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La Ilustración Liberal

Historia de dos vecinos: el sistema público de pensiones y los ‘pobres’

Está claro que los liberales nunca hemos sido los mejores comunicadores del mundo. Quitas a Adam Smith, a Frédéric Bastiat y a unos pocos más, y lo que te queda es un puñado de buenos pensadores con una importante legión de seguidores pero poquísima influencia entre el gran público.

Si hay una cuestión en la que esto es dolorosamente cierto, ésa es la del sistema público de pensiones. Los intervencionistas de todos los partidos han logrado que cale la idea de que el modelo de reparto, que todos los países occidentales comparten, está ideado para proteger a los que menos ganan, cuando son precisamente éstos los que más expuestos están a los fallos de un sistema al que se le ven las costuras desde hace mucho tiempo.

Por eso, la idea que tiene el gran público es que la capitalización es algo "de ricos", que conocen los productos financieros, saben de qué va la bolsa y tienen la capacidad de invertir para asegurarse la jubilación. Los pobres, por el contrario, es mejor que confíen en la bondad de sus políticos, que se desvelan por asegurarles a todos una jubilación tranquila.

Detrás de esta errónea creencia está buena parte de la indignación que se palpa en la calle cada vez que hay noticias sobre un recorte en las pensiones, como los dos decretados en los últimos tres años, o sobre reformas en el sistema, ya impliquen el alargamiento de la vida laboral, el cambio en las condiciones de cálculo de la prestación o la aplicación de algún tipo de fórmula de sostenibilidad, como la que se ha presentado recientemente.

No hay más que ver los comentarios en los foros de internet o a la gente que es entrevistada en la calle por radios y televisiones para darse cuenta de lo equivocados que están buena parte de nuestros conciudadanos respecto a sus pensiones. Desde el jubilado que se queja de lo magra que es su prestación "tras cincuenta años cotizando" hasta la viuda que denuncia el desafuero de que tras la muerte de su marido le quede “una paga de 600 euros mensuales”.

Y el caso es que tienen toda la razón: su situación no es justa, desde ningún punto de vista. En su fuero interno sienten que han hecho lo que se les ha pedido, ir acumulando, con su esfuerzo diario, una bolsita que les sería devuelta cuando más lo necesitasen. El problema es que esa bolsa no existe. No han ahorrado nada, aunque han pagado mucho.

Parte de la culpa de este equívoco es nuestra, de aquellos que creemos en las bondades del modelo de capitalización. Cuando lo comparamos con el de reparto, casi siempre centramos la argumentación en la diferencia que existe entre las posibilidades financieras de uno y otro. Sólo hay que analizar las rentabilidades de la bolsa en los últimos dos siglos para darse cuenta de hasta dónde podrían haber llegado los ahorros de nuestros pensionistas si durante los 40 o 50 años de su vida activa se les hubiera permitido disfrutar de las maravillas del capitalismo y de sus principales armas de riqueza masiva: el incremento de la productividad, el valor de sus empresas y el interés compuesto.

No digo que no haya que seguir machacando esta evidencia. Es un argumento poderoso, sin duda, probablemente el mejor que tenemos. Pero no debemos desdeñar las demás características del modelo de capitalización, que entrega a cada uno la capacidad de manejar su futuro, de decidir y construir su tranquilidad sobre los cimientos de su esfuerzo y no sobre las promesas del político de turno.

En esto, como en otros muchos de los bienes del mal llamado "Estado del Bienestar", cabe preguntarse por qué los políticos niegan a buena parte de la población las ventajas de las que ellos disfrutan. Nuestros líderes, como la gran mayoría de los europeos con recursos, tienen contratados planes de pensiones privados. Sin embargo, cuando tienen que legislar para la ciudadanía no dejan de ponderar las ventajas de la “solidaridad intergeneracional”.

Las excusas son variadas: que hay que asegurar un mínimo a todos, que el cambio de modelo sería demasiado costoso en estos momentos o que los riesgos de la inversión individual son excesivos para el jubilado de a pie. Como si no fuera posible iniciar una mudanza paulatina o instaurar un modelo mixto, como el sueco, que garantice una pensión universal al mismo tiempo que otorga al común de los mortales las ventajas de las que ahora sólo pueden disfrutar unos pocos.

