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La Ilustración Liberal

La Constitución de 1978 no está en vigor

I. Dos PSOE diferentes. Unas mismas prácticas antidemocráticas

En 2003, tras perder las elecciones generales de 1996 y 2000, el PSOE decidió, con Rodríguez Zapatero a la cabeza, que era necesario evitar un tercer triunfo de la España liberal-conservadora. No era la primera vez que ese partido se encontraba ante una situación de ese tipo. Entre 1979 y 1982, tras la pérdida de las elecciones de 1977 y 1979, el PSOE decide acabar con Adolfo Suárez. Se puso en marcha la política de acoso y derribo, y la colaboración de una parte del PSOE –la imprescindible– con una política identificada con el golpismo El proceso se repite entre 2003-2004, con manifestaciones contra la guerra de Irak, que lo que ponían en duda era no una política de gobierno, sino la propia legitimidad del Gobierno del PP. El PSOE colabora activamente en la desestabilización constitucional que ocurre entre el 11 y 14 de marzo de 2004, aprovechando un atentado político. Un atentado del que vamos conociendo detalles –a través, por ejemplo, de la imprescindible serie de artículos de Luis del Pino en Libertad Digital–. Un atentado que hoy parece evidente que no podría haberse producido sin la colaboración, o la desidia, de una parte de las distintas policías españolas y del propio CNI. Pero el atentado no se está investigando activamente. El Gobierno se niega a colaborar.

Felipe González y su equipo del PSOE pensaban, a principios de los 80, que gobernarían España indefinidamente. Estaban convencidos de que sería imposible que volviera a formarse, y a ganar las elecciones, un partido liberal-conservador. No contaron con su propia corrupción, con la crisis económica ni con la prensa libre. En 1996 perdieron el poder.

Rodríguez Zapatero, con una posición política mucho más endeble que la de Felipe González, también está decidido a evitar que vuelva a gobernar en España una opción liberal-conservadora. Sabe que sus enemigos son un partido liberal-conservador fuerte y la prensa libre. Y para destruirlos se ha aliado, con el apoyo incondicional del nuevo PSOE, y siguiendo los pasos de Chávez en Venezuela, con el castrismo, representado en Europa por el Partido Comunista, espina dorsal de Izquierda Unida, y con los nacionalismos separatistas. Está dispuesto, para no perder el poder, a sacrificar la unidad de España, un valor que significaba mucho para el PSOE jacobino de Felipe González pero que hoy parece menos importante, a la vista del fracaso de las políticas intervencionistas socialistas en toda Europa y el avance imparable de la globalización. Parece como si, como ocurriera a finales del siglo XIX, el liberalismo fuera a difuminar las fronteras nacionales. En ese momento la izquierda se hizo federalista; pensó que era más fácil formar y controlar estados–nación más pequeños que los tradicionales, que se habían constituido en Europa a partir del siglo XV.

¿Cómo se va a desarrollar esa nueva estrategia, antinacional y federalista, del nuevo PSOE? ¿Dónde estamos, constitucionalmente, tras la traición del PSOE de Rodríguez Zapatero a la Constitución de 1978? ¿Dónde nos lleva el pacto del PSOE con los nacionalismos separatistas de Cataluña y el País Vasco, y con los marxistas-leninistas del Partido Comunista, que es hoy, nuevamente, la ideología dominante en Izquierda Unida? ¿Hay alguna posibilidad de recuperar la Constitución de 1978? En su caso, ¿cuál es la alternativa? ¿Es la política de Rodríguez Zapatero –como piensa, por ejemplo, P. J. Ramírez– una política sin rumbo o tiene, como yo creo, objetivos muy definidos?

II. Los objetivos políticos del nuevo PSOE

Primero. El PSOE, con algunas objeciones por parte de los dirigentes que participaron en la elaboración de la Constitución en 1978, se decanta por la ruptura. Considera que la Transición fue un error, y que su triunfo en las elecciones de 2004 le permite, por un tiempo limitado, una actuación revolucionaria. No cree –como tampoco lo creía entre 1975 y 1977, y recuérdese que aconsejó el voto negativo a la Ley de Reforma política del postfranquismo, que posibilitó una transición pacífica–, no cree que España sea una nación; ha vuelto a planteamientos no ya federales, sino confederales. Su objetivo es la transformación de España en una república confederal o un estado confederal con apariencia monárquica, si la familia real acepta ese nuevo papel, totalmente desprovisto de contenido.

Segundo. Son conscientes de que están vulnerando la Constitución; pero no están solos. Les apoyan todos los partidos nacionalistas –sobrerrepresentados en el Congreso por la ley electoral de 1977– e Izquierda Unida, que nunca ha renunciado a su pasado comunista ni a los crímenes del leninismo, el estalinismo y los cometidos por sus dirigentes durante la Guerra Civil española. Y no temen al Tribunal Constitucional, porque sus decisiones no han tenido contenido jurídico sino político. Porque saben que sus partidarios son mayoría en dicho tribunal y saben que no se va a entrar a fondo en el contenido constitucional de la legislación que han promovido. Por eso evitan el pronunciamiento sobre el nuevo estatuto catalán de organismos como el Consejo de Estado y el Consejo General del Poder Judicial, donde pesan mucho más las consideraciones puramente jurídicas que las políticas.

