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La Ilustración Liberal

Raymond Aron: un liberalismo en solitario

Como ocurre con la mayoría de los políticos, el de liberalismo es un término equívoco: reúne ideas, doctrinas y métodos procedentes de autores distintos, con ideas variadas, y formuladas en momentos de la historia diferentes ante problemas dispares. La generalización en un único concepto y la reducción de puntos de vista diferentes a una serie de ideas comunes, liberalismo no elimina el hecho de que autores como Tocqueville, Hayek, Hume o Popper presentan, en realidad, orígenes, intereses e ideas dispares. No existe tanto liberalismo como liberalismos.

En el caso de Raymond Aron -de quien se ha cumplido el pasado octubre el 30 aniversario de su muerte- su liberalismo tiene un origen propiamente filosófico. Hunde sus raíces en una doble convicción: por un lado una concepción pesimista del hombre y de la historia, o al menos poco ilusionante. El hombre hace la historia, pero no sabe qué historia hace, según expresión propia: se elige a sí mismo en la historia, a través de sus avatares y circunstancias, en un proceso no exento de dramatismo. Lo que implica la negación radical del progresismo ilustrado y de las ideologías de salvación. Por otro lado, esto lleva a Aron a rechazar toda teoría que reduzca condición humana a uno sólo de sus aspectos. Ninguna doctrina puede reclamar para sí misma la complejidad humana, social, política o estratégica. Ni siquiera una que se proclame liberal.

Esta posición intelectual aroniana conduce al consejo que da en 1965 a su doctorando Julen Freund: "¡Evite la ideología!¡Evite la ideología!". Y también al respeto casi sagrado: por los hechos en toda su frialdad, y por el rigor lógico y metodológico del análisis. Esta actitud minuciosa, bien lo sabe el lector, casa mal con las opiniones apresuradas y gruesas que caracterizan habitualmente el debate público.

En un siglo XX marcado por la lucha ideológica, y en una Francia como la de su tiempo, todo esto debía tener consecuencias. Y vaya si las tuvo. Aron participó en todas las grandes polémicas nacionales e internacionales. En las más importantes lo hizo además en primera fila. Pero lo que diferencia su concurso del de otros es su nula pertenencia a los distintos bandos ideológicos en liza, que en cincuenta años fueron muchos.

Su adscripción intelectual al liberalismo no lo situó de antemano en el bando de la derecha francesa. Ni en la política ni en la cultural. No pocas veces la desorientó. O la lideró, como en mayo de 1968. Por supuesto siempre se situó frente a la izquierda francesa de su tiempo, lo que no le impedía apreciar la obra de Marx o Saint Simon o reconocer el papel jugado por el laborismo británico. En fin: su minucioso examen de los hechos y su riguroso razonamiento lo alejaban de las pasiones políticas por las que se dejaban llevar casi todos.

Su liberalismo se ejerció por tanto en soledad, quizá porque era poco político y tenía un alto componente existencialista, lo que Pierre Manent ha llamado "liberalismo triste". Veamos algunos ejemplos -no son los únicos- de esta suerte de liberalismo en solitario.

Desesperado o satánico

Aron es, a mediados de los años treinta, uno más de entre la decena de brillantes estudiantes de la École Normale Supérieure. Situada en un viejo convento -aún lo ocupa- en la Rue d'Ulm, su vocación es formar a los mejores profesores de letras del país: Durkheim, Weil, Bergson o Alain habían pasado antes por la venerable y venerada institución. Con un proceso de entrada especialmente selectivo, sólo los mejores alumnos de los liceos franceses franqueaban sus puertas. Justo para enfrentarse al final en la no menos difícil agrégation para entrar a formar parte del cuerpo de enseñanza pública francesa.

Filosóficamente, tanto la École como la Sorbona se caracterizaban desde finales del siglo XIX por el predominio del racionalismo, en su versión cartesiana, neokantiana o hegeliana. Y sociológicamente, por la ascendencia de Comte y Durkheim, del positivismo y del sociologismo.

Y por lo tanto, en general, por un progresismo moral e ideológico, entendido en el más vago y difuso sentido del término: cierta confianza en el progreso de la razón y de la ciencia, y con ella un optimismo en la condición humana y en la historia como medio de mejora del hombre.

