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La Ilustración Liberal

Las sociedades de acceso abierto y el camino del éxito

Conferencia pronunciada por el autor en Guayaquil, Ecuador, el 27 de abril de 2015.

Les adelanto que las razones por las que algunos países triunfan y otros fracasan o encallan en una triste medianía radican, precisamente, en la calidad del Estado de Derecho que consiguen erigir.

Por eso es importante examinar de cerca esta cuestión. Ello quizás nos permita corregir el rumbo y terminar con la penosa tradición de ser el sector más atrasado y calamitoso del mundo Occidental.

Vayamos al grano.

El nuevo-viejo mundo

En nuestro nuevo mundo americano, los españoles, nuestros antepasados étnicos o culturales, trajeron sus leyes, su religión, sus instituciones y su forma de entender las relaciones económicas y políticas entre la sociedad y el Estado.

Si en la historia ha habido un enérgico cambio de régimen –como ahora se dice–, fue el efectuado cuando Europa, inesperadamente, descubrió y colonizó unas tierras insospechadas, orillando enérgicamente a los pueblos aborígenes.

Este no es el lugar para analizar en detalle cómo fue ese universo que construyeron los europeos, especialmente nuestros antepasados españoles, pero no es descaminado afirmar que:

  • En lo social, se trataba de una estructura estratificada en la que importaba mucho más el origen que el mérito. El acceso a los cargos públicos, a las distinciones, a los estudios, a las exenciones fiscales, incluso el derecho a utilizar cierto tipo de vestimentas, dependían de la casta o la raza a la que se pertenecía.
  • En lo económico, imperaba una suerte de mercantilismo proteccionista dirigido desde la cúspide y encaminado a favorecer y enriquecer a la Corte y a los cortesanos allegados al poder.
  • En lo político y en lo jurídico, mientras tanto, se trataba de una maquinaria vertical ordenada desde Sevilla, Valladolid o Madrid, en cuyo vértice comparecía un distante rey español.

Recuérdese que el gran monumento legal levantado durante aquellos siglos fueron las Leyes de Indias, unas reglas de comportamiento hechas por brillantes juristas españoles que estaban, no obstante, a miles de kilómetros de distancia de quienes tendrían que someterse a ese ordenamiento.

Huelga decir que no me estoy quejando de ese proceso de colonización, que era el único disponible para la Corona española dada su concepción de la sociedad, sino estoy describiendo a grandes rasgos lo que sucedió.

De alguna manera, España continuó haciendo en América lo mismo que llevó a cabo en la propia Península durante la Reconquista contra los moros y el Islam, y en Canarias cuando se apoderó de esas islas vecinas a África.

Vale la pena recordar estos aspectos históricos porque el neopopulismo que hoy nos proponen como expresión de la modernidad tiene un enorme parecido con aquel antiguo régimen colonial que fue desplazado por nuestras repúblicas.

  • Hoy la jerarquía no se establece por la limpieza de sangre o la nobleza hereditaria, sino por el partido político o la ideología que se defienden con devoción fanática.
  • Hoy también se invocan las supuestas virtudes del proteccionismo, en lugar del comercio libre, y se enriquece a los empresarios cercanos al poder, los cortesanos, generalmente dispuestos a hacerles favores a los que mandan, repitiendo una conducta propia del mercantilismo.
  • Por otra parte, las reglas que se aplican en el espacio neopopulista, como sucedía en la América colonial, han sido concebidas muy lejos de donde se aplican. No son hechas libremente y a la medida para unos problemas específicos, sino pret-a-porter, de acuerdo con ideologías trasnochadas.

Hoy no hay reyes, pero hay caudillos que se creen predestinados, insustituibles y omnisapientes, incapaces de buscar consenso y de someterse a la autoridad de las normas, mientras acaparan las prerrogativas de los otros poderes del Estado. Es como si los fantasmas de la época colonial hubieran encarnado de nuevo, y hubieran regresado para gobernarnos con otro lenguaje, disfrazados de modernidad, pero con la misma mentalidad reaccionaria que, al menos teóricamente, fue sustituida por los revolucionarios liberales del siglo XIX, hijos todos de la previa Ilustración que liquidó al ancien régime.

Es como si estuviéramos frente a un estado zombi. Un modelo de estado muerto que ha vuelto del más allá para imponernos ideas antiguas, supuestamente liquidadas, desmentidas por la realidad, pero que vuelven como en una pesadilla circular.

Douglass North

Asomémonos a este fenómeno de los estados zombies desde otra perspectiva.

