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La Ilustración Liberal

El recelo respecto a los empresarios y la maldición del consumo

Este artículo es parte del libro Las ideas económicas de los intelectuales españoles, que será publicado próximamente por el Instituto de Estudios Económicos.

Una sociedad no termina de ser compleja o económicamente avanzada hasta que no acepta la legitimidad plena de los empresarios o comerciantes. En ese momento se interpreta asimismo que el consumo es una conducta sosegada y no necesariamente codiciosa. A lo largo del siglo XX la sociedad española se va desarrollando, pero conserva muchos residuos de la forma tradicional, entre ellos la desconsideración del comercio y del consumo. A la mentalidad tradicional española le debe de parecer estrambótica la metáfora de Adam Smith: "El hombre viene a ser en cierto modo Mercader; y toda sociedad como una compañía mercante o comercial" (I, p.35). Conste que esa mentalidad anticomercial pervive en muchos intelectuales dizque progresistas. Es un resto de una sociedad anterior en la que el comerciante o el empresario se veían como explotadores, amos, usureros. Normalmente, los intelectuales suelen provenir de una clase media profesional o funcionarial, alejada de las clases mercantiles. Quizá hayan sufrido penurias, aunque sean las de la clase media, pero son suficientes como para denostar a los ricos.

Por un lado, parece que la sociedad actual cultiva objetivamente la familiaridad con la vida económica. En efecto, los hogares son hoy centros de decisión económica: no solo compran, sino que ahorran e invierten. Pero, al mismo tiempo, la comodidad que supone la atención del Estado de bienestar hace que muchas personas se desentiendan de cualquier consideración empresarial de la vida. Es una extraña vuelta a los valores de la sociedad estamental en la que se despreciaban los oficios viles, el trabajo manual o el comercial. El sociólogo Enrique Gil Calvo interpreta ese retroceso como una consecuencia del sistema educativo universal, gratuito y sin exigencias: "Como en la escuela se impone a todos el mismo estilo de vida del ocioso estudiante de clase media acomodada, sea cual sea el origen social de cada cual, el resultado es que solo se aprende el más absoluto desprecio por todo lo que suene a trabajo manual y productividad" (Gil Calvo 93:38). No es que se desprecie solo el trabajo manual sino cualquier empleo subordinado. Es lo que el lenguaje coloquial llama "curro". Curiosamente, el título educativo se convierte en una franquicia para no esforzarse, como en su día lo fue el título nobiliario. Aunque la crítica de Gil Calvo sea certera, a él mismo no le enoja mucho la consecuencia de una "cultura hedonista del placer y del ocio". La comprende desde su posición de "tolerante materialista ilustrado" (p.39). Eso es ser un intelectual al día.

Ramiro de Maeztu tiene una mala consideración de los comerciantes, pero solo cuando ejercen de prestamistas, seguramente porque su padre hacendado cubano se arruinó con las hipotecas dadas a los comerciantes. El desprecio verdadero es contra el funcionario o el rentista, lo que le lleva incluso a la justificación del fraude fiscal. "Por paradójica que mi tesis parezca, es lo cierto que resulta más patriota el pago respetando el arancel. Los mil duros defraudados no desaparecen del torrente de la riqueza patria, mientras que las 5.000 pesetas percibidas por la Aduana solo valen para fomentar la haraganería, dando la sopa boba a un par de militares, escribientes, periodistas subvencionados, tenedores de papel [obligaciones], canónigos, porteros o lo que sean" (Maeztu 99d:107).

Unamuno se niega a creer que lo que falta en España sean empresarios. Antes bien, lo que se necesita es "una mayor difusión de sanos elementos fundamentales de economía". Una aplicación de ese principio de Economía fundamental es que "en contra de lo que se repite... la mayor parte del suelo de España es muy pobre" (Unamuno 98a:696). Ya sabemos que esa premisa realista de considerar mal dotado el territorio español es una de las divisas del regeneracionismo. Era una forma sencilla de empezar a introducir la consideración económica en las preocupaciones intelectuales.

Pío Baroja habla por los personajes de sus novelas. A veces salta una chispa de canto a la industria: "El hierro es un metal honrado" (Baroja 00:216). Sin embargo, predomina un tono destemplado para caracterizar a la burguesía industrial, tratada como "cursi, insignificante, hambrona, rapaz" (Baroja 31:285). No debe olvidarse que Baroja despotrica contra todo el mundo, incluidos sus colegas; solo se salva Azorín y un poco Ortega. Conviene recordar asimismo que Baroja regentó durante algún tiempo un negocio de panadería. Esa dedicación comercial no le hizo reconocer el trabajo de los pequeños industriales, a quienes asociaba con los vitandos judíos. El antisemitismo de Baroja (judíos, moros) es proverbial, aunque el de San Sebastián más bien es antitodo.

