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La Ilustración Liberal

Estado y Sociedad

Este trabajo explora algunas de las ideas principales del próximo libro que prepara el autor. Los comentarios y las críticas de cualquier naturaleza, por lo tanto, serán cálidamente bienvenidos.

1. La Expansión del Estado y el renacer liberal

El siglo XX nos acostumbró a un proceso de consolidación y expansión del estado que venía desarrollándose, sin duda, desde bastante tiempo atrás. No en vano fue el siglo del comunismo, el de los totalitarismos nazi y fascista, el de la creación y difusión del actual estado de bienestar. Resulta oportuno destacar que el proceso al que nos referimos significó el predominio irrestricto del estado nacional y la desaparición casi total de otras formas de estado previas: imperios, monarquías patrimoniales, formas derivadas del tribalismo, etc. El crecimiento del estado consistió en una enorme expansión de sus funciones y en el paralelo aumento de su dimensión cuantitativa, especialmente en cuanto al número de sus funcionarios y el monto de los recursos económicos a su disposición.

Sobre las funciones mínimas y esenciales del estado, desde la segunda mitad del siglo XIX, se construyó una trama compleja de actividades que incluyeron no sólo la tradicional construcción de obras públicas sino también políticas sociales y culturales, económicas, financieras y de casi cualquier otra naturaleza, llegándose al punto de que prácticamente nada quedó excluido de las posibles competencias de la institución estatal. El extremo de esta tendencia lo constituyó el llamadototalitarismo, concepto puesto en boga por Benito Mussolini [1], quien expresó que para el fascismo nada quedaba fuera del estado y de su esfera de influencia, que no estaba dispuesto a tolerar ningún ámbito de acción estricta y totalmente privado. El comunismo había ya superado, en la práctica, el totalitarismo de Mussolini, pero aún en los estados más o menos democráticos y liberales de Occidente el estado absorbió funciones que antes estaban reservadas a la Iglesia o los gremios y creó asimismo muchas otras nuevas.

El auge del estatismo -tanto en la práctica como en la teoría- significó que las ideas fundamentales del liberalismo pasasen a un segundo plano: muchos las consideraron como obsoletas, superadas por los tiempos, y otros las calificaron como carentes de contenido social, basadas en un individualismo a veces adjetivado como "burgués" y siempre desacreditado como generador de injusticia. Diversas ideologías que -de un modo u otro- pueden llamarse colectivistas, se impusieron entonces en el debate mundial: desde el comunismo hasta las variantes más moderadas del socialismo democrático, desde el nacional-socialismo hasta el comunitarismo cristiano, el panorama excluyó casi por completo a las propuestas que abogaban por gobiernos limitados, respeto irrestricto a los derechos individuales y vigencia plena de las libertades económicas.

Esta tendencia hacia el estatismo llegó, en el último cuarto del siglo XX, hasta extremos que permitieron apreciar sus profundas debilidades y las falacias teóricas sobre las que se asentaba. Para no hablar de la implosión comunista -que derrumbó casi súbitamente un sistema que pretendía trazar el rumbo de la humanidad para todo el futuro imaginable- mencionemos el abandono de las políticas keynesianas, que mostraron su ineficiencia hacia la década de los setenta y el viraje hacia la economía de mercado que se produjo casi simultáneamente en países tan distintos como Chile, el Reino Unido, los Estados Unidos y la China comunista. Este giro puso fin a la expansión del estado que ya mencionamos y representó, por lo tanto, un renacer de las ideas de libertad, una esperanza de que pudiese volverse hacia los estados más limitados de épocas anteriores.

Pero, según lo que hemos visto en tiempos recientes, no se sacaron todas las conclusiones posibles del fracaso del estatismo y no se pusieron tampoco en práctica las medidas necesarias para invertir de un modo profundo y continuo la tendencia hacia la expansión del estado. Todo parece haber quedado limitado a algunas reformas parciales, llevadas a cabo con muchas limitaciones, en un contexto donde los cambios se han impuesto con evidente lentitud y escasa coherencia.

