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La Ilustración Liberal

Alejo Vidal-Quadras: "Jamás se me pasó por la cabeza dedicarme a la política"

De él puede decirse que mientras estuvo en la primera línea de la vida pública, fue la menor cantidad de político que puede darse en un político, de la misma manera que cuando va a una tertulia de radio o televisión es la menor cantidad de tertuliano que puede darse en un tertuliano. O sea, que, hoy como ayer, sigue sin ventilar los temas a base de argumentarios, improvisaciones y agudezas, por más que vaya sobrado de argumentos, sea rápido de reflejos y tenga un fenomenal humor. ¿Que no es ningún santo? Bien. Vale. De acuerdo. Pero quién lo es.

¿Es usted de los que, como Jaime Gil de Biedma, pide disculpas por haber nacido en la edad de la pérgola y el tenis?

Bueno, Jaime nació en el 29 y yo en el 45. O sea, que… Aunque, en cierto modo, sí, la Barcelona de mi infancia y de mi primera adolescencia podía considerarse todavía la Barcelona de la pérgola y el tenis, algo así como la Barcelona de las cien familias.

¿Las cien familias?

Sí, una serie de familias que ejercían la hegemonía en la sociedad catalana de la época, y, particularmente, en la sociedad barcelonesa.

Nombres, nombresO apellidos, apellidos...

Estaban, entre otros, los Güell, los Sentmenat, los Milá, los De Caralt, los Ferrer-Vidal, los Valls-Taberner, también los Vidal-Quadras...

Una primera clasificación podría ser entre los que tenían título y los que no.

Entre los segundos, a su vez, habría que distinguir entre los que no lo tenían porque no se lo habían ofrecido y los que, habiéndoselo ofrecido, lo habían rechazado, como hizo mi bisabuelo con Alfonso XIII.

¿Por qué lo rechazó?

Porque lo que no quería era un título reciente.

Pero todos los títulos otorgados lo son.

Eso demuestra su gran sentido del humor.

Segunda clasificación: los que tenían dinero y los que no, con independencia de los títulos.

Clasificación que podía darse incluso dentro de una misma familia. Por ejemplo, los Vidal-Quadras. Por un lado estaban los que habían conservado cierta opulencia, como mi tío Manuel, o mi tía María Teresa, o mi tío Luis. Por el otro, el de los que habían entrado en una fase de escasez, como mi tío Jorge, mi tía Silvia o mi propio padre, quienes, a pesar de todo, conservaban el lustre del apellido.

¿Y eso daba de comer?

Abría, al menos, las puertas de ese coto cerrado, de ese ecosistema selecto, ciertamente endogámico, donde se hacían los negocios e, incluso, se articulaban matrimonios; el mundo de los clubs de golf, de los mismos sitios a los que ir a esquiar, del Liceo; un mundo con su exquisitez, sus sobrentendidos, sus propios códigos en cuanto a comportamiento, modales, vocabulario, lengua...

Ya que menciona la lengua, ¿en qué hablaban?

Normalmente, en español, en castellano, si bien todos sabíamos hablar perfectamente el catalán. Algunos (los Valls Taberner, por ejemplo) empleaban el catalán, pero solo cuando hablaban entre ellos, porque cuando se relacionaban con los demás usaban el español. Era una cosa curiosísima.

¿Se sentía cómodo en el ambiente aquel?

Digamos que yo tenía ciertas inquietudes que, de alguna manera, me diferenciaban de todo aquello.

¿Qué tipo de inquietudes?

Intelectuales. O mejor dicho: literarias.

¿Y quién formaba su círculo?

Estaban José María Álvarez, y Alberto Viertel (el pobre, que en paz descanse), y los Clotas (Salvador e Higini), y Pere Gimferrer; y, bueno, toda la gauche divine del Bocaccio; esa gente cínica y exquisita. Un universo al que me asomé sin llegar nunca a pertenecer a él.

Sin embargo, no siguió la carrera de las letras, sino la de la política, y antes, la de las ciencias.

Una cosa rara que me singularizaba en mi ambiente social, aparte de ser un lector empedernido, era que sacaba muy buenas notas. Y otra es la que apunta usted: que quise hacer una carrera de ciencias, y de ciencias duras como era Físicas, cuando lo normal era hacer Derecho o Económicas, normalmente Derecho.

