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La Ilustración Liberal

La libertad intelectual

"Oprimir por una parte, sufrir habitualmente por otra, tal es el horroroso y desconsolador retrato de toda la historia", escribía hace dos siglos Isidoro de Antillón en su Disertación sobre el origen de la esclavitud de los negros. No hay reflexión posible sobre la libertad individual que no arranque de una constatación semejante. Y eso, verdad siempre, acaso sea más verdad que nunca hoy, cuando muchos parecen pensar que la libertad es algo dado, herencia del tiempo y acorde con la naturaleza política del ser humano. Tal vez por creer semejante dislate se halla hoy el pensamiento liberal más adormilado o atocinado que en tiempos de Antillón. Sin el horror y la compasión que provocan los efectos de la dictadura es difícil anhelar la libertad. Y si un historicismo de la peor clase, un historicismo académico, pretende convencernos de que la causa liberal y democrática prospera por el mundo a velas desplegadas podemos persuadirnos de que la falta de interés por extenderla es sólo comparable a la idiocia de disfrutarla racionada.

Una libertad que no crece está condenada a menguar. Porque en la naturaleza del Poder y en la historia de las civilizaciones humanas, acaso de la especie misma, está escrito, para el que quiera y sepa leer, que el apetito de libertad no es moneda corriente. Por el contrario, sólo la tensión moral, la convicción del espíritu acerca del significado profundo de la libertad en la vida del ser humano nos permite avanzar y consolidar su posibilidad política. A una década de la caída del Muro de Berlín, símbolo del cerco totalitario a que se veía sometida universalmente la libertad desde 1917, podemos ver con claridad y con no poca melancolía los peligros, viejos y nuevos, que amenazan nuestra libertad. Los peligros que corre, distintos de los de ayer pero que no dejan de ser peligros, y los peligros que una concepción de la libertad cojitranca, amputada de su raíz moral, nos hace correr incluso en los países que gozan de mayores libertades. También en aquellos que siempre nos han servido de faro y de guía para la reforma y perfeccionamiento, en un sentido liberal, de nuestras instituciones políticas.

Entre los peligros viejos y nuevos de la libertad, acaso el que más debemos temer, por afectar a la naturaleza misma de nuestra voluntad de ser libres y de que sean libres los demás -porque esa será inevitablemente la garantía primera de que lleguemos a serlo y continuemos siéndolo-, es el de la pérdida de libertad intelectual. Y muy concretamente el de la falta de libertad individual que se observa en los mismos intelectuales liberales. Hoy, el liberalismo es un fantasma alanceado por sus enemigos, pero acaso porque es mucho menos activo, menos visible, menos temido que durante la Guerra Fría. Motejado de neo o de salvaje, según los socialistas que lo bauticen, el liberalismo es algo más que un monigote teórico para hacer vudú pero también algo menos de lo que debería ser. Arrecogidas en el beaterio académico se acomodan dos clases de intelectuales: los que bajo el marbete liberal habitan un rincón acotado, una cuota, como las feministas, las religiones y las razas minoritarias que en ciertos países reciben su porción fija y gratuita en los medios de comunicación o en las partidas de gasto público y aquellos que relegados al desván de la vida académica se dedican al liberalismo como otros a la paleontología. En ambas tribus, el liberalismo no aparece como una idea viva, cambiante, que está detrás de las mejores instituciones forjadas por la humanidad en los dos últimos siglos, sino como una curiosidad ideológica cuyo interés decayó irreversiblemente con el eclipse de la URSS. Que esto sea injusto y, si se quiere, un poco caricaturesco, no empece que sea real. Y para los hispanos, dolorosa, reiterativa y desesperantemente real.

A una década de la masacre de Tien An Men hemos visto al dictador de la nación más poblada del mundo, el comunista chino Jian Zeming, defender en un programa de supuesto debate televisado, en realidad de preguntas y respuestas previamente pactadas, la masacre de los estudiantes pequineses. Se trataba de legitimar en las salas de estar norteamericanas, tras la puesta en escena de un "franco intercambio de puntos de vista" con William Jefferson (¡Jefferson!) Clinton, presidente de la nación democrática más poderosa de la Tierra, la continuidad del estatus comercial de nación más favorecida para el régimen de Mao Zedong. No cabe duda de que alardes humanistas como la comercialización de órganos de los fusilados en China y su venta en los Estados Unidos permiten a ambas administraciones felicitarse de estos avances diplomáticos y políticos, en todo caso televisados, que en lo interior y lo exterior suponen progresos decisivos, apoteósicos, escalofriantes de la libertad.