Tercero. Quieren hechos consumados. Quieren un estatuto que convierta a Cataluña en un estado-nación y que sea ratificado rápidamente en un referéndum en el que sólo voten los residentes en Cataluña. El resto de los españoles tendrán que callar, aunque ese estatuto infrinja, en muchos puntos, la Constitución de 1978.

Cuarto. Una vez aprobado y ratificado el nuevo texto del estatuto catalán, con modificaciones menores que no borrarán su radical anticonstitucionalidad, propondrán estatutos similares para el resto de España: País Vasco, Galicia, Canarias y las demás autonomías que lo deseen. No les dará tiempo, antes de 2008, para transformar en estados-nación a otras autonomías, pero quieren llegar a las elecciones generales de 2008 con Cataluña con ese carácter, por supuesto, y con procedimientos independentistas avanzados similares en otras autonomías. En esas elecciones, aunque se voten listas para el Congreso y el Senado español, el Gobierno que surja de ese Parlamento español tendrá poderes muy limitados por la nueva realidad política de una España confederal.

Quinto. Creen que este proceso es irreversible, y que contará con el apoyo de la clase política autonómica, de derechas y de izquierdas. Nadie querrá ser menos que Cataluña y el País Vasco. Esperan que si el equipo dirigente del PP se opone a la marea reivindicativa de la clase política que manda en las autonomías –que querrá tanta competencia como catalanes y vascos: recuérdese la cláusula Camps del estatuto valenciano–, sea barrido. Esperan que al actual PP le acaben sustituyendo partidos conservadores de implantación local, a los que les resultará difícil llegar a acuerdos con los partidos conservadores de las otras autonomías, porque creen que los intereses de las élites locales chocarán con los de las demás autonomías. Ésta es, al menos, la esperanza del PSOE, que no cree que existan, en política, otras motivaciones, en los partidos conservadores o liberales, que los intereses económicos egoístas. Una apreciación de este tipo es lógica en quien ha sido aliado tradicional de un partido como CiU, el más claro representante del conservadurismo populista en toda España. Un partido en el que no hay ideales, sólo intereses, miedo y sometimiento a la autoridad. Un partido que añora el corporativismo de principios del siglo XX.

Sexto. En un contexto de este tipo, el PSOE de Rodríguez Zapatero estaría dispuesto incluso a arriesgarse a perder las próximas elecciones generales de 2008. Lo estaría porque piensa que, aunque triunfe el PP, su Gobierno sería efímero, porque sería muy difícil que el PP lograra una mayoría absoluta. En ausencia de esa mayoría, los socialistas esperan que el efecto centrifugador del estatuto catalán, y de otros posibles, obligará al PP a aceptar, de hecho, gobernar con una no-constitución confederal. Y esperan que, en la medida en que lo haga, perderá el apoyo de muchos de sus votantes; en concreto, de los que sigan creyendo en España como nación. El PP estaría abocado a su desaparición como partido nacional. Y, paradójicamente, sólo el PSOE mantendría su carácter nacional, a pesar de haber destruido España. El PP se fraccionaría, incluso parlamentariamente, como le ocurrió, en la práctica, a la UCD tras su triunfo en las elecciones generales de 1979, contando, eso sí, con la campaña de acoso y derribo y el golpe del 23-F contra Adolfo Suárez, que hemos comentado. El efímero triunfo de ese PP, sin un mandato claro, como le ocurrió a la UCD de Calvo Sotelo, daría paso a una nueva hegemonía del PSOE, apalancado fuertemente, como en Andalucía y Extremadura, en el poder de algunos de los estados-nación de la nueva confederación española. Y creen que, en este momento, como ocurrió en 1982, al PSOE le apoyarían, quizás, incluso parte de los votantes con inquietudes españolistas, porque sería el único partido que se presentaría unido. Es verdad que si ganaran unas nuevas elecciones generales sólo podrían alumbrar un Gobierno débil, dada la limitación de competencias del Estado central, pero su poder despótico se apoyaría en su implantación a nivel autonómico-confederal.

III. ¿Una nueva estrategia electoral para el PP?

Con todos los matices que se quiera, con todas las variaciones posibles, esa, creo, es la estrategia del PSOE de Rodríguez Zapatero. Si tengo razón, el PP no tendría más remedio que acudir a las elecciones generales de 2008 con unos planteamientos que tengan en cuenta esas nuevas circunstancias. El programa electoral del PP sólo podría ser un proyecto de reforma de la Constitución de 1978 para, si gana por mayoría absoluta, desarrollar ese proyecto en las Cámaras, disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones. Algo muy duro para cualquier partido, que podría encontrarse incluso con dificultades para conseguir el apoyo de las autonomías gobernadas por el propio PP. Pero esa es la única oportunidad que nos queda a los españoles para poder opinar sobre si preferimos seguir viviendo en el estado-nación España o si preferimos disgregarnos en un número indeterminado de nuevos estados.

