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La Ilustración Liberal

Historia de una (supuesta) fatalidad

Se han dejado llevar por el miedo de cada hora, por la sugestión de cada día, guiados únicamente por un cierto egoísmo, por un instinto torpe y primario de conservación que ha sido incapaz de salvarles.

(Manuel Chaves Nogales, La agonía de Francia, 4)

Siempre me ha repateado el poema de Gil de Biedma que, bajo forma de denuncia de nuestro pasado supuestamente desastroso, enuncia, como si se tratase de un acontecimiento de certeza astronómica, que las historias de España siempre terminan mal, aunque he de reconocer que ahora me siento tentado a darle la razón, porque me parece que nos encontramos ante una crisis a la que no parecemos saber enfrentarnos, y eso es siempre lamentable; de ser cierto, sería la repetición de un fracaso, en concreto, si se me permite la licencia orteguiana, del de mi generación: tras el éxito de la transición, la vuelta a las andadas con la ruina de la democracia y, como propina, el ocaso y derribo de una vieja Nación. Desearía que nadie viere, pues, pesimismo en lo que digo, sino, por el contrario, un grito contra la sabiduría convencional y complaciente, contra la condena a la mediocridad y al naufragio de la España postfranquista, y ello porque entiendo, desde luego, que defender la democracia es defender la unidad de España, defender y garantizar que España signifique, como en sus mejores ocasiones ha sido, libertad, algo que ahora no está sucediendo o está en un proceso de grave moribundia.

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Aunque no escasean otras especies, se podría decir que hay dos clases de enemigos de la democracia, los que la analizan, y la viven, como si fuera una impostura, y los que la consideran una imposibilidad; además de parecerse bastante, ambas especies coinciden en dedicarse habitualmente a confirmar su diagnóstico. Estos enemigos de la democracia son abundantes y poderosos y se apoyan, en último término, en la innegable voluntad de sumisión que se apodera de los ciudadanos y de las sociedades en momentos muy distintos de la historia. Para los enemigos del primer tipo, toda forma de democracia es un disfraz y se trata, tan solo, de discutir sobre lo que hay debajo; para los del tipo segundo, la democracia es, en realidad, una tentación, un peligro que hay que combatir con astucia y determinación.

La literatura favorable a la democracia es mucho más abundante que su contraria, pero no debemos engañarnos suponiendo que la democracia carece de enemigos: el enemigo de cualquier democracia es siempre la tendencia de los poderes a absolutizarse, a romper sus ataduras, sus límites, a convertirse ellos mismos en su única razón de ser. La democracia, asentada en una Nación de ciudadanos que se sabe una y libre, es deseable e indiscutiblemente mejor que sus contrarios, que cualquier forma de Gobierno en nombre propio, fundada en poderes distintos al del pueblo mismo, y tanto da si esta otra legitimidad se considera, digamos, dinástica o revolucionaria. Precisamente por eso, hasta los más recios enemigos de la democracia han de emplear su lenguaje, al paso que lo pervierten, y le dedican lisonjas, aunque se ocupan, sobre todo, de que la democracia real no prospere.

La democracia ha sido siempre una aventura que puede acabar mal y, sobre todo, una empresa que puede no llegar a su acmé, a su plenitud. La democracia es el régimen político en el que los ciudadanos son dueños de su destino, tienen libertad política, la ejercen y controlan que las funciones de gobierno que se ejercen en su nombre no se extralimiten. Pueden, deben y quieren hacerlo mediante una serie delicada de mecanismos institucionales, representativos y de participación, de forma que sin esta vida civil democrática y sin las virtudes que necesita y fomenta, tales como la competitividad, el valor cívico y el patriotismo, el sistema democrático podría quedar reducido a una casa deshabitada.

Para los españoles de mi generación, criados en el franquismo, y convencidos de algo así como la inevitabilidad de la democracia, la experiencia de estas últimas cuatro décadas se está convirtiendo en un tema de reflexión obligada y no poco preocupante. Como las democracias pueden fracasar, es lógico que nos alarmemos cuando, tras vivir años de relativa euforia, parece como si, de nuevo, fuéremos a caer víctimas de la fatalidad.