En este ambiente intelectual se formaban los normaliens de los años treinta: Nizan, Sartre, Canguilheem o Aron. De hecho, éste dedica su tesis de fin de carrera a reflexionar sobre lo intemporal en la filosofía de Kant. Será el punto de inflexión en esta formación: tras ganarle la agrégation a Mounier, Aron viaja para pasar dos años entre Colonia y Berlín.

En Alemania el joven Raymond -cuenta apenas veinticinco años- descubre que los acontecimientos históricos se muestran demasiado lejanos del progreso de la razón y de la historia. De hecho enseñan justo lo contrario: la historia se caracteriza por el desbordar de las pasiones, por la imprevisibilidad de los acontecimientos y por su carácter dramático.

A la vuelta escribe su tesis doctoral, precedida de dos breves libros dedicados a la sociología histórica alemana: Simmel, Weber, Dilthey, Spann o von Wiese desfilan por ellos. En 1938, la tesis doctoral, Introducción a la filosofía de la historia, provoca un pequeño escándalo académico: su proyecto en la obra es reconocer y señalar, no el alcance, las posibilidades o condiciones del conocimiento, sino sus límites infranqueables y su carácter precario. No hay progreso de la razón o la historia, sino imposibilidad del hombre de hacerse con ellas.

La ruptura con el entorno es tal que la defensa de tesis se convierte en un duelo entre el doctorando y el tribunal. En ella, el sociólogo Paul Falconet, irritado, encarna bien la reacción que suscita la obra en el establishment académico: la califica de "desesperada o satánica" y expresa su esperanza en que nadie siga al doctorando en sus ideas. Y en efecto, sin llegar a la irritación de Falconet, entre los círculos académicos franceses, la filosofía aroniana -a medio camino entre el existencialismo, la fenomenología y el historicismo relativista- no podía dejar de ser percibida como maldita y revolucionaria.

Hoy sabemos que tras la guerra el panorama académico francés cambiaría radicalmente. Otros de su misma generación -Sartre, Merleau-Ponty- no romperán menos con esta tradición académica, a veces teatralmente. Pero a finales de los años treinta, Aron será el primero. En esos meses que preceden a la guerra, él se muestra solitario frente a la ortodoxia filosófica de la Sorbona y la École Normal. Esta ruptura, con apenas treinta años, será una especie de premonición de diversos momentos a lo largo de su vida. Repasemos algunos.

René Avord y Charles De Gaulle

Poco después de esa polvareda académica provocada en la Sorbona por la filosofía de la historia aroniana, estalla la guerra, Francia se desmorona, y los alemanes entran en París. Aron escapa a Londres, que bulle de refugiados civiles, funcionarios y soldados franceses. Allí entra en contacto con uno de los responsables de la revista La France Libre: André Labarthe. La revista, pretendido órgano de expresión del gaullismo en el exilio, saca a nuestro hombre de la unidad de carros en la que aburrido ejercía de contable. En poco tiempo es nombrado secretario de la publicación que cuenta con un equipo minúsculo, de apenas tres o cuatro personas.

Es éste el comienzo de la peculiar relación entre Raymond Aron y Charles de Gaulle, la figura política que dominará la escena francesa durante décadas. Ya desde este principio, Aron se alinea mal con la total adhesión que De Gaulle exige a los que le rodean. Exigencia que generará no pocas tensiones entre él y el comité de redacción de la revista.

Más allá de las relaciones personales, está el análisis de la situación francesa, de su presente y su futuro: no escapa a Aron que la Francia dividida en tres pedazos -la ocupada, la autónoma de Vichy y la del exilio- representa un asunto más complejo que la caricatura de una única Francia Libre a la que el General reduce la situación. Difícilmente iba Aron a plegarse a una visión más propagandística que otra cosa.

No empiezan con buen pie, y a lo largo de las siguientes décadas las relaciones de Aron con el gaullismo serán tormentosas. Celoso, De Gaulle siempre verá en la lucidez de Aron un peligro deslegitimador desde la propia derecha: y con razón, porque éste nunca ocultará su desconfianza hacia la tendencia del General al bonapartismo. Sucesivamente, la relación transatlántica, el proceso descolonizador argelino, y las crisis institucionales de 1958 y 1969 supondrán encontronazos sucesivos entre el gran analista y el gran político.