De las ingenierías mejor ni hablar, imagino.

Se consideraban –en el mundo aquel, insisto– una cosa bastante prosaica, como muy industrial.

La física, en cambio, ha inspirado canciones, y canciones pop, como aquella de Antonio Vega –"Una décima de segundo"– en la que se la define como un placer.

Es que es un placer, la física, e intensísimo. A este respecto, deje que le cuente una anécdota.

Adelante.

Era la época en la que andaba yo terminando mi tesis doctoral y, además, dando clases en la Universidad Autónoma de Barcelona.

¿Qué asignatura?

Cálculo Diferencial. La anécdota es que al final de los capítulos del libro de texto que seguíamos se proponía una serie de problemas a los alumnos; lo normal en este tipo de disciplinas, vaya. Pues bien, uno de esos problemas se les resistía terriblemente a los alumnos, pero también a mí. Bueno, a mí y al resto de los profesores. Porque fui al Departamento de Matemáticas y nada. Y al de Física Teórica y tampoco. Y todos, profesores y alumnos, nos íbamos irritando cada vez más.

¿Terminaron resolviéndolo?

Sí.

¿Cómo?

La pregunta no es cómo, sino dónde.

Pues dónde.

En el banco de un parque adonde había ido a hacer manitas con mi novia de entonces (una joven muy atractiva, por cierto). Fue en ese momento que descubrí que el cerebro trabaja solo aunque nosotros no seamos conscientes. Porque, de pronto, vi la solución.

¿Gritó eureka?

Lo que pegué fue un aullido que hizo que mi novia pensara que me había vuelto loco. Pero es que la solución era tan sencilla, tan evidente, tan diáfana, que precisamente por eso pienso que no habíamos resuelto el problema a la primera. Fue, qué quiere que le diga, una de las experiencias de mi vida que recuerdo con más agrado y emoción. Algo estupendo. Un auténtico placer. La anécdota, por cierto, la incluí en una conferencia que titulé El científico en la política.

Y en su libro Qué es la derecha proponía al lector la aplicación de un principio científico como solución política a un problema concreto.

¡Ah, sí! En el capítulo en el que hablaba de la igualdad. Lo que decía era que para que exista un campo de fuerzas tiene que haber una diferencia de potencial.

Me lo va a tener que explicar.

Muy sencillo. Por ejemplo, un líquido fluye por la gravedad, es decir, cuando hay una desigualdad de altura entre dos niveles. Pues en un campo eléctrico sucede lo mismo: la corriente circula porque hay un punto en la red en el que el potencial es más alto que en otro punto.

¿Y la aplicación política de todo esto…?

Lo que yo decía, sin pretender ser original, es que un cierto nivel de desigualdad –sin que sea ofensivo o intolerable– en la sociedad favorece el impulso natural de los seres humanos a mejorar de estatus, con todo lo que esto genera de progreso y riqueza.

Llevamos un rato hablando y, como ve, la política ha tardado en saltar. ¿Qué pasa, que no fue una vocación temprana?

Jamás se me pasó por la cabeza dedicarme a la política. Jamás. Pero jamás. Nunca. De hecho, empecé a interesarme allá en la Transición, cuando el Generalísimo descansaba en paz en el Valle de los Caídos.

¿Fue también en eso una excepción a la regla?

Es curioso, pero vivimos en una sociedad histéricamente politizada. Lo vemos en los medios, con unos porcentajes mayoritarios de sus páginas y de su programación dedicados a la política. Hasta el punto de que, muchas veces, se da importancia a una serie de cuestiones triviales, absolutamente triviales, y se las infla para alimentar polémicas absurdas.

¿Y en la edad de la pérgola y el tenis?

La política no tenía apenas papel en la vida social.

Pero solo en determinados ambientes, supongo.

No, no, no, en todos. La sociedad española de entonces era una sociedad absolutamente despolitizada. Es decir, la vida de la gente transcurría, plácida y previsiblemente, en el plano de su familia, de su trabajo, de sus proyectos vitales.

Y Franco, ¿qué opinaba de todo eso?

La España oficial, representada por el régimen, ese artefacto opresor, rígido y gigantesco, estaba en un plano distinto, por más que planeara sobre la vida de la gente de manera protectora y coactiva a la vez.

