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La Ilustración Liberal

Paseo entre tumbas y estatuas

Robert Conquest

En 1968, no recuerdo si antes o después de los acontecimientos, algunos amigos me echaban en cara no haber leído El Gran Terror, de Robert Conquest. ¿Cómo me atrevía a hablar del totalitarismo comunista y de su represión sin haber leído ese libro fundamental? No lo había leído por un motivo tan sencillo como vergonzoso para mí: estaba escrito y publicado en inglés y aún no había sido traducido, y yo era, y soy, incapaz de leer un libro así en inglés. Lo leí bastantes años después en su versión francesa, y comprendí el entusiasmo de mis críticos; pero ocurre que más o menos por las mismas fechas había salido, también en francés, el primer tomo del Archipiélago Gulag, que devoré, y cuando se tradujo El Gran Terror ya me había leído los tres tomos del Archipiélago; y por interesante que fuera el libro de Conquest, y lo es, no fue un descubrimiento para mí: lo sabía todo.

Desde entonces se han publicado otros libros valiosos. Es posible que el más famoso sea El Libro Negro (interesante, bastante documentado, pero teóricamente flojo); también están los de François Furet, Martin Malia, M. Heller y A. Nekrich, etc. Pero la verdad sea dicha, y para desesperación de nuestros intelectuales, todos los libros citados, y los no citados, los de Victor Serge, Anton Ciliga, Boris Suvarin, etc., por muy valiosos, críticos e inteligentes que sean en su denuncia del terror y la mentira comunistas, han influido poco en el desarrollo de los acontecimientos y en el derrumbe del comunismo. En primer lugar, porque los comunistas no lo eran a pesar del Terror, sino a causa del Terror, y la denuncia de ese Terror sólo les afianzaba en su fe. Pero también porque los libros, por geniales que sean, desempeñan un papel muy relativo y paulatino en la evolución de las sociedades y de la conciencia colectiva, en los compromisos o rechazos de unos y otros. A mí y a tantos otros, los libros nos han influido, nos han impulsado a andar en cierta dirección o a variar el rumbo, a veces radicalmente; pero somos una minoría y no contamos para casi nada. Si el comunismo se ha derrumbado, poco ha tenido que ver la filosofía política, o la sociología universitaria: se ha derrumbado porque la URSS se vino abajo, por motivos económicos y sociales (y sus repercusiones políticas). Por lo que hace a China, otra meca del comunismo, su inédito sistema capitalista-comunista desconcierta a todos y no despierta vocaciones en ningún sitio.

Volviendo a Robert Conquest, hay que constatar que tiene poca suerte con sus libros, en Francia como en España; le ocurre lo mismo, creo, en otros países europeos. Sus libros, o no se traducen o se traducen muy tarde, como ocurrió con El Gran Terror, con Staline (Stalin) y con Le féroce XXe siècle (El feroz siglo XX), que Joaquín Puig, gran lector, excelente consejero y buen amigo, dicho sea de paso, me ordenó comprar y leer, y del que diré dos cositas.

"Robert Conquest pertenece a la pequeña tribu de los universitarios e intelectuales que, desde la posguerra hasta nuestros días, jamás han sucumbido al virus prosoviético". Con estas palabras comienza Guy Sorman su prólogo a la traducción francesa. Conquest no sólo no sucumbió al virus prosoviético, a la "victoria de Stalingrado" y a los "grandes logros de los planes quinquenales", sino que fue uno de los muy pocos occidentales que denunció el comunismo como lo que es: un totalitarismo sangriento, y, sin los habituales complejos, lo comparó con el totalitarismo nazi, aunque fue peor; esencialmente, diría yo, porque el comunismo duró mucho más tiempo y se extendió mucho más que el nazismo (1933-1945) por el ancho mundo.

Evidentemente, Conquest fue considerado durante años un ultrarreaccionario, y no sólo por los comunistas y los socialburócratas, también por amplios sectores de una derecha acomplejada que compartió –y aún comparte– la idea monstruosa de que el anticomunismo es la antesala del fascismo, otro de los chantajes perpetrados exitosamente por el totalitarismo comunista. Sorman lo sitúa en la corriente de pensamiento de Raymond Aron, Alain Besançon y Friedrich Hayek (se podrían añadir bastantes más nombres, como el de Jean-François Revel); lo que no entiendo es por qué, cuando cita a estas personas, no las califica como lo que son, o fueron, o sea liberales, como si se achantara ante esa otra mentira de la progresía, la equiparación del liberalismo con la extrema derecha.