Además, no es una cuestión sólo filosófica o moral. Muchas de las reglas que definen el modelo de reparto son especialmente injustas para las clases bajas, que se ven perjudicadas sin motivo. Y encima parece que tienen que dar las gracias. Quizás la mejor manera de explicarlo sea con un ejemplo que podría darse hoy mismo en cualquier ciudad española.

Historia de dos vecinos

Imaginemos a dos vecinos de 16 años. Uno de ellos, quizás de una familia humilde, deja de estudiar y se pone a trabajar de inmediato. Su falta de cualificación le lleva al sector servicios y encuentra trabajo de camarero en un restaurante cercano. Mientras, su amigo acude a la universidad, tras la que decide inscribirse en un MBA. Su periplo laboral comenzará con 28 o 29 años, en una gran empresa, en la que aspira ascender hacia los puestos directivos.

¿Cómo trata a ambos el sistema público de pensiones? Pues el que empieza a currar con 16 añitos ve cómo todos esos años se pierden. Sin más. Como el período de cálculo sólo cuenta en estos momentos los últimos 25 años, hasta que no tenga 40 será como si no hubiera hecho nada. Además, como los sueldos en su sector son bastante lineales, cobrará algo más en ese momento que a los 16, pero tampoco habrá una gran diferencia. Y si tiene mala suerte y es despedido con 55 o 60 años, ya puede darse por perdido: lo que le quedará es una pensión de miseria.

Mientras, su vecino, que comenzó a trabajar con 28 años, tiene el mismo período de cálculo. Y lo lógico es que su curva salarial tenga una pendiente más pronunciada; es decir, que con 55 gane muchísimo más que con 30.

Alguno dirá que la solución es ampliar el cálculo a toda la vida laboral, como se está proponiendo desde el Gobierno. Sin embargo, esto sólo conseguirá reducir la prestación de ambos, puesto que los dos cobraban menos con 16 que con 40. Sí, es cierto, penalizará menos al camarero que al ejecutivo, pero éste será un mínimo consuelo para ambos.

Y todo esto sin tener en cuenta que nadie está a salvo de tener un problema nada más llegar a la edad de jubilación. Imaginemos que nuestros dos amigos mueren con 65 años. ¿Qué les queda de la parte pública a su mujer y a sus hijos? Pues la respuesta es la misma en nuestros dos ejemplos: nada o casi nada. Si su esposa no ha cotizado por su cuenta, no puede esperar, en el mejor de los casos, más que una pensión de viudedad que supone el 50% de la prestación de su marido. Son esas pagas de 500-600 euros de las que hablábamos al comienzo. Vamos, que los 50 años cotizando del primero de nuestros trabajadores es como si no hubieran existido. Lo normal es que nuestro vecino rico haya ahorrado.

Todos los estudios muestran que la esperanza de vida también depende en parte de los ingresos (influyen la alimentación, la dureza del trabajo realizado, los cuidados médicos…). Con un sistema de reparto, aquellos que menos opciones tienen de ahorrar durante su vida serán también los que menos posibilidades tengan de proteger a su familia ante un imprevisto desgraciado. Probablemente el ejecutivo de marras haya contratado un plan privado (capitalización) que sus hijos y su cónyuge podrán disfrutar si él sufre una desgracia.

A cambio, con un modelo de capitalización nuestro primer protagonista iría llenando su bolsita (ésta sí, completamente real) desde el primer día. No es una ventaja menor. Cuando su compañero se reincorpore a los 28 años, tendrá que cotizar mucho para reducir la ventaja que le saca el primero. Doce años de aportaciones y el interés compuesto habrán sido suficientes como para asegurarle a éste una sólida base financiera. Y a los 65 años cualquiera sabe hasta dónde habrán podido llegar sus ahorros simplemente asociándolos al índice de referencia de cualquier bolsa occidental. Además, si le ocurriera una desgracia, su trabajo no se perdería, sino que todo ese capital acumulado podría servir para ayudar a sus seres queridos.

No es sólo una cuestión de rentabilidad. El sistema de capitalización ofrece una alternativa más segura y justa también a este modesto empleado. Por eso es más sorprendente aún que no sean precisamente las clases bajas las que se rebelen ante un modelo de reparto que no sólo no les devuelve lo que aportaron, sino que las deja indefensas ante el menor golpe de mala fortuna. La pregunta que debemos hacernos es: ¿cómo puede ser que no hayamos podido transmitir una evidencia tan palmaria? No deberíamos necesitar otro Bastiat para poder ganar esta batalla, que, por ahora, vamos perdiendo claramente.