Entonces… ¿la oposición, la tan cacareada oposición?

Era escasísima y, por supuesto, no aparecía jamás en ningún medio de comunicación.

Pero ¿nunca se oían rumores o qué?

Sí, pero eran eso, rumores; y, además, lejanos, como de otra galaxia.

¿Esto que cuenta era así en toda España o Cataluña era different?

Cataluña era una parte de España donde el régimen tenía la misma implantación que en el resto del país. Y si alguien piensa que allí anidaba una resistencia más allá de lo anecdótico, se está haciendo ilusiones. Todo estaba perfectamente integrado en el régimen, lo que no significaba una adhesión inquebrantable.

¿Cómo se explica eso?

Lo he dicho antes. La gente hacía su vida y el régimen estaba ahí, como si fuera un fenómeno atmosférico. Lo que había era indiferencia.

En la Transición, sin embargo, es el descorche, la efervescencia. Hasta usted, que nunca se lo había planteado, se mete en política. Y, lo más curioso, en las filas del catalanismo moderado.

Sí, bueno, hay que situarse en el contexto. Estamos a principios de los años 80 y yo, que tenía treinta y pocos años, era secretario de un club de opinión en Barcelona que ha desaparecido ya.

¿Cuál era su nombre?

Club de Opinión Prisma. Lo formaban unas sesenta o setenta personas de las clases profesionales y empresariales catalanas, todos mayores que yo. Había la idea absurda de que el socio más joven fuera el secretario, y como yo era el más joven, pues me nombraron secretario. Bueno, no, había alguien más joven, Julio Ariza. Pero el secretario era yo.

¿Y entre sus funciones estaban…?

La organización de charlas y conferencias sobre temas de orden social, político y económico. Y, bueno, me lo tomé con interés, pero sin ningún tipo de intención de dedicarme a la política, eso desde luego.

Sin embargo…

Conozco a Durán Lleida y a Concepció Ferrer, socios del club, y nos hacemos amigos. Y no solo eso, sino que empiezan a invitarme a cosas, y a halagarme (que si necesitaban jóvenes valores y tal y cual), y un buen día me piden que me haga del partido.

El partido era Unió.

Un partido muy pequeño, satelizado por Convergència, casi un apéndice. Hasta el punto de que la gente rara vez decía "Convergència i Unió". Decía "Convergència". Y los de Unió, claro, se enfadaban mucho y añadían: “¡… i Unió, i Unió!”.

Duró, sin embargo, poco.

Seis meses.

¿Por qué se fue?

Porque cuando empecé a ir a las reuniones de partido, a las actividades internas, algo en mi interior me dijo: “Alejo, este no es tu sitio”. Y me fui.

¿Por ejemplo?

Por ejemplo, retratos de Maciá y retratos de Companys en las paredes, personajes absolutamente nefastos, los dos, y desde cualquier punto de vista. Por ejemplo, algunos compañeros de partido –¿algunos? Bastantes– que en sus ideas, en sus manifestaciones, en sus proyectos, denotaban un aldeanismo excesivamente tribal para mí.

Y eso que Convergència, menos todavía Unió, aún no había enseñado la patita independentista.

Pero si Convergència en su discurso lo que decía era que contribuía a la gobernabilidad de España y Pujol era un hombre de Estado. El independentismo entonces no existía. Simplemente no existía. Ni como concepto. Hablo de los años 81, 82, 83… El catalanismo era un fenómeno cultural y político muy moderado, nada agresivo.

¿Quiere decir que abandona todo aquello por pura intuición?

Yo entonces ya era una persona de muchas lecturas y afán de conocimiento. Sin embargo, mis lecturas y afán de conocimiento se habían concentrado, aparte de en mi propia especialidad científica –la física atómica y nuclear–, en una cultura de tipo literario e histórico, pero no político. Conocía, sí, a los grandes clásicos de la política y la economía, como Adam Smith, Max Weber o Karl Marx, pero no había profundizado en ellos.

O sea, que, en ese aspecto, estaba virgen.

Era un campo sin arar. Y aunque políticamente no hubiera madurado, mi intuición ya me decía que aquel no era mi sitio.