En muy pocos casos la fracción que el estado toma del PIB disminuyó de un modo sensible y, cuando lo hizo, a los pocos años se restablecieron niveles de participación bastante similares a los de la época anterior; las privatizaciones alcanzaron una aceptable cifra en varios países durante algunos años pero, en definitiva, el impulso siempre se perdió después de algunas operaciones de magnitud; la reforma de los sistemas estatales de seguridad social ha avanzado en una buena dirección pero al observador neutral le puede asombrar la parsimonia con que se ha realizado, las inmensas trabas que se le han interpuesto en casi todas las naciones; es cierto que las formas más toscas de intervencionismo se han ido abandonando en casi todo el mundo, pero es preciso anotar también que continúan muchas otras, que siempre existen fuertes presiones para imponer otras nuevas, que los mercados de trabajo, los agrícolas y muchos otros siguen todavía fuertemente regulados.

En suma, y para no abrumar al lector con los pormenores de una crónica que seguramente conoce, es posible concluir que el giro hacia el mercado, o las reformas estructurales -para decirlo con la expresión que suele utilizarse en Hispanoamérica- han marchado de un modo inseguro, sometidas a fuertes obstáculos, experimentando continuas detenciones y hasta retrocesos, cuestionadas y puestas en duda al menor asomo de crisis, sobre todo en los países económicamente más débiles que son, por cierto, los que más las necesitan para recorrer una senda de vigoroso crecimiento.

Ante esto los liberales, luego del comprensible entusiasmo inicial, han comenzado a revisar el optimismo con que se juzgaron los acontecimientos que referimos. El momento, entonces, me parece adecuado para que nos interroguemos acerca de las causas profundas de la expansión estatal, para que hagamos un esfuerzo que nos permita comprender los motivos que la han promovido y que hoy hacen tan difícil revertirla. Sólo así podremos entender por qué ha sido tan rápido y sostenido el crecimiento del estado y tan errático y limitado, en cambio, el camino de las reformas que apuntan hacia el libre mercado.

Dentro de esta línea de pensamiento pasaremos a examinar, entonces, algunos factores que han facilitado o condicionado la expansión de la maquinaria estatal y los obstáculos que se interponen para que avancemos en la dirección contraria. Ello nos llevará a discutir algunas proposiciones bastante generales que, pensamos, pueden arrojar cierta luz para abordar tan complejas cuestiones.

2. Tres factores históricos condicionantes

Desde el punto de vista histórico debemos detenernos, primeramente, en la consideración de tres factores disímiles que permitieron la expansión estatal de los siglos precedentes. El primero, requisito indispensable, fue el impresionante aumento de la riqueza de las naciones. Si hasta el siglo XIX el producto anual había permanecido en general estacionario, con un crecimiento tan lento que sólo podía apreciarse -y no en todos los casos- en una escala secular, a partir de la llamada Revolución Industrial se inició una etapa de desarrollo económico que se mantiene hasta nuestros días y que incrementó notablemente el conjunto de bienes y servicios que se producen y consumen. Sólo la existencia de esta enorme riqueza, desconocida en otras épocas, permitió que los estados modernos pudiesen ejercer sobre los ciudadanos una presión impositiva muy superior a la de las sociedades tradicionales: no hubiese sido posible aplicar en éstas las escalas actuales de impuestos pues la mayoría de los contribuyentes, viviendo en el límite de la indigencia, sólo podía aportar cantidades mucho más limitadas que las actuales.

Pero esta circunstancia sólo debe considerarse como un prerrequisito para la expansión, como una condición necesaria pero no suficiente. El segundo elemento que debemos tomar en cuenta, por la decisiva importancia que tiene, es el paso hacia una forma de legitimación política que se asienta en la soberanía popular. El punto de inflexión en este sentido es la Revolución Francesa, aunque fue bastante después, en el siglo XX, que se aceptó de un modo generalizado el principio de soberanía popular en la mayoría de los estados.

Hasta entonces, con relativamente pocas excepciones, habían prevalecido sistemas políticos en los que la soberanía recaía en algún tipo de monarca, hereditario o no, que justificaba su dominio basándose en la supuesta voluntad divina. El rey, como soberano, tenía entonces en principio un poder ilimitado, pues éste no provenía de la sociedad sino de una fuente exterior a ella, independiente y superior. Pero, al establecerse las cosas de este modo, se producía una paradoja destinada a generar no pocas consecuencias: la sociedad no permanecía siempre pasiva frente a los deseos del monarca, los resistía a veces, constituyéndose como un cuerpo social independiente frente a él y capaz, en ocasiones, de imponerle algunos límites a su autoridad. Bien conocido es el ejemplo de la famosa Carta Magna inglesa, de las cortes, parlamentos y asambleas de notables que florecieron en muchas regiones de Europa, dentro de un contexto en que se establecía una lucha -a veces intensa- entre el soberano y los sectores más poderosos de la sociedad [2].

