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La Ilustración Liberal

Las tribus postnacionales del marxismo cultural

Expondré cómo la ideología progresista dominante se caracteriza por: 1) la deconstrucción y el rechazo de identidades colectivas tradicionales, especialmente la identidad cristiana de Europa y las identidades nacionales de los respectivos países; 2) la sustitución de aquéllas por nuevas identidades colectivas más disolventes y conflictivas: el sexo, la raza, la orientación sexual… (identity politics).

Demonización de las naciones

Resultó reveladora en este sentido la decisión de la comisión que redactó la (finalmente desechada) Constitución Europea en 2004 de no incluir mención alguna del cristianismo en el preámbulo dedicado a las raíces históricas del continente. El cristianismo, sin embargo, ha sido sin duda el ingrediente más inequívoco del ADN histórico-cultural de Occidente. A la hora de autodefinirse, la Europa del siglo XXI solo sabe ya recurrir a conceptos como los de libertad, democracia y derechos humanos. Ser europeo consistiría en creer en todo eso. Esos valores son universales (todas las Constituciones los proclaman, también la de Corea del Norte): una identidad basada en ellos sería, por tanto, una identidad universal. Ahora bien, identidad universal es un oxímoron, pues identidad es precisamente lo que le distingue a uno de los demás.

Pero el occidental progresista, que niega su propia identidad histórico-cultural, está dispuesto a reconocer la de otros. El imperativo de universalidad se lo aplica Occidente solo a sí mismo. El no occidental establecido en Europa disfruta de un derecho a la diferencia, del derecho a unas raíces.

Occidente reconoce a otras culturas el derecho a ejercer la in-group preference, es decir, el trato preferente a los de dentro (compatriotas o correligionarios) frente a los de fuera. El progresista no critica la estricta normativa migratoria de Japón o Arabia Saudí, pero llama "xenófobo" al europeo que demande un cierto control de la inmigración a Occidente.

Las culturas no occidentales –que el progresista respeta más que la propia– se basan casi siempre en una muy fuerte in-group preference. Por ejemplo, en la sociedad islámica tradicional solo el musulmán es ciudadano de pleno derecho: las "gentes del Libro" [cristianos y judíos] son dimmíes más o menos capitidisminuidos, y los politeístas carecen de derechos en absoluto.

En nombre de la universalidad, traemos a gentes de culturas fuertemente etnocéntricas y nada universalistas. En nombre de la diversidad, abrimos las fronteras a millones de personas que no creen en la diversidad.

El imperativo de universalidad se traduce, en Europa, en una demonización sin matices de la idea de nación. Se hace una lectura sesgada de la historia de los siglos XIX y XX, según la cual los nacionalismos habrían sido responsables de las dos guerras mundiales ("El nacionalismo es la guerra", dijo el presidente Mitterand), y por tanto la división nacional europea debe ser superada en el horizonte de una Europa federal. Como escribió Chantal Delsol (en su ensayo "L’affirmation de l’identité européenne"):

Una idea generosa y falsa anida en los cerebros europeos: borremos las identidades, olvidémoslas y, abolidas las razones para combatir, se establecerá la paz. Olvidemos las religiones: ¡nunca más la Noche de San Bartolomé! Olvidemos las naciones: ¡nunca más las trincheras de 1914![1].

La cancioncilla de John Lennon es el himno de nuestra época:

Imagine there’s no countries (…) nothing to kill or die for (…) and no religion too.

Ahora bien, esta demonización de la idea de nación no ha producido en Europa una definitiva superación del nacionalismo. Digamos que se trata de un postnacionalismo selectivo que deslegitima a las naciones-Estado clásicas pero refuerza a los irredentismos subnacionales (separatismos catalán, escocés, vasco, flamenco…). La historia reciente de España resulta ilustrativa a este respecto. Los movimientos separatistas han utilizado sin ambages el lenguaje del nacionalismo étnico: Cataluña o el País Vasco como viejas naciones basadas en la lengua, la cultura, la historia, o incluso en la raza (el nacionalismo vasco evita desde 1945 hablar de "la raza vasca", como hizo abundamentemente en el medio siglo anterior, pero a dirigentes como Arzallus se les han escapado deslices sobre "el RH diferente de los vascos"). Ese discurso étnico es inculcado a los jóvenes a través de la enseñanza y los medios de comunicación, controlados por los Gobiernos regionales.