Alguien pudo tacharle de snob; al fin y al cabo, irse por unos retratos en la pared y un cierto estado general de catetismo…

Pero es que para mí la cuestión estética es muy importante; siempre lo ha sido. Yo, aparte de un gran amante de la libertad, también lo he sido del cosmopolitismo. Me fui a Inglaterra con dieciséis años, y luego a Francia, y a Suiza… De mis amigos, era de los más viajados, y con veintipocos ya hablaba, con fluidez, el inglés y el francés, algo insólito para alguien de mi edad en esa época. Por eso, ese enfoque tan introvertido de Unió, tan estrecho, tan provinciano… que no estaba yo cómodo allí, ¿sabe?

Sin embargo, al poco de abandonar el partido ingresa usted en Alianza Popular, que no es que fuera el colmo de la sofisticación.

Es verdad que, en la época aquella de Fraga, Alianza Popular era un partido de una derecha dura, un poco montaraz, vamos a decirlo. Pero en Cataluña hubo una persona que quiso darle un aire muy distinto al partido, más abierto y liberal, más sensible también a la realidad catalana. Ese alguien se llamaba Domènec Romera, que fue quien me pidió que me incorporara.

Aunque el que le incluye por primera vez en unas listas es otro, el que sería luego su enemigo íntimo, Jorge Fernández Díaz.

Efectivamente, es Jorge quien me pidió que fuera el número dos en las autonómicas del 88, en lo que se trató de mi primera incursión en la política activa. Me dijo que el partido estaba necesitado de cuadros como yo, con una buena formación. Otra cosa que, supongo, jugó un papel fue mi apellido.

¿Su apellido?

AP se veía entonces, y por utilizar un lenguaje de la época, como un partido de charnegos. Y, claro, incluir a un Vidal-Quadras en las listas le daba cierto lustre catalán y tal. Porque entenderá que si hay algo que no se me puede negar es mi catalanidad.

En las siguientes autonómicas, el cabeza de lista sería usted.

Es Aznar el que, cuando llega, quita a Jorge, porque el partido iba en caída libre.

¿Qué supuso la llegada de Aznar a la presidencia del partido?

En primer lugar, su cambio de nombre: de AP pasa a llamarse PP. Y luego una renovación completa de los cuadros. No es que elimine a nadie, pero sí añade una capa de gente nueva, mucho más joven que la que había, con mejor formación, de corte liberal, ideológicamente muy activos, algunos incluso beligerantes. Ahí es donde entro yo. Eso dura del 90 al 96.

Luego hablamos de lo que pasó en el 96, pero cuénteme antes la clave de su éxito al frente del PP de Cataluña.

Pasamos de seis diputados en el Parlament a diecisiete, de cuatro en Madrid a ocho, de dos o tres concejales en el Ayuntamiento de Barcelona a seis, y de ciento veinte en toda Cataluña a cuatrocientos. La clave fue combinar un discurso muy fuerte de liberalismo económico con otro de combate sin complejos frente al nacionalismo catalán.

Esto último caló hondo en los barrios del cinturón industrial de Barcelona.

Badalona, Hospitalet, Santa Coloma, San Baudilio, San Feliú de Llobregat… Ahí triunfábamos. Sacábamos muchos votos en las autonómicas de gente que en las generales votaba socialista.

Triunfaban, sí, pero al precio de ponerse en el punto de mira de Pujol.

Me convertí en su enemigo público número uno. Y no solo por mi denuncia de la vulneración de los derechos lingüísticos. También por mi discurso liberal. Hay que tener en cuenta que, en el fondo, Pujol era un socialdemócrata. Sus políticas eran de un fuerte intervencionismo en todo. ¿Que apoyaba a la empresa? Sí, pero a su manera. Y luego esa manía suya de controlar los medios de comunicación.

Supongo que esto último no era para que le sacaran el lado bueno en la fotos.

Pujol vio, y con gran claridad, lo que no vieron las instancias centrales del Estado: que si se hacía con los medios, pero también con la educación y con la cultura, conseguiría cambiar la opinión pública catalana a favor del separatismo. Inicialmente, insisto, la palabra separatismo ni la pronunciaba, porque hubiera asustado a la gente.

