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La Ilustración Liberal

Las mentiras del 98

El año 98 ha sido uno de los más conmemorativos y memoriosos que se recuerdan. Cada uno de los hechos recordados ha ido acompañado de su poco de polémica. Felipe II, muerto hace cuatro siglos, ha vuelto a suscitar las eternas acusaciones de intransigencia y dogmatismo. Lorca, nacido hace cien años, mereció, entre otros muchos recordatorios, una exposición ante la que un cierto progresismo intelectual fingió rasgarse las vestiduras. Homosexual y al parecer de izquierdas, Lorca sigue siendo terreno acotado. Pero el aniversario que más tinta ha hecho correr ha sido el de los hechos ocurridos en torno a la guerra y la pérdida de Cuba y Filipinas.

Tal vez la polémica en este caso haya sido más fecunda que en los otros dos, porque ha permitido empezar a revisar el significado de lo que desde hace mucho tiempo viene llamándose el 98: el hecho en sí, sus orígenes y sus consecuencias, y el proceso mismo por el que llegó a convertirse en un auténtico mito explicativo de la España contemporánea. Muchas de las ideas que se han debatido no han pasado al gran público y se han quedado en el reducto restringido de los especialistas y los aficionados a la historia. Pero eso es lo común, y una vez dado el primer paso, el resto acabará por venir. Como apuntó Hayek en "Historia y política", la influencia de los historiadores en la opinión pública es fundamental, superior casi siempre a la de los tratadistas políticos o sociales. De hecho, con el cambio de visión del 98 y de los acontecimientos relacionados con aquella fecha, cambiará también la forma en que los españoles se ven a sí mismos en el presente y el modo en que se enfrentan a su futuro y a su posición en el mundo.

La idea dominante que nos ha quedado del 98 es que entonces se alcanzó el punto más bajo de la depresión económica, política y cultural de lo que se creía que era la nación española. La humillación fue tan honda, tan bajo cayeron los españoles aquel año, que quedó demostrado que lo que creíamos una constitución política y una nación antigua de varios siglos, se derrumbó como un castillo de naipes. Todo una historia apareció de pronto como una falsificación, una mentira, una especie de perversión. La pérdida de los últimos territorios de ultramar invalidaba incluso la aventura española en el mundo. Cobró nueva fuerza la idea, muy antigua, de que España se había dejado arrastrar a una empresa que no era la suya tras extinguirse la dinastía auténticamente nacional y llegar al trono, con Carlos V, otra extranjera con intereses propios.

Así parecía entrar en crisis el régimen mismo que había conducido a aquella catástrofe. La Restauración, con su patrioterismo y su fanfarronería de cartón piedra, parodia de una grandeza apolillada y caduca, se empeñaba en continuar la política que llevó a España a la decadencia. Con Cavite y Santiago de Cuba se echaba el telón a una función patética empezada cuatrocientos años antes. En este diagnóstico del 98 se superponían una constatación y una hipótesis explicativa. La primera, comprobable, era la de la derrota militar, ocurrida justo cuando los demás países europeos emprendían nuevas aventuras imperialistas. La explicación consistía en afirmar que aquel desastre era síntoma de otro, mucho más hondo. La Restauración no había consistido sólo en la reposición en el trono de España de la dinastía expulsada en 1868. También era, según esta interpretación, el intento de negar todos los avances políticos logrados en el siglo xix y devolver a España a la situación previa a lo que entonces se llamaba la revolución liberal. Lo que habían instaurado Cánovas y Sagasta no era una forma de régimen liberal basado en el diálogo, la transacción y la alternancia, sino el triunfo de los principios contrarrevolucionarios: cuasi absolutismo, religión única, poder militarizado… Ya fuera por hipocresía de sus protagonistas, que disimulaban su torvo designio bajo la apariencia liberal, o por su ambición y su egoísmo, que traicionaban el liberalismo en lo que tiene de más noble, el caso es que aquel año sellaba un punto final definitivo. Había que empezar otra historia, tomando buena cuenta de lo que había quedado convertido en cenizas: una idea de la nación española y una idea, templada y dialogante, del liberalismo.