Al desaparecer esta tensión y concebirse al estado como una expresión o encarnación de toda la sociedad, de todo el "pueblo", se perdieron las reservas que se tenían y las restricciones que se imponían al poder estatal, abriéndose así las puertas a excesos que no se habían presenciado hasta entonces: ni la resistencia de nobles o burgueses, ni la tradición ni las leyes resultaron, a partir de ese momento, sólidos diques ante una voluntad mayoritaria que se arrogaba el derecho a crear la ley, a imponerla, a moldear incluso la sociedad de acuerdo a sus deseos. Es cierto que sólo se llegó a este último extremo en circunstancias excepcionales, generalmente de tipo revolucionario, pero no es menos cierto que la idea de soberanía popular es la que ha permitido el crecimiento de los estados modernos sin que se haya producido la enorme resistencia que, en circunstancias similares, hubiesen soportado las monarquías de otro tiempo.

El último factor a considerar, magistralmente desarrollado por Popper en La Sociedad Abierta y sus Enemigos, es la emergencia de lo que él llama un nuevo tribalismo, que emerge como expresión de la "eterna rebelión contra la libertad y la razón" ante la secularización y la apertura de las sociedades europeas modernas. Ese tribalismo, que no es sólo una filosofía sino también una actitud y un sentimiento, se opone a las libertades políticas y económicas nacientes contraponiéndole un culto hacia lo colectivo que expresa la nostalgia ante las sociedades más compactas y homogéneas de épocas anteriores. Se alarma y desconfía del supuesto desorden generado por la libertad y se refugia entonces en lo colectivo. Frente al individuo autónomo y responsable trata de reforzar instancias que se conciben como superiores a él: la nación, la raza o la clase, por ejemplo. Este tribalismo está, por lo tanto, en el origen del socialismo y del fascismo, que irán emergiendo como sus expresiones concretas, y se enlaza directamente con la sacralización del estado a la que nos referiremos en el punto 4 de este artículo.

3. Otros obstáculos a la reducción del Estado

Los tres factores que acabamos de mencionar no alcanzan a explicar por sí solos, sin embargo, la solidez del proceso de expansión estatal y las obvias dificultades que se encuentran cuando se intenta su reversión: son apenas como el marco o el entorno en que se mueven otras fuerzas, mucho más concretas, que operan en la producción del fenómeno señalado.

El siguiente obstáculo a la reducción del estado que debemos examinar tiene que ver con algo así como una inercia institucional: una vez que el estado asume una determinada función o actividad, destinando para eso el correspondiente presupuesto y creando alguna oficina o dependencia con un número determinado de funcionarios a su cargo, se produce una situación en la que se generan intereses que tienden a su mantenimiento y expansión.

Por eso cualquier reforma que se encamine a disminuir el poder del estado con respecto a la sociedad en su conjunto presenta, de partida, un carácter hasta cierto punto contradictorio y si se quiere paradójico: es el propio estado, como institución, el que debe limitarse a sí mismo, son sus propios agentes o funcionarios los que deben encontrar las vías para disminuir su poder. La tendencia espontánea, muy por el contrario -como claramente lo ha establecido la escuela del Public Choice de James Buchanan[3]- es que el funcionario público actúe guiado por los mismos estímulos que el empresario o el consumidor privado y, por lo tanto, que trate de hacer prevalecer sus intereses propios en todo lo posible. Ningún político, jefe de agencia o de empresa pública buscará deliberadamente que se recorte su poder, el número de funcionarios a su cargo o las funciones de la dependencia que dirige. Eso es natural y comprensible, no una perversión o un acto específico de corrupción, y por lo tanto toda reforma tropezará con la dificultad de que los propios agentes encargados de llevarla a cabo serán -en cierta forma- los menos interesados en promoverla o ejecutarla.