Se trata, obviamente, de una minoría de intelectuales que no sólo denunciaron los crímenes y la mentira comunistas, sino que intentaron analizar dichos sistemas políticos, tan radicalmente monstruosos, y a la vez los motivos por los cuales fueron tan populares en ciertos, y a menudo largos, periodos de la historia contemporánea. Tal vez no sea inútil recordar que ocurrió lo mismo, aunque más brevemente, con el nazismo. En Europa, muchos intelectuales de talento se hicieron nazis o simpatizaron con el nazismo. Y los motivos por los cuales unos y otros se hicieron nazis o comunistas son muy semejantes: culto a la violencia, al orden, al Jefe, al poder fuerte; apego masoquista a la disciplina y el sacrificio, solidaridad contra "los otros", sentimiento de superioridad (somos una "raza superior", o un "partido de vanguardia"), odio a la libertad individual y al decadente encanto de la burguesía... Bien sabido es que Marx consideraba al proletariado la clase que iba a transformar el mundo; ojo, no al obrero cuya principal preocupación era dar de comer a su familia, sino al proletariado "combatiente", ese ejército portador de valores eternos. Éste fue uno de los principales errores del genial Marx. Bien sé que todo esto podría expresarse en términos más cultos –es lo que hace Conquest–, pero, por toscos que sean los que estoy empleando, no son falsos.

"Una de las razones por las que las ideologías totalitarias tuvieron tanto éxito el siglo pasado –dice Conquest, hablando del siglo XX– es que, en los países democráticos, demasiadas personas no las entendieron bien". Y añade: "Debemos examinar cómo éstas –o sus variantes– han influido en nuestro ámbito intelectual, como consecuencia de ideas falsas que se fundaban en lo que Dostoievski llamaba 'la sumisión a las ideas avanzadas'".

Rive Gauche

Si Robert Conquest y otros –como George Orwell, sin ir más lejos– tuvieron ciertas dificultades para expresarse y publicar en Londres, la situación en París, desde el punto de vista de la censura y el chantaje progres, fue infinitamente peor. Y es que, tradicionalmente, las ideas liberales han sido mejor acogidas y difundidas en los países anglosajones que en los, digamos, países mediterráneos. (¿Protestantes o católicos?). Ciertamente, en los años 30, 40 y siguientes amplios sectores del Labour Party británico manifestaron grandes simpatías por la URSS, de la misma manera que hubo eminentes conservadores que simpatizaron con Hitler o con Stalin, o con los dos; pero es que en Francia, como en Italia, la cosa fue mucho peor. Si nos limitamos a la Francia de posguerra, cabe señalar una extraordinaria paradoja: fueron tiempos de una extraordinaria joie de vivre, de iniciativas de toda índole en todos los ámbitos de la cultura, una revolución de las costumbres, y a la vez, sí, exactamente al mismo tiempo, imperaba el conformismo político progre, la dictadura de lo que luego se denominó pensamiento único. Daré un solo ejemplo, que me recuerda muchas cosas: si alguien hubiera afirmado delante de Roger Vailland que Stalin era un asesino, ese novelista y periodista decadente, drogadicto y alcohólico hubiera intentado matar al apóstata, o acaso hubiera sucumbido a un infarto. Por cierto, el comunismo de Vailland se limitaba, como él mismo confesó, a rendir culto a la personalidad de Stalin. Vailland es un buen reflejo de ese periodo de la posguerra, a la vez bohemio y fanático. Otros murieron por Hitler.

Una vez, mientras hablaba con François Furet de su obra El pasado de una ilusión y de cómo el comunismo había fascinado a gente que no era comunista, o que, en todo caso, no hubiera deseado vivir bajo un sistema comunista, recuerdo que dije que hasta el exquisito filósofo Maurice Merleau-Ponty había sucumbido al virus. Entonces Furet me confesó que, debido a su gran amistad con la viuda, se había censurado en sus críticas al libro de Merleau-Ponty Humanisme et terreur (Humanismo y terror) y a los textos políticos que éste había publicado en Les Temps Modernes.