Ortega y Gasset es el ejemplo perfecto de cómo se puede ser un intelectual influyente (el que más) al haber escrito miles de páginas sobre la sociedad y la cultura. Su éxito como conferenciante resulta indiscutible. El catedrático de Metafísica parece estar al tanto de todos los saberes, como corresponde a su magisterio. Sin embargo, a la hora de abordar las cuestiones económicas inseparables de la vida pública Ortega las elude, ignora y desprecia bonitamente. El paciente lector debe ejercitar algo así como un costoso procedimiento de ósmosis inversa para separar la salmuera económica de la corriente de ideas que vierte Ortega. Aun así, las ideas que tiene Ortega de la Economía son más bien ramplonas, a pesar de algunos destellos de intuiciones lúcidas, pero ese es su estilo. He aquí el intelectual al que le interesan las más raras cuestiones sea la conducta de los chimpancés o las expediciones al Polo Norte. Pues bien, de ese catálogo de curiosidades están ajenos los avatares económicos. Y eso que las relaciones familiares y personales de Ortega no son ajenas al mundo de los negocios. Él mismo se embarca en diversas empresas editoriales, pero su mentalidad es más la del rentista que la del industrial. En sus obras completas figura el texto de una conferencia con este sugerente título: "Una vista sobre la situación del gerente o manager en la sociedad actual" (Obras Completas, IX, 727-746). Pues bien, prácticamente en ese texto no se dice nada sobre lo que promete el título. Nos quedamos sin saber cuál era la "vista" que echaba Ortega sobre los empresarios profesionales del momento. El hombre que tanto había dicho sobre lo divino, lo humano y lo diabólico, se sale por peteneras a la hora de hacer un diagnóstico sobre los empresarios.

En 1931 sostiene Ortega una polémica con Francesc Cambó a propósito de si la política debía dar primacía a los "problemas concretos" o a los de índole constituyente. Cambó era a la sazón líder del catalanismo moderado, el que representaba a los industriales catalanes. El "pequeño escritor del barrio de Salamanca" como a sí mismo se presenta Ortega con falsa humildad arremete contra Cambó y su colaborador Joan Ventosa (a la sazón ministro de Hacienda): "Considero funesto para una nación que sus políticos sean hombres de negocios, pero no porque esos negocios sean sucios, sino también en el caso de que sean limpios" (Ortega 31:157). El sarcasmo no tiene ningún fundamento; es más que nada el resabio de una mentalidad tradicional.

En el texto de Ortega resuena la consideración de una sociedad de hidalgos en la que las funciones mercantiles se consideraban viles o por lo menos incompatibles con la nobleza. Esa noción ha hecho que durante mucho tiempo el comercio se reservara a los judíos, los extranjeros o los nacionales que no pretendían provenir de una estirpe hidalga. Naturalmente, en la práctica esa reserva se fue mitigando mucho, pero todavía pervive como mentalidad.

No es nada original la incompatibilidad entre el comercio y la aristocracia, aunque sea la aristocracia del espíritu, del pensamiento. Simmel observa que en muchas culturas se da esa misma oposición entre lo que él llama "el valor de la elegancia" (el buen gusto, el refinamiento) y el dinero. Se supone que la función comercial es la típica de "hacer dinero", ocupación que siempre ha rechazado la aristocracia, la clase que vive de rentas (Simmel 00:486). En los ambientes intelectuales españoles sigue siendo de mal gusto referirse al pago del trabajo, por ejemplo, una conferencia, el anticipo de un libro, etc. Para obviar esa dificultad, se emplean todo tipo de subterfugios a manera de barreras entre el dinero y la obra del intelectual. Está, por ejemplo, la función de los agentes literarios para los novelistas famosos, la de la secretaria en muchos otros casos. Esa incompatibilidad entre el trabajo intelectual y el dinero visible explica, quizá, la resistencia de muchos intelectuales a ocuparse de los asuntos económicos que preocupan a la gente. Obsérvese que la contrapartida económica que recibe el intelectual por su trabajo se denomina "honorarios", como si se rechazara su valor material. De hecho, algunas veces la mínima colaboración del intelectual se paga en especie (un regalo, una comida, la estadía en un hotel). Incluso aunque el intelectual reciba la justa compensación monetaria por su trabajo, no suele faltar el pago complementario en especie. Ya sabe el intelectual que no hay conferencia sin cena y sin algún recuerdo más o menos artístico. La cosa es disimular que el conferenciante es un empresario por cuenta propia. El pago de su colaboración ya lo gestionará alguna secretaria. Permítaseme una observación sin que pretenda la calificación de científico. Tengo visto que los escritores más reacios a hablar de dinero son los que se desviven porque sus libros figuren en las listas de los más vendidos.