Veámoslo recurriendo a la mirada de uno de los gigantes del pensamiento económico del siglo XX, el norteamericano Douglass North, que hoy tiene la friolera de 95 años, quien obtuvo en 1993 el Premio Nobel de Economía junto a su compatriota Robert W. Fogel por sus estudios sobre las relaciones de causalidad entre las instituciones y el desarrollo.

En el año 2009, junto a otros dos colegas, North publicó una obra importantísima en Cambridge University Press: Violence and Social Orders: a Conceptual Framework for Interpreting Recorded Human History. En ese ensayo, los autores establecen muy persuasivamente la hipótesis de que, a lo largo de la evolución de la especie humana, sólo ha habido tres etapas o tres modelos básicos de organización:

  • Primero, un larguísimo periodo, acaso de millones de años, en el que nuestros antepasados fueron cazadores y recolectores. De aquella época sólo quedan algunos vestigios en la selva amazónica, en ciertas islas del pacífico y en algunos rincones de África.
  • Una segunda etapa, aparecida hace apenas unos diez mil años, cuando se produjeron los asentamientos agrícolas, y cobró vida un tipo de sociedad al que ellos llaman de acceso limitado que subsiste hasta nuestros días. La mayor parte del planeta actual todavía vive dentro de ese esquema, que de hecho es, aunque no de derecho, el que subsiste en América Latina.
  • Y, tercero, un fenómeno relativamente reciente, surgido a partir del fines del siglo XVIII, pero más claramente en el XIX, que son las sociedades de accesoabierto, hoy presentes, de manera creciente, en una veintena de países, precisamente los más desarrollados y felices del planeta.

Definamos para entendernos:

Las sociedades de acceso limitado son aquellas gobernadas por unas élites que, en gran medida, controlan la autoridad y se reparten las rentas, se asignan privilegios y dirigen a las personas. En ellas, el poder y las clases dominantes se refuerzan mutuamente.

Las sociedades de acceso abierto, por el contrario, están gobernadas por la competencia, reguladas por el peso y funcionamiento de instituciones imparciales, y en ellas prima el ideal de la meritocracia.

En las sociedades de acceso abierto, la competencia opera no sólo en el terreno económico, guiada por el mercado, sino también en el político, pues son esencialmente democráticas y las élites de poder circulan, cambian y se reemplazan periódicamente de acuerdo con unas reglas que no suelen sufrir variaciones con frecuencia.

Curiosamente, las sociedades de acceso abierto, que encarnan en el ideal republicano, no surgieron por diseño de sus iniciadores, los norteamericanos, sino como una consecuencia imprevista de la revolución independentista que estalló en 1776 contra Inglaterra.

El objetivo de aquel movimiento político, que germinó en Estados Unidos, la primera república moderna, era terminar con los lazos que unían a las trece colonias con la corona británica, debido a los múltiples agravios infligidos a "los americanos", especialmente en el terreno de las imposiciones fiscales.

Ciudadanos

Al romper con la metrópolis, las trece colonias se quedaron, súbitamente, sin soberano, pero les dieron vida a quienes lo sustituirían: los ciudadanos.

Por definición, ese sujeto histórico, el ciudadano, debía proclamar, y así lo hizo, que todas las criaturas eran iguales ante la ley. Ello significaba que se rechazaba el régimen de privilegios hasta entonces utilizado.

El celo republicano llegó al extremo de prohibir, mediante una ley, cualquier distinción especial otorgada a un ciudadano norteamericano por la Corona británica o gobiernos extranjeros.

La única jerarquía posible era la que emanara de los méritos personales. Se afianzaba la meritocracia, al menos como ideal.

Incluso, se rechazó la vestimenta especial. Benjamin Franklin, el sabio norteamericano, mientras fue embajador ante Francia, se negó a vestir la casaca rameada de los diplomáticos en las recepciones oficiales y puso de moda en París la ropa sencilla del hombre común.

Esa anécdota resumía toda una concepción del nuevo estado surgido en América: el burócrata era un servidor público, escogido para realizar una tarea, subordinado a la autoridad de los ciudadanos que le habían confiado ese trabajo. Hubiera sido un contrasentido que vistiera de un modo singular y superior a la de sus jefes naturales.

Democracia representativa

Los ciudadanos, además, podían y debían tomar decisiones colectivas para ejercer la soberanía. La revolución americana había desplazado el eje del poder, arrebatándoselo al monarca y a la Corte. ¿Cómo lo harían?