Hoy, en cambio…

El odio a España hace tiempo se desató y a punto ha estado de consumarse un golpe de Estado contra el orden constitucional. Pero todo esto es la culminación de un proceso lento, gradual, infatigable, de décadas, muy bien diseñado; un proceso de construcción de lo que Pujol llamaba “la conciencia nacional catalana”, en el que se han utilizado las aulas, TV3, las subvenciones públicas a los medios privados y una clientelización masiva de la sociedad catalana.

¿Pujol actuó solo o en compañía de otros?

Maragall le ayudó mucho. Porque cuando Maragall llega a la presidencia de la Generalidad se apunta a las tesis nacionalistas. Y lo mismo Montilla, un acomplejado sin criterio ni discernimiento. Luego vino Artur Mas, formado bajo el manto de Pujol y el de su familia. Y, por supuesto, ERC, que desde un modelo económico y social mucho más a la izquierda contribuyó con entusiasmo a ello. Pujol jugó hábilmente con Heribert Barrera, Angel Colom, Carod Rovira y con todos los demás.

Y con los resultados ya señalados.

Un ansia patológica de la mitad de la población catalana por separarse de España.

¿Lo de “patológica” es una licencia poética-política?

Yo creo que Pujol tiene un componente neurótico. A ver, todos tenemos un cierto componente neurótico. Pero en el caso de Pujol era muy agudo. Le movía, sobre todo, el resentimiento contra España, contra lo que esta representaba en la historia y en el mundo. Consideraba que la Guerra Civil supuso el aplastamiento del nacionalismo catalán y él lo que quería era la revancha. Pero todo, ya digo, sutilmente, gradualmente, arteramente.

¿Qué otro rasgo de su carácter –o de su no carácter– destacaría?

Su ego, inmenso. Y su fanatismo, que no admitía el pluralismo. Y un afán de poder inagotable. Y, por supuesto, su codicia para acumular dinero, como se ha visto después.

¿Por qué han tardado tanto en salir a la luz sus escándalos de corrupción?

Siempre se supo que Pujol era un corrupto. El problema era que nadie aportaba una prueba, un papel, una grabación, algo. Por eso se quedaba todo en los mentideros. Pero las sospechas, los rumores de que él y sus hijos se lucraban con la política, con el saqueo del presupuesto, estuvieron siempre en el aire. Hasta ahora.

De hecho, hay un montaje de Boadella en el que aparecen los hijos de Pujol, con unos babis como de los salesianos y unos maletines repletos de dinero.

Ah, Boadella. Otra bestia negra del nacionalismo. Como Federico Jiménez Losantos. Como Fernando Savater. Como yo mismo. Por cierto, en una ocasión Pujol me dijo desde la tribuna del Parlamento que le recordaba a Boadella. Yo, por supuesto, me lo tomé como un elogio y luego le di las gracias.

¿En privado? Se lo pregunto porque tengo curiosidad por conocer cómo era el personaje en la distancia corta.

Era un interlocutor bastante grosero. Para empezar, nunca te miraba a los ojos. Nunca. Y cuando hablaba, siempre de manera incontinente, sin interesarle nada de lo que tú tuvieras que decirle, no paraba de andar, de arriba abajo y de un lado a otro.

Él, en cambio, decía que con quien no se podía hablar era con usted.

Entiendo que lo dijera, porque cada vez que hablábamos le llevaba la contraria.

Más groseros, en fin, resultaron otros: las camadas rojipardas del nacionalismo el 11 de septiembre de 1995. ¿Hay días en los que, definitivamente, es mejor no levantarse?

No fue un buen día, no. En esa época éramos tan ingenuos –en el PP, digo– que todavía asistíamos a la Diada. Pensábamos que, institucionalmente, teníamos que estar presentes en el Día de Cataluña. Así que fuimos a la ofrenda floral frente al monumento a Rafael Casanova, con el resto de partidos, entidades y, en fin, coros y danzas.

¿Incluye entre estos a los maulets y a las juventudes de Esquerra?

Y a los chicos de Convergència, no se olvide, menos agresivos y violentos que los otros, pero igualmente contentos de estar allí; eran, en total, varios centenares, y a tres metros de nosotros, separados únicamente por una de esas vallas metálicas que se pueden tirar de una patada y un cordón de mossos dándoles la espalda.