Parto, pues, de un diagnóstico deliberadamente pesimista de la situación española en 2013, y la elección de fecha no es baladí, aunque, eso sí, para tratar de desmentirlo, como creo que es obligación, pero no quisiera ceder a la tentación complaciente que a tantos seduce de modo muy eficaz, a dar por hecho que la democracia ya sea entre nosotros una sólida realidad, y que lo único que nos quede sea desearnos suerte colectiva a la hora de elegir gobiernos que gestionen eficazmente nuestro día a día.

No quisiera dejar de mencionar los mayores riesgos que nos afectan por mucho que estén en la mente de todos. En primer lugar, un riesgo cierto de ruptura de la unidad nacional que no sería fácilmente separable de un conflicto civil grave, y no solo a nivel local o en determinadas partes. Mi tesis de partida va a ser que la pervivencia y la consolidación de esta amenaza a la unidad nacional es la prueba de fuego de que la democracia española ha abandonado el camino del éxito, pero me atreveré a decir que en este asunto corremos el riesgo cierto de confundir las causas con los efectos. Las amenazas a la unidad nacional, que son gravísimas, son consecuencia de fallos todavía más hondos y escasamente analizados, y nos jugamos parte esencial de nuestro porvenir en acertar con el diagnóstico y el tratamiento de esos fallos: en mi opinión, con su forma habitual de proceder, los partidos españoles no se han preocupado por encontrar el antídoto al predominio del nacionalismo porque han preferido adaptar la fórmula del nacionalismo a sus propios enclaves y evitar, a cualquier precio, el nivel de participación, de competencia, de renovación y de democracia interna, impidiendo que se haya podido consolidar una democracia excelente en marcha que hubiera hecho inviable, al menos en la forma que ahora ha adquirido, la eclosión nacionalista, que es, en cualquier caso, un grave ejemplo de manipulación caciquil, por exitosa que pueda llegar a ser.

La inexcusable brevedad obliga a ser muy sumario, pero es necesario referirse a los errores de fondo que han permitido el éxito deletéreo y la metástasis del más obvio, haciéndolo casi inevitable. En primer lugar, el que la democracia española se haya hecho cada vez más anti-liberal, más incontrolable, que se hayan cegado por todas partes las vías de extensión benéfica de la democracia reduciéndola a un mero sistema de legitimación del poder; pero no basta que exista una democracia desde el punto de vista de la legitimidad del Gobierno, porque, especialmente en sus comienzos, en el curso alto de estos sistemas, antes de establecer las tradiciones que Popper consideraba indispensables para su viabilidad, es necesario que la democracia ejerza sus efectos en las relaciones entre mayorías y minorías, sin confiarlas al puro legalismo reglamentista, y en las relaciones entre la sociedad y los poderes constituidos. Pues bien, muy poco de eso se ha hecho aquí: se ha evitado que los partidos puedan cumplir con la función que les encomienda la CE del 78, y se ha se ha impedido establecer y cultivar cualquier forma de poliarquía. En su lugar, el poder ha tendido a ramificarse orgánicamente y a especializarse, pero no a competir, y se han llegado a negar de plano las formas clásicas de división de poderes, que han sido abolidas en la práctica e incluso mediante la ley.

Como bien dice Miguel Ángel Quintanilla1, la democracia liberal no es un modo de iluminar verdades fundamentales de una vez por todas, como sostiene la izquierda, pero sí es un régimen que exige el respeto de una serie de principios políticos y morales que no pueden abandonarse, y que constituyen un fundamento de tradiciones sociales y morales de las que carecíamos en 1975 y que no hemos sabido promover y prestigiar, tales como el respeto a la dignidad de los ciudadanos y a la soberanía popular, el castigo a la mentira del político en activo, la seriedad en el análisis y el debate, la rendición de cuentas, la trasparencia, etc., principios que tienden a olvidarse con la disculpa de la necesidad de ganar las elecciones, ya se entiende que engañando: ¿qué queda entonces de la democracia entendida como una competencia noble fundada en razones y en el debate público?