En un trabajo anterior he escrito este particular desahogo: "Siempre me ha resultado sospechoso el odio de los intelectuales respecto a los banqueros. He llegado a pensar que en el alto intelectual hay bastante de financiero, por más que la comparación haga como que le repugne tanto al primero. Hay en ambos una envidiable capacidad de juego y de riesgo, un difícil arte de saber vender, un desasirse de los especialismos, una extraña capacidad para aprovecharse de los recursos ajenos, una gran sensibilidad para innovar y abstraer" (De Miguel 80:49). Por encima de todo, pienso ahora que los banqueros y los intelectuales son, más que nada, intermediarios. Es decir, formalmente se dedican a lo mismo. Solo que el intelectual hace todo lo posible por borrar las huellas de esa identidad, por creerla infamante.

La mentalidad prevaleciente en el gremio intelectual desde el franquismo en adelante es la del marxismo vulgar: el Estado viene a ser el consejo de administración de la burguesía. Es decir, los que mandan son los empresarios, los financieros, en definitiva, los ricos. Frente a esa interpretación, se alzan algunas voces que dan la vuelta al estereotipo. Así, el que fuera ministro de Hacienda, Jaime García Añoneros, considera que "en la realidad no se ha dado esa imagen de un Estado títere de poderosos intereses económicos; más bien estos se han aprovechado de la posición de privilegio que les concedía el Estado a cambio de sumisión política. Así fue en la época franquista, y de ello quedan muchas huellas en la actitud mental de muchos empresarios españoles" (García Añoneros 96:250). Precisamente, para describir las relaciones entre los grandes empresarios y el Estado en el régimen franquista acuñamos Juan J. Linz y yo la paradójica expresión de "privilegiados impotentes". En todo caso, los grandes empresarios durante el franquismo podían disfrutar de una especie de poder de veto cuando sus intereses resultaban afectados por una decisión pública. Pero no llegaban a un poder activo para formular iniciativas que les favorecieran como grupo y que fueran de interés general. En definitiva "el empresariado podría tener mucho más poder que el que tiene" (Linz 66:121). Lo curioso es que ese diagnóstico lo hicimos para la anómala situación del franquismo, pero quién sabe si no ha continuado durante la época democrática. El empresariado no tendría por qué ser ni el consejo de administración del Estado ni un cuerpo gaseoso de "privilegiados impotentes". Otra cosa es que determinados empresarios o financieros exitosos, a título particular, influyan en la política, naturalmente pro domo sua. A Francisco Murillo le he escuchado la tesis de que en España no hay propiamente grupos de presión, sino "señores de presión".

Tradicionalmente, los ricos en España ocultaban su condición todo lo que podían. Se cuenta el caso del acaudalado industrial que vivía miserablemente pero que, de vez en cuando, se iba a París a derrochar sus ahorros. Allí no era conocido y se podía permitir todos los lujos del refinamiento y hasta de la extravagancia. Esa rara doble vida no era precisamente por espíritu de austeridad, sino para no generar envidias y porque el papel empresarial no estaba bien visto. Todo eso ha cambiado. Las encuestas demuestran que, durante la última generación ha subido el prestigio del empresario y ha bajado el del alto funcionario. Los ricos españoles empiezan a vivir verdaderamente bien sin sentimiento de culpa.