La realidad es muy distinta, y en este punto coinciden casi todos los que en estos últimos meses han venido ocupándose del aniversario del 98. Hubo un auténtico desastre militar culminado con los muertos de Cavite y Santiago, y la pérdida de unos barcos inútiles, como se sabía de sobra, para la misión encomendada. Efectivamente, España se vio reducida a sus fronteras escuetas, sin territorios ultramarinos. Pero no hubo más. Ni hubo desastre económico, ni hubo desastre político. Los mecanismos institucionales de la Restauración, que se enfrentó en muy poco tiempo al asesinato de Cánovas y a dos grandes derrotas, con pérdidas territoriales de enorme importancia, funcionaron bien. Demostraron la estabilidad del régimen y su capacidad para resolver conflictos serios. En cuanto a la economía, España siguió creciendo a pesar de algún bache al principio de la guerra. La repatriación de capitales, la búsqueda de nuevos mercados y el fin de la sangría en recursos y hombres propició una etapa muy brillante con la que superó pronto la sensación de fracaso derivada de la derrota. En contra de lo que siempre se ha dicho, las inversiones demuestran la confianza de los españoles en su país. Nunca hasta entonces había habido tanto dinero en España. La peseta, por su parte, se recuperó pronto, gracias también a la política de rigor presupuestario de Fernández Villaverde.

Se han buscado con lupa los indicios de cualquier síntoma de malestar social. Los hubo, pero bastante aislados y con causas muy localizadas, como son las subidas del precio del pan. Lo que se recuerda del 98 no es un motín ni una algarada, sino a los madrileños paseando tranquilamente por la calle de Alcalá, de vuelta de los toros, la tarde ominosa del hundimiento de la escuadra en Cuba. El auténtico Desastre -con mayúscula y enfáticamente subrayado en esa "a" honda y abismal con la que se quiere reproducir algo así como la boca del infierno, el bostezo de un tedio telúrico y eterno- es que no hubo ningún desastre. Ocurre con el Desastre lo mismo que con las condiciones de vida de los trabajadores ingleses del siglo xix. Y es que siendo mejores de lo que nunca lo fueron las de la generación de campesinos inmediatamente anterior, ha sobrevivido indestructible la mentira de la miseria del nuevo proletariado urbano, sobre todo en contraste con la vida feliz, comunitaria y bucólica de quienes se dedicaban a las tareas campestres. Leyendo la literatura escrita a partir del 98, cualquiera diría que nuestros compatriotas sufrieron un auténtico cataclismo, siendo así que ni la derrota ni la pérdida de los territorios de Ultramar provocaron nada parecido, ni por lo más remoto.

Buena parte de la más tremenda literatura regeneracionista se hizo pronto un hueco en el discurso político oficial de la época, en particular en el Partido Conservador. La España sin pulso de Silvela y la revolución desde arriba de Antonio Maura son slogans vistosos, de raíz regeneracionista, que encabezan programas políticos razonables y respetuosos con el orden parlamentario. Si algo pretenden es democratizar la monarquía liberal, pero desde dentro y sin rupturas, y acentuando un intervencionismo ya tradicional. Los conservadores, pioneros en la legislación social avanzada, confiaban en el Estado para evitar los extremos más devastadores y disolventes, según ellos, del liberalismo. El Partido Liberal, en cambio, prestaba bastante menos confianza el Estado y temía su poder, recuerdo del Antiguo Régimen. Al incorporar propuestas regeneracionistas, empieza a olvidar su tradición individualista y antiestatal. En el fondo, la actitud de los dos partidos en este principio de siglo se deduce de una crisis de alcance occidental, que es la del liberalismo, vigente a lo largo de todo el siglo que entonces se terminaba.

