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La Ilustración Liberal

Lo inconsciente

La palabra inconsciente remite al psicoanálisis. Las obras de Freud han quedado muy desacreditadas por el paso del tiempo. Un editorial de El País de 20061 elogiaba la figura del médico austriaco por su influencia. Dos días después, el editorial era contestado por Ignacio Morgado, catedrático de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia de la Universidad Autónoma de Barcelona2. Freud había sido zarandeado por la ciencia. La influencia de Freud en el cine o la literatura es patente y no puede negarse. Un suplemento cultural poco tendría que hacer sin sus dosis de Marcuse, Freud o Marx. Las carreras de letras como la que yo cursé –Filología– se agotarían antes sin el recurso al médico austríaco, que aporta divagación pero también argumento de autoridad. En ese cerrado mundo, claro. Fuera de allí, pocos se lo toman en serio. Freud es lo bastante turbio como para hablar sin decir nada. No en vano, Morgado pedía olvidarse de Freud para reivindicar a Cajal.

Es fácil disculpar a Freud cuando pensamos que no tenía herramientas empíricas para verificar lo que decía. La mayoría de sus asertos se basaban más en intuiciones que en experimentos directamente observables. Pero la innovación tecnológica, que tanto ha hecho por arrumbar las teorías de Freud –las famosas fMRI–, también ha contribuido a revitalizar algunas de ellas. Decíamos antes que el inconsciente evoca el psicoanálisis, pues su concepto está incrustado en lo popular. La idea de que una parte de la mente está oculta a la razón pero influye en nuestra conducta es incluso una noción folclórica: por lo extendida. De ahí que el libro Subliminal, del físico y matemático de Caltech Leonard Mlodinow, sirva, de algún modo, para recuperar a Freud con todo el barniz de prestigio que otorga la ciencia. Es más, para el físico el inconsciente supera al consciente en influencia. No obstante, que no canten victoria quienes esperaban resucitar las teorías del austriaco. A la luz de la moderna neurociencia, lo único válido del postulado freudiano es la división de nuestra mente en dos partes. Únicamente. El inconsciente de las ciencias del cerebro no es un lugar tétrico habitado por deseos de yacer con nuestros padres y de sofocantes y tiránicas represiones. Antes bien, el moderno inconsciente es un lugar donde se toman rapidísimas decisiones y donde se generan eficaces mecanismos de supervivencia.

El título del libro –Subliminal– le habrá sugerido un concepto relacionado con lo inconsciente. Seguro que habrá oído hablar de que es posible influir subliminalmente en la conducta. No se alarme: no se puede. Fue en los años 50, en Estados Unidos, cuando un investigador de técnicas de marketing llamado James Vickery quiso probar que, durante la proyección de una película, podía aumentar el deseo de consumir palomitas y refrescos al mostrar –insertas en la filmación– imágenes de palomitas y refrescos. Estas imágenes eran mostradas durante un tiempo tan breve que nadie era consciente de haberlas visto. Años más tarde, Vickery admitió que todo aquello era un engaño. Pero la idea de poder influir subliminalmente en una parte de nosotros ante la que no tenemos control quedó fuertemente arraigada en películas y libros. El autor recuerda que en la campaña presidencial del año 2000 entre Al Gore y George Bush los republicanos insertaron la palabra rats –ratas– durante una décima de segundo al lado del nombre del partido demócrata. Cuando se supo, el anuncio fue retirado. Aunque habrá quien piense que funcionó, porque los republicanos ganaron. Pero no. El libro no va por esos derroteros. El inconsciente no es eso. Veamos algunos ejemplos.

Algunos toman la memoria como un paradigma de objetividad. El imaginario popular contiene sentencias como "Lo vi con mis propios ojos". Pocos dudarían de la capacidad de una mujer de recordar el rostro de su violador, si tuviera la oportunidad de ver claramente la cara de quien ha abusado de ella. En Carolina del Norte, en 1984, una mujer de 22 años dormía sola cuando un hombre entró en su casa. El violador perpetró su crimen a oscuras, pero la mujer hacía lo posible por estudiar su rostro a fin de denunciarlo. La mujer consiguió encender la luz durante un instante y verle la cara. Tras esto, la mujer escapó. Ya en comisaría, contó al dibujante de la policía los rasgos que recordaba del violador. Días después volvió a la comisaría, donde le enseñaron hasta seis fotos de sospechosos de violación. Uno de ellos tenía antecedentes por delitos similares y vivía cerca de ella. La mujer –que no estaba advertida de la investigación policial– eligió al mismo hombre del que sospechaba la policía. En una rueda de reconocimiento posterior, escogió al mismo hombre que ya había señalado en las fotos. En el juicio, la mujer insistió en que aquel era el hombre que lo había hecho. Celebró con champán el veredicto de culpabilidad.