Valga el testimonio de dos jóvenes empresarios sobre la consideración social que merece el empresariado en la España de los años ochenta: "No ocultan su condición de empresarios ni de financieros. Han perdido el pudor a enseñar que ganan dinero y que se lo gastan, y además la opinión pública les recompensa con la admiración y la fama. Por vez primera los protagonistas de la actualidad de las revistas del corazón no son actores, cantantes o toreros. Son banqueros o empresarios" (Ureta y Garnica 90:41). Habría que matizar que no son solo actores, cantantes o toreros; también son banqueros o empresarios. Ambas tribus se juntan en las bodas de tronío. Les une el hecho de ser objeto de la llamada prensas del corazón. La pareja ideal para esos periodistas es la que forma el empresario con la modelo. No es menos cierto que esa fama de los hombres de negocios es a veces escandalosa, negativa. De hecho, algunos de esos empresarios famosos han tenido problemas con la Justicia. Han sido más "caballeros de industria", al viejo estilo, que capitanes de empresa. El testimonio de Ureta y Garnica es válido por su doble condición de empresarios y universitarios. "Nunca ha existido en este país [España] una clase intelectual que asumiera la defensa de los postulados de la libre empresa... Los intelectuales españoles, de uno y otro lado del espectro ideológico, se han considerado siempre a sí mismos instalados en las antípodas de los que pudiera representar un empresario, un financiero o un comerciante" (p.45). Lo curioso es que algunos de esos intelectuales son admirables empresarios (por ejemplo, al dirigir editoriales o medios de comunicación), aunque sean de sí mismos (por ejemplo, autores consagrados). Es decir, hoy el círculo de la intelectualidad no tiene por qué ser ajeno a la empresa. Se considera que un productor o director de cine con éxito (de taquilla y de subvención), un cantante o un escritor que sean números uno de ventas no son empresarios. Es más, esos afamados personajes pueden despotricar a placer contra el "capitalismo salvaje". Naturalmente, la alternativa es el "socialismo con rostro humano" que no se sabe dónde se puede encontrar. Ante esa doble adjetivación ¿cómo no quedarse con el lado bueno?

Para los intelectuales de izquierdas el capitalismo es salvaje no solo porque explota al obrero, sino porque excita los bajos instintos del consumidor. Es decir, la conducta es despiadada por cualquier lado que se mire. Es un extraño resentimiento, el de penar porque los otros gozan. Pío Baroja recordaba la estampa popular de los mozalbetes apedreando a los perros que se apareaban. La imagen no puede ser más despiadada, pero Baroja entendía que era un buen retrato de los españoles.

Hay dos tipos extremos de intelectuales, el ágrafo y el grafómano. El primero es el indolente, verbomotor, amigo de tertulias. El segundo es el sujeto al oficio de escribir, como el remero a la galera. Miguel de Unamuno pertenece a la categoría de los grafómanos, pero, maestro insuperable de la paradoja, hace un elogio de la pereza. La provocativa tesis se contiene en el artículo "En defensa de la haraganería", publicado en 1908. El haragán es el que no produce y consume. "La civilización procede más de las maneras de producir y de los suyos. Para que un pueblo se civilice y crezca en cultura, importa más que aprenda a consumir que no a producir" (Unamuno 08:443). Esa idea se escribe contra los regeneracionistas, a los que Unamuno detestaba, y quizá contra Ramiro de Maeztu, el otro vasco tan distinto del bilbaíno de Salamanca. La verdad es que Unamuno empezó colaborando con Costa y presenta algunos rasgos de la mentalidad regeneracionista, pero su talante fue siempre de un individualismo feroz. Más elementos comunes tuvo Unamuno con Maeztu, pero tampoco congeniaron mucho los que presumiblemente pertenecían a la misma generación y procedían de las mismas tierras.

El recelo contra el consumo se basa en una regularidad que no ha sido probada, pero que muchos intelectuales emiten como si fuera un axioma. Heleno Saña la formula así: "Es un hecho evidente que un hombre en posesión de un automóvil, de un televisor y de otros bienes materiales se despolitiza y pierde interés por los problemas públicos. Es casi una regla de tres: a mayor bienestar individual, menos interés público" (Saña 66:20). La presunción de esa correspondencia típica del marxismo vulgar resulta errónea. Lo que ocurre es que, si se considera como cierta, la consecuencia será el disgusto que sienten los intelectuales respecto del consumo. Es algo así como el temor del párroco respecto a que sus feligreses se vayan de vacaciones los fines de semana con el consiguiente descuido para cumplir el precepto dominical.

