no tiene por qué ser grave, como lo sería el tener unos malos fundamentos, pero cuando el acontecimiento crítico se produce, ese punto débil se magnifica y explica ex-post la dimensión y profundidad de la crisis. De un episodio crítico a otro se puede elaborar una lista de las fragilidades. La crisis mejicana de 1995 mostró los peligros de endeudarse en moneda extranjera y la asiática revela los riesgos de tener sistemas financieros poco sólidos. Lo que hizo explosivas esas fragilidades fue la aparición de una noticia nueva que racionaliza plenamente el cambio de sentimiento del mercado. Sin el asesinato de Colosio, el candidato del PRI a la presidencia, probablemente los inversores en tesobonos no hubiesen procedido a deshacer su posición en esos activos con tanta rapidez e intensidad. Sin el desplome de la divisa tailandesa y su contagio al resto de Asia, la profunda insolvencia de la banca japonesa no hubiese llegado a donde lo ha hecho. La coyuntura brasileña, con un abultado déficit corriente y un notable desequilibrio presupuestario ofrece también considerables flancos de vulnerabilidad. Pero éstos no tienen por qué convertirse en detonantes de una crisis si el nuevo gobierno es capaz de poner en marcha un plan de ajuste fiscal y procede a una inevitable, pero ordenada, devaluación.

Dentro de este marco, el contagio se produce cuando una crisis en un país concreto refleja la existencia de una nueva fuente de debilidad. Esto constituye una señal para los mercados y convierte a los países con fragilidades similares en candidatos a sufrir los mismos problemas. Sin esa fragilidad previa, una crisis financiera ni puede alimentarse a sí misma ni mucho menos contagiarse a terceros países. Esta es una hipótesis fundamental cuando se descalifica como irracional el comportamiento de los mercados financieros. Probablemente estos sobrerreaccionan pero lo suelen hacer en la dirección correcta. En el sudeste asiático, la perturbación iniciada en Tailandia se extendió de inmediato a Indonesia, Malasia y Filipinas, economías con las mismas debilidades de la tailandesa: déficit por cuenta corriente crecientes, excesivo endeudamiento a corto en divisa extranjera, un sector bancario debilitado por préstamos inmobiliarios especulativos y un alto grado de corrupción. Los virus incubados en la economía de Tailandia también lo estaban en los otros estados asiáticos y el desplome tailandés sólo los puso de manifiesto.


4. Cómo se combaten las crisis: algunas consideraciones

Las crisis financieras se producirán siempre; al menos mientras no se imponga a los bancos un coeficiente del 100 % diría un economista de la Escuela Austríaca, ya que la expansión del crédito no respaldada por ahorro es la génesis última de los auges y depresiones. Sin llegar a la solución austríaca es posible reducir la crudeza de los seísmos financieros, sus posibilidades de contagio y su impacto sobre la actividad productiva. De entrada, unas políticas económicas dirigidas a mantener la estabilidad monetaria y financiera y unas estrategias microeconómicas destinadas a mejorar el funcionamiento de los mercados y fortalecer las instituciones que los integran (sistema financiero, judicial, garantía de los derechos de propiedad...) son indudablemente iniciativas básicas para prevenir los episodios críticos y evitar su profundización si llegan a producirse. Este marco disminuye las fragilidades que alimentan y contagian las perturbaciones.

La experiencia reciente ha vuelto a poner de manifiesto la enorme vulnerabilidad de un sistema de tipos de cambio fijos, y su papel propagador de las crisis, en un entorno con libre circulación de capitales. En Asia, los movimientos en los tipos de cambio dólar-yen han resultado fatales para los países del área, con su moneda ligada a la divisa norteamericana y su comercio exterior a Japón. En este contexto, el mejor arreglo cambiario es bien un sistema de cambios flotantes en aquellas economías con credibilidad suficiente para mantener una política monetaria autónoma; bien un esquema de currency board, en el cual no hay banco central y la cantidad de dinero en circulación está respaldada por reservas en una moneda fuerte o en oro en una cuantía similar o superior a aquella; o bien una unión monetaria similar a la que se está poniendo en marcha en Europa. Estos regímenes monetarios no son del todo inmunes a las turbulencias cambiarias que se producen en otras partes del mundo pero tienen un buen historial de supervivencia y estabilidad en estos casos.

Los problemas estructurales existentes en la mayoría de las economías asiáticas no se van a corregir con inyecciones de liquidez, sino con reformas. En casos como el de Japón, la expansión monetaria puede provocar efectos contrarios a los buscados. La decisión del banco emisor de recortar los tipos de interés para estimular la demanda es ineficaz en una economía encerrada en una trampa de liquidez keynesiana. Al mismo tiempo, la esperanza de que los bancos japoneses obtengan importantes beneficios de explotar el diferencial entre los tipos de interés a largo y a corto para restaurar sus ratios de capital y reducir su morosidad es efímera. Esta estrategia depreciará más el yen frente al dólar, lo que acentuará las presiones devaluatorias sobre las demás divisas asiáticas y agravará los problemas de solvencia de su sistema financiero al estar muchos bancos, entidades financieras y empresas endeudados en dólares.