El Gobierno español y los partidos mainstream (PP y PSOE) han hecho frente a esta propaganda con un discurso post-nacional que enfatizaba, no la identidad histórico-cultural de España, sino la Constitución de 1978 y sus principios de libertad, democracia y derechos fundamentales. Es la identificación kelseniana Derecho-Estado: España no sería otra cosa que un "espacio de derechos". Por ejemplo, Cayetana Alvárez de Toledo, una de las políticas más brillantes del Partido Popular, basa su defensa de la unidad en la Constitución de 1978, y no en los 1.500 años anteriores de historia (España fue ya una entidad político-territorial soberana en la época visigoda, siglos VI al VIII):

La unidad de España no es inquebrantable. Pero, al tratarse de una democracia, esa unidad solo puede modificarse por los procedimientos legalmente establecidos[2].

Este discurso oficial de "patriotismo constitucional" (Habermas) se ha mostrado hasta ahora impotente para detener el constante progreso de los separatistas en sus territorios, que gobiernan ya casi como Estados independientes de facto. La enseñanza que cabe inferir es: 1) el paradigma postnacional es débil e insuficiente para dotar de cohesión a un Estado; 2) el nacionalismo parece insuprimible: si se lo proscribe en el nivel del Estado-nación, reaparece en el nivel subnacional o supranacional (la UE como Megaestado).

El discurso post-nacional a lo Alvárez de Toledo reivindica a veces la idea del nacionalismo cívico, que contrapone al peligroso nacionalismo étnico: el primero apelaría a la nación-contrato al estilo Siéyès (la nación como "un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y que están representados por una misma asamblea") o Renan ("una nación es un plebiscito de todos los días"), basada en un acuerdo voluntario, no en raíces históricas. Sin embargo, el escaso realismo de la nación-contrato fue ya denunciado en su momento por David Hume y Edmund Burke. No escogemos pertenecer a tal cual nación, sino que nacemos ya inscritos en una: de hecho, nación viene de nascere. En realidad, los teóricos de la nación-contrato daban por supuesta la homogeneidad cultural de los suscriptores del acuerdo. Siéyès no pensaba que el contrato de la Constitución francesa fuera a ser firmado por árabes o chinos, sino por franceses de souche.

Por tanto, los principios liberal-democráticos en los que el post-nacionalismo pretende basar el Estado solo pueden operar con garantías de éxito en una comunidad dotada de cierta homogeneidad y continuidad histórica: la nación cívica se apoya sobre una nación étnica previa. Como escribió el recientemente fallecido Roger Scruton: es cierto que la Constitución norteamericana –modelo de nacionalismo cívico– se abre con las palabras "Nosotros, el pueblo". "Pero ¿qué pueblo? Pues nosotros, los que ya tenemos un vínculo de pertenencia, una ligazón histórica que ahora va a ser transcrita jurídicamente. El contrato social solo tiene sentido si ya existe un nosotros precontractual"[3]. "La democracia necesita límites territoriales [boundaries], y los límites necesitan al Estado-nación"[4] (How To Be A Conservative).

También el exdisidente soviético Natan Sharansky expresó ideas similares en su Defending Identity:

La identidad [nacional] es vista por cada vez más intelectuales como un enemigo de la libertad, una fuente de conflictos y una amenaza para la paz. Esa idea me es extraña. Las identidades [colectivas] fuertes no solo son vitalmente importantes para los individuos que quieren llevar una vida con sentido; también son esenciales para que una nación democrática pueda defender sus queridas libertades. (…) Mis años en el Gulag me convencieron de esa poderosa alianza entre la libertad y la identidad[5].

Marxismo cultural y tribalización de la sociedad

El segundo fenómeno sobre el que deseo reflexionar es el hecho de que la demonización de las identidades nacionales no ha conducido a una era del individuo sin atributos, sino al reforzamiento de otro tipo de identidades colectivas, a mi entender más peligrosas. Y no me refiero ya a los separatismos subnacionales, sino a las tribus de la identity politics. El lenguaje de la corrección política, asumido plenamente por la izquierda y por parte de la derecha, segmenta a la sociedad en base a criterios de sexo (hombres vs. mujeres), raza (blancos vs. otras razas) u orientación sexual (heterosexuales vs. homosexuales; transexuales vs. cis-sexuales). A cada uno de esos grupos se le atribuyen unos supuestos intereses y objetivos comunes. Además, se añade more marxiano una polaridad entre privilegiados y víctimas: se presupone que los hombres dominan y/o discriminan a las mujeres; los heterosexuales a los homosexuales; los blancos, a las demás razas.