Como las dos grandes organizaciones políticas, la sociedad española reacciona con voluntad de cambio ante el 98, y pronto deja atrás los aspavientos y las indignaciones. Hay dos excepciones. La primera es la de un sector importante del Ejército que vive -no sin razón- aquella derrota prevista como una humillación en la que los militares pagaron la incompetencia ajena. El recuerdo del 98 no dejará de sangrar por las muchas provocaciones recibidas, hasta que un nuevo desastre, el de Annual, vuelva a poner sobre el tapete la cuestión de unas responsabilidades que los militares, esta vez, no estarán dispuestos a pagar solos. La segunda excepción es la de quienes se van a tomar en serio la retórica regeneracionista para intentar levantar sobre el solar devastado de la nación enferma una alternativa política al sistema. Pero como el cataclismo anunciado no llegó nunca, ni hubo golpes de Estado ni movilizaciones populares, ni se derrumbaron las Cortes ni se desplomó el Palacio de Oriente, el 98 empezó pronto a tener ese carácter curioso, y algo perverso, de desastre que no fue.

Costa, gigantesco profeta de un apocalipsis que nunca llegaba a desencadenarse, evoca en 1903 los muertos de Cavite. Reaparecidos en una pesadilla, estos fantasmas le recuerdan que él, como todos sus compatriotas, contribuyó a su horrible muerte y a su atroz destino póstumo, insepultos en un mar que dejó de ser español, envueltos en un sudario a medio pudrir que una vez fue la bandera nacional. Vienen luego los que se ha llamado teen-agers del Desastre, discípulos y seguidores de Costa, herederos de su palabra candente y excesiva. Ortega habló de la generación del dolor, ni más ni menos, y en 1909, de los cadáveres de unos campos, del espectro del Estado y de los fantasmas de hombres… Azaña, dos años después, y a pocos meses de la muerte de Costa, se inventará una juventud criada en la impostura, que acabó por descubrir que todo lo aprendido era falso y que había desperdiciado sin remedio los mejores años de la vida.

Ortega había nacido en 1883, Azaña en 1880, los dos en familias liberales y solventes, es decir que no participaron en la defensa de los territorios españoles de ultramar. Por lo que se sabe, ninguno de los dos vivió de forma particularmente dramática el año luctuoso. Pero luego Ortega y Azaña se situaron en ese nuevo liberalismo que se estaba fraguando en torno a algunos líderes liberales y republicanos. Ahí se forman y descomponen conglomerados y grupos políticos (Conjunción Republicano-Socialista, Partido Reformista) indecisos entre el cambio gradual y la ruptura con el régimen. Incapaces de construir una alternativa radical que reforme a fondo el sistema con el apoyo del electorado, pero muy capaces, en cambio, de movilizar a la opinión pública sin más objetivo que el desgaste (contra Maura en 1909 y contra Canalejas en 1911), el 98 acabará convertido en la clave explicativa de este fracaso, que es un fracaso personal.

Quienes se dejaron seducir por el socialismo vieron castigada su soberbia por la imposición del obrerismo de Pablo Iglesias que, por mucho que Ortega lo elevara al altar de la santidad, no prestó nunca la menor lealtad al parlamentarismo, ni al liberalismo ni a la democracia: cosas de burgueses, ya se sabe. Cuando todos estos radicales llegaron al poder en 1931, con la Segunda República, su nuevo líder, Manuel Azaña, dirá que el nuevo régimen venía a dar solución al problema de una generación: un problema español que venía arrastrándose desde 1898.