Esta separación absoluta entre el poder efectivo y sus fuentes de legitimación es el caldo de cultivo ideal de cualquier nacionalismo, puesto que el nacionalismo consiste esencialmente en la negación de la diversidad, en la exaltación de la unidad impostada y en la exportación de las causas del mal. El poder incontestable de los aparatos políticos ha recurrido a hacerse nacionalista como mejor forma de asegurar su perpetuación, un fenómeno que, como se sabe, no ha ocurrido únicamente en las llamadas nacionalidades históricas, sino que ha infestado la geografía nacional.

Este tipo de procesos de asimilación involutiva se han dado también en el resto de los resortes de poder, no únicamente en los partidos, y, muy señaladamente, en los medios de comunicación. Es difícil encontrar ejemplos de sumisión política, y de irresponsabilidad ciudadana, similares a los que, en estos momentos, son corrientes en algunos medios de comunicación españoles.

Una vez que las virtudes políticas de la democracia se han visto frenadas por este tipo de procesos, por la reducción de la política a economía y a gestión, ha podido llegar a parecer inevitable, aunque nunca lo haya sido y todo pueda desandarse, que la corrupción se extendiera, que muchos políticos se comportasen de manera puramente mafiosa, y que se acabara por perder completamente el control ciudadano del verdadero corazón de la libertad política en la época contemporánea, que no es otro que el control del gasto público. Este asunto es crucial para entender la situación política española y para tratar de corregirla: en estos momentos España necesita endeudarse a un ritmo de 250 millones de euros diarios para sostener sus servicios y esto supone, llanamente, una renuncia a la soberanía a cambio de una especie de patente de irresponsabilidad. Esta actitud según la cual se tiene derecho a todo, y ya se verá quién lo paga, constituye el legado más letal de la izquierda; pero eso no es lo malo: peor es que haya sido asumido como un avance democrático por las fuerzas políticas que debieran defender conductas colectivas y personales muy de otro tipo.

Hacer historia es preparar el porvenir

Mario Vargas Llosa ha hecho famosa una pregunta: "¿En qué momento se jodió el Perú?"; que, a día de hoy, se repiten muchos españoles respecto a la democracia del 78. Creo que es un error hacer ese tipo de pregunta en nuestro caso y que la mejor manera de responder es una mezcla larga de cómos y cuándos. La transición funcionó bien porque aunque no había las fórmulas jurídicas perfectas nunca falló el espíritu de concordia y el empeño en derrotar a un enemigo común, en desmentir la maldición del franquismo y mostrar que la democracia era posible, pese a la crisis económica y al terrorismo. Pronto se insinuaron, desde luego, las tendencias que podrían acabar ahogando una novedad tan improvisada, y a mi entender fue la izquierda socialista quien más se acercó al abismo del fracaso con su intemperancia, con su afirmación de que en 1979 los electores se habían equivocado y luego, una vez en el poder, cuando se apresuró a enterrar a Montesquieu con rara eficacia. Bien que mal, sin embargo, los socialistas gobernaron durante casi quince años y fue posible la alternancia en 1996. La democracia parecía encarrilada de manera definitiva.

Entre 1996 y 2004 hubo un paréntesis de prosperidad, que ha sido diversamente interpretado pero que es innegable, y se abordaron algunas cuestiones de fondo con decisión y acierto, pero el sorprendente giro de 2004 y lo que luego ha venido ha deshecho gran parte de lo ganado y nos ha colocado de nuevo frente a la interrogante de si somos capaces de articular una democracia nacional políticamente eficaz.