Los intelectuales parten de la presunción no demostrada de que el consumo (naturalmente "desenfrenado") de bienes materiales desplaza el interés por los bienes culturales. Es inútil mostrarles que no hay evidencia de esa asociación negativa. Más bien sucederá que, después de conseguido un buen pasar, será más fácil que se despierte el interés por el refinamiento de la cultura. En septiembre de 1975 el aticista escritor Antonio Gala, emite este comentario sarcástico al hilo de una estupenda entrevista: "Al pueblo español le ha sucedido algo, a mi entender, terrible y es que se le ha dado un poquito de dinero antes que un poquito de cultura. Y entonces este dinero lo ha gastado en frigidaires o frijoders, como dicen ellos, en alguna otra estupidez electrodoméstica, en algún coche utilitario y en perder una gracia natural que tenía" (Martí Gómez 76:120). Es la idealización de la pobreza. El intelectual decide el orden de prelación del consumo popular. Conviene añadir que, en la entrevista citada, Gala se considera "socialista humanista". Él sabrá lo que significa, pero suena muy bien.

La crítica intelectual al consumismo se basa en la distinción entre las necesidades básicas o auténticas y las artificiales; las últimas, creadas por la publicidad. La distinción es sencillamente arbitraria. ¿Quién puede determinar lo que es necesario y lo que es superfluo? Es evidente que, de existir, la frontera entre esas dos categorías representaría una línea móvil, según el tiempo y el espacio. Ortega y Gasset regurgita una excelente intuición, como suelen ser las suyas. "El hombre es un animal para el cual solo lo superfluo es necesario". Es decir, sin paradojas, las verdaderas necesidades humanas son inventadas. La primera, la técnica, que es "la producción de lo superfluo" (Ortega 39:329). La consecuencia de esa intuición sería estrictamente económica, pero no la persigue el filósofo madrileño. A saber, no hay un consumo de lujo o estéril que sea persistente. A la larga y de modo general cualquier forma de consumo es auténtico, satisface una necesidad real. En un texto anterior, Ortega desliza otra de esas intuiciones brillantes que caracterizan su estilo: "Yo sospecho que si algún día se hace en serio la historia económica de España, aparecerá nuestra raza como mucho más pobre en deseos que en riqueza. Por este motivo no he podido nunca formar en el coro de laudes a la sobriedad ibérica, a la falta de necesidades del español" (Ortega 20:289). Tampoco fueron pobres en deseos las sucesivas olas de conquistadores que se embarcaron para las Indias. Pasó algo parecido con los indianos y los emigrantes al resto de Europa.

La cruzada contra el consumismo (el exceso de consumo) se predica desde los intelectuales de izquierdas como una suerte de socialismo puesto al día. Una ilustración puede ser un aguerrido artículo de José Ángel Moreno, tras los pasos de José Luis Sampedro o Emmanuel Mounier. Repásense sus trenos contra el nuevo azote capitalista: "El consumo se configura no solo como un tremendamente eficaz instrumento de maximización del beneficio, sino también como un utensilio de dominación espléndido. Nunca, probablemente, ha conseguido el poder un arma tan arrasadora, sutil e incompatible". Entresaco algunas perversiones más: "[A través del consumo] la propia individualidad del hombre resulta, así, violada [...] Jamás el individuo ha estado sometido a una tan poderosa experiencia de alienación de anulación de la persona". En definitiva, el consumo representa "un decisivo atentado contra la autonomía del individuo [...] una nueva forma de explotación [...] un empobrecimiento material de nuevo signo, por no hablar del espiritual" (Moreno 87: passim). El tono apocalíptico de ese texto no es nada excepcional; al contrario, revela el común sentir de una gran parte de la intelectualidad. Se comprende que haya que remachar mucho esa idea de que consumir es empobrecerse. Que se lo digan a las mesnadas de inmigrantes africanos que llegan en pateras a las costas españolas.

La opinión de algunos sociólogos actuales es que los españoles viven un momento de consumo desenfrenado que excluye cualquier otra apetencia no material. Véase este testimonio: "Vivimos en una sociedad donde [...] se estimula innecesariamente el consumo de bienes que están solo al alcance de unos pocos, donde el triunfo económico y el gasto indiscreto es el único criterio de consideración social y donde el egoísmo se ha convertido en fuente exclusiva de valor en detrimento de la solidaridad o de la caridad y de la convivencia comunitaria y sin envidia" (Flaquer 90:54). El tono es más bien el de un predicador, pero ¿qué otra cosa son muchos sociólogos si no predicadores de una religión imposible, de un fundamentalismo sin fundamento?

