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La Ilustración Liberal

La naturaleza de España

En 1979 Federico Jiménez Losantos publicó Lo que queda de España, un libro polémico antes de su salida al mercado y profético hasta el punto de que hoy se lee casi como una minuta de lo que vendría a continuación: el proceso de voladura de la nación española.

Quien no conozca Lo que queda de España puede hacer la prueba de lo que digo. Está editado, como anexo documental, en La ciudad que fue. Barcelona, años 70. Lo acompañan, para dar fe de la trayectoria de la flecha entonces lanzada, el "Prólogo sentimental" y el "Epílogo balcánico" que el autor añadió a la reedición de 1995. También hay una lista de los atentados cometidos por los terroristas nacionalistas de Terra Lliure entre 1980 y 1992, en la que figura, como no podía ser menos, el que sufrió el propio Jiménez Losantos el 21 de mayo de 1981, de noche, al salir del instituto donde entonces trabajaba.

Hasta ahora conocíamos los relatos periodísticos. Por vez primera tenemos acceso a la versión directa del atacado. Sólo por este capítulo ya valdría la pena leer Barcelona, años 70. Pocas veces se leerá una crónica tan precisa y minuciosa, tan cargada de sentido como ésta. Lo reconstruye quien sabe sin la menor sombra de duda por qué –es lo que cree en esos momentos– lo van a matar. El capítulo, que pasará a las antologías de la literatura española, explica no la trayectoria posterior de Jiménez Losantos, que en cualquier caso habría sido parecida a la que siguió luego, sino la lucidez y la intensidad de algunos de sus escritos posteriores sobre la brutalidad terrorista: véase, por ejemplo, el lamento por Miguel Ángel Blanco incluido en Los nuestros.

Hay poca gente capaz de expresar con tanta claridad el alcance exacto del totalitarismo nacionalista. Lo curioso es que el libro que explica este hecho no resulta, como podría esperarse, un ajuste de cuentas, una revisión agria de los años y la ciudad que fueron caldo de cultivo de aquel crimen; un crimen, como demuestra el referido listado y la realidad actual, que acabó asfixiando a Barcelona y a Cataluña, por la negativa de la sociedad de aquellas tierras a enfrentarse a la verdad.

La ciudad que fue es, de hecho, una historia de amor. Jiménez Losantos nos cuenta su juventud en la Barcelona de entre 1971 y 1982. Llegó para estudiar Filología en la Universidad Central. Ya iba seducido por una ciudad que por entonces era –o al menos eso le pareció al joven universitario– el paraíso de todas las libertades. Barcelona era, efectivamente, la ciudad de la nova cançó, de la izquierda chic del Boccaccio; la de las aspiraciones al underground con glamour, como una sucursal mediterránea de Manhattan.

Jiménez Losantos pronto le añadió una nueva dimensión. El antifranquismo de matiz comunista, tan sectario como escasamente totalitario, se combinó con propuestas estéticas radicales y afrancesadas en el campo artístico. Añádase el psicoanálisis, aún más afrancesado, es decir à la Lacan, y, cómo no, y para que no faltara ningún ingrediente, el mundo gay. El resultado fue un grupo que podría haber degenerado en el más acabado excentricismo exhibicionista o en otra cosa aún peor de no ser por la personalidad de algunos de sus componentes: la de los pintores Xavier Grau y Javier Rubio, futuro periodista; la de Alberto Cardín, retratado con extrema delicadeza y un cariño casi infinito; y, claro, la del autor y protagonista, cuya virtud principal consiste, a mi entender, en haber sabido anclar toda esta vorágine de energías juveniles desquiciadas, o a punto siempre de desquiciarse, en un terreno donde cobrarían una dimensión nueva: lo español, la lengua española, la cultura española.

No voy a hacer ejercicio alguno de metaliteratura, de los que hay sobrados e incluso sublimes ejemplos en este libro, que recoge varios de los escritos pergeñados en aquellos años por el propio autor. Pero ahí, efectivamente, está todo, o por lo menos buena parte del asunto. Estamos ante unas memorias de juventud, es decir de unos años de tonterías más o menos disfrazadas de idealismo y épica. De ahí la otra posibilidad, de la que hablaba antes: tampoco habría sido de extrañar que todo aquello que se nos cuenta con tanta nostalgia hubiera desembocado en la aceptación del credo nacionalista.