Lo harían mediante la democracia, un método concebido para tomar decisiones colectivas basado en la aritmética, pero siempre que esas decisiones se ajustaran a la Constitución y a los derechos individuales.

Lo harían mediante la regla de la mayoría, es decir, por procedimientos democráticos, pero delegando en representantes escogidos para esa labor, porque desconfiaban de la tumultuosa democracia asamblearia. Ésa era la esencia de la democracia representativa.

Es verdad que, en el principio, sólo votaban los varones blancos, mayores de edad, educados y propietarios, pero ese universo restringido de electores se fue ampliando paulatinamente.

Primero se sumaron los otros varones blancos adultos, fueran o no propietarios y educados. Luego de una guerra feroz, le llegó su turno a la población negra. Por último, tras las campañas de las sufragistas, y por la influencia del mundo anglosajón, comenzaron a poder votar todas las mujeres adultas.

Las primeras que lo hicieron fue en Nueva Zelanda, en 1893, entonces una dependencia colonial de Londres. Finalmente, Estados Unidos aprobó el voto femenino en 1920.

Constitucionalismo

Naturalmente, en las repúblicas latinoamericanas, todas influidas por el modelo de Estados Unidos, las decisiones que tomaban, supuestamente, estaban limitadas por una Constitución.

La Constitución se dedicaba a establecer límites para que los gobernantes no pudieran atropellar los derechos individuales. Era un muro para contener el poder. Ése era su primer objetivo: impedir los abusos de la autoridad.

En Estados Unidos, a lo largo de casi dos siglos y medio, desde su fundación, la República sólo ha tenido una Constitución a la que se le han hecho 27 enmiendas, diez de ellas en 1789, dos años después de haberse redactado.

Existe el consenso de que la Constitución es el pacto que realmente une a los ciudadanos, incluso en mayor medida que la historia y la lengua, por lo que se habla de "patriotismo constitucional", lo que explica que los norteamericanos no encuentren conveniente sustituir la ley de leyes, o retocarla excesivamente, ante cada conmoción social acaecida en el país.

No hay duda: cambiar de Constitución con frecuencia, como solemos hacer en América Latina, es una prueba de inestabilidad que sólo genera desconfianza.

Al fin y al cabo, la vigencia de una Constitución, como la de cualquier contrato, está en relación directa con la voluntad de acatarla que tenga la mayoría de la sociedad.

La República, en fin, era un tipo de gobierno limitado por las leyes, que creaba instituciones capaces de transmitir la autoridad pacífica y ordenadamente mediante elecciones periódicas.

Ni el método democrático, ni las instituciones generadas, aseguraban que serían seleccionados los mejores, porque esa calificación siempre era arbitraria y subjetiva, pero sí que la participación era abierta, los resultados serían respetados, y siempre habría una próxima oportunidad de corregir los resultados.

De ahí que en la Constitución se establecieran los conocidos check and balances, que incluía una separación entre los poderes que ejercían los gobernantes.

Fundamentalmente, los parlamentarios hacían las reglas, el presidente las ejecutaba, y los jueces solucionaban los inevitables conflictos que surgieran en el curso de estas acciones. Era el triunfo de la receta del barón de Montesquieu, concebida tras las cavilaciones y recomendaciones hechas por John Locke un siglo antes.

Era, además, muy importante que esos tres poderes fueran ejercidos por personas diferentes. ¿Por qué? Dejemos que lo responda James Madison, el padre de la Constitución de Estados Unidos y quien con mayor intensidad meditara sobre el tema. Dice Madison:

La acumulación de todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, en las mismas manos, sean de una persona, de unas pocas o de muchas, y sea de modo hereditario, autoproclamado o electivo, puede presentarse con toda justicia como la propia definición de la tiranía.

Las sociedades de acceso abierto

¿Qué sucedió en Estados Unidos a partir de 1776, o mejor, a partir de 1787, cuando se dicta la Constitución?

Sucedió que fue surgiendo una nación racionalmente gobernada, muy hospitalaria con la iniciativa privada y con los emprendedores, en la que a los inmigrantes les resultaba posible incorporarse, luchar y alcanzar un modo de vida mucho mejor que el que habían dejado atrás en la vieja Europa de la que procedían casi todos los extranjeros que se asentaron en Estados Unidos hasta el siglo XIX.

Con el tiempo, esa experiencia comenzó a fructificar por el simple expediente de la imitación.