La identity politics es caracterizada a menudo como marxismo cultural. La etiqueta me parece acertada. Intelectuales marxistas como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (Hegemonía y estrategia socialista, 1987)[6] argumentaron ya en los 80 que, ante el fracaso mundial del socialismo, la izquierda debía orientarse hacia los nuevos movimientos sociales (feministas, indigenistas, homosexualistas, ecologistas…). Si el marxismo clásico descansaba sobre el dogma de que "toda la historia de la sociedad humana ha sido una historia de lucha de clases: (…) opresores y oprimidos, enfrentados en lucha ininterrumpida" (Manifiesto Comunista), el marxismo cultural-postmoderno, ante el aburguesamiento del proletariado, busca nuevos sujetos revolucionarios en el sexo femenino y las minorías raciales y sexuales, sustituyendo (o completando) la lucha de clases con la de sexos y razas. La idea básica es que los intereses de todos los colectivos oprimidos son articulables y complementarios entre sí (interseccionalidad). El proyecto es la creación de una gran alianza de víctimas: todos contra el varón blanco heterosexual, arquetipo del opresor ("No country for old white men!", pedía una pancarta en la marcha feminista de Londres 2018… a un metro de otra que gritaba "No to racism!").

Martin Luther King afirmó en 1963 –durante la célebre Marcha de Washington por los derechos civiles– que soñaba que sus hijos pudieran vivir "en una nación donde no sean juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter". El movimiento antirracista pedía entonces leyes ciegas al color: que el Estado hiciese abstracción de la raza al distribuir derechos y deberes. El feminismo clásico (de primera ola) pedía algo parecido en relación con los genitales: leyes ciegas al sexo que no negasen a las mujeres derechos como el del voto. Ambos entroncaban con el liberalismo clásico, que había erradicado los privilegios estamentales (derechos de grupo) del Antiguo Régimen, abriendo paso a la igualdad de los ciudadanos ante la ley.

El triunfo de la identity politics ha alejado a Occidente del sueño de King (de hecho, Eduardo Bonilla-Silva, presidente de la American Sociological Association, nos revela ahora que "el concepto mismo de colour-blindness ['ceguera ante el color', neutralidad racial] es racista"). Una vez conseguida la igualdad ante la ley, los movimientos feminista y antirracista, en lugar de disolverse por haber alcanzado sus objetivos, se radicalizaron en la búsqueda de nuevas formas (imaginarias) de opresión de raza y sexo. Una de las consecuencias perversas de dicha evolución ha sido la desindividuación: en lugar de considerar a la persona en sus opiniones, talentos y gustos individuales –como pedía King–, el marxismo cultural disuelve al individuo en el grupo sexual o racial, presuponiendo que su pertenencia a él permite adjudicarle ciertos intereses y opiniones. También colectiviza la responsabilidad moral, asignando en bloque la etiqueta de opresores a ciertos grupos (todos los hombres son sospechosos de machismo, todos los blancos practican más o menos conscientemente el racismo) y la de víctimas a otros. King soñaba con una sociedad en la que el color de la piel fuese una anécdota: el marxismo cultural ha vuelto a colocar la raza en el centro –junto al sexo y la orientación sexual–, convirtiéndola en la esencia de la persona. De ahí que en el EEUU dominado por la identity politics ya sea frecuente que, al empezar a hablar, se especifique el estatus racial/sexual: "As a white woman, I think that…"; "as a black heterosexual male…"; "as a gay white man…". Como si la raza y el sexo predeterminasen el pensamiento, o les añadiesen o quitasen algo. Como escribe Douglas Murray:

El contenido del discurso ha llegado a ser irrelevante. Lo que importa por encima de todo es la identidad –racial o de otro tipo– del hablante[7].

Heather MacDonald (The Diversity Delusion)[8] y el propio Douglas Murray (The Madness of Crowds) han diseccionado con ácida lucidez el perfil cada vez más tóxico que está adquiriendo la identity politics, elevada ya a auténtica pseudorreligión de Estado, inculcada a través de la enseñanza, los medios de comunicación, las políticas de contratación de las grandes empresas (obsesionadas por la diversidad y volcadas ya en la discriminación positiva, es decir, el aseguramiento de cuotas raciales y sexuales), la propaganda de toda una burocracia de la diversidad, las leyes feministas y de derechos LGTB que tipifican nuevos delitos de pensamiento

Murray, especialmente, enfatiza la dimensión pseudorreligiosa de la intersectionalist identity politics: los jóvenes buscan en ella una forma de sentido y de virtud, en una época en que la postmodernidad ha prescrito el fin de los grandes relatos y de las cosmovisiones omnicomprensivas: "¿Cómo se puede demostrar la virtud en este nuevo mundo? Siendo antirracista. Siendo amigo de los LGTB"[9]. Y siendo feminista.