Los intelectuales se quejan por todas partes del exceso de consumo. "Nuestro mundo se presenta como un gran centro comercial en el que todo está a la venta y todo se anuncia por televisión" (Pérez Jiménez 02:53). Lo malo es que llevamos más de una generación con la misma cantinela, lo que incidentalmente demuestra que no se requiere mucha originalidad para disfrutar del público lector. Otra conclusión es que la gente parece bastante crédula. Lo que no puede ser es que llevemos más de treinta años de superconsumo, de necesidades artificiales, de compras injustificadas. O antes no era tanto el derroche como clamaban los misioneros del ascetismo, o ahora el mundo es algo más que un supermercado. De hecho, son infinitos los bienes que ni se compran ni se venden. Si reducimos el campo de observación a los objetos comerciales, el 99% de ellos no se anuncian por televisión. Precisamente, lo estragante de la publicidad de la televisión es que siempre están anunciando las mismas cosas: coches, bebidas, alimentos de capricho, artículos de cosmética y poco más. No es precisamente lo que se llevaría cualquier persona sensata a una isla desierta.

La posición liberal, lejos de ponerse a la defensiva respecto al consumismo, convierte el consumo en la rueda catalina del mecanismo de relojería en que consiste la actividad económica. Sostiene uno de los teóricos del neoliberalismo: "El fin de la actividad económica no es la producción, sino la satisfacción y la riqueza de los individuos, lo que se consigue precisamente a través de la libertad de comercio. En otras palabras, y contrariamente a lo que supone el proteccionismo, se produce para consumir, y no a la inversa; el consumidor tiene prioridad sobre el productor" (Lemieux 91:41). No es el que el consumidor sea el rey, como suele decirse hiperbólicamente, pero es cierto que el consumo condiciona la producción. Por otro lado, son innúmeras las actividades cotidianas que quedan fuera de la corriente comercial, del ánimo de lucro o del espíritu adquisitivo. De otra forma, no habría público para asistir a las conferencias o mesas redondas que ofician los intelectuales. Justamente una población acomodada se puede permitir el lujo del altruismo, de la dedicación dadivosa y placentera. No otra cosa son las llamadas "organizaciones no gubernamentales", que tanto visten hoy día.

En definitiva, muchos intelectuales de hoy predican un extraño ascetismo laico y se sienten molestos con el modo que tiene la gente de gastar su dinero. Es una queja con escasa sustancia. No se entiende por qué las prescripciones de los intelectuales ascéticos nos van a llevar a un mundo más justo, a una situación más equitativa, a una vida más satisfactoria. En el fondo, esa queja es la consecuencia de una cierta desconfianza respecto a la naturaleza humana y un oscuro temor a la libertad de mercado. Se supone que los consumidores son demasiado egoístas y se dejan influir por móviles sospechosos. Esta es la conclusión de un reciente alegato contra el modo de gastar que tiene la gente: "Las actuales formas de consumo no capacitan para la libertad en ninguno de los mundos existentes, menos aún para la igualdad y la vida solidaria" (Cortina 02:323). Con los "mundos existentes", la autora parece referirse a los países ricos y los pobres, convencionalmente el "primer mundo" y el "tercer mundo". (Se suelen designar con la inicial mayúscula). Cuál sea el segundo, es asunto que no queda muy claro. Tampoco se hace muy explícito qué forma de consumo alternativo dejaría satisfechos a los intelectuales ascéticos o lograría la libertad, la igualdad y la solidaridad. Ya se probó una alternativa en el "segundo mundo" de los países soviéticos, pero el desastre fue mayúsculo. La publicidad podrá ser pecaminosa, pero su ausencia lleva al desbarajuste económico. Puede que, una vez más, haya que condescender con ciertos vicios privados para obtener algunos beneficios públicos.

Referencias

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- Cortina, Adela, Por una ética del consumo, (Madrid: Taurus, 2002).
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- García Añoneros, Jaime, "Gasto público y sociedad", en Oscar Alzaga y otros. Entre dos siglos. Reflexiones sobre la democracia española, (Madrid: Alianza Editorial, 1996), 229-263.
- Gil Calvo, Enrique, Futuro incierto, (Barcelona: Anagrama, 1993).
- Lemieux, Pierre, La soberanía del individuo, (Madrid: Unión Editorial, 1991).
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- Simmel, George, Filosofía del dinero, (Madid: Instituto de Estudios Políticos, 1977). Primera edición de 1900.
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- Unamuno, Miguel de, "En defensa de la haraganería", en Obras Completas, (Madrid: Escelicer, 1968), III, 439-444. Publicado en La Nación, 9-noviembre-1908.
- Ureta, Juan Carlos y Gonzalo Garnica, Capitalismo inteligente, (Madrid: Espasa Calpe, 1990).

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