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La Ilustración Liberal

Agustín de Argüelles

Agustín de Argüelles (18.08.1776-26.03.1844) es presentado habitualmente como uno de los padres del constitucionalismo español, no en vano fue uno de los redactores principales de los textos de 1812 y 1837. También se le recuerda como el gran orador de las Cortes de Cádiz, razón por la que le llamaron el Divino. No obstante, se ha dejado de lado su interesante trayectoria política, desde su protagonismo en las Cortes de Cádiz hasta su cargo de tutor de Isabel II. Fue un hombre obstinado para unos, y firme en sus convicciones para otros. Sin embargo, a partir del traumático Trienio Liberal, Argüelles mostró templanza en sus ideas y acciones políticas, del mismo modo que rechazó los métodos revolucionarios y defendió el pacto en la creación y conservación del régimen liberal, aunque con graves contradicciones. Una vez muerto, el partido progresista usó su figura para mostrarlo como ejemplo de las virtudes patrióticas que, ya a mediados del siglo XIX, el progresismo se atribuía en exclusiva.

Al servicio de Godoy

Agustín de Argüelles nació en Ribadesella, en el seno de una familia de clase media que pudo enviarle a la Universidad de Oviedo. Aquella Asturias del XVIII dio grandes ilustrados y liberales, como Jovellanos, el Marqués de Camposagrado, Álvaro Flórez Estrada, José Canga Argüelles o el Conde de Toreno. Esto generó un ambiente cultural en el Principado que propició que Agustín, tras terminar sus estudios en Derecho y Cánones, fuera requerido por Jovellanos, que quería le acompañara a la embajada que Godoy le había encargado en la corte rusa. Este viaje no llegó nunca a realizarse porque Jovellanos fue nombrado ministro de Gracia y Justicia, razón por la que Argüelles tuvo que ponerse a trabajar para el obispo de Barcelona, el asturiano Pedro Díaz Valdés.

En el año 1800 inició su vida funcionarial en Madrid. Leandro Fernández de Moratín, uno de los más señalados partidarios de Manuel Godoy, le tuvo bajo su mando en la Secretaría de Interpretación de Lenguas, donde debió de destacar en el conocimiento del idioma inglés. Más tarde trabajó en la Contaduría General. Fue en 1806 cuando Godoy requirió sus servicios. Argüelles fue enviado a Londres para que entrara en conversaciones con el Gobierno británico de cara al establecimiento de una alianza contra Napoleón. La maniobra de Godoy era propia de su errática política exterior, que le llevó en octubre de ese año a redactar un confuso manifiesto contra el emperador francés donde se llamaba a los españoles a la guerra. Argüelles, que había sido enviado a Londres por recomendación de Jovellanos y por su dominio del inglés, no tuvo éxito. Sin embargo, estudió el régimen político de aquel país y construyó una pequeña red de amigos, todos del partido whig, entre la que destacaba Lord Holland, gran enamorado de España. Esta amistad le fue muy útil cuando tuvo que exiliarse, en 1823.

De vuelta a la España insurrecta

El levantamiento español contra el invasor, en mayo y junio de 1808, encontró a Argüelles en tierras británicas. La Junta del Principado de Asturias envió una delegación a Londres, como hicieron luego otras juntas, formada por Andrés Ángel de la Vega y el que sería poco después conde de Toreno. Argüelles y Toreno fortalecieron allí su amistad y volvieron inmediatamente a España. Argüelles no fue admitido en el ejército porque había alcanzado los cuarenta años de edad, lo que le permitió dedicarse a las labores políticas. Jovellanos le llamó a Sevilla para que le auxiliara en los trabajos de las comisiones legislativas organizadas por la Junta Central. A pesar de ser un conservador, Jovellanos se apoyó en liberales como Quintana o Blanco White para evitar que la revolución quedara en manos de los que pretendían una mera restauración del despotismo anterior. Argüelles fue nombrado secretario de la Junta de Legislación, cuyos acuerdos fueron los precedentes de los decretos de las Cortes y del proyecto constitucional.

La Junta de Legislación estuvo en manos de Argüelles porque Riquelme, su presidente, tuvo que ausentarse desde noviembre de 1809. Esto fue decisivo en el proceso político, pues sus trabajos sirvieron de base a los que emprendió la comisión constitucional de las Cortes, como escribió Tomás y Valiente, y sus acuerdos fueron los precedentes de los decretos que se aprobaron en Cádiz[1]. El 19 de noviembre la Junta de Legislación acordó la elaboración de un proyecto constitucional que sirviera a las Cortes que habían de reunirse. En aquel proyecto se diseñaron la división de poderes, el papel de las Cortes, la organización administrativa y la libertad de imprenta, medidas todas que posteriormente se abordaron en Cádiz. De aquella Junta dirigida por Argüelles partió la propuesta de que la representación fuera nacional, no estamental, y que no hubiera distinción jerárquica en la elección de los diputados.

El proyecto no pretendía ser una ruptura con lo anterior, sino una reforma, una evolución legal y legítima. Argüelles y muchos de los liberales quisieron alejarse de las ideas y de la imagen de los revolucionarios franceses, en especial de los jacobinos. Plantearon, en consecuencia, un régimen de pilares y planteamientos moderados. Quisieron presentar el nuevo régimen como el resultado de la reforma del antiguo, de su adecuación a los tiempos. Es decir, desearon evitar la ruptura y optaron por un cambio institucional. Se trataba, en definitiva, de aprovechar la coyuntura bélica para hacer una revolución justificada por la modernización y el deseo generalizado de evitar en el futuro toda forma de despotismo, como el que, según la opinión generalizada, había llevado a España a una situación de dependencia que había desembocado en la decadencia y en la guerra de liberación nacional.