Era, de hecho, lo que los sesentayochistas –Lacan dixit– iban buscando: un maître, con todos los sentidos que el término tiene en francés. No fue así, y esos rebeldes absolutos encontraron, en buena medida gracias a Jiménez Losantos, una forma de recobrar la auténtica libertad reivindicando aquello mismo que la Barcelona de esos años les ofrecía a manos llenas: la vida, la lengua y la cultura españolas. Aquello mismo contra lo que el nacionalismo empezaba ya a segregar sus anticuerpos letales.

Como todas las historias de amor –excepto las resumidas en unos cuantos versos–, ésta resulta a veces difícil de entender. A pesar del revival neoizquierdista al que estamos asistiendo en los últimos años, resulta muy difícil comprender, a menos que se haya vivido, la explosiva combinación de rebeldía estética, política y cultural que llevó a aquellos jóvenes a combinar el culto por la pintura con el antifranquismo, el maoísmo y la emancipación, por llamarla de algún modo, sexual, en particular en su faceta gay, pues fue entre los homosexuales donde con más virulencia prendió.

Virtud de Jiménez Losantos es no intentar dar un sentido, es decir justificar y por tanto disimular las muchas sandeces que aquello entrañaba. Un gesto de humildad que consigue –es mi caso, y nadie tiene por qué compartirlo– hacerme atractiva una ciudad que siempre, incluso en aquellos años, me ha resultado bastante provinciana. Curiosamente, también deja muy claro la dimensión de la patología nacionalista, y por qué los nacionalistas comprendieron tan pronto que Jiménez Losantos era la pieza estratégica que debían cobrarse.

Por desgracia, La ciudad que fue se centra más en la descripción de ese ataque que en el proceso de profundización y enraizamiento en la cultura española de su protagonista y su círculo de amigos. Digo "por desgracia" no porque lo primero no sea necesario o esté mal contado: era imprescindible hacerlo, y además Jiménez Losantos lo ha hecho muy bien, con una prosa densa, jugosa, de inventiva, más que inagotable, irreprimible, como la de algunos de sus monólogos de primera hora en La Mañana de la COPE. Pero alguna vez habrá de decir también cómo, más allá de la Barcelona tan catalana como española de aquellos años, se fue equipando con una conciencia tan sólida, tan fuerte, de español. Está la infancia, sin duda. Sospecho también que algo tuvieron que ver los avatares de Diwan y el grupo de colaboradores en aquella empresa –por ejemplo, Teresa Gracia–, la Revista de Literatura y las clases y las lecturas en la universidad. Y que en Jiménez Losantos encarna una fuerza de la naturaleza –naturaleza española– en estado puro, capaz de conectar con un núcleo siempre vivo, o más bien incandescente, muy culto y muy popular a la vez, de perfiles y aristas inimaginables en otras latitudes.

Con la narración del atentado, luego de los intentos políticos y el Manifiesto de los 2.300, llega el adiós a la ciudad que fue y el descubrimiento del Madrid de finales de los 70, cuando una parte de la capital de España era una fiesta perpetua, bastante más frívola, y tal vez por eso menos peligrosa, que la Barcelona que describe Jiménez Losantos.

El desastre que se relata en estas páginas culmina con un bucle esperanzador: el del surgimiento de Ciudadanos, una organización de resistentes en la que el autor reconoce sus antiguas aspiraciones. Con Ciudadanos rebrota algo de la ciudad de entonces, de ese paraíso de la libertad que Jiménez Losantos evoca. Menos amateur que los experimentos de los 70, y también más prosaico, Ciudadanos da voz a lo mismo que entonces quisieron encarnar los protagonistas de esta obra.

No deja de ser curioso que quien es, en tantos sentidos, incluso en aquellos no queridos por él, el portavoz más escuchado de la derecha española cuente en este libro de memorias juveniles cómo pasó de militar en el izquierdismo antifranquista a apoyar a una izquierda que se declara liberal. Paradojas de una España que se nos aparece aquí en estado puro, y tan variopinta como impaciente por volver a ser.

No es lo menos interesante del libro, por último, la documentación gráfica: es la otra cara de un gran retrato, el de una parte de España que redescubrió, a finales de los 70 y a un precio exorbitante, su naturaleza liberal. La misma que se disponían a traicionar sus clases dirigentes.

Federico Jiménez Losantos, La ciudad que fue. Barcelona, años 70, Temas de Hoy, Madrid, 2007, 461 páginas.