En cuanto a la economía, Jian Zeming tuvo el honor de tocar la campana que abre la jornada en el mercado de Wall Street, entre los aplausos de los gestores del capitalismo al más alto nivel, lo cual demuestra fehacientemente la equiparación moral de ciertos políticos y ciertos contables. Conviene fijarse en esa imagen ya histórica del tirano sangriento y los ejecutivos en mangas de camisa, naturalmente de marca, posando juntos y sonrientes en torno a la campana de Wall Street para comprobar que la pérdida del sentido militar y de amenaza atómica que suponía el comunismo no ha ido en perjuicio de las dictaduras supervivientes de signo marxista-leninista, sino en su beneficio.

Es preciso, por muy doloroso que resulte, constatar que hoy son más respetables o, para ser exactos, más respetadas las dictaduras de China, Vietnam o Cuba que hace una década. Acaso porque han entregado públicamente a la mafia, criatura ya indistinguible del Partido Único, su parte en la política exterior de esos países y venden participaciones en el nuevo tráfico de esclavos, de esclavos a distancia porque para eso se ha globalizado la economía, pero de esclavos al fin. Que esa forma intemporal de servidumbre se realice paralelamente bajo la hoz y el martillo en las plazas y bajo el signo del dólar en las oficinas es simplemente una característica formal de este orden desordenado de finales del siglo xx que hereda la política comercial de la antigua Unión Soviética y la eterna diplomacia occidental del apaciguamiento, la grata siesta económica facilitada por la modorra ética.

Cuando los grandes negocios internacionales incluyen de manera casi explícita una cláusula en la que se prohibe cualquier molestia a los sistemas políticos de los países que los hacen, por salvajes que sean y siempre que sean poderosos, no sólo condenan a miles de millones de personas a seguir padeciendo dictaduras comunistas sino que es fatal, en todos los sentidos, la vuelta de dictaduras militares políticamente ambidextras, con una retórica de izquierdas habilitada por los cuarteles de extrema derecha, a regiones enteras del mundo, como Iberoamérica, que iban consolidando regímenes de libertad.

Una de las razones de ser, de los caballos de batalla, de las raíces ideológicas del liberalismo ha sido, es y será la libertad de mercado; o para ser más precisos, la defensa del mercado frente a cualquier otro sistema de asignación de recursos. Pero acaso en las polémicas de estas décadas pasadas no sólo contra el Socialismo Real sino contra el Estado de Bienestar de la socialdemocracia o la democracia cristiana, los liberales hemos caído en una trampa de la que muchos han hecho bandera: el economicismo. Si algo distingue al nuevo liberalismo hispano, o al menos a los intelectuales españoles y americanos que desde hace años nos reunimos anualmente en estas Jornadas Liberales Iberoamericanas, de las escuelas universitarias y de negocios de casi todo el mundo es precisamente nuestra aversión a un economicismo conciliable y conciliador con las dictaduras y dictablandas de nuestro entorno. Nosotros pensamos el liberalismo como un todo, donde el hecho moral de la libertad individual no puede separarse del hecho político de un Estado mínimo en el que precisamente el mínimo al que no se puede renunciar es la división de poderes y donde la libertad económica es el producto natural de esa arquitectura institucional y de ese espíritu fundacional.

Por desgracia, es también casi una constante, en España, en Portugal y por supuesto en toda Iberoamérica, la existencia de corrientes académicas y políticas que limitan a un cierto librecambismo eficaz todo el liberalismo que puede soportar el sistema político imperante. No estamos hablando sólo del desarrollismo en la España de Franco, de los Chicago boys en el Chile de Pinochet o de la osteoporosis aduanera en la Argentina justicialista. La Beatificación del Número no es sólo el culto de un ayer que muchos creerían superado, ni el de un hoy en vías de regeneración, sino acaso el de un mañana que traería un pan debajo del brazo y una porra bajo el otro. Ya decía Antillón que el afán de oprimir es tan propio de la historia humana como el sufrir esa opresión. Tampoco sería nuevo que la dictadura ofreciese como señuelo un pedazo de pan, aunque ahora el circo llegue vía satélite.