A fines del siglo XVIII, a partir de 1789, tras el estallido de la Revolución, los franceses tuvieron a la República americana como un modelo, pero muy pronto la perdieron de vista con la sangrienta era del Terror, y luego hundieron al país con el aventurerismo de Napoleón.

Fue entonces, precisamente cuando Napoleón invadió a España y la descabezó provisionalmente, que la influencia norteamericana golpeó con fuerza a las puertas de Hispanoamérica.

En el primer cuarto del siglo XIX surgieron casi todas las repúblicas americanas, espoleadas por el ejemplo de Estados Unidos, pero copiamos la forma y no el espíritu de lo que acontecía en ese país.

Creímos que el secreto estaba en proclamar Constituciones parecidas a la americana, ignorando que, sin la voluntad de respetarlas, sin la aceptación de la competencia en todos los órdenes, sin la aparición del ciudadano y del servidor público, sin la subordinación a las instituciones, y sin el ánimo del llamado fairplay, nuestras nuevas naciones serían devoradas por la violencia y el caudillismo.

Pensábamos que el secreto del desarrollo y la convivencia armónica estaban en el modelo republicano estadounidense, lo cual era cierto, pero la clave profunda estaba en pasar de una sociedad de privilegios, como las de acceso limitado, a una sociedad de competencia, de acceso abierto, como había desarrollado, sin proponérselo, Estados Unidos.

Si primero fuimos nosotros los que imitamos el ejemplo de Estados Unidos, aunque lo hiciéramos mal, poco después, en la primera mitad del siglo XIX, el país ya era un modelo social que comenzaba a estudiarse con interés en Europa.

Eso se refleja claramente en la entusiasta obra del diplomático y aristócrata francés Alexis de Tocqueville, De la democracia en América, publicada en París en 1835 tras un extenso viaje por Estados Unidos. Europa, ya no podía dudarse, comenzaba a contemplar con creciente curiosidad los resultados del experimento político y social estadounidense.

Por supuesto, había razones para ello. A fines del siglo XIX, aquellas trece colonias que un siglo antes se independizaron de Inglaterra en condiciones poco prometedoras, insignificantes entonces frente a Gran Bretaña, Francia, Prusia, Rusia y hasta la propia y disminuida España, poco a poco se habían convertido en uno de los países mayores del mundo, y en la primera economía del planeta en el terreno económico, industrial e, incluso, militar.

Fue entonces, sin que nadie las convocara a ello, que algunas naciones europeas decidieron imitar el modus operandi estadounidense.

Daba igual que fueran repúblicas o monarquías parlamentarias, porque lo fundamental no era quién estaba a la cabeza del Estado sino once rasgos distintivos de las sociedades de acceso abierto:

  1. El imperio de la ley.
  2. La existencia de libertades individuales.
  3. El funcionamiento de las instituciones.
  4. La protección de la propiedad privada.
  5. La justicia independiente, cayera quien cayera.
  6. El mercado abierto.
  7. La democracia política.
  8. La meritocracia.
  9. El surgimiento de una burocracia política compuesta por servidores públicos.
  10. La rendición periódica de cuentas.
  11. Y la creación de un espacio social hospitalario con las iniciativas de los emprendedores.

Cuando todo eso sucedía, las sociedades prosperaban en su conjunto, y muchos ciudadanos de cualquier origen, incluso de cuna pobre, si tenían talento y trabajaban duro lograban acumular una notable cantidad de riquezas.

No se piense, naturalmente, que el paso de Estados Unidos, de su humilde origen colonial hasta convertirse en la primera potencia del planeta, fue el resultado de un proceso fulminante.

No ocurrió así: desde su independencia a hoy, el país creció al ritmo anual aproximado del 2%, pero la solidez institucional y la confianza generada en el funcionamiento de la ley y las instituciones, fue logrando que sus universidades, sus fábricas, su aparato militar y su moneda fueran escalando hasta colocarse a la cabeza del mundo.

Esa atmósfera, lograda por una sociedad de acceso abierto, que hizo posible el sueño americano, paulatinamente, por imitación, se convirtió en el sueño escandinavo, francés, inglés, y así hasta llegar a las 20 naciones más prósperas del mundo, pero en un proceso que, afortunadamente, no ha terminado todavía, dado que el éxito de ese modelo de relación entre la sociedad y el Estado continúa influyendo.

El error de permanecer como sociedades de acceso limitado

En efecto, los 20 países más prósperos y felices del planeta, de acuerdo con el nada sospechoso Índice de Desarrollo Humano que publica anualmente la ONU, son sociedades de acceso abierto que exhiben esos once rasgos previamente mencionados.