Eso no impedirá que en uno de sus pocos compromisos partidistas, Aron se afilase por un tiempo al RPF, ni que reconociese que en mayo de 1968, con la reaparición oportuna del General, lanzase un entusiasta "¡Viva De Gaulle!" tras escuchar su discurso por televisión. Y tampoco que el General reconociese, a su manera, la valía de los análisis aronianos.

A esta independencia inicial de Aron se une con los años su creciente autoridad intelectual entre la derecha liberal-conservadora. Esto supone para el gaullismo más degaullista, un serio problema con el que será colaborador básico de Le Figaro. Para Aron, esta relación le quedará en extraña soledad: entre finales de los años treinta y mediados de los cuarenta sus relaciones con el progresismo se deteriorarán progresivamente hasta ser señalado por él como el perro guardián del sistema. Y sin embargo, el sistema lo rechazará igualmente. Dejándolo por tanto en una nueva soledad.

La defensa, atlántica

Tras la guerra, Aron vuelve a Francia. El país se ensimisma en la rivalidad entre gaullistas y comunistas en la reconstrucción institucional. De Gaulle reivindica su grandeza en el exterior como si nada hubiese cambiado Y además, reaparece la figura del intelectual, localizada esta vez en Saint-Germain-des-Prés y el Barrio Latino, claramente izquierdista y claramente dominante en el debate cultural de postguerra. Unos y otros reivindican el pasado francés, de gran potencia mundial unos, de faro revolucionario y moral de la humanidad, otros.

Pero alrededor, el panorama internacional ha cambiado drásticamente, como Aron descubre tempranamente. Los restos que del equilibrio europeo quedaban tras la guerra de 1914 han saltado por los aires, con las naciones del Viejo Continente exhaustas tras su segunda gran guerra en tres décadas. Su posición económica, institucional y militar es en 1946 mucho más débil que una década antes. Dos potencias extraeuropeas han surgido de la contienda como los grandes actores de un nuevo conflicto de alcance mundial. Un conflicto librado además a la sombra de las nuevas armas nucleares.

Este naciente equilibrio de fuerzas introduce además el elemento ideológico, especialmente en la política y la estrategia de una de las partes. ¿Como obviar que al Este se alzaba amenazadora la Unión Soviética? Stalin no disimulaba sus ambiciones, que se plasmaban en la ocupación violenta de la Europa del Este. La presencia soviética a dos etapas del Tour de Francia en afortunada expresión gaullista, contrastaba con la lejanía geográfica del gran aliado de las naciones occidentales. Con lo que a la irrelevancia europea, se sumaba un peligro inminente, el de Ejército Rojo.

En Francia, pocos a finales de los cuarenta advierten estos cambios. El Gobierno oscila entre la preocupación por la gestión interna y la creencia en el mito de la gran metrópoli. A la izquierda, el movimiento comunista se alinea con Moscú. A su lado proliferan los compañeros de viaje. Y lo peor, ha nacido un sentimiento casi nacional, el antiamericanismo, que trasciende el campo de la izquierda y se adentra en el campo conservador. A la derrota sufrida en 1939 ante Alemania, se suma ahora la vergüenza de la liberación norteamericana de suelo francés. Y a ambos, la necesidad posterior de su paraguas económico y militar. Mezcla que genera en sectores de la sociedad francesa una enorme frustración.

En los ámbitos conservadores se instala también la denuncia moral de Estados Unidos como hogar del capitalismo y de las aberraciones de la modernidad: tiranía de la economía, desigualdad de recursos, dictadura del mercado. Sin llegar a la adhesión de los comunistas y algunos intelectuales franceses al régimen de Stalin y el gulag, este antiliberalismo desemboca en la equidistancia moral y política entre el Este y el Oeste.

El antiamericanismo de Ettiene Gibson ejemplifica bien esta situación. De alcance difuso pero extenso, tendrá como consecuencia en el exterior la tendencia al neutralismo: a la búsqueda de un punto medio entre la Alianza Atlántica y el Pacto de Varsovia.