Les Temps Modernes

La revista Los Tiempos Modernos constituye otro ejemplos de esa fascinación por el totalitarismo comunista que denunciaba Conquest. Creada en octubre de 1945, su primer comité director estaba compuesto por Jean-Paul Sartre, Raymond Aron y Maurice Merleau-Ponty. Algunos, entonces, se extrañaron de que no figurara Albert Camus. Al cabo de muy poco tiempo, Aron se larga, asqueado con la carga de progresismo de la revista. Quien escribe los editoriales políticos es Merleau-Ponty. Si se leen hoy resultan monstruosos; en esa época, en cambio, pasaban por escandalosamente heterodoxos, al menos para los comunistas y sus millones de perritos falderos, o sea a la crema y nata de la intelectualidad, de la universidad, de la edición y de la prensa.

El primer enfrentamiento en ese grupo de amigos, más o menos resistentes (yo diría más bien menos que más), sabihondos y de la izquierda no comunista, tuvo por protagonistas a Albert Camus y Merleau-Ponty, y por objeto de discordia a Arthur Kostler y a dos de sus libros: El cero y el infinito y El yogui y el comisario, saludados por Camus y criticados por Merleau-Ponty. El Humanisme et terreur (1947) de Merleau-Ponty también dio pie a la discusión: y es que Camus consideraba, con toda la razón, que Merleau-Ponty, en dernière analyse, justificaba el Terror soviético, pese a sus aparentes dudas existenciales. "La crítica marxista del capitalismo sigue siendo válida, y es evidente que el antisovietismo representa hoy la brutalidad, el orgullo, el vértigo y la angustia que encontraría su expresión en el fascismo –afirma en esas páginas Merleau-Ponty–. Por otra parte, la revolución se ha estancado en una postura defensiva, y mantiene y fortalece el aparato dictatorial, renunciando a la libertad revolucionaria del proletariado en los sóviets y en su Partido y a la apropiación humana del Estado. No se puede ser anticomunista, no se puede ser comunista".

Todo el mundo habrá reconocido las tesis trotskistas o suvarinistas sobre esa supuesta libertad revolucionaria de que disfrutó en un principio, "en tiempos de Lenin", el proletariado soviético; lo cual es radicalmente falso: lo que imperó desde los primeros días de la revolución fue el terror, no la libertad revolucionaria. Kronstadt no es el único ejemplo de lo que digo.

Estas imbecilidades, publicadas en 1947, resumen bastante bien lo que pensaba la élite intelectual de la izquierda no comunista en el París de la época; y cuando, más de cuarenta años después, Claude Lefort (que en 1947 todavía era trotskista, y el discípulo predilecto de Merleau-Ponty) prologa una reedición de ese libro, tiene que hacer gala de un extraordinario malabarismo para no condenar del todo a su amigo y maestro. Porque la referida cita no era la peor del libro, y su moraleja era bien clara: el Terror está justificado, con independencia de las muertes que se cobre, si la revolución alcanza su objetivo: una sociedad superior. Con todo, Merleau-Ponty expresaba algunas dudas metafísicas. ¿Por ignorancia o por conformismo?

Yo tengo la impresión de que, si en todos los países del mundo hay gente, millones, que no sólo acepta, sino que exalta el Terror, con tal de que vaya en el mismo sentido que sus odios, en Francia la aceptación del mismo es infinitamente más elaborada e intelectual, y que esto se debe al Terror de la Revolución Francesa. Historiadores, políticos, filósofos, escritores, están tan orgullosos de su revolución, que la aceptan y exaltan en bloque, negándose a matizar, a analizar sus gigantescas contradicciones, y por lo tanto a condenar el Terror. Puesto que así ocurrió en Francia, no puede habar Revolución sin Terror. François Furet no fue el único, pero sí uno de los principales críticos de esa concepción, a fin de cuentas ultrarreaccionaria, desde un punto de vista liberal.

En la inmediata posguerra, y hasta 1947, la consigna de esa exquisita intelectualidad: Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Merleau-Ponty, etc., era: "No somos comunistas, pero compartimos valores con los comunistas". Luego, la consigna de Merleau-Ponty ya citada: "No se puede ser anticomunista, no se puede ser comunista", se convirtió en máxima de esa refinada intelectualidad parisina, con cierta influencia más allá de San Germán de los Prados o el Barrio Latino. Evidentemente, ese sofisma no sólo era imbécil, también embustero, porque el anticomunismo siguió siendo el enemigo principal, como se vio con la guerra de Vietnam, por ejemplo.