La democracia ha funcionado bien, con los matices que fuere, en todo lo que se refiere a su entramado jurídico y ha tendido a embarrancarse cuando se han improvisado formas jurídicas de dudosa legitimidad y, sobre todo, cuando ha habido que tirar de unas tradiciones inexistentes o pedir amparo en la cultura política de la sociedad española. No hemos llegado todavía a crear la democracia española, ese sistema de usos y vigencias políticas que no puede sencillamente copiarse porque no reside en una ley ni en una institución, sino en la vida misma de la sociedad. Nuestro problema no es, pues, que los políticos mientan, sino que se les consienta, no que se corrompan, sino que se les ampare, y que, sin apenas razones y con escaso pudor, sus propios partidos desempeñen en ese amparo un papel que los acerca más a las mafias que a entidades democráticas que compartan unos principios morales esenciales. Esta solidaridad mal entendida e hipócritamente apoyada en la presunción de inocencia los aleja del ideal del patriotismo que les es exigible y que habría de llevarles a preferir siempre el bien de la mayoría frente al beneficio de unos pocos.

Los partidos son parte esencial de nuestro problema porque no existe una fórmula que permita crear partidos que funcionen: son los propios partidos quienes tienen que ponerlas en marcha, y lo que tenemos son clanes políticos con tendencia a crecer y a perpetuarse y nada dispuestos a que sus posiciones de poder puedan quedar en precario. Lo paradójico del caso se acentúa cuando se contempla el caso de los políticos de los que es casi imposible llegar a entender las razones por las que han escogido tal vocación, partiendo de que se suponga que un político es alguien que quiere hacer algo por su país. En este sentido, Zapatero, cuyos mandatos fueron un desastre sin apenas paliativos, tenía madera de político, otros ni eso.

¿Hay salida desde este atolladero?

Si la tesis que estoy presentando es correcta, es evidente que la responsabilidad por el fracaso está muy compartida, aunque deba subrayarse más el papel de ciertos protagonistas. Russell decía que en una democracia representativa los elegidos nunca podrían ser peores que quienes los eligieron puesto que si, por hipótesis, fuere así, peores aún serían los electores por haberlos elegido. Busquemos, pues, algunas razones de fondo en la cultura política de los españoles que ayuden a entender nuestra situación, no sin advertir que el error más grave que se ha podido cometer por parte de la derecha ha sido el de renunciar a promover sus propios valores y que ese error, si como sostengo existe, ha sido cometido en varias ocasiones, pero nunca de manera tan grave y suicida como en lo que ha venido ocurriendo desde las elecciones generales de 2011.

Solamente un partido que se atreva a proponer un proyecto de alcance nacional y de fondo liberal, pero asumiendo como su obligación política no la gestión ideológica y esquemática de determinados sistemas sino el gobierno eficaz de los problemas que realmente padecen los ciudadanos, podrá rectificar lo que hoy constituye, a mi modo de ver, un error categorial muy grave, la confusión de gobierno con mera gestión, la confusión de la política con cierta gestión económica, incluso desastrosa, y la entrega incondicional a los postulados políticos del adversario en temas decisivos como el modelo territorial, las políticas educativa y de empleo, los impuestos y la política social, además de compartir con los enterradores de Montesquieu el propósito de tener bien controlada la peligrosa independencia de la Justicia.

Claro que hay salida del atolladero, pero no por cualquier sitio. No la habrá, en particular, mientras la derecha política se deje subyugar por los falsos valores que ha cultivado la izquierda y que han crecido con notable fuerza en una sociedad que heredaba, al tiempo, unas generaciones educadas en el autoritarismo y en la doctrina católica, componentes esenciales de nuestra cultura política de los últimos cincuenta años a los que la izquierda ha sabido dar la vuelta y poner a su disposición, confundiendo el fondo moral que puedan incorporar con las supuestas soluciones socialistas.

Nuestra cultura popular ha ofrecido un caldo de cultivo muy propicio para el florecimiento de las tesis de la izquierda, una vez que se ha deshecho de sus peores imágenes y se ha olvidado, casi al completo, del estalinismo, con la posible excepción de Cuba. Una imagen rápida de lo que quiero decir, no muy apta para jóvenes, podría ser la siguiente: cuando murió Franco en 1975, cientos de miles de personas acudieron a rendirle tributo popular; cuando falleció Tierno Galván, apenas diez años y dos meses después, se repitió casi literalmente el fenómeno de fervor popular: tengo la convicción de que un porcentaje muy alto de devotos estuvieron en ambas ocasiones. El socialismo no tuvo ningún problema en heredar las masas superficialmente franquistas, como no lo tuvo en incorporar a los hijos de esos dirigentes, cosa que, como demostró César Alonso de los Ríos, en Yo tenía un camarada, ocurrió de manera espectacular, y en comandita con el nacionalismo, en la Cataluña antifranquista.