Ya en la cárcel, el convicto supo de otro hombre que se parecía a él y de quien supo –a través de otro preso– que era en realidad quien había violado a la mujer. Hubo otro juicio, pero ella reiteraba sus acusaciones y el verdadero violador fue exculpado. La mujer estuvo a cinco metros de los dos acusados durante un buen rato y volvió a señalar a quien era inocente. Diez años después, la tecnología de análisis mediante el ADN exculpó al hombre a quien la mujer estaba convencida de haber visto y de quien juraba y perjuraba que era el violador. Se había impregnado del rostro erróneo en su inconsciente por el terrible estrés postraumático que sucede a una violación. Había fabricado un rostro inventado a partir de recuerdos reales. Cuanto creía haber visto con sus propios ojos no era verdad.

En otro estudio, se pidió que varios voluntarios evaluasen tres detergentes. El exterior de las cajas difería en el color. Tras semanas de prueba, todos coincidieron en que el mejor era uno con la caja de color amarillo y azul. Lo cierto es que no evaluaron tres detergentes distintos: las tres cajas contenían el mismo. Al parecer es el mismo mecanismo que nos hace desconfiar de un abogado que nos recibe en chanclas y bañador. En un supermercado vendían vinos franceses y alemanes: cuando la música ambiental era alemana, las ventas de vino alemán se disparaban; y las del francés cuando lo que sonaba era francés. El inconsciente dirigía las ventas.

Cuando usted se siente atraído por una persona, pondría en primer lugar –seguramente–, como causa de esa seducción, el color de ojos, la estatura o la sensualidad de sus formas. En el caso de las mujeres, es imposible establecer un estereotipo, pero, si no los ven y solo los oyen, la decisión es tajante: les gustan los hombres de voz grave. El inconsciente de las mujeres elige voces graves como si se tratase del piar de ciertos pájaros que atraen a sus hembras con sus cantos. Los hombres, por su parte, ajustan inconscientemente el tono de sus voces para ponerlo al mismo nivel que el de una presencia masculina que consideran amenazadora. Asimismo, los hombres más dominadores tienden a bajar su tono y los más cohibidos lo elevan para hacerse notar. Para más inri, la atracción de las mujeres por las voces graves aumenta durante la fase fértil de su ovulación, periodo durante el cual –curiosamente– los hombres las consideran más atractivas. Las voces de las mujeres se suavizan durante esa fase. La mente inconsciente relaciona el tono de voz con ciertas características sexuales.

El inconsciente también gobierna las expectativas. Se hizo un test de inteligencia a unos alumnos y se entregaron los resultados a los profesores. Como es natural, había algunos que destacaban. Pero los investigadores habían falseado adrede los resultados para que los profesores tomasen como superdotados a quienes no lo eran. Los alumnos que no habían destacado en el supuesto test obtenían puntuaciones más bajas por parte de los profesores y eran vistos como menos curiosos. Pero lo paradójico era que, en un segundo test, se vio que los alumnos falsamente superdotados habían aumentado su rendimiento, quizá por el mayor interés que sus profesores se habían tomado en ellos, a partir de unos resultados falsos que habían, aun así, incrementado las expectativas inconscientes de sus docentes.

La explicación más factible de todo esto es que nuestro cerebro lleva millones de años siendo primitivo y adaptándose a la supervivencia. En cambio, nuestra sociedad civilizada apenas tiene unas decenas o centenas de años, si se quiere. Como dice Mlodinow: "Nuestro cerebro está diseñado para afrontar retos de una era anterior". Escogemos los hechos que queremos creer.

Leonard Mlodinow, Subliminal, Crítica, Barcelona, 2013, 324 páginas.


1 "Freud nos mira", 7-V-2006.

2 "Freud nos mira", Cartas al Director, 9-V-2006.