Por lo que respecta a las economías desarrolladas, un recorte concertado de los tipos de interés del G-7 sólo serviría para alimentar un boom inflacionario en el valor de determinados activos, por ejemplo los bursátiles, que muchos consideraban sobrevalorados y que ya han experimentado una sustancial corrección. Para algunos economistas, el espectacular crecimiento de la bolsa norteamericana durante los últimos años tiene que ver con las mejoras de productividad registradas por ésta pero también con una intensa expansión del crédito realizada por la FED desde 199210. En este contexto, las correcciones a la baja de los mercados bursátiles responderían al inevitable ajuste producido por un aumento del crédito no respaldado por ahorro voluntario, lo que llevó a una mala asignación de recursos que se ha corregido en parte. En este marco, una estrategia concertada de recorte de tipos sólo echaría más leña al fuego y se traduciría probablemente en una recesión como sucedió en 1987, cuando la FED inició una agresiva expansión monetaria para conjurar el crash bursátil, lo que condujo a la recesión de 1990. Una solución de esa naturaleza sólo serviría para aplazar un ajuste que antes o después se producirá.

En el campo de la actividad financiera, algunas intervenciones pueden tener cabida dentro de una lógica de mercado. Por ejemplo, obligar a las instituciones a tener mayor transparencia (información regular acerca de la calidad de sus activos, de su exposición al riesgo en caso de transacciones en derivados); endurecer la responsabilidad civil -puede ser ilimitada como en Nueva Zelanda- y penal de los directivos; asegurarse de que se cumplen los requerimientos mínimos de capital... Estos tipos de medidas pueden reducir los riesgos de quiebra bancaria. Sin embargo, otras medidas, ahora de moda, como la limitación de las operaciones que pueden realizar los bancos en moneda extranjera son muy discutibles y no son una vía eficiente para reducir la concentración de riesgos. De hecho hay peligro de que esos límites se contemplen como el nivel de exposición considerado apropiado por las autoridades, lo que puede ser imprudente en muchos casos. Por otra parte, el regulador tiene graves problemas para decidir cuál es el nivel de exposición adecuado al riesgo cambiario. Si el nivel de exposición es muy bajo, los bancos no podrán satisfacer las necesidades de sus clientes. Si es demasiado alto, es poco probable que sirva para limitar las potenciales pérdidas del banco.

En el plano doméstico, la justificación de la existencia de un prestamista de última instancia para conjurar situaciones de riesgo sistémico dentro de una economía, es decir, que la quiebra de un banco insolvente afecte a otros que no lo son es poco consistente. La posibilidad de contagio depende de la información disponible acerca de la solvencia y liquidez de los bancos. En un sistema de banca libre11, instituciones como los fondos de garantía de los depósitos carecerían de sentido y ello no redundaría en una inestabilidad crónica del sistema financiero. Los bancos pueden cooperar para mantener la liquidez del mercado monetario y el exceso de creación de dinero puede verse limitado por la necesidad de los bancos comerciales de mantener las adecuadas reservas y unos razonables ratios de capital. De hecho así lo hicieron en Escocia hasta la entrada en vigor del Bank Charter Act de 1844. Durante el período en que fue libre, más de un siglo, el sistema bancario escocés contempló numerosos casos de quiebras bancarias pero ni uno solo de contagio. Esta posibilidad ha sido descalificada como utópica por los defensores del monopolio del banco central pero ello no puede ocultar su enorme eficacia. Por ello, el laissez faire en materia bancaria es una corriente de opinión que tiene cada vez más seguidores en el campo de la teoría monetaria y bancaria. Muestra cómo el sector privado sin la intervención del estado puede conjurar las situaciones de riesgo sistémico.

En esa misma línea, la idea de fortalecer el papel del FMI y del Banco Mundial para que puedan desempeñar el papel de prestamistas mundiales de última instancia carece de fundamento y originaría problemas muy graves. Para empezar, la actuación del FMI en Asia y Rusia ha sido una muestra de incompetencia absoluta. El dinero suministrado ha ido en un caso a manos de los inversores que habían perdido su dinero y en el otro a aumentar la riqueza de la nomenclatura rusa. Además, algunas medidas impuestas por el Fondo, como la obligación de elevar los tipos de interés para sostener las paridades cambiarias en Asia, sólo han servido para hacer más profunda la crisis. Por otra parte, la existencia de un prestamista de última instancia no puede escapar a los problemas de riesgo moral. Si los inversores, los gobiernos y las empresas saben que no se les dejará quebrar, los incentivos para desplegar acciones irresponsables, incurrir en riesgos desproporcionados..., se dispararán; cuantos más riesgos corran, mayor es la posibilidad de que se produzca una situación de riesgo sistémico y, por tanto, mayores son las posibilidades de que intervenga el policía financiero mundial. Por otra parte, el volumen diario de flujos de capital es cinco veces superior a las reservas existentes en todos los países desarrollados. En consecuencia, dotar al FMI de una cuantía de recursos lo suficientemente elevados para contrarrestar el sentimiento del mercado es una tarea imposible. El FMI fue creado para gestionar un sistema financiero internacional regido por un sistema de tipos de cambio fijos y sin libertad de movimientos de capital. Si lo que se desea es volver a ese pasado, como sugieren algunos gobiernos, de lo que se está hablando es de reinstalar controles de capital, misión compleja y como ya se ha apuntado muy costosa para el bienestar de los países emergentes, que necesitan del ahorro exterior para desarrollarse. Guste o no, con todas sus ventajas e inconvenientes, la libre circulación de capitales proporciona un mecanismo de disciplina mucho más efectivo que cualquier entidad internacional. Eliminar la amenaza de quiebra es suprimir el mecanismo disciplinante más eficaz de una economía de mercado.

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comentarios
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¿estamos locos o qué?
pepito

Que se os va la pinza.?