'El Divino' en las Cortes de Cádiz

La Junta Central se refugió en Cádiz en enero de 1810, y la cuestión de las Cortes pareció suspendida. No obstante, la convocatoria para la reunión de la Cámara Baja ya había sido despachada, no así la concerniente a la de los estamentos privilegiados. Los liberales reunidos en Cádiz, provenientes de todos los rincones de España, presionaron a la Regencia, nombrada tras la disolución de la Junta Central, al objeto de reunir las Cortes. Argüelles y el Conde de Toreno organizaron a los liberales, movilizaron la opinión pública a través de impresos y manifestaciones callejeras y presentaron a los regentes una petición. Argüelles entendió que la organización y la presión eran claves para lograr objetivos políticos frente a unos realistas confiados en las antiguas formas y en la popularidad de alguno de ellos. De esta manera, fue de gran utilidad para la victoria de los liberales a la hora de elegir a los diputados sustitutos entre los mismos residentes de Cádiz. Lo mismo ocurrió en los debates parlamentarios, cuando los hombres de Argüelles se preparaban las sesiones en forma y contenido para sacar adelante sus propuestas.

Cobró entonces Argüelles gran fama de orador, especialmente a raíz de su discurso sobre el proyecto de ley relacionado con la libertad de imprenta. Ahora bien, no era ordenado ni profundo en sus alocuciones. Lo cierto, escribió un moderado casi cuarenta años después, es que "suplía en él la vehemencia de los afectos al vigor de los raciocinios"[2]. La gran diferencia con los otros diputados era su valentía y su instrucción en materias diversas.

Su verdadera intención era dirigir al grupo liberal en las Cortes. Demostró entonces una gran capacidad de liderazgo, de la que no disfrutó en el resto de su vida pública. Sin embargo, el método que los liberales siguieron para la aprobación de sus propuestas tiñó de exclusivismo su política. A esto se unió la radicalidad de algunos personajes que, al socaire de la libertad, daban rienda suelta a fantasmas personales o históricos, regalando argumentos a quienes querían que los españoles vieran en los liberales unos jacobinos, unos incendiarios anticlericales y republicanos. Los ataques que desde la prensa llevaron a cabo los enemigos del régimen constitucional fueron muy severos y eficaces: lograron crear una opinión pública contraria a los liberales, como se demostró en las elecciones parciales de 1813.

En las reuniones de la comisión constitucional, Argüelles tomó la dirección apoyándose en Ranz Romanillos, un hombre extraño que había prestado sus servicios al rey José, luego a la Junta Central y posteriormente al mismísimo Fernando VII. Romanillos utilizó el trabajo que se había desarrollado en la Junta de Legislación en los tiempos de la Central en Sevilla, basados en la tradición legislativa española, y tomó como referencia la Constitución norteamericana de 1787 y la francesa de 1791. Se apoyó especialmente en esta última por la sencilla razón de que los liberales españoles admiraban el proceso político que en la monarquía francesa había llevado formalmente a un pacto para crear un régimen constitucional, aunque luego no resultara, como es de sobra conocido. Creyeron que podían evitar los males de la revolución francesa eludiendo la violencia, reafirmando un ciego fernandismo y aludiendo de forma constante a la recuperación de una monarquía que tradicionalmente había estado limitada en España por las Cortes. "La desastrosa experiencia de las tentativas francesas –dijo Argüelles en las Cortes– hubiera bastado por sí sola a refrenar el descarrío de la comisión [constitucional]"[3].

La Constitución de 1812 y su Discurso Preliminar

En gran medida, el pensamiento de Argüelles está presente en la Constitución de 1812. Pero donde realmente hay que buscarlo es en el Discurso Preliminar, escrito también por Antonio Espiga, que por su extensión es un auténtico ensayo de política constitucional. El historiador Luis Sánchez Agesta lo calificó de "notoriamente superior a la Constitución en que se inspiró"; veía en él "una pieza notable y singular de nuestro pensamiento constitucional"[4]. De hecho, Argüelles nunca hizo bandera de la Constitución de 1812 –otros sí; aferrándose a un integrismo doceañista que fue una desgracia para el liberalismo–. Lo que mantuvo fue el decálogo y el espíritu del Discurso Preliminar.

Argüelles sostenía en dicho texto que la "nueva constitución" se basaba en la tradición española. El asturiano ponía sobre el papel una de las ideas políticas que surgieron en 1808 para justificar el levantamiento y la revolución: el despotismo había causado un "olvido casi general de nuestra verdadera constitución"[5]. Argüelles pensaba que el nuevo orden sólo podía sostenerse si era el resultado de una reforma pactada con el Antiguo Régimen, ya fuera en los tiempos o en el contenido de las medidas que aplicar. Por esta razón, y basándose en los trabajos de Martínez Marina y Jovellanos, afirmaba que de las antiguas leyes que habían protegido "la religión, la libertad, la felicidad y el bienestar de los españoles" había extraído "los principios inmutables de la sana política" para ordenar un proyecto "nacional y antiguo en la sustancia, nuevo solamente en el orden y método de su disposición"[6]. Argüelles tenía la pretensión de hacer una revolución a la española, apoyada en un rey, una religión y la libertad; de ahí la frecuente referencia a la tradición.

En realidad, esa apelación a lo tradicional era vista por algunos como una ficción. Para empezar, Argüelles y, con él, los liberales depositaban la soberanía en la nación, que aunque filosófica y jurídicamente era algo cierto y contemplado, popularmente se veía como una enajenación de la soberanía regia. Por otro lado, el Discurso establecía una división de poderes excesivamente rígida, que atribuía el Legislativo a las Cortes, como representación de la voluntad nacional, el Ejecutivo al Rey y el Judicial a la Administración de Justicia. De igual manera, el pueblo veía en esta separación de las facultades un recorte del poder del monarca, lo cual era cierto. La combinación de ambos principios no conjugaba muy bien con la exaltación irracional de Fernando VII, una santificación de la que participaron desde el principio los liberales, creyendo con ello suavizar el carácter revolucionario del proceso político.

Los liberales eran conscientes de su carácter minoritario, y Argüelles, como líder de los mismos en las Cortes, introdujo elementos que creyó de consenso o de apaciguamiento de las voces contrarias a la Constitución. Años después, nuestro hombre confesaría: "Teníamos que ir con precaución hasta por las calles, por efecto de esa intolerancia ajena de la ilustración, por ser una planta exótica que la introdujo en España la sorpresa"[7].