No es una casualidad que esas sociedades, además, sean las que mejor puntuación obtienen en Transparencia Internacional, la institución que mide el nivel de corrupción que existe en el país.

Tampoco es fortuito que esos 20 países sean aquellos en los que resulta más fácil hacer negocios, y en los que el Estado de Derecho funciona más adecuadamente.

Pero ¿qué sucede en esa enorme zona del planeta que todavía permanece anclada en el modus operandi tradicional de las sociedades de acceso limitado?

En primer término, en lugar de confiar en el desenvolvimiento de las instituciones, continúan atadas al caudillismo.

Ése es un gravísimo error.

Siguen esperando que la felicidad llegue de las manos y las decisiones de un jefe enérgico que sabe lo que hay que hacer y cómo y cuándo debe hacerse.

Quienes siguen ciegamente a ese jefe, abdican de la función de pensar con cabeza propia y le asignan esa responsabilidad a un líder que, generalmente, es una persona egocéntrica afectada por el más evidente narcisismo, decidida a permanecer en el poder indefinidamente porque está convencida de que sólo él puede y sabe gobernar.

Esos seguidores, convertidos en fanáticos, sin darse cuenta, han dejado de ser ciudadanos, retomando el triste papel de súbditos. Han renunciado a su condición de soberanos para retornar al viejo rol de cortesanos.

Tampoco se trata, todo hay que admitirlo, de un fenómeno único de América Latina. En la propia nación americana, el primer presidente, George Washington, a quien hasta le ofrecieron la Corona del nuevo país –que rechazó cortés y firmemente–, aunque pudo elegirse para un tercer mandato, se negó a ello, inaugurando la costumbre de limitar a dos periodos el ejercicio de la presidencia.

Pensaba Washington, y con razón, que presidir el gobierno debía ser una función temporal, puesto que siempre se comienza a mitad de camino y se deja a mitad de camino, porque no hay un punto de llegada. Lo esencial es la travesía.

Lo importante es el funcionamiento de las instituciones, la transmisión pacífica de la autoridad, generar confianza en el país, no en quien accidentalmente se encuentra colocado en la cabecera.

Si hoy, pese a todos los problemas que confronta la nación norteamericana, el 75% de las transacciones internacionales se realizan en dólares estadounidenses, y hacia ese país fluyen la mayor parte de las inversiones, incluida la compra masiva de bonos e instrumentos financieros oficiales, es por la confianza que genera una maquinaria política y social predecible, que funciona con arreglo a la ley desde hace casi dos siglos y medio.

Esa certeza hubiera sido destruida si el gobierno de leyes hubiese sido sustituido por un gobierno de hombres iluminados.

Incluso, cuando hubo uno, Franklin Delano Roosevelt, el trigésimo segundo presidente que pasaba por la Casa Blanca, que rompió la costumbre inaugurada por George Washington y se hizo elegir cuatro veces, en vez de dos, otro de los poderes, el legislativo, propuso en 1947 la enmienda vigésimo segunda que limitaba a dos periodos el tiempo de servicio público de los presidentes, medida finalmente refrendada en 1951 como parte de la Constitución americana.

A mi juicio, y comprendo que es una opinión debatible, lo ideal es un solo periodo presidencial, irrepetible, de 5 o 6 años, de manera que quien ocupa la jefatura del Estado sepa que ésa es su única oportunidad de pasar a la historia como un buen gobernante, lo que, de paso, hace menos atractiva la creación de costosas redes clientelares e impide o limita el surgimiento de esas sanguijuelas que se enquistan en torno al palacio de gobierno para medrar al amparo de la autoridad.

Casi nadie es capaz de medir las relaciones entre caudillismo y corrupción, pero los vínculos son fortísimos y devastadores. Señalemos sólo cinco de una lista mucho más extensa:

  • Primero. La corrupción, especialmente cuando ocurre sin el examen y castigo de los tribunales, pudre el sistema de gobierno y transmite el mensaje de que la democracia es una mascarada donde todo vale.
  • Segundo. Encarece las actividades del sector público, lo que se traduce en un nivel más alto de impuestos y un precio mayor para los bienes y servicios.
  • Tercero. Distorsiona el sistema de competencia, debilita los fundamentos del mercado y reduce la productividad general de una sociedad que va transformando a sus agentes económicos en cazadores de rentas.
  • Cuarto. Enseña a la sociedad que el éxito económico no es el producto del trabajo y la perseverancia, sino de las conexiones. ¿Para qué esforzarse duramente en el estudio y el trabajo honrado, si unas relaciones deshonestas logran beneficiar mucho más a quienes las cultivan?
  • Quinto. Es el inicio de un progresivo desmantelamiento de todo el Estado de Derecho. Un gobernante no puede elegir cuáles leyes cumple o cuáles ignora. Quien asalta, trafica en drogas o secuestra a mano armada, no tiene por qué sentir que es peor que el político que se apodera de los dineros públicos, del empresario que paga una coima o del funcionario que la recibe.