Lo mismo había hecho Primo de Rivera que en 1923 recurrió a la vergüenza del 98 para justificar su golpe de Estado. Veinticinco años después de demostrado el fracaso del sistema, ya era hora de sacar las consecuencias de aquellos hechos. Él iba a ser el hombre que entonces, a finales de siglo, faltó en España. Azaña también entró al trapo historicista, inventando en El jardín de los frailes una fábula acerca de la historia del liberalismo español. Ya la conocemos: la Restauración no significaba el triunfo del liberalismo bajo una forma templada y dialogante, sino su rendición ante la caverna recalcitrante. Para Azaña, el golpe de Estado de Primo de Rivera no negaba la Restauración; la culminaba, desvelaba su verdadero rostro. Como para el general, el 98 significaba un problema cerrado en falso que entonces, en el año 23, había estallado como se abre y supura un abceso purulento.

Terminada la guerra civil, Franco recurrirá a la misma guardarropía en Raza, la película que justifica la ruptura de la legalidad democrática como más de un progresista había justificado la ruptura con el régimen liberal. Raza empieza con el hundimiento de la escuadra española en Santiago y termina con el desfile de la Victoria en Madrid, el 1 de abril de 1939. Así se limpia una afrenta, que Franco (bajo el pseudónimo de Jaime de Andrade) no hace explícita del todo. Y es que el padre de Franco, a diferencia de lo que le ocurre al Churruca de la película, estaba muy lejos de la abnegación y del sacrificio que le exigía el hijo. Más bien participa, incluso en su vida sentimental, del orden, es decir del desorden liberal que su hijo contribuirá a enderezar con tanta eficacia.

Azaña había fabulado un engendro parecido, aunque de signo ideológico inverso, claro está. Papá Azaña, con una vida sentimental también ajetreada, era la viva representación de la traición al auténtico ideario liberal, aquel que comprometía en un solo movimiento fúlgido y limpio la vida, el arte y la política. Azaña hijo iba a levantar otra vez, y de nuevo encendida y brillante, la antorcha que la generación de papi -la generación de la Restauración- había dejado expirar con su flojedad y su transigencia. Costa, pionero de este caudillismo edípico con su conservadurismo desaforado, inaugura el motivo. En una carta conservada en borrador a su maestro y mentor espiritual Francisco Giner de los Ríos -otro miembro eximio del santoral progresista español-, le reprochará su traición al ideal popular del auténtico liberalismo, el de calzón corto (eco tardío de los… ¡sans-culottes!) por oposición a las levitas y las chisteras de los falsos liberales de la Restauración.

Buena parte de la historia española del siglo xx, con su tirón implacable hacia atrás, con su feroz conservadurismo, ha girado en torno a esta novela familiar, sórdida en lo sentimental, nada ejemplar en lo moral y en lo intelectual, cochambrosa. Es la fábula -la mentira- que nos enseñaron, aquella en la que quisieron hacernos creer y en la que muchos creímos durante bastantes años. Creímos lo de reanudar la continuidad rota, y creímos que este trabajo consistía en devolver su esplendor a aquella voluntad de ruptura en la que se había abrasado lo mejor del liberalismo español, su voluntad más limpia y generosa. Caer en la cuenta de que todo eso no era más que una invención destinada a justificar actitudes e intereses en el presente no ha sido fácil.

Tal vez lo habría sido más de haber partido del otro lado, del de los vencedores en la guerra civil. Aquí se ha solido hacer una revisión crítica de las posiciones propias, e incluso en las familias se ha hablado con más claridad y se han transmitido versiones de lo ocurrido más ajustadas a la verdad. Al haber arrancado del campo de los vencidos, como a muchos nos ocurrió, había que enfrentarse en primer lugar a la sensación de victoria postrera, una sensación que parecía corroborar la fábula progresista. De hecho la corroboró, y la sigue corroborando. Importa poco que la instauración de la democracia liberal en España no haya sido ni mucho menos obra de los solos progresistas, más bien al revés. Tampoco importa que desde 1975 hasta ahora se hayan hundido la socialdemocracia y los totalitarismos socialistas, con el colapso consiguiente de los idearios de izquierda. Ni siquiera importa, finalmente, que la revisión histórica de estos últimos años haya arrasado la fábula progresista, sin excluir mitos tan sólidos como los de la Segunda República, el del Desastre o el de la Restauración.