El resultado de una consulta electoral con un nuevo proyecto de Constitución es incierto. A estas alturas no sabemos hasta qué punto España es fundamental, como organización política, para los propios españoles, pues la enemiga de la izquierda y los nacionalismos han permeado los libros de texto, los medios de comunicación y no sabemos si, también, las concepciones personales de los propios españoles.

IV. Una nueva Constitución

Una nueva Constitución tendría que ser más clara de lo que lo ha sido la del 78 en relación con las competencias estatales y autonómicas y con la representatividad de los distintos partidos políticos en el Parlamento. Tendría que ser una Constitución federal, pues eso es el Estado de las Autonomías, con una clara distinción entre competencias del Estado central y competencias de las actuales autonomías, para evitar la repetición –si todo sale bien– en otra generación de un proceso centrifugador similar al que padecemos. Sería necesaria una nueva ley electoral, para adecuar la representación del voto popular en detrimento de la sobrerrepresentación de los partidos nacionalistas, aunque ello suponga reconocer políticamente el peso que en España conserva la extrema izquierda. Habría que recuperar competencias cedidas o compartidas con las actuales autonomías. Y recuperar las que sin duda se cederán a Cataluña en el estatuto que ilegalmente se va a debatir en el Congreso. Tendría que establecer igualmente procedimientos para evitar su propia desnaturalización por una vía ilegal, como la actual emprendida por Rodríguez Zapatero. En concreto, sería necesario sustituir el actual Tribunal Constitucional, dominado por intereses partidistas, por el Tribunal Supremo o por otra instancia más jurídica que pudiera crearse, en la que pesaran más los argumentos puramente jurídicos a la hora de interpretar el texto constitucional que el sesgo político de los miembros designados por los correspondientes partidos. Y habría que abordar, en la propia Constitución, el acceso a la carrera judicial, los sistemas de promoción interna, la elección o no de los propios jueces; en definitiva, asegurar la existencia de un poder judicial mucho más independiente y democrático que el actual.

Creo que la confrontación sobre el contenido y los límites de una nueva Constitución es inevitable. Necesitamos saber si somos mayoría los que creemos que España existe, como nación y como estado. Los que creemos que nos avalan la historia y la experiencia de muchos siglos. Los que pensamos, al margen de consideraciones sentimentales, que es el sistema de organización política más adecuado para escapar a los despotismos y a la corrupción populista que caracteriza a los estados dominados por el nacionalismo o el intervencionismo populista de izquierdas.

V. Una confrontación inevitable

La confrontación es inevitable porque, por parte de Rodríguez Zapatero y el PSOE, la decisión está tomada. Para ellos ha llegado, finalmente, el momento de reiniciar políticamente la guerra civil, con la esperanza de ganarla y derrotar para siempre a sus enemigos. Por cualquier medio, legal o ilegal, algo que ya ocurrió en 1934. Incluso utilizando las amenazas y la coacción. No en vano es parte activa del Gobierno un partido como ERC, que tiene pactos con ETA. Y no en vano el actual Gobierno ha propiciado y permitido ilegalmente la presencia de los proetarras en el Parlamento vasco.

Los votantes, los militantes y los dirigentes del PP pueden optar por creer que este panorama es catastrofista y seguir haciendo política como si estuviera en vigor la Constitución de 1978. Si lo hacen, todos perderemos la partida, porque la historia no se terminó con la Constitución de 1978. De hecho, ha comenzado un nuevo proceso constituyente, en el que se van a enfrentar el populismo revolucionario de las izquierdas, aliadas con el nacionalismo separatista, y los defensores de un orden constitucional garante de los derechos individuales como lo ha sido la Constitución de 1978. Estamos, para nuestra desgracia, a punto de saber si seguimos siendo España o si somos Checoslovaquia, Yugoslavia o la España de la I República. Es muy posible, dada la política de ruptura del PSOE y las dificultades para que el PP obtenga mayoría absoluta en las próximas elecciones, que sea imparable la instauración de una nueva república o de una monarquía, sin ningún contenido, que presida un Estado confederal.

La Tercera República sería parecida a la España aparentemente feliz de la Primera. Si eso ocurre, me temo que será sólo un estadio transitorio, que daría paso a una situación de enfrentamiento a la yugoslava. Hay sólidas razones para creer que una nueva confederación de naciones ibéricas llevará, nuevamente, a la violencia. Y muchas de esas razones son económicas. Aunque podría producirse una reacción ciudadana de defensa de un orden constitucional similar al que hemos tenido desde 1978 y se lograse así, definitivamente, alejar los fantasmas de la guerra civil.

(8/9-XI-2005)