La conformidad, no exenta de complacencia, de las más altas autoridades de los Estados Unidos con el dictador chino o la habitual untuosidad servil de los más altos dignatarios iberoamericanos con el dictador cubano Fidel Castro son los síntomas de una misma enfermedad moral de la opinión pública occidental: el doble rasero para enjuiciar las dictaduras comunistas o anticomunistas que hoy es todavía más evidente que en tiempos de Stalin y el Frente Popular. Si el colapso de la URSS sorprendió a casi todos, la evidencia de que 1989 no significaba el fin de 1917, acta bautismal de las grandes dictaduras totalitarias del siglo, todavía tiene perplejos a muchos. Pero en realidad hay motivos políticos y no sólo éticos para preocuparse: la falta de un proyecto democrático serio en Rusia está a punto de conseguir, apenas una década después del inolvidable Mane Tecel Fares del imperio soviético, que los comunistas vuelvan al Poder a través de las mismas urnas que rompieron y prohibieron desde tiempos del golpista y carnicero Vladimir Illich Ulianov.

En esta catástrofe histórica, política, ideológica y moral, evitable como todas pero de difícil reconducción, ha tenido y tiene parte de responsabilidad ese liberalismo mostrenco que llamamos economicista y que se ha mostrado como el cemento perfecto para unir el comunismo convertido en mafia con el capitalismo dispuesto a no pasar de Capital. O para ser más precisos, un liberalismo que otorga valor teórico y hasta ético a los negocios y piensa que el beneficio es una institución jurídica de fulminante efecto benéfico en la vida de las naciones. Solemos decir que lo malo de Rusia es que siguen los comunistas llevando la economía. Cierto. Pero los negociantes o capitalistas occidentales les han ayudado mucho a perfeccionar esa indistinción entre lo público y lo privado que comparten los monopolios, el tráfico de influencias, la economía planificada y la mafia organizada.

Está por hacer, y ya va siendo hora, la historia de la intervención occidental en Rusia tras la caída del Muro y, muy especialmente, tras el fracaso del Golpe y la entronización de Yeltsin. Cuando se haga, habrá que señalar como elementos significativos dos hechos que han pasado inadvertidos pese a su significación política: la participación del FMI en todos los préstamos a Rusia cuya única finalidad inconfesada era recuperarlos -finalidad fallida, por supuesto- y la ausencia de todas las casas reales europeas en la inhumación de los restos del Zar y su familia, asesinados, junto a sus criados, por los bolcheviques en Yekaterinenburgo. Ni siquiera sus primos de la Familia Real británica, aunque todas las casas reales del mundo están emparentadas con los Romanov, se conmovieron o fingieron conmoverse por la triste suerte de una familia rusa que no sólo simboliza un régimen sino la continuidad histórica de un país salvajemente destruido por el comunismo.

Motivos políticos aconsejaron a los reyes, reinas, príncipes y princesas europeos no viajar a Moscú. Motivos políticos les aconsejan departir amigablemente con los tiranos comunistas pasados, presentes o futuros. Son los mismos motivos políticos que se hallan detrás de esa hecatombe moral del siglo xx que es la rendición de las grandes instituciones occidentales ante el totalitarismo político. Son los motivos de los contables millonarios de Wall Street para invitar a Jian Zeming a tocar la campana, los mismos que llevan a Clinton a pactar con este mismo una falsa controversia televisada para que parezca que Occidente se preocupa por los derechos humanos de los mil doscientos millones de chinos, exactamente los mismos que llevan a los mandatarios iberoamericanos, del Rey de España al presidente uruguayo, a intercambiar con Castro brindis de Oporto disfrazados de maestrantes medievales. En Uruguay tal vez piensen que vestidos de tunos, pero no es una simple tunería lo de Oporto. El brindis es realmente el aperitivo de ese almuerzo desnudo que se procuran las instituciones políticas de nuestros países, sin tratar siquiera de cubrir las vergüenzas dictatoriales. Para qué. En familia se puede permitir uno más libertades, poner los pies encima de la mesa y hasta eructar después del banquete. Total, los periodistas están a la puerta y trabajan casi todos para medios públicos, o sea, que no oirán y si oyen no hablarán del meteorismo del iberosaurio. Y si ha de pagar alguno, Pinochet se lo ha ganado. A entretenerse.