Entre los historiadores todo eso forma parte ya del túmulo de las glorias del progresismo, un catafalco desastrado y en ruinas. Pero también son muy pocos los que sacan las conclusiones que se derivan de este descrédito. Más aún, no sólo no se tira del hilo, sino que se quiere compaginar, con un eclecticismo notable, nombres e ideas de significado muy distinto. Azaña, Besteiro e incluso Negrín han pasado a ser modelos de liberalismo. La humorada es excesiva. La composición de lugar parece ser la siguiente: el colapso ideológico de la izquierda lleva aparejado el final de las posiciones intervencionistas, voluntaristas, y una revalorización seria del papel del individuo y de las virtudes de la libertad. Del ideal socialista, demostrada su completa ineficacia, sobrevive en cambio la aspiración a una sociedad mejor y más justa, una utopía eternamente valedera. Y este anhelo, encarnación del designio ético que nos rescatará de la abyección esencial del mercado, deriva justamente del liberalismo, comprendido éste no como la exaltación de la libertad individual y la voluntad de crear y mantener las instituciones que la garanticen, sino como el movimiento, entre popular, comunitario y un poco jacobino, que se atrevió a enfrentarse al conservadurismo reaccionario.

Con esta recomposición, más que ideológica, de pura y simple fantasía, nos encontramos ante un revival de las posiciones de principios de siglo, de antes del hundimiento del liberalismo. Del socialismo queda sólo el ideal. Enfrente están los de siempre, los conservadores que en España, además, llevan el estigma imborrable de ser herederos del franquismo (herederos a su vez, como ya se habrá entendido, del caciquismo de la Restauración, como éste es heredero del Antiguo Régimen). El modelo que se sigue es, obviamente, el inglés. El New Labour de Blair, Hiddens y Mandelson quiere ser una vuelta atrás a la situación previa al triunfo del laborismo. Así como éste ocupó el lugar del Partido Liberal, ahora el nuevo laborismo quiere reanudar el diálogo roto con el liberalismo, una ruptura que, según gusta de decir Tony Blair, ha sido una de las grandes tragedias de la izquierda en el siglo xx. Con independencia de la validez histórica de esta afirmación, en cualquier caso importante de por sí, vale la pena observar que en Gran Bretaña el laborismo, aun cuando contribuyera eficazmente a la desaparición del orden liberal, no destruyó el parlamentarismo ni las libertades públicas.

Por eso volver la vista atrás es más fácil para los laboristas ingleses que para el Partido Socialista español, que nunca, hasta después de terminada la dictadura de Franco, prestó una lealtad inequívoca a la democracia parlamentaria, y participó activamente, y más de una vez con entusiasmo, en la destrucción no sólo del liberalismo moral y económico, sino también del político. Pero eso, por lo visto, no importa. Así como hace ochenta años Ortega se decía socialista por amor a la aristocracia y Fernando de los Ríos hacía otro tanto a fuer de liberal, ahora se desanda lo andado y vemos a neoliberales a fuer de socialistas.

Es un esquema similar al que sostiene la fábula del Desastre del 98. Lo que se dirimía entonces no era ningún desastre, ni siquiera la crisis del sistema liberal, sino sobre todo la crisis, y el desastre, de las propias propuestas para reformar éste. Como entonces, se bloquea la reflexión crítica sobre el propio pasado: entre 1900 y 1923 ó 1931, los radicales, antiguos liberales a punto de dejar de serlo, retoman como suya la herencia progresista del siglo xix, la misma que había fracasado estrepitosamente en el Sexenio, cuando la revolución progresista y democrática desembocó en tres conflictos simultáneos (Cuba, carlismo y cantonalismo) y en un desorden que los españoles tardarían mucho tiempo en olvidar.