Contra esta infantil pretensión Aron será aquí el primer intelectual francés abiertamente atlantista. Lo será por motivos morales, institucionales y estratégicos. Motivos morales por la insuperable diferencia humana existente entre la tiranía y la democracia, entre el gulag y sus purgas estalinianas y las prácticas libres occidentales; motivos institucionales por la evidente continuidad entre los valores de la República francesa y la norteamericana; pero sobre todo motivos estratégicos, porque Aron concluía con lucidez que, al margen de todo lo anterior, Europa y Francia no estaban en condiciones de garantizar sin el concurso de Estados Unidos su propia integridad y libertad.

Para Europa, para Francia, ser atlantista es una necesidad y no una opción. Este argumento en favor del atlantismo es puramente racional. Y sitúa a Aron a contracorriente, entre una izquierda comunista o comunistoide y una derecha nacionalista y frustrada. Hoy ya sabemos que la exigencia atlantista se irá imponiendo con el tiempo en Europa. Y a regañadientes en París. El paso de los años le dará la razón, pero en estos años de postguerra, Aron estaba auténticamente sólo también en esto.

'El opio de los intelectuales'

Ya se observa que a mediados de los cincuenta, Aron destaca por no alinearse política ni ideológicamente. Pero hay dos momentos en los que su figura se sitúa en el centro del debate político y social, y obliga de hecho a los demás a alinearse. El primero de ellos es la publicación en 1955 de El opio de los intelectuales. No es que con él Aron rompa con sus antiguos amigos de la izquierda: a fin de cuentas lo ha ido haciendo poco a poco desde 1933. Es que lo hace aquí de manera agresiva y demoledora.

Agresiva porque lo hace con un libro de barricada, de denuncia, de ésos a los que la izquierda está tan acostumbrada y que teme y desprecia la derecha; demoledora porque lejos de ser un libro ideológico, El opio es un libro de crítica sociológica y filosófica de los tres grandes mitos del progresismo francés: el mito de la izquierda, el mito del proletariado y el mito de la revolución. Y de sus clercs.

Las tres ideas que constituyen el centro de gravedad del progresismo intelectual francés son demolidas concienzudamente por Aron: una izquierda que históricamente ha estado dividida y enfrentada pero que se imagina unida; un proletariado cada vez menos numeroso y con menor conciencia de clase al que se idolatra, y una revolución pendiente y espontánea que sólo era posible mediante golpes de Estado como el bolchevique. Tres ideas, tres mitos, que sin embargo eran admitidos con gusto por esa clase social idolatrada, los intelectuales.

Y lo que es peor: para Aron el problema de los intelectuales franceses no es seguir a Marx, sino justamente no haberlo leído, no conocerlo, o no entenderlo. La crítica, dirigida a autores que como Sartre o Althusser se decían renovadores del marxismo, la hace Aron con los textos de Marx en la mano. A la denuncia une nuestro autor la humillación de un grupo social que se caracteriza, precisamente por pretender una superioridad y una solvencia intelectual y moral que no merece.

El resultado, de nuevo, es el enfrentamiento con sus antiguos compañeros de Les Temps Modernes, de la École y de la universidad. Esta vez sin marcha atrás: a partir de aquì, Aron ya no es representante de un liberalismo a la defensiva, sino que encarna la ofensiva crítica, moral e intelectual por la que conocemos hoy el libro ¿Cómo extrañarse de las consecuencias respecto a sus antiguos amigos?

La 'traición' argelina

En los mismos años en los que Aron pasa a convertirse en la bestia negra del progresismo francés, abre otro frente polémico con parte de la derecha francesa. Lo hace a propósito del debate sobre una de las consecuencias internacionales de la guerra: la deriva argelina.

A esas alturas, la posición de Aron sobre Argelia no tenía nada de extraño: se deriva de su interpretación de las consecuencias de la Guerra Mundial. Exhaustas, las potencias europeas se muestran, afirma, incapaces de conservar sus posesiones de ultramar sin pagar un altísimo precio económico, primero, y sin contradecir sus propias prácticas democráticas, después. Las dos guerras mundiales y la Guerra Fría presente muestran que el siglo europeo ha ya pasado, y con él la capacidad europea de mantener territorios por todo el globo.