Esta tendencia inercial hacia la consolidación del estado explica, en parte, por qué resulta siempre más sencillo y expedito promover nuevos gastos y actividades para el estado que reducir sus proporciones o eliminar algunas funciones de las que corrientemente desempeña. Sólo porque existen precisos marcos legales que limitan la acción estatal, o porque la ciudadanía se resiste a pagar mayores impuestos, o porque se enfrenta una situación de aguda crisis fiscal, es que los estados detienen su crecimiento y no se desbordan hacia las formas totalitarias que, en ciertos casos peculiares, finalmente se imponen.

Otro importante factor a considerar para explicar el crecimiento del estado y el estancamiento del proceso de reformas tiene que ver, directamente, con la presencia en la sociedad de grupos organizados que, en defensa de sus intereses, son capaces de ejercer presiones políticas muy fuertes, a veces por completo desproporcionadas en relación a su número o su peso político electoral.

Empresarios proteccionistas -tanto nacionales como extranjeros radicados en los países que emprenden las reformas- son responsables de la forma lenta y a veces contradictoria en que se ha procedido a la liberación comercial. Los sindicatos, por otra parte, han estado comprometidos en la lucha contra cualquier reforma laboral que flexibilice ese mercado mientras suelen oponerse también, generalmente con bastante éxito, al cambio del ineficaz sistema de seguridad social basado en el método llamado "de reparto" y a casi todas las privatizaciones. Con esto han impedido que se consumaran en varios países importantes reformas de segunda generación que hubieran completado la apertura ya realizada en otras áreas.

Lo mismo puede decirse de la infinidad de instituciones públicas y privadas que han luchado, y luchan actualmente, para que no se les reduzcan o quiten sus subsidios, y que abarcan desde asociaciones culturales hasta gobiernos regionales y municipales. Los partidos políticos, del mismo modo, se han constituido en un factor de peso para impedir reformas políticas que los hubieran expuesto a mayor control de los ciudadanos o a la pérdida de privilegios que sus dirigentes consideran como derechos adquiridos.

En todos estos casos se produce una asimetría en las presiones que reciben los gobernantes que, a la postre, redunda en la consolidación de ciertos privilegios que obstaculizan el curso de las reformas. Nadie sale a protestar a las calles porque se aumente del 10% al 20% un arancel sobre cierto tipo de acero, por ejemplo, pero las cámaras que agrupan a los productores de ese artículo serán capaces de defender con intensas presiones y con mucho dinero las excepciones que los favorecen; los ciudadanos permanecerán pasivos si se aumentan los sueldos de los funcionarios públicos en alguna remota provincia, lo mismo que si se duplica una subvención a alguna oscura fundación que realiza actividades poco visibles. Pero los grupos afectados, coherentes y bien organizados, serán capaces en cambio de sostener una acción prologada en defensa de sus intereses y, por lo tanto, de afectar la voluntad política de quienes desde el gobierno distribuyen el presupuesto o redactan los decretos que afectan la economía.

4. La sacralización del Estado

El último factor a considerar como obstáculo a las reformas estructurales tiene que ver con percepciones, ideas y creencias que, aunque más difusas, ejercen también un papel decisivo en la formación de la opinión pública y la acción de los gobernantes. En la toma de decisiones políticas, como es bien sabido [4], no intervienen solamente los hechos y las evaluaciones racionales que de ellos se hacen, sino también las pasiones, los mitos y las fantasías colectivas.

La discusión sobre el papel y las funciones del estado, tan importante para definir el curso de las reformas, se ve así ubicada dentro de un contexto ideológico que no es, de ninguna manera, puramente intelectual. El estado, como encarnación de esa "voluntad general" que mencionamos en el punto 2, es una de las instituciones que más tienden a sacralizarse, pues pasa frecuentemente a recibir una transferencia de valores y actitudes que provienen del anterior derecho divino que se arrogaban los príncipes.

Permítasenos citar aquí a James Buchanan, Premio Nobel de Economía, que en un reciente trabajo sostuvo [5]:

"La época socialista fue exitosa en cuanto a reemplazar el lema 'Dios cuidará de ti' (como dice un antiguo himno religioso) con 'el estado cuidará de ti'. Y el punto que quiero destacar acá es que la defunción del socialismo como una forma de organización de la economía ha hecho poco o nada en cuanto a ofrecer alguna alternativa respecto a la existencia de una red de seguridad de última instancia para la gente. El dios socialista no ha sido reemplazado en este sentido y, hasta que esto no ocurra, la transición [del socialismo al capitalismo] nunca llegará a ser exitosa".