La parte conservadora de las Cortes de Cádiz no era contraria a la existencia de un régimen constitucional, si se entendía por tal una monarquía limitada por un Parlamento y regida por unas Leyes Fundamentales aprobadas en las Cortes. Pero sí eran enemigos del constitucionalismo, y del liberalismo en consecuencia, aquellos que pregonaban una vuelta al absolutismo y tildaban a los liberales de franceses, republicanos, filósofos y anticatólicos. Esta última acusación era infundada y propagandística, pues las Cortes de Cádiz tuvieron una proporción de clérigos mayor que cualquier otra asamblea española contemporánea, y añadieron a todos los actos políticos su parte religiosa. Es más, Argüelles, en el Discurso, no tuvo empacho en sostener: "La religión católica, apostólica, romana es y será siempre la religión de la nación española, con exclusión de cualquier otra"; y aseguró que tendría en la Constitución un "lugar preeminente, cual corresponde a la grandeza y sublimidad del objeto"[8].

No existía tampoco en el pensamiento de Argüelles una apelación a la liquidación social, a la eliminación física o política de los estamentos privilegiados. Esta es una de las razones por las que cierta historiografía ha criticado a aquellos primeros liberales, por no haber propugnado una revolución a la francesa, lo cual hubiera convertido lo que consideran un mediocre experimento español en un verdadero movimiento revolucionario[9]. Argüelles creía en el pacto sin ingenuidad, y por tanto propugnaba un sistema de elección representativo, no por brazos. El modelo inglés –escribió como si contestara a Jovellanos– "sería una verdadera innovación incompatible con la índole misma de los brazos de las antiguas Cortes de España". En Inglaterra, decía, los lores y los obispos no pertenecían a la Cámara Alta por elección, sino que eran miembros natos y, por tanto, sólo se representaban a sí mismos. En España, los nobles y los eclesiásticos podían ser elegidos "en igualdad de derecho con todos los ciudadanos". La defensa de la igualdad, por tanto, era clara y determinante. Argüelles también jugaba a favor de corriente, pues una parte significativa de los liberales de Cádiz eran clérigos, como Muñoz Torrero o Antonio Espiga, y otros eran aristócratas y grandes de España, como el mismo Toreno.

Preso del absolutismo

Tras el golpe de estado perpetrado por Fernando VII en mayo de 1814, Argüelles fue perseguido, al igual que otros muchos liberales. Las detenciones comenzaron el día 10. Las escenas que se vivieron parecían sacadas de las tragedias románticas del momento. San Miguel, amigo suyo, escribió que nuestro hombre, al oír ruido en la calle, temió por su vida y se subió al tejado de su casa, situada en la madrileña Calle de las Huertas. Pero no tuvo más remedio que dejarse detener al día siguiente. Fue conducido al cuartel de Guardias de Corps. El Conde del Pinar, juez del caso, era enemigo personal suyo desde que Argüelles le ganó las elecciones en el Cádiz de las Cortes. Pinar intentó involucrarle en una falsa conspiración republicana a través de un impostado general francés llamado Audinot, pero éste no resistió un careo con el acusado.

La incapacidad de los golpistas para encontrar una acusación no fue óbice para que Argüelles y los demás fueran condenados. El 15 de diciembre Fernando VII expidió un decreto condenatorio por el que Argüelles debía pasar ocho años de servicio militar en el Fijo de Ceuta, donde, por su delicado estado de salud, le permitieron tomar una casa junto a otro preso, Juan Álvarez Guerra, que había sido ministro de Gracia y Justicia. Allí vivió sin molestias, y se dedicó a leer y a criar pájaros –especialmente ruiseñores–, su gran pasatiempo[10]. De Ceuta fue trasladado en 1815 a Mallorca, al pueblo de Alcudia, un lugar "rodeado de charcos y cenagales y falto de ventilación –escribía Pastor Díaz–, [que] sirve de sepulcro a cuantos forasteros le van a habitar". Argüelles estuvo acompañado por otros doce presos, entre ellos Álvarez Guerra, Manuel Merino y un tal Goicoechea[11].

A mediados de marzo de 1820, un jinete llegó a la prisión de Alcudia procedente de Palma. La noticia que traía cambiaría la vida de los allí encarcelados: la Constitución de 1812 imperaba en toda España. El 9 de marzo se había dado una amnistía a todos los presos políticos. Las autoridades de la isla cambiaron y Argüelles salió de Mallorca en abril. Pisó Valencia el 6 de mayo, donde fue recibido como un héroe. Parecía que había llegado su triunfo.

El gobierno de los presidiarios

La llegada a la Península le deparó una sorpresa: el Rey le había nombrado ministro de la Gobernación. En el mismo Gabinete estaban Pérez de Castro, Canga Argüelles, García Herreros, Antonio Porcel y Pedro Agustín Girón, el Marqués de las Amarillas. Fernando VII denominó a este primer Gobierno liberal el de "los presidiarios", ya que todos menos Girón habían sido presos políticos después de 1814. El Ejecutivo se mantuvo entre junio de 1820 y marzo de 1821, ni siquiera un año. Durante aquellos meses Argüelles y el resto del Ministerio tuvieron que enfrentarse a la tensión y a la violencia tanto de los que, a su izquierda, creían que la revolución no había terminado, los exaltados, como de los que, a su derecha, pretendían la vuelta al absolutismo, los realistas. El mismo Argüelles confesó a Lord Holland que tenían que gobernar "conteniendo la revolución".

La división del partido liberal se produjo a partir de la reanudación del régimen constitucional. Los liberales de 1812, entre los que se contaba Argüelles, defendían la moderación y el reformismo. Los de 1820, como los denominó el historiador José Luis Comellas, conformaban un grupo heterogéneo en el que estaban gente como Romero Alpuente, Alcalá Galiano o Rafael del Riego, y coincidían en el exclusivismo y en los métodos revolucionarios.