Quien más rápidamente se distancia de ese microcosmos intelectual parisino, de ese conformismo político, es Albert Camus. Creo necesario precisar que no tengo una exagerada admiración por él, ni como novelista, ni como dramaturgo (y no hablemos de sus pésimas traducciones de nuestro teatro del Siglo de Oro) ni como pensador político, terreno en el que demostró un buenismo (desde luego, infinitamente menos chabacano que el zapaterista o savaterista), una ingenuidad desconcertante –y no hablemos de sus errores garrafales, como cuando denunció que Antonio Machado había sido detenido en 1938 en un campo de concentración francés, "del que sólo salió para morir" (Combat, diciembre de 1948; reproducido en Actuèlles–; pero reconozco que en ciertas obras y ocasiones tuvo talento, y que en ciertas circunstancias se portó mucho mejor que otros de su tribu. Desesperado por la Revolución, el comunismo (había sido comunista en Argel) y la URSS, en su afán por siendo de izquierdas, y de izquierda radical, escribió la mediocre El hombre rebelde (1951), donde, si justificaba la rebeldía ante las injusticias, el sagrado derecho a decir no, la libertad individual frente al sometimiento, rezumaba desconfianza hacia las revoluciones que terminan en dictaduras o en el totalitarismo. Eso, claro, no pudieron soportarlo ni los comunistas ni los socialistas de izquierda; ni siquiera Merleau-Ponty, Jean-Paul Sartre y sus súcubos de Les Temps Modernes. ¿Cómo podía poner en tela de juicio la sagrada idea de Revolución, ya se tratara de la francesa o de la rusa? Todos arremetieron contra él y su hombre rebelde.

La guerra de Corea

Me entra una duda: puesto que Camus publicó ese libro en 1951, o sea, poco después del estallido de la guerra de Corea, que tanta importancia tuvo para tantos, y concretamente para Merleau-Ponty y Jean-Paul Sartre, cabe preguntarse si las críticas a Camus de Merleau-Ponty no se debieron a una profunda antipatía personal tanto o más que a divergencias políticas; porque esa guerra, iniciada en 1950, constituye la fecha, el símbolo, la ocasión de la ruptura de Merleau-Ponty con su ridículo compromiso anterior: "Comunista no, pero anticomunista menos".

Al tiempo que Sartre se convierte en un correveidile del comunismo, Merleau-Ponty se aleja cada vez más radicalmente de Sartre y de sus propias opiniones. Como siempre, intervinieron diversos factores, porque si la filosofía es inmóvil (y... ¿para qué los filósofos?, decía Revel), la política cambia constantemente. Hay que tener en cuenta que, por las mismas fechas, David Rousset, ex deportado en los campos nazis y amigo de Merleau-Ponty, había logrado lanzar una campaña contra el Gulag soviético, en Le Figaro como en minoritarias revistas de la extrema izquierda antiestalinista. Por otra parte, Marleau-Ponty no se cree la mentira comunista, a la que Sartre adhiere totalmente, según la cual la Corea del Sur, ayudada por los USA, había agredido bestialmente a la pacífica Corea del Norte. Era totalmente falso, como hoy todo el mundo sabe, hasta Putin: el agresor fue Corea del Norte; pero la inaudita potencia de la propaganda comunista hizo tragar ese sapo a muchos. A partir de allí, o sea del Gulag y de Corea, la discusión y las divergencias entre Sartre y Merleau-Ponty se prolongaron hasta 1953, cuando éste fue expulsado de Les Temps Modernes y los dos amigos se retiraron el saludo.

Hasta Corea, el frívolo, el famoso, el literato, el emperador de las noches de San Germán de los Prados, el existencialista era Sartre; pero cuando estalla esa guerra entre el capitalismo y el socialismo, él, como afirmó en diferentes ocasiones, ante tal reto histórico, elige el campo del proletariado, o sea de la URSS, de China, de los partidos comunistas. Porque ese intelectual tan culto e inteligente era a la vez tan profundamente idiota como para creerse que Stalin y Mao eran realmente los representantes y abanderados de los pobres contra los ricos, sin siquiera darse cuenta de que la explotación de los obreros y campesinos (y de los poetas) era infinitamente más bestial en los países comunistas que en los países capitalistas democráticos.