Ocurre, sin embargo, que la discriminación racial y sexual fue superada en Occidente en los años 60-70, con el fin de la subordinación jurídica de la mujer casada y de la segregación racial en EEUU. El joven social justice warrior necesitado de una batalla heroica en la que demostrar su valor ha llegado al mundo con medio siglo de retraso. Es lo que Kenneth Minogue llama "síndrome de San Jorge jubilado": tras matar al dragón, San Jorge no conseguía adaptarse a la vida sedentaria… Así que comenzó a luchar –como Don Quijote– con dragones que solo existían en su imaginación. "Allí se le veía, blandiendo su espada contra el aire"…

De ahí la necesidad –atizada por una izquierda en busca de nuevos sujetos revolucionarios– de creer en una masiva opresión racial y sexual… no en la Alabama de 1950, sino en el Londres o el Madrid de 2021. Los adeptos de la nueva religión viven en un universo paralelo, en el que las mujeres pueden ser violadas en cualquier momento, los no blancos corren peligro en las universidades de la Ivy League ("We’re dying!", exclamó una estudiante de color durante el violento auto de fe que montaron social justice warriors –en Yale, 2015– contra los profesores Nicholas y Erika Christakis, que habían osado enviar un email en el que criticaban que el decano desaconsejase el uso de disfraces étnicos en Halloween), y el hecho de que no haya más mujeres o más negros en las empresas tecnológicas se debe a un pérfido complot de los old white men para acaparar "el poder"[10]. Un universo paralelo en el que las sociedades más libres, abiertas e igualitarias de la historia son en realidad infiernos de dominación sexista-racista.

La identity politics sigue apretando el acelerador, en una deriva delirante que está envenenando a la sociedad. En las universidades anglosajonas proliferan los whiteness studies: a diferencia de los women’s studies, black studies, etc., su propósito no es celebrar a los artistas, escritores, etc. del grupo correspondiente, sino "revelar las estructuras invisibles que producen la supremacía blanca y el privilegio blanco"[11]. El porcentaje de norteamericanos que creen que en su país hay un grave problema de racismo se ha doblado entre 2011 y 2017. La American Psychological Association emitió en 2019 unas directivas recomendando curar "la masculinidad tradicional, marcada por el estoicismo, la competitividad, la dominación y la agresión". En España, la Ley de Violencia de Género interpreta cualquier acto de violencia doméstica como "manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres" (si es el hombre el que ataca a la mujer; si es al revés, se trata de un comprensible desahogo, y la pena aplicada es inferior). JP Morgan y otras empresas (también el US Government Office of Personnel Management) imparten a sus empleados seminarios de "unconscious bias training", dirigidos a convencerles de que son racistas y sexistas sin ser conscientes de ello. En 2018, cientos de profesores británicos fueron obligados a asistir a talleres en los que se les explicaba que debían aprender a reconocer sus "privilegios como blancos [white privilege]".

El odio crece… pero quien será acusado de "discurso de odio" es el que se oponga a la identity politics. La desconfianza entre los sexos y razas aumenta. El victimismo se multiplica. No se puede contrarrestar la paranoia con datos objetivos, pues "la idea de objetividad ha sido, históricamente, un instrumento de la supremacía blanca" (tracto difundido por los estudiantes que protestaban contra –y consiguieron impedir– la conferencia de Heather MacDonald en Claremont McKenna College). Los escasos críticos se exponen a la muerte civil, la lapidación simbólica (acusaciones de machismo-racismo-homofobia), cuando no a las multas, la pérdida de su empleo o las demandas judiciales. "Es una deriva que nos lleva hacia la guerra civil", ha advertido Heather MacDonald.


[1] Chantal Delsol, "L’affirmation de l’identité européenne", en Chantal Delsol, Jean-François Mattéi, L’identité de l’Europe, Presses Universitaires de France, París, 2010, pp. 1-2.

[2] Cayetana Alvárez de Toledo, "Ada y la Diada", Libertad Digital, 11-09-2016. Respondí en: Francisco J. Contreras, "Las carencias de Libres e Iguales", Actuall.com, 13-09-2016.

[3] Roger Scruton, How To Be A Conservative, Bloomsbury, London, 2015, p. 23.

[4] Roger Scruton, op.cit., p. 36.

[5] Natan Sharansky, Defending Identity: Its Indispensable Role in Protecting Democracy, Public Affairs, New York, 2008, p. XI.

[6] Ernesto Laclau – Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista [1987], Siglo XXI, Barcelona, 2018. Cf. mi comentario en Francisco J. Contreras, "Laclau y Mouffe, profetas de la nueva izquierda", Instituto Acton, 19-03-2019.

[7] Douglas Murray, The Madness of Crowds: Gender, Race and Identity, Bloomsbury, London-Oxford, 2019, p. 162.

[8] Heather MacDonald, The Diversity Delusion: How Race and Gender Pandering Corrupt the University and Undermine Our Culture, St. Martin’s Press, New York, 2018.

[9] Douglas Murray, The Madness of Crowds, cit., p. 7.

[10] Recuérdese el caso James Damore en Google. Cf. Francisco J. Contreras, "Google: El "memo" y los memos", Disidentia.com, 25-08-2018.

[11] Cf. Douglas Murray, The Madness of Crowds, cit., p. 123.