La fuerza principal de los exaltados era el denominado Ejército de la Isla, liderado por Riego, Quiroga, López Baños y Arco-Agüero, y que había asumido el papel de vigilante de la revolución. El Gobierno estaba dispuesto a normalizar el Estado liberal y la Administración sin tutelas ni amenazas. Por esta razón decretó, el 4 de agosto de 1820, la disolución de dicho ejército. A finales de mes, Riego viajó a Madrid para convencer al Gobierno de que no lo hiciera. Al no tener éxito, los exaltados creyeron que se estaba traicionando a la revolución, y comenzó la movilización callejera y militar. El 3 de septiembre Riego entonaba, en uno de los teatros de Madrid, el famoso Trágala, dirigido al Rey y a los serviles, término que en aquellas circunstancias aludía a todos los no exaltados. El Gobierno reaccionó enviando a Riego a la ciudad de Oviedo, por lo que la tensión en las calles aumentó. El responsable de aquella medida fue Argüelles, que ante las recriminaciones tuvo que pronunciar un discurso en las Cortes, el 7 de septiembre, en el que, para demostrar la culpabilidad de Riego, amenazó con hacer públicos unos papeles que le incriminaban en una conspiración de mayor envergadura. La maniobra no sirvió al Ejecutivo para calmar a los exaltados ni para demostrar a los realistas su firme propósito de mantener el orden.

El año terminó con manifestaciones populares dirigidas por los exaltados contra el Gobierno, al que se tachaba de traidor a la revolución. Un mes después esos mismos fundaron la Comunería, enfrentada a la masonería y a otras sociedades patrióticas por considerarlas, como ha escrito Gil Novales, demasiado reaccionarias. Los comuneros se dedicaban a presionar al Gobierno movilizando a las capas populares en episodios como la sarcásticamente denominada Batalla de las Platerías, que tuvo lugar en Madrid el 18 de septiembre de 1821, y que tuvo por excusa la destitución de Riego como capitán general de Aragón. Pero el episodio más peligroso fue el levantamiento registrado en provincias entre octubre y diciembre de ese mismo año.

La presión apareció también desde el otro lado: los realistas iniciaron una sublevación en el norte, una auténtica guerra civil, con el apoyo de los legitimistas franceses. La denominada Regencia de Urgel, erigida el 15 de agosto de 1822, a pesar de su debilidad, exigió un esfuerzo bélico importante al Gobierno liberal. El general Espoz y Mina fue puesto al mando del Ejército de Cataluña con el objetivo de derrotar a los realistas, cuya impotencia precipitó la injerencia directa de la Francia de Luis XVIII.

La intervención militar francesa en los asuntos españoles fue, para Argüelles, la ruina del liberalismo español. Creía que la aparición del ejército de Angulema había impedido el desarrollo normal del régimen liberal en España, así como el debate sobre cómo debía consolidarse. En su opinión, los errores de los liberales habían quedado ocultos con la invasión. No obstante, Argüelles no fue más allá; es decir, no hizo una reflexión pública sobre la actuación y las ideas de los exaltados y de los moderados ni, por tanto, de su responsabilidad en la inestabilidad durante el Trienio. Desarrolló, sin embargo, cierta prevención infantil a lo francés, fundándose en que Francia deseaba ante todo el dominio de España. En consecuencia, no podía asumir los planteamientos constitucionales y políticos del liberalismo doctrinario francés, que fueron, en gran medida, una racionalización y modernización del pensamiento liberal europeo, tanto en 1814 como en 1830. Para Argüelles, España no podía construir su sistema político sobre bases extranjeras, sobre todo si eran francesas. El régimen liberal debía ser la adecuación a los nuevos tiempos de la tradición española, como era, a su entender, la Constitución de 1812. Este texto había de ser la base constitucional del futuro.

Fernando VII fue el que terminó con el Gobierno de los Presidiarios. Argüelles había escrito el discurso que debía leer el Rey para abrir las sesiones y anunciar el programa del Ejecutivo. En marzo de 1821 el monarca leyó en las Cortes el programa de gobierno... añadiendo un párrafo por su cuenta, la coletilla, en el que criticaba al Ejecutivo. Los ministros, encabezados por Argüelles, dimitieron. Decidió éste entonces volver a Asturias, a la casa familiar. Al parecer, su padre, cuando supo que había sido nombrado ministro unos meses antes, dijo: "¡Vaya, vaya, que tiene buena cabeza la república! Allá lo verán después..."[12]. No obstante, fue homenajeado en Ribadesella, y la Universidad de Oviedo le confirió el título y grado de doctor. Permaneció en el Principado hasta 1822, que fue elegido diputado a Cortes.

El Rey, el primero por la senda de la conspiración

Si exaltados y realistas desestabilizaban el Gobierno, no menos fatal para el régimen fue la actuación de Fernando VII. El Rey estuvo detrás del levantamiento del 7 de julio de 1822 en Madrid. El Gobierno y los liberales, victoriosos, no quisieron llegar a sus últimas consecuencias en el juicio a los sublevados; es decir, señalar a Fernando VII como principal culpable. Hubiera dado igual, pues el régimen, tal y como estaba, parecía acabado. Por un lado, los más moderados, entre los que se contaba Argüelles, creían que era preciso reformar la Constitución, pero no veían el momento ni había el acuerdo suficiente. Por otro, los exaltados pensaban que la revolución ni siquiera había comenzado. Además, los realistas se habían levantado en armas contra el Gobierno y solicitaban ayuda al exterior; que obtuvieron a finales de 1822, cuando las potencias europeas reunidas en el Congreso de Verona –menos Gran Bretaña– acordaron la intervención militar en España para terminar con el régimen constitucional.

El Rey comprendió la situación y a partir de febrero de 1823 cedió el poder a los exaltados, para que la deriva revolucionaria diera aliento a la invasión, al tiempo que evitaba que un Gobierno moderado intentara reconducir la política para sostener el sistema. El factotum del momento fue Antonio Alcalá Galiano, líder de los exaltados, orador de La Fontana de Oro y masón. Convenció a las Cortes y a los moderados, cuyos jefes eran Argüelles y Martínez de la Rosa, de que había que abandonar Madrid y refugiarse, llevándose al Rey, en Sevilla. Así lo hicieron a finales de marzo.