Sartre no fue nunca un intelectual militante, como Manuel Azcárate, para elegir un ejemplo pordiosero. Hay que concederle eso. Ni siquiera cuando, en 1948, prestó su firma –y soltó algún discurso– al proyecto de David Rousset y Georges Altman de crear un nuevo partido, el RDR (fue un aborto), que se situaba en los limbos: ni USA, ni la URSS, pero que pretendía ser una formación de izquierdas y anticapitalista. Ahora bien, colaboró a su manera con el KGB, a fin de cuentas el aparato esencial, y no el más idiota, de la política internacional de Moscú. Así, por ejemplo, presidió el Congreso por la Paz de 1952, celebrado en Viena, al que yo asistí, y que evidentemente era totalmente soviético. Apareció como tiburón de proa en algunos actos más, pero se dedicó esencialmente a escribir a favor de la URSS y de los partidos comunistas.

Hubo que esperar a Mayo de 1968 para que verle transformado en militante, vendiendo por las calles la prensa maoísta y participando en manifestaciones. Hasta fue detenido cinco minutos en una comisaría. "No se detiene a Voltaire", dijo De Gaulle para justificar la tolerancia de las autoridades ante las chorradas del filósofo. Desde su célebre conferencia "El existencialismo es un humanismo" (o sea, de izquierdas), pasando por su apoyo a los totalitarismos comunistas, primero al soviético, luego al chino (siempre en nombre de la libertad, no faltaba más), hasta su decadencia total, física y moral, con su apoyo al terrorismo palestino, etarra, a todos los terrorismos, el Sartre activista fue un desastre. Pero como uno es exageradamente bondadoso recuerda cómo Sartre, viejo, enfermo y ciego, fue abandonado por todos, empezando por su eterna ama de llaves, Simone de Beauvoir, y terminando por sus más próximos compañeros, salvo por Arlette Elkaïm, la discreta, la fiel, la hija-amante.

Capitalismo o barbarie

Evidentemente, la fábrica que produce desde París sofismas para el mundo entero no se detiene por la posguerra, la muerte de Sartre o los desmanes de Louis Althusser, el más famoso de los guardianes del templo marxista-estalinista, que terminó su vida en un manicomio por haber asesinado a su mujer (Stalin se limitó a tirar a su primera esposa por la ventana). Los famosos pensadores de la izquierda francesa, los Foucault, los Derrida, los Deleuze, los Bordieu, los Baudrillard, etc., si cada uno, a su manera, fue alejándose del marxismo-leninismo tradicional, que dominó el ámbito intelectual desde 1944 hasta más o menos 1968, todos se mantuvieron, con sus freudismos, sus estructuralismos y demás caprichos, en el marco de la izquierda anticapitalista. Y Mayo de 1968 fue, entre otras muchas cosas, un movimiento anticapitalista. Y antiimperialista, no faltaba más.

El odio intelectual al capitalismo es muy confuso y variopinto. En él se mezclan el romanticismo decimonónico antiburgués, el desconocimiento de la economía y la influencia, en Francia y otros países europeos, del marxismo y el catolicismo (ambos consideran negativamente el dinero y los negocios, sin que por ello renuncien a un ápice de sus beneficios, cuando se da el caso). Es éste un ambiente muy diferente al que se registra en el mundo anglosajón.

Esa grotesca papilla anticapitalista pone de relieve el sentido común de gentes como Raymond Aron y Jean-François Revel, que intentaron demostrar, contra viento y marea, que el capitalismo es un elemento esencial de la democracia. La democracia, como las personas, avanza sobre dos piernas: el capitalismo y el principio de representación. Está visto que el capitalismo puede funcionar sin democracia, como ocurrió en la Alemania nazi y ocurre en la China de hoy, por ejemplo; pero lo que nunca ha funcionado es una democracia sin capitalismo.

Este tema, que ha creado el más absoluto aquelarre en la izquierda de hoy, se merece, cuando menos, un comentario. Si Dieu me prête vie, tal vez me atreva a ello.