Por supuesto que esos comportamientos, aunque con menos frecuencia, se dan en cualquier sociedad, incluida la norteamericana, pero donde mejor se combaten es en las naciones que cuentan con un poder judicial independiente, con leyes justas y códigos penales bien pensados, con jueces bien formados y probos que no responden a otra voz que a la de la ley, con fiscales que persiguen los delitos, caiga quien caiga, con agentes de la ley que no se venden a los delincuentes y con sistemas penitenciarios capaces de realizar su trabajo de castigo y rehabilitación de una manera adecuada.

Naturalmente, para que ese poder judicial independiente tenga la calidad requerida, es indispensable contar con buenos abogados educados en excelentes facultades de Derecho, muy bien remunerados y admirados, formados en la ley y en la ética, conscientes de la inmensa responsabilidad que les cabe, porque sobre sus hombros descansa la salud de la República.

No hay duda de que los tres poderes son importantísimos y totalmente interdependientes, pero sin un poder judicial competente y universalmente respetado, el Estado de Derecho no es capaz de resistir las tendencias destructivas presentes en toda sociedad.

Una simple anécdota puede aclarar mi afirmación.

En el año 2000 pude ver en Estados Unidos lo que significa tener un poder judicial respetado e independiente. Ese fue el año en que el republicano George W. Bush derrotó al demócrata Al Gore por 271 votos electorales frente a 266.

Al Gore había ganado en el voto general por más de medio millón de sufragios, pero la ley norteamericana le concede la presidencia a quien obtenga más votos electorales de acuerdo a los asignados a cada estado, y ese cómputo, aunque es raro, no siempre coincide con la votación general del país.

En esa oportunidad, el estado de la Florida fue el decisivo y allí estaban prácticamente empatados. Si Florida se decantaba por Bush, éste ganaba, y en el conteo de votos sólo había obtenido 573 sufragios más que su contrincante.

La ciudadanía estaba profundamente dividida y la discusión era muy amarga. Los demócratas, tremendamente frustrados, pidieron un recuento manual de los votos floridanos, pero inmediatamente los republicanos interpusieron el mismo recurso en varios estados donde habían perdido por un estrecho margen.

Estaba en juego la santidad del proceso democrático y la sociedad debatía acremente.

Los republicanos apelaron a la Corte Suprema y ésta dictaminó que se había acabado el recuento de los votos y declaró vencedor a George W. Bush.

Lo que entonces sucedió fue tremendo: desde Al Gore hasta el último norteamericano acataron la decisión del Tribunal Supremo y se acabó la discusión instantáneamente. Habían hablado los jueces.

Eso pudo suceder porque el sistema judicial norteamericano, con todos sus defectos, y los tiene, goza de la confianza general de la sociedad, lo que le confiere una inmensa fortaleza a ese sistema de acceso abierto que hemos mencionado a lo largo de esta charla.

Quiero, para terminar, reforzar exactamente ese concepto.

El éxito de una sociedad depende, en gran medida, de la confianza que generan las instituciones de derecho en la que los ciudadanos conviven; en su sistema económico y en la moneda en la que realiza sus transacciones.

Cuando surge una etapa de inseguridad en el mundo, si pueden, las personas y sus ahorros acumulados marchan inmediatamente a protegerse a países como Estados Unidos, Inglaterra o Suiza. ¿Por qué? Porque tienen confianza en sus leyes y en sus instituciones, seguros todos de que no habrá una acción arbitraria que los prive de sus bienes o de su vida.

No es en el impetuoso acto revolucionario o en la acción de los caudillos sabelotodo donde radica el triunfo de las sociedades. Es en el trabajo fecundo de las personas dentro de las instituciones, por un tiempo muy prolongado y sin sobresaltos ni cambios de las reglas de juego. Eso es lo que sucede en las sociedades de acceso abierto. Por eso tienen éxito.