La primera semana de abril, las tropas francesas de Angulema pisaban ya territorio español. Los realistas se pusieron en la práctica a su servicio. Alcalá Galiano propuso a los diputados, dada la actitud del Rey, "considerar a S. M. en un estado de delirio momentáneo, en una especie de letargo pasajero", pues parecía que quería ser "preso de los enemigos de la patria"[13]. No declararían la incapacidad definitiva hasta que llegaran a Cádiz; fue gracias a Argüelles, que en conversación privada con Galiano condicionó su apoyo a la medida a que así fuera[14].

Las Cortes se refugiaron en la ciudad andaluza, que fue cercada por el invasor. El 1 de octubre el Gobierno permitía al Rey reunirse con el Duque de Angulema. Todo había acabado. Los liberales que pudieron, o los que temieron algo, dejaron el país. Muchos salieron por Gibraltar justo antes de que los franceses entraran en Cádiz. Argüelles fue uno de éstos. Pensó ir a Estados Unidos, Malta o Italia, porque el clima inglés no parecía el más adecuado a su salud, aunque finalmente decidió instalarse en Londres[15].

En el exilio londinense

La vida en la capital inglesa no fue fácil para Argüelles. Tuvo que vivir de los regalos que le hacían algunos antiguos compañeros, como Toreno, y del trabajo que consiguió en la biblioteca de su amigo Lord Holland.

Londres y París fueron los dos centros del exilio. Argüelles perteneció al conocido en el exilio como partido aristócrata –según el famoso informe del confidente Domingo Simón, de 1826-, junto a los militares Villalba, Álava y Cayetano Valdés y los diputados Villanueva y Canga Argüelles; aunque la distinción ideológica entre los expatriados repetía el molde del Trienio: moderados y exaltados.

Los aristócratas mantenían vínculos con un grupo similar afincado en Francia y formado, entre otros, por Martínez de la Rosa, Toreno y Joaquín Ferrer. El de Argüelles rechazó de forma indirecta la revolución y, por tanto, la conspiración para el pronunciamiento. En este sentido, Espoz y Mina envió desde París un cuestionario para que los aristócratas opinaran sobre diversos aspectos revolucionarios, como la organización militar y la financiación. Las condiciones idóneas expuestas por aquéllos eran tan inalcanzables que parecía evidente que no querían comprometerse o alentar una insurrección. También rechazó Argüelles la invitación que en 1830 le hizo Torrijos[16].

Los exiliados de Londres tenían dos publicaciones. Una era mensual, se titulaba Ocios de Españoles Emigrados, se mantuvo con vida desde abril de 1824 a octubre de 1826 y reflejaba las ideas de los moderados o doceañistas. La otra era El Español Constitucional, editada en su segunda época entre marzo de 1824 y junio de 1825, que defendía planteamientos exaltados. Esta última no perdía ocasión de criticar a Argüelles y a los suyos, a los que decía despreciar más que a los "serviles furibundos" del Cádiz de las Cortes[17].

Argüelles escribió en su exilio londinense dos obras en las que repasó su experiencia política. La más importante quizá sea Examen histórico de la reforma constitucional en España, publicada en la capital británica en 1835. Su objetivo era reivindicar la revolución política que tuvo lugar en España desde 1810 y que culminó en la Constitución de 1812. En realidad, como no podía ser de otra manera, se trataba de una vindicación personal, pues Argüelles se sentía el más importante impulsor de ese proceso. La frustración de dos gobiernos constitucionales, el paso por la cárcel y el exilio impidieron que renunciara al texto gaditano como primera piedra del régimen liberal en España. Sentía que no se le había agradecido la labor realizada ni compensado los sufrimientos. Si alguno, como Alcalá Galiano, le reprochó obcecación es preciso, al tiempo, recordar que en esa acusación había una confesión y una justificación; máxime en personajes como Galiano, que pasó del jacobinismo y la sociedad secreta al moderantismo y el Gobierno de Narváez.

La labor de las Cortes de Cádiz y, por tanto, del mismo Argüelles había sido, según éste, la de asegurar la independencia de la patria con la libertad, fortalecer el espíritu del español en la guerra y actualizar el régimen político sin dañar ninguna institución antigua[18]. Era la reivindicación de la tarea emprendida para la modernización política del país, un mismo empeño que se puede leer en su otro libro, titulado originariamente Apéndice a la sentencia de la Audiencia de Sevilla pero que los progresistas reeditaron en 1864 con este otro marbete: De 1820 a 1824. Reseña histórica.

Argüelles se apartó en esos años de aquellos liberales que, como los exaltados, habían obstaculizado el régimen constitucional durante el Trienio. De ahí que Palmerston, primer ministro británico, escribiera el 27 de octubre de 1833 a Villiers, embajador en Madrid, que Argüelles había mostrado "buena conducta y respetabilidad" durante su exilio[19].

¡Qué apostasía, un Estatuto Real!

Muerto Fernando VII, María Cristina, reina gobernadora, promulgó el 23 de octubre de 1833 un decreto de amnistía que ampliaba el dado en vida del Rey, y al que se acogió Argüelles. No quedaron conformes los amnistiados, a los que se concedía el perdón, pues no se sentían culpables por profesar ideas liberales[20].

Martínez de la Rosa, viejo amigo de Argüelles y compañero de escaño durante el Trienio, fue nombrado por María Cristina para formar Gobierno. Redactó el Estatuto Real, aprobado en 1834, una convocatoria de Cortes con dos Cámaras cuya vocación era poner en marcha un régimen constitucional, con la elaboración posterior de una Constitución. Y llamó a Argüelles, todavía en Londres, para que se sumara a la empresa, aunque no a cargo de un ministerio. La evolución política de Martínez de la Rosa era conocida, por lo que Argüelles declinó la oferta, y ante la insistencia del aquél confesó a Lord Holland una "repugnancia invencible" a colaborar con él[21]. Es más, parece ser que lo primero que dijo tras leer el Estatuto fue: "¡Qué apostasía! ¡Qué apostasía!"[22]. La razón de esta expresión es que en 1823 los moderados se habían negado a aceptar una reforma de la Constitución en el sentido que Luis XVIII y el Gobierno británico de Canning solicitaban; es decir, que España se rigiera por una carta otorgada por el Rey, como Francia. Y eso era, precisamente, lo que Argüelles veía en el Estatuto, una carta otorgada que sus antiguos compañeros de 1823 habían aceptado once años después[23].