Nunca es fácil eliminar la psicología de la dependencia, aun frente a la evidencia empírica de que el estado no puede asumir el papel que cumplía Dios en anteriores épocas. La visión romántica de lo colectivo, y la inserción del individuo dentro de ese espíritu, permanece -y permanecerá- como algo importante en este nuevo siglo. [...] ¿Podemos esperar que se vuelva a los atributos de la paciencia y la prudencia, propios del siglo XVIII, cualidades sin las cuales las reformas duraderas y de largo plazo no pueden ser llevadas a cabo? ¿Puede el estado moderno ser relegado al mismo rol no intervencionista del Dios de los deístas?"

Buchanan se refiere, en el breve ensayo que citamos, a las dificultades de la transición que se han registrado en los países socialistas del este europeo, pero sus conclusiones pueden ser generalizadas, sin la menor duda, al proceso de reformas que se ha desarrollado en las sociedades que tienen estados intervencionistas o formas más moderadas de socialismo. Los tropiezos han sido en buena medida los mismos, las actitudes similares, los retrocesos parecidos: en ambos casos muchas reformas se han llevado a cabo porque "no había más remedio que hacerlas" o con la convicción de que se estaba imponiendo una injusta carga a los más pobres.

La sacralización del estado está en el origen de esa frecuente actitud que lleva a confundirlo con la sociedad como un todo [6] y que exige que asuma funciones para las cuales de ningún modo está preparado o puede resultar un instrumento efectivo. La educación, la salud y la seguridad social, por ejemplo, aunque admiten sin duda importantes contribuciones del sector público, no han sido gestionadas por éste de un modo eficaz en una gran cantidad de países. Inmensas burocracias han hecho que, en esas áreas, la acción del estado llegue a ser en buena medida contraproducente, pero la comprobación de estos hechos no ha sido motivo suficiente para que la mayoría de las personas abandonen sus ideas acerca del decisivo papel que dicha institución debe desempeñar al respecto. Hay algo de mítico, a mi manera de ver, en esas opiniones que reservan al estado ciertas áreas sin mayor análisis, mientras se desdeñan tanto la experiencia de siglos como los novedosos aportes de muchos pensadores.

5. Estado y Mercado

Hasta aquí nos hemos concentrado en el análisis de diversos factores que han promovido el crecimiento del estado: sus acrecentados recursos, la legitimación que le otorga el modelo de soberanía popular que favorece su mitificación, la mentalidad nostálgica del nuevo tribalismo, la inercia institucional y las presiones de grupos específicos de interés han sido examinados en las páginas precedentes. ¿Es posible, nos preguntamos ahora, integrar estos diversos factores en una visión más amplia, y a la vez coherente, que nos permita comprender todos estos fenómenos como parte de un modelo interpretativo general de las relaciones que se establecen entre estado y sociedad? A esta tarea el pensamiento liberal no le ha otorgado hasta ahora el importante espacio que, a mi juicio, le corresponde en el debate contemporáneo: pienso que es sólo penetrando en las causas de la resistencia que se opone a nuestras propuestas que estaremos en condiciones de hacerlas más viables, más exitosas y efectivas a la hora de su aplicación.

Una sociedad se constituye, esto es evidente, como una inmensa red de todo tipo de interacciones que relacionan a sus miembros entre sí. Como primera aproximación para su análisis creo importante destacar que esas interacciones pueden ser, básicamente, de dos clases diferentes: voluntarias o no voluntarias. Dentro del primer tipo debemos incluir todas aquellas interacciones que realizan los miembros de la sociedad para mejorar su situación personal, ya sea mediante el intercambio de bienes y servicios, la comunicación de mensajes o los contactos afectivos dentro del marco familiar y local. En el segundo tipo, en cambio, están las conductas condicionadas en última instancia por la violencia, las que tienen que ver con la imposición que, directa o indirectamente, tienen su origen en instituciones y personas que detentan poder.