Es relativamente fácil diagnosticar el daño, mostrar el desprecio por las libertades en una Iberoamérica que vota a Chávez y rinde culto al Che. Más difícil es precisar nuestra responsabilidad en el desastre y su remedio. Los liberales tenemos una tendencia, bastante lógica tras años de marginación académica y periodística, a sentirnos fuera de cualquier responsabilidad en el actual estado de cosas. Entre estatalistas democráticos y totalitarios, los liberales somos, indudablemente, minoritarios y marginales. Nos cabe poca culpa por exceso, pero sí por defecto. No podemos situarnos al margen de la responsabilidad que a todos corresponde en la lucha contra el totalitarismo, el gran mal del siglo xx, que puede muy bien convertirse en el del siglo xxi.

Acaso a los liberales de esta década de los noventa, la de nuestra epifanía, nos esté pasando como a ciertos intelectuales comunistas y socialistas de los años cuarenta y cincuenta, valerosamente críticos con el estalinismo pero que fueron incapaces de pensar si lo que fallaba era la propia idea socialista. Llegaron a criticar el funcionamiento práctico de todos y cada uno de los esquemas políticos de la izquierda occidental pero se mostraron incapaces de abandonar un cierto marxismo retórico, un colectivismo seráfico, una pertenencia eclesial a la verdadera izquierda, que nunca era la que verdaderamente mataba, encarcelaba o arruinaba la libertad y la prosperidad de los pueblos y los individuos. Eso, decían, era la falsa izquierda. ¿Por qué se produce esa contradicción en seres moralmente tan valiosos como Gorkín o Maurín, por poner casos españoles? Seguramente porque su valor moral no llegó a convertirse en valor intelectual. Porque el sapere aude, el atreveos a saber, no llegó a alterar la buena conciencia conceptual.

¿Estamos los liberales en una situación igual a las de los grandes denunciadores de la izquierda que nunca se atrevieron a renunciar a ella? No en lo que atañe a la pervivencia de nuestras ideas sobre el Mercado, el Estado de Derecho y las libertades individuales, pero sí en cuanto a la libertad intelectual de poner en duda las fórmulas que nos parecían sagradas para acabar con el totalitarismo. Somos conscientes de que en nuestros países la lucha por la libertad no debe limitarse a lo económico. Sin embargo nadie había hecho, tampoco nosotros, la experiencia histórica del hundimiento del totalitarismo comunista y la gestión de su ruina. Tras la experiencia, el daño no alcanza sólo al sistema soviético sino al tratamiento de sus escombros.

Debemos constatar que en nuestra percepción de lo que ha supuesto, por ejemplo, Yeltsin para Rusia no hemos demostrado la libertad intelectual suficiente para hacernos dignos del gran legado que los liberales debemos reclamar y que no puede ser otro que el de los grandes resistentes al totalitarismo por razones morales, muy en segunda instancia políticas. Hemos tenido muy poco en cuenta lo que decían los Soljenitsin y Sajarov acerca de los remedios no sólo materiales, económicos y políticos para las sociedades enfermas de totalitarismo. Hemos perdido de vista el testimonio esencial del Gulag. En cierto modo hemos olvidado a las víctimas del Gulag como base de toda reflexión política que se pretenda alternativa al totalitarismo. Y si los hemos recordado en el ámbito individual, en nuestros escritos públicos, creo que de alguna forma los hemos enterrado acomodándonos a esa forma de historicismo blando que es confiar en que el mercado arregle determinadas cosas, en que la aparente falta de represión acabe consolidando las libertades. Eso ha sucedido en aquellos países europeos con más tradición de sociedad civil, con más argumentos culturales contra el comunismo, pero no en los países donde el comunismo es la única experiencia vital de las generaciones vivas. No está sucediendo en Rusia o en Cuba, donde el comunismo dibuja un paisaje a lo Blade Runner por el que pululan los replicantes de un orden antiguo, ya casi olvidado, convertidos en supervivientes de sí mismos.