Cabe recordar que la muchachada no se limitó a armar ruido, silbar o abuchear.

Ni a gritar cosas tan agradables como “feixistes!” o “espanyols de merda!”, sino que empezaron a lanzar objetos. Primero fueron los huevos. Yo recibí uno –¡chaf!– en toda la solapa. Fue cuando hice la ofrenda, acompañado de diez o doce personas del partido, que la violencia se recrudeció. Me dirigía hacia mi coche, a unos doscientos metros, cuando empezaron a silbar –¡biiiing!.. ¡biiiiing!– tuercas de calibre medio lanzadas con tirachinas de reglamento.

¿Qué pensó usted?

Que como me diera una en la sien, me mataba.

¿Y los mossos? ¿Qué hicieron los mossos?

Seis de ellos, protegerme con sus escudos. Los impactos eran realmente amedrentadores. Y por muy profesionales que fueran los mossos en su blindaje, al movernos siempre quedaban resquicios, y fue por uno de estos que se coló una tuerca que me dio en el lóbulo de la oreja. Recuerdo que sentí como un trallazo, como una quemadura, y al llevarme el pañuelo a la oreja, se puso rojo de sangre. Pero no paré, sino que seguí andando; sin correr, eh, que no quería darles ese gusto.

Llegan por fin al coche y…

… por increíble que parezca, los mossos desaparecieron. Allí, en el interior del coche, estábamos otra persona y yo, y un chico joven, que era el que conducía. Un chico joven del partido al que le estaré toda la vida agradecido.

¿Por qué?

Porque su presencia de ánimo nos salvó la vida. De pronto, nos vimos rodeados por ciento cincuenta o doscientos energúmenos, algunos con bates de béisbol, y empezaron las patadas, y los golpes, y el coche a bambolearse.

¿Qué le pasó por la cabeza?

La escena aquella del Ulster de los años duros, la de los dos policías británicos a los que una muchedumbre saca del coche por la ventanilla y los lincha. Recuerdo que se me secó la boca. Era como si la tuviera de cartón, o de estropajo; se ve que en situaciones así se contraen todos los capilares. Pensé que no saldríamos vivos.

Sin embargo, está aquí para contarlo.

Gracias, ya digo, al chico aquel, que hizo una cosa muy inteligente: poner la primera, dar gas y frenar; y otra vez, dar gas y frenar; y otra vez; y otra; de esta manera, iba apartando poco a poco a la multitud, pero sin atropellar a nadie; hasta que logró abrirse hueco del todo, subirse a la acera, acelerar, volver a la calzada, y desaparecer de allí. Si no, no sé qué hubiera pasado.

Quizá que los jóvenes aquellos le hubieran llevado su cabeza en bandeja a Pujol, aunque finalmente quien lo hizo fue otro: José María Aznar López.

Es verdad que cuando el PP gana, sin mayoría suficiente, las elecciones en el año 96, Aznar me sacrifica a petición de Pujol.

¿La vio venir? La decapitación, digo.

Recuerdo que a la salida de un Comité Ejecutivo del PP en Madrid, Aznar me dijo que esa misma semana viajaría a Barcelona, a cenar con Pujol, para cerrar el llamado acuerdo de gobernabilidad.

¿Qué le dijo usted?

Que si me necesitaba para algo.

Pero si había sido excluido de las negociaciones.

Bueno, pero seguía siendo el presidente del partido en Cataluña, y cada vez que Aznar viajaba a Barcelona iba a recogerle al aeropuerto, y le llevaba aquí y allá, y no me despegaba de él, como era natural. Él me dijo que no. Que estaba todo organizado. Que gracias. Y fue entonces cuando comprendí que estaba sentenciado.

Jaime Mayor Oreja, en cambio, sí formó parte del equipo negociador de Aznar con el PNV.

El problema era que a mí Pujol no quería ni verme; lógico.

O sea, que del Pacto del Majestic se enteró como Felipe González de los casos de corrupción: por la prensa.

La escena del Majestic la seguí por televisión la misma noche desde mi casa, en Barcelona.

¿Cómo lo recuerda?