Buena parte de nuestra más vieja tradición cultural popular, el arbitrismo, el cainismo maniqueo, el barroquismo literario y ornamental, la ausencia absoluta de actitud empirista y de mentalidad científico-crítica, la tendencia católico/musulmana a tolerar la mentira eficaz, la hipocresía estética que valora más el parecer que el ser, y un sinnúmero de tópicos acerca de nuestro acervo popular, han sido incorporados al registro de los valores dominantes en clave de izquierda, y la derecha, tontamente, ha confundido su propia modernización con aceptarlos en lugar de combatirlos. Tiene razón Dalmacio Negro cuando dice que nuestra derecha es una especie de izquierda envejecida.

Con este panorama sociológico, que los estudios empíricos describen muy acertadamente como una desviación hacia los valores de la izquierda incluso en quienes se proclaman conservadores o liberales, ha sido perfectamente posible que se haya producido el fenómeno de una consolidación del bipartidismo, con la excepción nacionalista y localista que todos conocemos, sin que esos grandes partidos sientan jamás la menor tentación de colaborar en objetivos nacionales porque en su impostada contraposición les va gran parte de su capital político. Sí colaboran, en cambio, y de manera muy discreta, en intereses comunes, en repartos, en olvidos mutuos, en compensaciones, en facilitarse la vida conscientes de que la democracia española se ha convertido para ellos en un juego sin apenas riesgos, cosa de ocho años que se pasan rápida y cómodamente acodados en los bancos de la oposición, estrategia de fondo que fue muy bien preparada por Felipe González a finales de los ochenta.

A la luz de estas consideraciones se entiende que presentar una supuesta batalla entre el constitucionalismo y el nacionalismo no compensa a ninguno de los interesados. Los que se llaman, cada vez menos, "constitucionalistas" a sí mismos se preocupan, sobre todo, de que el reparto final de fuerzas quede bien, no de nada que vaya más allá de sus intereses. Puede parecer una descripción excesivamente despiadada, pero ya se me dirá cómo se interpreta de otro modo la carta de Rajoy a Mas o la posición socialista suponiendo que el federalismo, que es una solución a un problema inexistente y una inútil cataplasma frente al que realmente existe, pueda resolver el problema ante el que nos hallamos. Esta situación de pacto oscuro pero efectivo es la causa verdadera del desprestigio de la política, una causa que ha venido a unirse a los todavía duraderos efectos de la propaganda franquista que presentaba a los políticos como malhechores. Lo sorprendente es que los políticos que no lo son consientan este estado de cosas, pero el lenitivo de un buen pasar y los alicientes de una carrera larga y sin sobresaltos acallan cualquier escrúpulo, y más cuando se tienen pocos.

Si los partidos han renunciado a ser democráticos y a ser cauce de participación se debe también a que las ganas efectivas de participación escasean. La vida político-administrativa ha dejado de ser tan atractiva, desde el punto de vista económico y social, como lo era hace cincuenta años, y ya no es necesario ser abogado del Estado o diplomático para ser un profesional bien considerado desde el punto de vista sociológico. Por otra parte, la sociedad española, y muy en particular la de la Villa y Corte, es muy escasamente participativa, y se pueden producir casos realmente inauditos, como el del Real Madrid, que, con cientos de miles de socios, es una entidad incapaz de producir candidatos a la presidencia que ocupa de manera vitalicia el omnipresente Florentino. Otro ejemplo madrileño: en el Colegio de Médicos hay más de cuarenta mil colegiados, pero apenas vota el 10 por ciento y, como resultado, la presidenta actual ha sido elegida tan solo con 1.600 votos, lo que no le da un carácter altamente representativo.