¿No estaremos siendo los liberales, los enemigos radicales del socialismo en todas sus formas, dictatoriales o democráticas, supervivientes de nosotros mismos? ¿No habremos renunciado al imperativo moral de cambiar las cosas a cambio del confortable oficio de comentarlas desde nuestra relativa superioridad intelectual, en el sillón al que menos muelles se le han saltado? Estoy tentado de decir que nuestra autocomplacencia es sólo comparable a nuestra ineficacia. Cuando el enemigo parecía invencible nos mostrábamos mucho más decididos. Ahora que se impone una especie de burocracia del fracaso socialista parecemos inclinados, siquiera levemente inclinados, a formar parte de la burocracia del éxito. Un éxito que no podemos atribuirnos.

Porque no hemos sido nosotros los que hemos derribado el Muro. No hemos triunfado los liberales sobre los comunistas. No se han rendido los colectivistas ante los defensores del mercado libre. El comunismo se ha hundido sobre sus víctimas de siempre y sobre el solar de sus enemigos, cubierto hoy de cascotes sobre los que andamos de puntillas. Porque nos ha faltado libertad para pensar lo que sucede y lo que nos sucede.

Nos hace falta libertad intelectual para afrontar nuestro fracaso, siquiera el fracaso de nuestras ideas en sustituir las ideas fracasadas que execramos. Tenemos datos, intuiciones, sospechas, análisis parciales, desconfianzas y no poca doctrina aprovechable para entender en qué consiste este fracaso del mal sin triunfo de bien alguno o de casi ningún bien. Pero nos falta volver al principio de nuestra vocación intelectual, la libertad, para tratar de entender mejor este mundo que nos ha tocado vivir y al que no debemos simplemente sobrevivir. Debemos atrevernos a saber. Y que la siempre peligrosa libertad nos acompañe.

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comentarios
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la peligrosa libertad
jose antonio sanchez fernandez

A raíz de la lectura del artículo de D.Federico Jiménez Losantos me hago las siguientes reflexiones:
Debemos de estar continuamente alertas para que no se nos cuelen ideas por negligencia y, como obligación moral,tenemos que combatir las ideas que atentan contra la libertad del individuo, pero ¿ por qué ese miedo a la expresión cuando los medios públicos hacen demagogia? ¿ por qué ese temor a contrarrestar las opiniones que atentan contra nuestra dignidad ? ¿ Por qué no pensamos el modo o la estrategia de manifestar eficazmente nuestros pensamientos ? ¿ Cómo combatir esa inercia a abandonar nuestras ideas cuando vemos que la opinión mayoritaria no forma parte de nuestra corriente?
¿ es necesario que haya gente que piense como nosotros, para poder manifestar lo que realmente pensamos ? ¿ es preciso que experimentemos la angustia de la opresión para ejercer la libertad intelectual?
La libertad ,¿es susceptible de fragmentación ? ¿hay libertad económica sin libertad política? Es un error pensar que pueden subdividirse las libertades y que pueden ejercerse en un plano aunque se " tengan " en el otro. Esto es una falacia. ¿ Cómo puede haber libertad de comercio , por ejemplo , en China , sin libertad de expresión. El concepto de Libertad aunque admite graduaciones y estadios , y puede ser relativo , sin embargo se tienen que cumplir unas condiciones mínimas por parte de las sociedades para que esta sea el motor que impulsa la acción individual.Para el liberal, no es un concepto acabado , no es una meta . Es un proceso en el que se van conquistando estadios y cotas cada vez más altas de libertad individual. Las sociedades progresarán hacia la libertad en la medida en que los individuos comprendan que la insatisfacción es un síntoma sano de libertad. Por eso debemos sospechar de todo conformismo que nos haga bajar la guardia y de toda inercia que nos señale el camino del mínimo esfuerzo.
El miedo a la libertad es lo que hace que se adueñe de nosotros la demagogia, el sectarismo , la falta de independencia en el terreno intelectual, el complejo de no diferenciarse de los demás. La defensa del punto de vista propio es un ejercicio difícil, pero una obligación para con nosotros mismos ; el único camino para conquistar cotas más altas de libertad individual?