Para Francia, además, esta cuestión se funde con la crisis de la IV República, que amenaza con hacer descarrilar el régimen y la convivencia nacional. El argumento de Aron es simple: mantener la colonia de Argelia presenta para Francia un problema doble y, lo que era peor, irresoluble. Además, el coste material derivado de la ocupación y administración de su territorio es inasumibe. Por otro lado, está la contradicción ideológica: ¿cómo la república de los derechos humanos puede mantener una mínima credibilidad ocupando ella misma otra nación? En fin: Francia no puede continuar soportando el peso de Argelia, y a cada momento las consecuencias de perseverar eran más y más perniciosas.

Se desata la tormenta: la posición de Aron, plasmada en Le Figaro, enfurece a la derecha tradicionalista y a parte de la conservadora; también, para variar, al propio De Gaulle: también para variar, éste acabará dando la razón al filósofo en 1962 en los acuerdos de Evian. Pero mientras tanto, Aron abre la caja de los truenos entre la derecha.

También aquí acaba situado en tierra de nadie. El progresismo, agresivo, esgrime argumentos morales o ideológicos que incluyen las llamadas a la insumisión y la rebelión; enfrente, la derecha tradicionalista y parte de la conservadora se refugia en la nostalgia de la gran potencia. En medio, Aron: sus argumentos, estratégicos, enfurecen a unos y a otros. Y lo peor: el debate argelino desemboca para nuestro autor en un problema de seguridad personal: en abril de 1962 es amenazado de muerte, se supone que por la mismísima OAS. La soledad, en este episodio, alcanza tintes casi trágicos.

Mayo de 1968: "Indigno de enseñar"

Tras El opio de los intelectuales, y superado por Francia el cisma argelino, el segundo gran momento en el que la soledad de Aron se muestra más descarnada es mayo de 1968. Lo es no por la violencia verbal desatada contra él por la izquierda, ni por las amenazas de la derecha reaccionara: en 1968 la soledad de Aron se muestra por la deserción de la derecha política y cultural ante el desafío de los acontecimientos. Lo que en primavera ha comenzado como una revuelta estudiantil en la universidad se complica progresivamente con la entrada de la policía en La Sorbona, las manifestaciones de estudiantes y las huelgas en las fábricas.

Aron juzgará con extrema severidad lo que denomina psicodrama de mayo: la irracionalidad absurda de lemas y proclamas, la apología estéril de las emociones, y la manipulación que los líderes estudiantiles hacen de los estudiantes, sólo muestra la nostalgia francesa por una Revolución a la que los sesentayochistas sólo juegan a imitar.

Así que el hecho decisivo que alarma a Aron no son ni la violencia en el Barrio Latino ni la extensión de la insurrección: la pasividad del Partido Comunista muestra sus límites. Lo que preocupa es lo que ocurre enfrente: el vacío gubernamental. El Gobierno Pompidou se muestra desorientado, sin capacidad de reacción ni autoridad. Y cuando éste más débil se muestra, De Gaulle desaparece, de viaje a la frontera alemana. Es así como la comedia estudiantil, el esperpento callejero, está a punto de cobrarse un tanto que no merece, pero que la debilidad que el Gobierno transmite esta a punto de darle. Ésa es la crisis que aron intuye.

Nuestro autor se encuentra en mayo de viaje en Estados Unidos. Asustado, emprende -con los aeropuertos cerrados por huelga- un agitado viaje de regreso a Paris. Al llegar y pasear por la orilla izquierda del Sena se tranquiliza y saca las conclusiones arriba citadas: mayo de 1968 es una pseudorrevolución magnificada por la debilidad institucional.

El pensador se pone entonces en marcha. Con sus artículos en Le Figaro y su apelación a la "mayoría silenciosa", llena el hueco intelectual de la derecha liberal, que perdida se alinea ahora tras él, reconfortada. Su paso al frente impulsa la respuesta de un Gobierno escondido. Después, el 30 de mayo se produce el regreso de De Gaulle, el discurso en el que convoca elecciones, y la gran manifestación en los Campos Elíseos. Si bien no cierra la crisis de la Sorbona, esto si cierra la puerta a una crisis nacional.