No obstante, volvió a España para ocupar un puesto en las Cortes. Los liberales de Oviedo recaudaron los 12.000 reales que de forma vitalicia necesitaba como renta para, según la ley, acceder al Estamento de Procuradores. La comisión de actas se opuso, aunque la Cámara finalmente lo admitió. Por otro lado, no encontró competencia en el distrito de Oviedo, pues consiguió el voto de los exiguos 29 electores de la capital asturiana, al igual que en las elecciones de febrero de 1836. La posibilidad de escuchar de nuevo al Divino generó gran expectación. El desengaño fue grande, pues sus discursos fueron desordenados, poco elegantes y carentes de grandes sentencias. A pesar de esto, siempre contó con argüellistas que le seguían allí donde fuera.

Argüelles pasó a un segundo plano; se convirtió en un auxiliar, un apoyo de prestigio. Ya no era el líder activo de los liberales, y poco podía hacer frente al ímpetu de los más radicales, como Mendizábal, Fermín Caballero o Joaquín María López, ni al de los de su generación que, tras la experiencia del Trienio, se habían pasado a las filas moderadas, como Istúriz, Toreno, Alcalá Galiano y Martínez de la Rosa. Tan sólo podía sentirse acompañado por José María Calatrava o Gil de la Cuadra, que formaban entre los progresistas, y con la cercanía del que llegó a ser el auténtico jefe de su partido, Salustiano de Olózaga. Argüelles se situó entre los que tomaron el nombre de mendizabalistas, primero, y, a partir de 1837, progresistas. Así las cosas, auxilió en el Estamento de Procuradores al Gobierno de Mendizábal, que estaba en manos de los revolucionarios del Conde de las Navas y Caballero y sometido a la dura oposición de los moderados de Istúriz.

La política de Mendizábal era lo más parecido que existía a sus planteamientos: gestión liberal de la economía, desarrollo de una Constitución fundada en la soberanía nacional –para alentar a los liberales en la guerra contra el carlismo– e independencia de España. En este último tema era Argüelles muy explícito: si se producía la intervención ("semejante calamidad"), se opondría "enérgicamente" y pondría fin a su carrera política[24]. Desconfiaba especialmente del papel de Francia, ya que, aunque apoyaba por un lado a María Cristina y al liberalismo, por el otro mantenía en su suelo a los carlistas, y les vendía armas.

A pesar del apoyo a Mendizábal, el 27 de enero de 1836 Argüelles desechó formar parte del Gobierno: "Después de lo que ha pasado por mí, y del conocimiento práctico que he adquirido, yo mejor que nadie sé lo que puedo y no puedo hacer. (...) Y sobre todo, si esta clase de servicio es una carga pública, yo he pagado ya este tributo, y tengo también derecho a que se reparta entre los demás que no lo hayan hecho y puedan desempeñarlo mejor que yo"[25].

La última vida de 'La Pepa'

La reina gobernadora había nombrado a Istúriz presidente del Gobierno para que disolviera las Cortes y convocara unas constituyentes. Las elecciones de julio de 1836 no dejaron lugar a dudas: el partido moderado se había organizado para aprovechar el sistema electoral, que primaba la concentración del voto, mientras que los progresistas, ajenos a esas formas, que consideraban "extranjerizantes", presentaron en cada distrito varias candidaturas, lo que condujo a la dispersión de su voto.

La iniciativa constituyente quedó en manos de los moderados, en concreto de Alcalá Galiano, que redactó una Constitución. Los exaltados no pudieron soportar aquella situación y organizaron una insurrección, mediando el dinero inglés y el oro de Mendizábal, que acabó en el golpe de estado de La Granja (12 de agosto de 1836). Las exigencias a María Cristina fueron el cese del Gobierno, la restauración de la Constitución de 1812 y el nombramiento de un Ministerio progresista, que presidieron Calatrava y Mendizábal. Argüelles no tomó parte en aquella conjura, que se sepa, pero no pudo más que suponerle una enorme satisfacción personal que la revolución supusiera la exaltación de lo que él consideraba su legado a la libertad de España: la Constitución de Cádiz. Esto era una enorme contradicción: condenaba las revoluciones, pero las aceptaba si con ellas salían beneficiados sus principios.

Fue elegido diputado por Madrid sin competencia, porque los moderados se decidieron por el retraimiento electoral a modo de protesta por el golpe de estado. Su papel se centró en el trabajo parlamentario y constitucional. Presidió la comisión de contestación al discurso de la Corona y fue elegido presidente de las Cortes por 96 votos, casi sin oposición (el segundo más votado, Fuente Herrero, sumó tan sólo 15).

En contra de la opinión de los exaltados, Argüelles sostuvo la conveniencia de la reforma de la Constitución de 1812, no sólo porque estaba previsto en el propio texto que así se hiciera una vez pasados ocho años de su promulgación, sino porque era lógico, tras "veintiséis años de experiencia" y en vista de lo que se estilaba en países "clásicos en estas instituciones"[26]. Lo cierto es que la reforma del texto gaditano, emprendida por una comisión que presidió Argüelles pero liderada por Olózaga, dio lugar a una de las constituciones con más espíritu de transacción de la historia española, como vieron entonces los moderados puritanos. Más que una reforma se trató de una auténtica labor constituyente, en la que los progresistas más templados aceptaron las ideas e instituciones propugnadas por los moderados y las compatibilizaron con los principios básicos del progresismo.

Contra el cesarismo de Espartero

Tampoco participó Argüelles en la revolución de 1840, iniciada en Madrid en julio y extendida al resto del país en septiembre y octubre. Espartero se hizo con el poder empujado por un partido progresista que no admitía el gobierno legal de los moderados. Desconfiaba Argüelles del militar, temía que concentrara el poder y pervirtiera el régimen constitucional, como así pasó. Argüelles consintió en que los que recelaban de Espartero, como los radicales de Joaquín María López y los templados de Manuel Cortina y Salustiano de Olózaga, todos ellos progresistas, le presentaran para desempeñar el cargo de regente. No fue suficiente: consiguió 115 votos, frente a los 169 de Espartero. Logró, en cambio, la presidencia del Congreso, sumando 118 votos de 124 posibles, ya que los esparteristas se ausentaron de la reunión.