Como uno de los peores momentos de mi vida. Me sentí traicionado, maltratado, injustamente marginado. Porque yo había llevado el partido a un nivel muy superior al que tenía antes de mi etapa, cumpliendo, por cierto, con un mandato de Aznar. Fue muy doloroso… si bien he decir que luego se me pasó.

Entiendo que no se cuenta entre los que consideran que el PP había tocado techo en Cataluña.

Estoy convencido que, de haber seguido, en las siguientes autonómicas, en lugar de 17 escaños, hubiéramos sacado 27, con lo que la política española y, desde luego, la catalana hubiesen sido distintas.

¿Eliminar, por tanto, el discurso de confrontación con los nacionalistas para intentar así apaciguarlos, complacerlos, integrarlos, fue un error?

Un error cuyas desastrosas consecuencias a la vista están. O sea, que no era sólo mi cuestión personal, por muy dolorosa que fuera, sino que España emprendía un camino equivocado, como se vería después, como se está viendo hoy.

Es curioso, pero, en sus memorias, Aznar pasa de puntillas por el episodio.

Cuando fue uno de los asuntos más trascendentales de su primera legislatura. Eso únicamente tiene una explicación: la mala conciencia. Yo le he reprochado muchas veces en artículos, libros, radio, televisión, que no hiciera autocrítica de todo aquello. Y a él no le ha gustado nada. Sé que no le ha gustado nada.

¿Se lo ha dicho acaso él?

Las veces que le he visto nunca se ha referido al tema. Simplemente, no quiere saber nada de eso. Como si no hubiera existido. Es como el que comete un crimen, se arrepiente y, para olvidar, sufre un ataque de amnesia. Ni siquiera me dijo nada cuando, poco después del Majestic, me llamó a Moncloa. No hizo la menor alusión. Ni siquiera “Hombre, Alejo, me sabe mal, pero he tenido que hacerlo”. No sé, algo. Pero nada.

¿Para qué le llamó entonces?

Para que me hiciera cargo de FAES, que entonces era una fundación pequeñita, que presidía el propio Aznar; allí estuve dos años.

¿Y qué tal la experiencia?

Yo soy muy partidario de los think tanks, de los talleres de ideas. Creo que los hay que hacen un trabajo extraordinario de prospectiva política; trabajo que tiene su influencia en el mundo académico y de las personas informadas, pero que también permea hacia abajo. Y le digo más.

Adelante.

FAES es un excelente think tank. O sea, la producción de FAES todos estos años ha sido extraordinaria: artículos, libros, papeles, seminarios… No diré que es la mejor fundación de Europa en el campo liberal-conservador, pero sí que está entre las cinco mejores. Yo, si fuera Aznar, de una de las cosas de las que sí me sentiría orgulloso sería de FAES.

De FAES a Bruselas.

Donde estoy quince años, como eurodiputado, como miembro de la Comisión de Industria y Energía y como vicepresidente del Parlamento.

Le pregunto lo de antes: ¿qué tal el balance?

La verdad, estoy muy satisfecho de mi trabajo en el Parlamento Europeo. Como miembro de la Comisión de Industria y Energía, fui ponente de piezas legislativas de bastante trascendencia, y como vicepresidente llevé a cabo importantes labores de diplomacia internacional. Modestamente, hice una contribución que, por cierto, ha sido reconocida por diversos países… salvo por el mío.

A ver, ¿cómo es eso?

Le cuento una anécdota curiosa. Ha habido unos cuantos vicepresidentes españoles del Parlamento Europeo. Por ejemplo, Verde y Aldea, Alonso Puerta, Gutiérrez Díaz, Miguel Ángel Martínez, Joan Colom… Pues bien, a todos ellos, sin excepción, cuando dejaban el cargo, el Gobierno español, ya fuera del PP o del PSOE, a todos, insisto, les daban la Medalla del Mérito Civil; a todos, menos a mí.

¿Por qué motivo?

Lo dejo a su buen criterio.

No sé, a lo mejor su antiguo partido, el PP, hoy en el Gobierno, no le perdona que se diera de baja para montar Vox.

Por cierto, ¿el intento mereció la pena o fue un error?