Estamos asistiendo a un ocaso y a una renuncia a la libertad al que me he referido en otra ocasión2 y que, en nuestro caso, es especialmente grave, dado el amplio nivel de ignorancia económica y el brutal oscurantismo con el que se mueven los fondos públicos en España. Ese oscurantismo, unido al dogma del aumento presupuestario y la consiguiente financiación de la deuda, cuando no es vigilada por los supuestos beneficiarios y reales perjudicados, constituye un estado en el que la corrupción es punto menos que inevitable, lo que explica que el incremento del gasto guste en todos los partidos, hay más a repartir entre los pocos y el peso fiscal para todos es perfectamente disimulable. No se trata sólo de la corrupción en el seno de los partidos, sino del amplio conglomerado de intereses que se ha creado bajo su amparo: tal vez el ejemplo más hiriente sea el del hundimiento del sistema de cajas de ahorro, un servicio financiero que tenía más de doscientos años en muchos casos, que había soportado la monarquía absolutista, el régimen liberal, la primera república, la restauración, la dictadura de los años veinte, la segunda república, la guerra civil, el franquismo y la transición pero que no pudo resistir los efectos devastadores de su control por partidos y sindicatos durante apenas dos décadas.

¿En qué consiste a día de hoy la libertad política de los ciudadanos?

Si situamos el debate en el terreno de la libertad política es porque no puede haber democracia, poder del pueblo, sin esa libertad mínima, que fue fácil en las ciudades antiguas e incluso en el naciente estado moderno, con todas sus limitaciones, pero que es muy complicada a día de hoy. Sin control del gasto público es literalmente imposible la libertad política de los ciudadanos; es decir, se es libre en la medida en que exista ese control y son libres sólo quienes lo tienen, casi nadie. Sin ese control efectivo, que exige un nivel inédito de trasparencia y de participación, no es posible ninguna reforma seria. Por ejemplo, la reforma sanitaria en Madrid ha fracasado, errores aparte, porque nadie conoce ni medianamente bien las cifras de que se está hablando y, en esa atmósfera, acaban por prevalecer los modelos morales sin cifras, modelos capaces de ocultar los defectos de gobierno y las corruptelas infinitas que hacen inviable la gestión pública de la sanidad.

No es posible una libertad política real sin control efectivo de las finanzas públicas, mientras se pueda engañar al ciudadano con monsergas tales como la bajada de la prima de riesgo o el incremento de las exportaciones, ocultando que crecen el déficit, la deuda, los impuestos y sigue sin bajar el gasto, la situación se hace insoportablemente incomprensible y la gente renuncia a su soberanía política y se deja guiar no por razones y argumentos sino por instintos y conveniencias, un panorama que podría ser ideal para mantener el tinglado, si fuere sostenible, que no lo es.

Sin control del gasto y sin recurrir a la deuda lo único que puede haber es una, digamos, democracia electoral, que puede que no sea poco, pero no es una democracia política. Solo se puede fomentar la cultura política democrática mediante educación, información y trasparencia, tres exigencias que, en la práctica, son cada vez más difíciles, y en el plazo corto, cambiando la forma de funcionar de los partidos, pero ¿quién le pone el cascabel al gato? No se trata de sobrevalorar el aspecto económico de la vida humana, sino de reconocer que sin controlar con trasparencia y rigor el destino de los fondos públicos no hay democracia posible.

Puesto que las democracias son distintas desde el punto de vista institucional, hay que admitir la importancia de cada tradición política nacional, lo que obliga a preguntarse: ¿cómo se crea una tradición democrática si no existe previamente?, ¿Cómo se evita que las democracias se corrompan? ¿Cómo evitar un fracaso que parece inminente? En este aspecto parece obvio que el pecado de la derecha ha consistido en una desideologización profunda, en no creer en ni amar la libertad que predica y que no practica, ni siquiera cuando puede.


1 "España como círculo cromático (Dirdam)", Cuadernos de Pensamiento Político, oct.-dic. de 2006, p. 84.

2 V. "Deseo, poder y declive de la libertad", Cuadernos de Pensamiento Político, oct.-dic. de 2010, nº 28, pp. 127-144.