La incompatibilidad del cargo de regente con el de tutor de la Reina facilitó el nombramiento de Argüelles para el desempeño de este último, el 10 de julio de 1841. En uno de esos gestos propios de la época, renunció a la remuneración correspondiente.

La educación constitucional de Isabel II, que contaba ya once años, le pareció de vital importancia, no en vano se señalaba que Fernando VII se había dejado dominar por los absolutistas debido a sus carencias educativas. Argüelles creyó entonces que las dos mejores personas para enseñar a la joven las costumbres e ideas constitucionales eran Manuel José Quintana, que fue nombrado instructor, y Juana de Vega, la condesa de Espoz y Mina, que tomó el cargo de aya. El plan de Argüelles era que la Reina Niña aprendiera el funcionamiento básico de un gobierno representativo y eliminar así uno de los obstáculos que lo habían hecho imposible durante el Trienio Liberal. De hecho, Argüelles llamó a Isabel II "alumna de la libertad"; pero es evidente que no tuvo éxito.

El 7 de octubre de 1841 se produjo un intento de secuestro de la Reina, en el mismo Palacio Real. Los sublevados capturaron a Argüelles y lo encerraron en las caballerizas palatinas, junto a otros servidores. En medio del tiroteo, nuestro hombre consiguió escapar; llegó al Ministerio de la Guerra, donde se encontraba Espartero. Este fue, sin duda, el último episodio heroico de su vida. Fue elegido diputado en las elecciones de febrero de 1843, y se mantuvo alejado de la insurrección general contra Espartero de ese mismo año. En realidad, estuvo prácticamente fuera de la vida política desde 1841: según Evaristo San Miguel, "los desengaños (...) le tenían casi completamente silencioso".

Renunció a su cargo de tutor en cuanto se formó el nuevo Gobierno, liderado por Joaquín María López. Pensó entonces en irse a Asturias a pasar sus últimos días, pero la falta de dinero se lo impidió. En las elecciones parciales de principios de 1844 salió elegido por Madrid.

Los restos del virtuoso

Agustín de Argüelles vio la caída del Gobierno de Olózaga a manos de una conspiración de Palacio, la primera de un enrevesado reinado, en noviembre de 1843. Y el ascenso al poder de Luis González Bravo, un periodista y diputado que por aquel entonces defendía ideas cercanas a la democracia desde una formación llamada, muy al estilo romántico de la época, Joven España. El 21 de marzo de 1844 María Cristina de Borbón, afecta a los moderados, hizo su entrada en Madrid. Argüelles podía haberse convertido entonces en el líder del progresismo, por su templanza y dinastismo, pero su salud y las controversias entre los miembros del partido se lo impidieron.

En la noche del 23 de marzo Gil de la Cuadra visitó a Argüelles en su casa de Madrid. A las tres horas de marchar el primero, al segundo le acometió una convulsión que le provocó vómitos y, finalmente, un ataque de apoplejía. Murió de madrugada. La noticia se extendió rápidamente por la ciudad, y mucha gente acudió a su casa para darle el adiós[27]. No hay duda de que para los progresistas, y los diputados en general, Argüelles era un personaje entrañable, y que muchos de los que acudieron a su entierro, 60.000 según los afectos, le estaban rindiendo un sentido homenaje. Otros no perdieron la oportunidad para animar a un partido, el progresista, que pasaba sus horas más bajas tras el fracaso de Espartero, la huida a Portugal de Olózaga, la división interna y el ascenso del moderantismo. El entierro sirvió para vincular las virtudes del fallecido con el progresismo.

El cortejo fúnebre salió pasadas las cuatro de la tarde del 25 de marzo de la calle Cantarranas, donde vivía el finado[28]. Seis cintas negras colgaban del féretro, que sujetaban seis líderes de segunda fila del partido progresista: Luján, Corradi y Sagasti –que hablaron–, además de Feliú, Velasco y Alonso y Angulo. También marcharon Pedro José Pidal, del partido moderado, posiblemente por ostentar la Presidencia del Congreso de los Diputados, y Alejandro Mon. El único embajador que asistió fue el de Gran Bretaña, Henry Bulwer, el mayor conspirador y enredador durante los dos primeros años de matrimonio de Isabel II (en 1848 el Gobierno de Narváez le expulsó, por haber financiado el pequeño levantamiento registrado ese mismo año). El francés no asistió, quizá por las críticas de Argüelles a la política de su país. Faltaron los grandes líderes del partido progresista, como Olózaga, Manuel Cortina y Joaquín María López.

Las características que atribuyeron a Argüelles en el funeral fueron un compendio de las virtudes patrióticas que los progresistas comenzaron a atribuirse en exclusiva desde entonces, 1844, momento en el que dejaron el poder[29]. Comenzó Francisco Luján con un discurso en el que fundía en Argüelles el patriotismo y la virtud; lo del patriotismo hacía alusión a sus "servicios eminentes a la patria", siempre ligados a la libertad; lo de la virtud, a su rectitud y honradez pública y privada. Luján recordaba en este sentido que, tras dimitir como tutor de la Reina, quiso volver a su "humilde hogar doméstico", a morir "tan pobre como sabio". Corradi insistió en que había muerto "pobre, pobre, sin más riqueza que una conciencia intachable", aunque terminó con estas líneas becquerianas: "Le veo, sí, le veo levantarse de ese ataúd, y oigo una voz elocuente encomendar a nuestra custodia y defensa la gran obra de la libertad y de la independencia española".