Vox fue una aventura necesaria que salió mal. Todo empezó con mi convicción, largamente meditada durante años, de que el PP había perdido cualquier vestigio de ideología para convertirse en una enorme y fría maquinaria burocrática de administración del poder; maquinaria a la cual España se le iba de las manos. Y es entonces que, junto con José Luis González Quirós e Ignacio Camuñas, tenemos la idea de lanzar un partido liberal-conservador serio que de verdad defienda lo que el PP había dejado de defender.

A medio plazo, ¿cuáles eran los objetivos?

Entrar en el Parlamento Europeo para, desde allí, acosar al PP por su flanco derecho, obligándole a recuperar su autenticidad o, incluso, sustituyéndolo a largo plazo; una maniobra similar a la de Podemos con el PSOE.

¿El momento procesal fue el oportuno?

Mi índice de conocimiento entonces (bastante alto, por cierto) me decía que sí. La prueba son los 248.000 votos obtenidos, a solo 1.500 del escaño que nos hubiera abierto el horizonte.

¿Por qué no continuó?

Porque al día siguiente de las elecciones el actual presidente de Vox y su equipo exigieron, y de manera perentoria, llevar ellos las riendas; o sea, la nueva generación contra Quirós, Camuñas y yo, los veteranos. Y, la verdad, como no teníamos ganas de enfrentarnos a gente tan joven y aguerrida, pues, nada, que les dejamos el partido y nos marchamos.

¿Fue aquel el único desencuentro?

Al actual presidente lo conocía yo desde hacía años, y de él tenía una muy buena opinión como persona valiente, leal y comprometida. Cuál sería mi sorpresa cuando, con el proyecto ya en marcha, descubrimos que él y su equipo tenían una agenda propia, distinta de la nuestra. Pero, claro, ya era tarde porque el tren había salido de la estación. Por lo que me dicen, durante la campaña no fueron lo leales que debieron.

¿Cómo ve el partido hoy?

Integrado en la llamada derecha alternativa, esa derecha que se caracteriza por su antieuropeísmo, su nacionalismo excluyente y, en materia económica, por un proteccionismo en las antípodas de lo que liberales como Quirós, Camuñas o yo mismo defendemos.

¿Les augura futuro?

No parece que, de momento, el éxito electoral les acompañe.

Sin embargo, en muchos países de Europa, formaciones similares son incluso clave para la gobernabilidad de sus países. ¿Qué pasa en España?

Aquí son varios los factores que juegan.

En primer lugar…

… la herencia del franquismo, que todavía pesa. Y, claro, todo lo que suene a eso inmediatamente queda descalificado, lo cual es un handicap... para ellos. De hecho, todos los intentos –que los ha habido, y reiterados– a lo largo de los últimos cuarenta años han quedado en una caricatura, en un esperpento, en algo marginal. Es más, desde el escaño solitario de Blas Piñar, en la prehistoria de la democracia, ningún otro ha conseguido asomar la cabeza, todos han fracasado.

Esa, la pesada losa del franquismo, sería una razón. ¿Otra?

Que los que en todo este tiempo lo han intentado no han encontrado nunca ni la persona, ni el mensaje, ni el carisma, ni el acierto estratégico. Yo, al menos hoy por hoy, no les veo porvenir. En un futuro quién sabe. Pero hoy por hoy no se lo veo.

¿Y para un partido como el primer Vox? ¿Hay espacio para un partido así?

Creo que la única esperanza para los que creen en la sociedad abierta, en la unidad nacional, por supuesto, pero también en la Unión Europea, en el imperio de la ley, en el Estado de Derecho, en la empresa como motor de la economía, en el esfuerzo individual, en el mérito, la única esperanza, en fin, para los liberal-conservadores, es que Ciudadanos se haga con todos esos estandartes. Esa es la única esperanza.

¿Ve a Rivera por la labor?

Es verdad que hasta hoy Ciudadanos ha oscilado ideológicamente y que todavía arrastra una carga de inexperiencia.

¿Pero...?

Pero también es verdad que el modelo económico de Ciudadanos es un modelo de libertad, y que tiene una gran vocación de saneamiento de las instituciones y de acabar con la corrupción, y que está comprometido con Europa, y que si fuera adquiriendo peso y perfilándose ideológicamente de una manera más nítida podría ser como uno de los grandes partidos de centroderecha europeos, y reemplazar al PP, con Podemos o el PSOE a la izquierda, según quién de estos desplace a quién. Pero todo está por ver.