Según el tipo de interacciones que se realicen podremos hablar de dos órdenes constitutivos diferentes dentro de una misma sociedad. Tendremos así el orden de los intercambios voluntarios, espontáneos, que darán lugar a fenómenos sociales como el lenguaje o el mercado, y el orden del poder, que en las sociedades que alcanzan cierto grado de complejidad está representado en diversas instituciones, siendo la principal de ellas el estado. Ambos órdenes, aunque diferentes y perfectamente distinguibles para el analista, están sin embargo en perpetuo contacto, se interrelacionan entre sí, pues abarcan a los mismos sujetos, los miembros del conjunto social, e inciden frecuentemente también en las mismas actividades.

Ambos órdenes son de algún modo "naturales", en el sentido de que aparecen inevitablemente en toda sociedad, y provienen en alguna medida de condicionantes biológicos ya bien conocidos. Las formas de comunicación que encontramos en muchas especies animales dan paso, andando el tiempo, a los complejos lenguajes humanos, en tanto que encontramos también muchas especies donde se establece una jerarquía de poder en la que algunos individuos aparecen en roles dominantes y otros en posiciones inferiores o subordinadas.

Sin entrar en consideraciones más detalladas que, por su complejidad y extensión, no podemos abordar en un artículo como este, cabe destacar aquí que esas relaciones de poder se expresan luego en tribus y otras asociaciones humanas bajo la forma de líderes militares o religiosos, de jefes que, más adelante, pasan a convertirse en reyes o príncipes de agrupaciones más vastas. De allí surge, por cierto, la institución estatal, aunque ésta sólo aparece realmente cuando se establece un poder reconocido por toda la sociedad, cuando a la violencia de los caudillos o jefes locales se le superpone una más vasta, la de la autoridad investida de poder efectivo y legitimada a través de la religión y de algunas formas de ordenamiento legal.

El estado no es producto entonces, obviamente, de ningún mítico contrato social o acuerdo constitucional, herramientas metodológicas usadas por muchos autores para abordar la cuestión pero, en ningún caso, descripción efectiva de lo que ha ocurrido en la prehistoria o las etapas tempranas de la historia. Pero no es tampoco, simplemente, la violencia descarnada del macho alfa del grupo de primates ni el poder elemental del jefe de la tribu: es algo derivado de allí pero que tiene también un aspecto contractual, que aparece más tardíamente y que es necesario para hacer que su autoridad sea efectiva. Es la violencia legítima, la que se reconoce como tal y se acepta para evitar la continua lucha hobbesiana de todos contra todos, la inseguridad, la constante agresión. El estado representa así una forma de organización social de los intercambios no voluntarios, pero dentro de un marco que supera la violencia espontánea y el despojo primario. A través de él los hombres pueden alcanzar la paz y la seguridad, aun cuando sea a costa de aceptar la autoridad y el poder de ciertas personas sobre ellos.

La misma enorme complejidad que implica la emergencia del estado puede encontrarse también cuando analizamos el mercado, la institución que es un paradigma del otro tipo de relación social, la basada en intercambios voluntarios. El mercado, aunque aparezca a compradores y vendedores como una realidad impersonal, aunque "fije" los precios del mismo modo en que actúa una autoridad con voluntad propia, funciona en realidad de muy otra manera: Adam Smith ya lo comprendió así cuando propuso la imagen de la "mano invisible", metáfora que sirve para referirnos al orden espontáneo que emerge, como producto social, de las infinitas interacciones que realizan los actores individuales que intervienen en los procesos de intercambio.

Para que el mercado funcione, para que puedan determinarse precios que sinteticen en cada momento las voluntades diferentes de compradores y vendedores, es necesario que haya un mínimo número de interacciones, una reiteración de compras y ventas dentro de un contexto social determinado: no hay mercado, todavía, cuando dos tribus intercambian alguna que otra vez ciertos productos, sino cuando se repiten esas interacciones y se van generando la división del trabajo y la producción para los demás que son características del orden mercantil.

Pero el mercado no funciona en el vacío, ni como una realidad separada del resto de las actividades sociales. Para que pueda establecerse son necesarias ciertas condiciones sociales mínimas, se requiere ante todo de paz, de una cierta seguridad, de un orden jurídico que garantice a compradores y vendedores que no estarán sujetos a la violencia o el abuso. El mercado se basa en intercambios voluntarios y conscientes y, por lo tanto, no funciona en medio del robo o del fraude, no puede subsistir cuando algunas de las partes imponen sin trabas su voluntad a los demás. Decir esto significa aceptar que el mercado, como sistema general de intercambios voluntarios -o de cooperación social, lo que es lo mismo- requiere de un orden político y legal que preserve su funcionamiento, que garantice la libertad y la responsabilidad de las partes contratantes. Implica, por lo tanto, la existencia de un estado, de un poder político que actúe como garante de los contratos y protector contra la violencia.