En fin: con sus columnas y comentarios, Aron se reconcilia en estos días con la derecha silente, que asistía paralizada a las algaradas callejeras. Pero a cambio, despierta la ira mas violenta de los enragés. Y de sus líderes. Le Nouvel Observateur lo acusa de estar "extraviado por la razón", y Sartre, con su irreprimible violencia dialéctica, se pregunta si Aron es digno de enseñar. En 1980, dos de aquellos enragés, Missika y Wolton entrevistan a Aron en la televisión francesa: a los doce años de los hechos, dan la razón a nuestro autor.

"Hermanos enemigos"

Añadiremos un último episodio a esta lista de posiciones solitarias, que ejemplifica bien el modo de razonar de Aron, y explica tanto la frustración que demasiadas veces creaba entre unos y otros, al tiempo que explica su creciente influencia.

Como hemos visto, desde el principio de la Guerra Fría, la adscripción aroniana al atlantismo es clara, especialmente por motivos estratégicos: Estados Unidos es tras la guerra la única garantía de supervivencia de la ruinosa Europa.

Esto no excluye el argumento moral, pero lo sitúa en un segundo plano: frente a la Unión Soviética, las proclamas morales valdrían poco, porque en política exterior éstas cuentan menos que la fuerza. No es la razón, sino los tanques y los aviones los que garantizan la supervivencia de las naciones.

Además, la simple y permanente denuncia de la URSS olvidaba el hecho de que tanto este régimen como su política exterior, recorrían décadas de historia: era absurdo suponer que los mismos objetivos o necesidades valían para Lenin, Stalin o Breznev. Con los años, a la fuerza, las relaciones entre Washington y Moscú cambiaban.

Este análisis -otra vez puramente racional- le condujo a formular la teoría de los hermanos enemigos: una vez superados los años álgidos de la guerra fría -los de la reubicación y definición de las fronteras en Europa, y la amenaza de subversión comunista en el continente- las dos grandes potencias han pasado, considera Aron, a compartir como fin el mantenimiento del status quo, a primar su seguridad y evitar las ventajas del otro más que a lograr éxitos propios.

En un conflicto librado con armas nucleares, esto se plasma en la necesidad común de evitar la ascensión a los extremos: a esta lógica pertenece ya el acuerdo entre Kennedy y Jruschev en 1962. A la hostilidad ideológica entre Este y Oeste se superponía la lógica del teléfono rojo, de una razonable relación que limitase la hostilidad a niveles razonables.

Esta necesidad de escudriñar a los actores de manera desapasionada, sus intereses y valores, no significaba que Aron no considerase siempre al comunismo un régimen detestable, siempre inferior. Pero este equilibrio, que Aron defiende con claridad a partir de los años sesenta, lo sitúa de nuevo en extraño lugar. Los comunistas lo habían ya desahuciado como irrecuperable: ya hemos visto por qué. El anticomunismo más furibundo no encontraba sentido a la aroniana costumbre de ponerse en el lugar del Kremlin en las grandes cuestiones de la guerra fría: a diferencia de la mayoría de analistas occidentales, Aron siempre se mantuvo pendiente de cada discurso, estadística o análisis que llegase del otro lado del Muro.

A cambio, esta desideologización metodológica permite a Aron ganar influencia dentro y fuera de Francia: así, de pocas personas puede decirse que Kissinger ha reconocido como "maestro". Aron será uno de ellos.

Conclusión

El lector de Aron encontrará en sus obras y en su vida pública -bien narrada en sus Memorias- éstas y otras situaciones de soledad: sus relaciones abruptas con la universidad, su posición ante la cuestión judía, o su salida de Le Figaro podrían sumarse a las anteriores.

En un siglo de corrientes enfrentadas, consiguió escapar a ellas, situándose a la vez en el remolino de los acontecimientos. Enemigo de las ideologías y de las banderías, pasó a la historia como el prototipo de intelectual verdaderamente libre. Grato resultado, si no es porque esta libertad trae consigo -para Aron y para los demás, entonces y ahora- la soledad. Esta sería, por así decirlo, el precio a pagar.

Así que la trayectoria aroniana nos pone ante la cuestión que subyace tras los episodios citados: ¿no es el liberalismo, ante todo, una actitud ante la realidad, un compromiso con la búsqueda de la verdad irreductible al partidismo, no ya político sino también ideológico o intelectual? En el arranque del siglo XXI esta pregunta nos parece igual de pertinente, ¿cabe optar por la respuesta de Aron cuando sabemos que conduce a la soledad?