Aún hay más. Entonces no sólo no hubo revisión crítica de lo ocurrido, es decir de la incapacidad del progresismo para ofrecer una alternativa válida, atractiva y pacífica a la Restauración. En realidad, se reivindicó la línea exaltada y radical precisamente por eso, por no haber sido ensayada. El fracaso anterior quedaba mudado en futurible inédito y la responsabilidad propia, salvada. Así es como el progresismo -el liberalismo exaltado, y luego el socialismo- puede proclamar una virginidad eterna, como la que Ganivet (¿sin sombra de sorna alguna?) atribuía al ser de español. Los progresistas nunca se han equivocado porque nunca les han dejado hacer el ensayo de lo que pretendían hacer. Siempre que lo han intentando se les ha interrumpido, con violencia además. Así es como el fracaso previo justifica la radicalización y el posterior fracaso, inevitables. Como decía Azaña de sí mismo, "yo no pertenezco a este tiempo". Cabe preguntarse si hubo alguno a su altura. Una versión más izquierdista es la de la imposibilidad de hacer la revolución socialista cuando no ha habido una burguesa, que acaba desembocando en la desaparición de ésta (como las fotografías que Stalin se entretenía en manipular) por incapacidad para hacer la primera. Así es como la revolución liberal, una referencia histórica y vital para varias generaciones de españoles durante todo un siglo, se volatilizó en el siglo xx, junto con todos sus protagonistas, sus consecuencias y su carácter. Son los cien, doscientos o quinientos años de gobierno de la derecha. Pero llegados a este punto de depresión, el despropósito se vuelve esperpento y se comprende a la perfección de qué estaban hablando quienes inventaron lo del desastre. Menuda herencia…

Por supuesto que hay diferencias, y muy serias, entre las situaciones previas y la actual. La vuelta atrás de hoy, aunque sea sin la menor voluntad de revisión crítica de la propia conducta y sin cuestionar a fondo lo ocurrido y lo protagonizado en estos años es, al fin y al cabo, una victoria del liberalismo. Los adversarios, y en más de un momento enemigos encarnizados, han acabado por hacer suyas las actitudes, ya que no los principios, antes combatidos. Desde este punto de vista, el intento de recuperar el ideario liberal desde la izquierda (ya sea el laborismo británico o algunos historiadores españoles, sin que se sepa muy bien si esto compromete o quiere comprometer al conjunto del socialismo español) es una buena noticia, que indica por sí sola hasta qué punto están arrasadas las creencias y las convicciones antiguas.

Queda por ver hasta qué punto esa misma izquierda está dispuesta a deshacerse de verdad del estatismo y de la voluntad de intervención, y a retomar el ideario liberal donde estaba a principios de siglo, es decir como defensa de la autonomía del individuo y de las instituciones que la hacen posible. La perspectiva es perfectamente concebible aunque, si se tiene en cuenta que no parece haber el menor interés por tirar del hilo que empieza a desenredarse al poner en claro la realidad histórica, no parece que haya mucho interés en sustituir las mentiras del 98 por unos argumentos más ajustados a la realidad.

De todos modos, una cosa es la elaboración de la Historia y otra la difusión de las ideas. Por eso no hay que descartar que en la discusión sobre la legitimación histórica de las nuevas posiciones políticas, la tradición liberal acabe en brazos de quienes en su tiempo la negaron y luego la destruyeron, unos por pura y simple frivolidad, otros por ceguera y algunos otros porque no les quedó más remedio que acogerse a la que pensaron era la menos mala de las posibles soluciones. En tal caso, la responsabilidad recaerá entera en quienes no supieron defender lo suyo e hicieron del liberalismo un talante, una forma elegante de vivir, a veces espléndidamente, soslayando siempre cualquier problema mediante una tolerancia universal. Pero este es otro asunto, que nos toca de mucho más cerca.