En este punto, entonces, comienzan las complejas interacciones entre los dos órdenes sociales que venimos examinando. Si no es posible concebir una sociedad humana sin intercambios espontáneos tampoco es posible que esos intercambios, ese orden, se mantenga en ausencia de una cierta presencia del otro orden, del que se constituye alrededor del poder. A la complejidad interna de cada orden, mucho más vasta de lo que estas líneas permiten reflejar, habrá entonces que agregar los múltiples modos en que interactúan cada una de esas dos diferentes esferas.

El mercado supone una cierta ética, basada en la responsabilidad individual y el cálculo de las consecuencias a largo plazo de la propia conducta. Los individuos que allí participan deben someter sus impulsos de buscar ganancias de corto plazo a la restricción que impone una visión de mayor alcance: podrían robar las mercancías de los demás, engañar sobre la calidad de las propias, tratar de eliminar o controlar, por la violencia, la presencia de sus competidores. Si no lo hacen así es no sólo porque hay una autoridad superior capaz de sancionar estas conductas sino porque, más en el fondo, las personas llegan a comprender que el interés propio, en el largo plazo, se beneficia con la existencia y el funcionamiento de un mercado libre. No es por lo tanto el mercado la expresión de un egoísmo puro e ilimitado, como sus críticos nos lo quieren a veces presentar, sino la consecuencia de una forma de actuar más reflexiva y sujeta a consideraciones éticas, de un "egoísmo" más razonado y reflexivo, que acepta inconvenientes o pérdidas momentáneos para lograr fines más permanentes. Este tipo de conducta no es, por cierto, exclusiva del mercado ni de los intercambios comerciales: puede observarse también en todas las relaciones sociales espontáneas, en todas las normas de conducta que nos llevan a respetar a nuestros semejantes para construir un sistema de relaciones en el que también se nos pueda respetar a nosotros.

Es preciso observar que, por otra parte, tampoco resulta tan sencillo el proceso de emergencia del estado que delineábamos sucintamente en algunos párrafos anteriores. El estado tiene que presentarse ante la sociedad como un ente aparte, revestido de cierta majestad y una autoridad más o menos infalible, pues de otro modo no puede controlar las ambiciones de quienes quisieran imponer -por la violencia- sus intereses al conjunto de la sociedad. Pero el estado está conformado también por hombres, por personas con sus propios intereses particulares y mezquinos, no puede ser dirigido por ángeles o seres perfectos inmunes a la tentación. Y el poder, como se sabe, es la mayor de todas las tentaciones, es el elemento corruptor por naturaleza, el caldo de cultivo para que emerjan todos los vicios y los peores deseos escondidos de la gente.

Por eso el estado tiende a crecer, a hacerse absoluto, y el gobernante a excederse en sus funciones y asumir siempre mayores prerrogativas. Tratará de presentarse como infalible, como institución benefactora capaz de "comprar" la buena voluntad de los ciudadanos, gastando sin mesura, si puede, los caudales de que haya logrado apropiarse. Sólo el control de la ley, combinado con la posibilidad latente de la rebelión de los súbditos, parece históricamente capaz de limitar esta tendencia, de hacer que el estado cumpla con sus funciones básicas sin que el gobernante sea endiosado o sin que utilice los resortes del poder para su enriquecimiento personal.

En las sociedades modernas estos fenómenos tienden a asumir una forma menos directa y explícita que la que acabamos de presentar, pero no por eso menos intensa o eficaz. Cada productor trata de eliminar a la competencia, de reducir sus costos y aumentar sus beneficios, pero lo hace en general por medio de la intervención económica del estado. Lo mismo hacen los consumidores, tratando de que el estado fije precios, aumente sus ingresos o intervenga para limitar los intereses que cobra la banca, por ejemplo. Bastiat decía que el estado es la herramienta que cada uno utiliza para vivir a costa de los demás,[8] y esta genial definición sirve para dar cuenta del constante intento que hacen los miembros de la sociedad -especialmente cuando están bien organizados- de "privatizar" sus beneficios y "socializar" sus pérdidas.