La historia de Argüelles, decían, era la historia de la libertad recobrada en España desde las Cortes de Cádiz, donde se mostró, según Luján, que "aún corría por las venas de los españoles la sangre de los procuradores de 1520 y 1521". "Ni la tiranía, ni 300 años del gobierno más absurdo –añadió–, habían podido arrancar de nuestro suelo el germen de su libertad indígena en España", lo que se repetía en la guerra contra los carlistas. Los progresistas cerraban así el vínculo entre el patriotismo liberal y el progresismo con alusiones a episodios históricos de lucha contra el despotismo.

El acto terminó, para desgracia de los concurrentes, con unas composiciones poéticas perpetradas por los hermanos Asquerino. Uno de ellos, Eusebio, recitó lo siguiente: "¿Por qué la parca fiera,/ la virtud, el saber y el patriotismo/ de los siglos lumbrera/ de la nada sepulta en el abismo?"; el otro, Eduardo, optó por esto otro: "Aunque tu aliento a su rigor sucumba/ te hicieron inmortal gloriosos hechos:/ flores han de sobrar sobre tu tumba/ mientras respiren liberales pechos".

La verdadera virtud cívica de Argüelles fue su defensa de la libertad ligada al orden. Esa fue la razón por la que no quiso el triunfo de su partido, como escribió un progresista, "sino por los medios legales y lícitos"[30]. Es decir, rechazó la revolución permanente, incluso como recurso retórico, pues a su entender engendraba más inquietud y enemistad que confianza y solidez. Esta actitud legalista encaja mal con la trayectoria posterior de su partido, y con el hecho de que el propio Argüelles aceptara, en silencio, el resultado de las revoluciones. La necesidad que tuvieron los progresistas de construir un argumento histórico, que se basó en el victimismo revolucionario, soslayó el legalismo de Argüelles, sin duda algo crucial para entender las dificultades que tuvo la consolidación de la libertad en España. Cabe aquí incidir en el mayor defecto de nuestro hombre: se manifestó contrario a todo tipo de acción violenta pero se mantuvo al lado de los que se levantaron en armas en 1835, 1836 y 1840, sin que públicamente hiciera una condena de tales mecanismos que obstaculizaban el desarrollo del régimen liberal. Reunió, es cierto, las virtudes del patriotismo liberal, y fue un hombre y un político honrado, y actuó siempre dentro de la ley, pero le faltó fuerza para imponerse a los elementos disolventes de su partido.


[1] Francisco Tomás y Valiente, "Génesis de la Constitución de 1812. I. De muchas Leyes Fundamentales a una sola Constitución", Anuario de Historia del Derecho Español, LXV, pp. 13-135.
[2] Nicomedes Pastor Díaz y Francisco de Cárdenas, "Argüelles", en Galería de españoles célebres contemporáneos, I, 1841, p. 17.
[3] Diario de Sesiones de las Cortes (DSC en adelante), 28 de agosto de 1811, núm. 330, p. 1.709.
[4] Luis Sánchez Agesta, en la Introducción a Agustín de Argüelles, Discurso preliminar a la Constitución de 1812, Madrid, CEC, 1989, p. 63.
[5] Argüelles, Discurso preliminar, p. 69.
[6] Ibídem, p. 77.
[7] DSC, 14 diciembre 1836, núm. 57, p. 628.
[8] Argüelles, op. cit., p. 80.
[9] Véase en este sentido Alberto Gil Novales, "Agustín de Argüelles", en J. Antón y M. Caminal, Pensamiento político en la España contemporánea, 1800-1950, Madrid, Teide, 1992, pp. 79-118.
[10] Evaristo San Miguel, Vida de Agustín de Argüelles, Madrid, Imprenta de los Señores Andrés y Díaz, 1851, II, pp. 51-54.
[11] Miguel Ferrer López, "Argüelles en Mallorca", Bolletí de la Societat Arqueològica Lul-liana, 51 (1995), pp. 219-230.
[12] N. P. Díaz y F. Cárdenas, op. cit., p. 58.
[13] DSC, 11 junio 1823, p. 242.
[14] N. P. Díaz y F. Cárdenas, op. cit., p. 70.
[15] Manuel Moreno Alonso, Confesiones políticas de Argüelles.
[16] Irene Castells, La utopía insurreccional del liberalismo, Barcelona, Crítica, pp. 27 y 160. Rafael Sánchez Mantero, "Exilio liberal e intrigas políticas", Ayer, 47, 2002, pp. 17-33.
[17] Joaquín Varela Suánzes-Carpegna, "El pensamiento constitucional español en el exilio: el abandono del modelo doceañista (1823-1833)", Revista de Estudios Políticos, 88, 1995, pp. 63-90.
[18] Agustín de Argüelles, Examen histórico de la reforma constitucional que hicieron las Cortes generales y extraordinarias, Londres, 1835, I, pp. 1-19.
[19] R. Bullen y F. Strong, Palmerston. I: Private Correspondance with Sir George Villiers (afterwards fourth Earl of Clarendon) as Minister to Spain, 1833-1837, London, Her Majesty’s Stationery Office, 1985, p. 68.
[20] Rafael Sánchez Mantero, Liberales en el exilio. La emigración política en Francia en la crisis del Antiguo Régimen, Madrid, Rialp, 1975, pp. 186-187.
[21] Manuel Moreno Alonso, op. cit., p. 260.
[22] N. P. Díaz y F. Cárdenas, op. cit., p. 76. Ángel Fernández de los Ríos, Olózaga. Estudio político y biográfico, Madrid, Imprenta de Manuel de Rojas, 1863, p. 227.
[23] DSC, 14 de diciembre de 1836, núm. 57, p. 626.
[24] DSC, Estamento de Procuradores, 5 de abril de 1836, núm. 8, p. 43.
[25] Ibíd., p. 40.
[26] DSC, 14 de diciembre de 1836, núm. 57, p. 625.
[27] E. San Miguel, op. cit., II, pp. 469-477.
[28] Luis Garrido Muro, "El entierro de Argüelles", Historia y Política, núm. 3, 2000/1, pp. 121-145.
[29] Evaristo San Miguel, op. cit., II, pp. 471-477.
[30] Carlos Massa Sanguinetti, "D. Agustín Argüelles", Semanario Pintoresco Español, año X, 29 de junio de 1845, pp. 201-203.