Esa es la lógica final que explica las conductas, aparentemente tan divergentes, de los empresarios que exigen protección arancelaria, los sindicalistas que piden aumentos generales de sueldos o los funcionarios que se apropian de los dineros públicos o los malversan. Todos quieren apropiarse de alguna parte de la riqueza general, todos quieren que sus beneficios aumenten y sus costos se reduzcan, haciendo pagar a los demás, al colectivo indiferenciado de la sociedad, para mejorar en algo su situación.

Por supuesto, nada de esto se presenta así ante los ojos del público. Quien pide que se lo exonere de impuestos o que se prohiban ciertas importaciones habla de la defensa del empleo y de la industria nacional, quien exige aumentos salariales habla del escaso poder adquisitivo de las masas y de la lucha contra la pobreza, quien aumenta los impuestos para ampliar los gastos públicos dice que lo hace para construir bienes públicos o para llevar a cabo programas sociales que mejoren la calidad de vida de los ciudadanos. Pero las justificaciones que se enarbolan ante la opinión general difícilmente cambian en resultado de todas estas políticas: burocratismo e ineficiencia estatal, economías reguladas que crecen poco y enfrentan regularmente crisis fiscales agobiantes, endeudamiento público y corrupción.

6. ¿Un destino inevitable?

Nada de lo que acabamos de describir puede dejarse de lado al proponer reformas y nuevas políticas que nos lleven hacia estados más limitados en sus funciones, menos costosos, menos intervencionistas frente a las energías espontáneas de la sociedad. Tomarlo en cuenta implica entender, de partida, la resistencia que siempre se levantará ante las reformas, el lento curso en el adelgazamiento del sector público, los retrocesos y las crisis que se presentarán casi inevitablemente. Significa que, aunque la opinión pública comprenda la conveniencia de ampliar las libertades, siempre habrá, en las personas que conforman esa misma opinión general, profundos intereses que contradicen en parte el logro de tal objetivo.

Pero afirmar la existencia de tales fenómenos no implica sin embargo ningún fatalismo, ningún destino inevitable al que debamos someternos con pasividad. Así como se han podido constituir, en el mismo siglo XX, estados de derecho donde se ha limitado efectivamente la acción arbitraria de los gobernantes, así como se ha logrado el inmenso desarrollo económico al que asistimos desde hace ya bastante tiempo -y que se basa en economías al menos parcialmente libres- así es que podrán enfrentarse las tendencias a las que acabamos de referirnos en los puntos anteriores de este trabajo.

Para hacerlo, y sea este nuestro mensaje final, es preciso abandonar el ingenuo voluntarismo y la visión simplista de la sociedad con que a veces se emprenden las reformas. Es necesario comprender las fuerzas que en ella intervienen y los poderosos factores que impulsan el crecimiento del estado para poder, con tales conocimientos, abordar las acciones liberalizadoras sobre una base más sólida y por lo tanto más fructífera.



[1] V. Payne, Stanley G., A History of Fascism, 1914-1945, The University of Wisconsin Press, 1995, pp. 121 y ss.
[2] C. Jouvenal, Bertrand de, On Power, Liberty Fund Pub., Indianapolis, 1993.
[3] V. el ya clásico Buchanan, James y Gordon Tullock, The Calculus of Consent, Ann Arbor, Univ. of Michigan Press, 1962.
[4] V. Romero, Aníbal, Disolución Social y Pronóstico Político, Ed. Panapo, Caracas, 1997, pp. 60 y ss.
[5] Buchanan, James, "God, the State and the Market", ponencia introductoria presentada al Mont Pélerin Society Regional Meeting, Bratislava, septiembre de 2001, págs. 3 y 5. Traducción propia. V. también Priddat, Birger, "La ilusión del Estado de bienestar", en Contribuciones, 3-2001, Konrad Adenauer Stiftung, Buenos Aires, 2001, pp. 133 a 142.
[6] V. Hayek, Friedrich A., Derecho, Legislación y Libertad, Ed. Unión, Madrid, 1976, pp. 237 a 241. Frédéric Bastiat, mucho antes, ya había destacado este punto en su ensayo "Justicia y Fraternidad".
[7] V. Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Ed. FCE, México, 1972.
[8] V. Bastiat, Frédéric, "El Estado", Cedice, Caracas, 2002.

Número 15

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