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La Ilustración Liberal

El riesgo reaccionario

Un conjunto de universitarios de lo políticamente correcto, antropólogos indigenistas, ecologistas difusos, anarquistas confusos y lobbys de los fondos públicos tan gravosos para los menos favorecidos como los agricultores franceses se ha convertido en el decorado de cualquier evento internacional en nombre de la lucha contra lo que se ha dado en llamar globalización. Primero fueron Seattle y Washington; las últimas escenificaciones, la Convención demócrata y la Olimpiada de Sidney. Recurrentes comparaciones con Berkeley y los hippies de los años sesenta. Especialmente odiosa, porque los hippies se desentendían del estado y pedían que el estado se desentendiera de ellos. Son la imagen nueva de la reacción. Estos enemigos de la pluralidad dan de nuevo muestras de considerar la violencia como un instrumento político y algún "héroe" francés de la ineficaz "política agraria común" la emprende contra los puestos de trabajo de los empleados de McDonalds en niveles preterroristas.

Una izquierda que no se ha curado aún de sus demonios familiares anticapitalistas no quiere quedarse fuera del happening de estos ruidosos defensores del intervencionismo planetario. En la cumbre de Berlín, catorce jefes de estado del socialismo han vuelto a mostrar cómo la izquierda vive instalada en el conservadurismo y en el miedo al cambio. No deja de ser una ironía que los reunidos se autocalificaran de "modernizadores" cuando mantienen un discurso rancio, repleto de conceptos inservibles. El lema "la vuelta la política" que resume el intento de frenar o "controlar" la liberalización no es más que una apuesta por el voluntarismo e incluso por la irracionalidad, porque política y economía no son polos en conflicto. La reivindicación de los "estados nacionales" -concepto tan equívoco- muestra la resistencia de los poderes intervencionistas a un cambio en el que los ciudadanos son protagonistas. La izquierda opta por la reacción -por ahora semántica- y para ello manipula cuestiones como el medio ambiente, la protección de los trabajadores o la defensa de la diversidad, y recupera conceptos tan ambiguos, y con tanto riesgo autoritario, como "el bien común" o contrapone el progreso de la liberalización -el camino para erradicar la pobreza- con las desigualdades, casi siempre generadas por fórmulas intervencionistas. El fantasma de una izquierda desfondada se dispone a difuminar su incapacidad para resolver los problemas humanos con las viejas fórmulas mediante un ataque indiscriminado hacia la liberalización. Ya lo dijo el Eclesiastés, no hay nada nuevo bajo el sol. Sobre todo, en la izquierda nominal. Es preciso, como decía George Orwell, defender lo obvio, por sentido de la responsabilidad.

La globalización ha empezado a sufrir un proceso de manipulación semántica. Puede influir que no es término atractivo e incluso parece sugerir un espacio o una sociedad cerrada, un proceso contrario al pluralismo y a la diferencia: uniformización más que liberalización. Mientras unos señalan la globalización como una tendencia irreversible, otros insisten en una diabolización similar a la que en su momento se produjo en torno al concepto de capitalismo. La crítica es frecuentemente estética, insustancial. Suele presentarse con un cierto halo resistente frente a lo que falazmente se denomina como pensamiento único. Curiosa patraña cuando es la izquierda desfondada la que sigue mandando en la escena, e incluso mantiene, como denuncia Jean Francois Revel, un tic estalinista. La reticencia se ha hecho frecuente en los columnistas periodísticos con mayor pedigree intelectual y sobre todo en los que sienten nostalgia del proyecto totalitario por el que apostaron. Los riesgos reaccionarios nunca deben ser ni despreciados ni desatendidos. Incluso asistimos a la contradicción de que los consejos de administración de los medios de comunicación más importantes hacen llamadas a sus ejecutivos para afrontar el reto de la internacionalización mientras sus páginas y sus editoriales son más bien un constante fuego graneado contra ella. O vemos a personas que defienden sinceramente a los emigrantes pero, sin embargo, piden el cierre de las fronteras -mediante la crítica a la globalización- en nombre de las culturas minoritarias, en grave peligro de ser deglutidas por un mundo que adoraría a Mickey Mouse y sólo comería hamburguesas (y pizzas).

Hay un serio precedente de que dejar las cosas correr, darlas por supuestas o inhibir el espíritu crítico por el convencimiento de las evidencias prácticas puede traer funestas consecuencias. Sucedió en el siglo XIX. Merece ser tenido en cuenta. El desarrollo del derecho civil, las restricciones a los monopolios inherentes a las monarquías absolutas, la eliminación de los obstáculos gremiales y el perfeccionamiento de la protección de los derechos personales, y específicamente del derecho de propiedad, significó un despliegue del ingenio individual que produjo cotas de progreso insospechadas con anterioridad. Ese gran salto adelante, acompañado de impresionantes avances técnicos que acortaron las distancias, es conocido en la historia como la revolución industrial. No fue, por supuesto, la perfección, pero sí mucho mejor o menos malo que todo lo conocido anteriormente. Stefan Zweig hace una descripción de sus efectos visibles en el periodo inmediatamente anterior a la primera guerra mundial, lo que él define como la "era de la seguridad", en la que "el progreso era cada vez más visible, más rápido, más multiforme". En las calles brillaban, de noche, en vez de pobres luces, lámparas eléctricas; los negocios llevaban su brillo seductor desde las calles principales hasta los suburbios; gracias al teléfono podía ya hablarse a grandes distancias; el hombre recorría esas distancias en coche sin caballos, y pronto se elevó por el aire, realizando así el sueño de Ícaro. Las comodidades pasaban de las casas distinguidas a las burguesas; ya no había que ir a buscar el agua al pozo o a la fuente común; ni encender trabajosamente el fuego en el hogar; se extendía la higiene, desaparecía la suciedad. Los hombres cobraron belleza, fuerza y salud desde que el deporte vigorizó sus cuerpos; era cada vez más raro ver en las calles tullidos, contrahechos, gente con bocio y todos esos milagros los había realizado la ciencia, favorecida por las patentes. "También se progresó en lo social, de año en año se concedían nuevos derechos al individuo, la justicia era más suave, y ni siquiera el problema de los problemas, la pobreza de las grandes masas, parecía ya insuperable". Las mujeres pudieron liberarse del trabajo esclavo del hogar y adquirir protagonismo en la sociedad. La enfermedad pudo ser combatida sin que diezmara a la población. Como señala Douglas North, premio Nobel de Economía, "el mundo occidental alcanzó un nivel de vida sin parangón en cualquier tiempo pasado. El ciudadano medio disfrutaba de bienes de lujo que ni siquiera eran asequibles a los hombres más ricos de las sociedades anteriores. Aún más, la esperanza media de vida casi se duplicó en los países desarrollados". Una consecuencia importante fue "un crecimiento demográfico a una tasa sin precedentes. La población mundial, que era de unos ochocientos millones en 1750, superaba los cuatro mil millones en 1980".

Sin embargo, a finales del siglo XIX las ideas del liberalismo -gobierno limitado e iniciativa privada- que habían producido este despliegue impresionante, sin comparación con nada de lo conocido en el devenir humano, estaban completamente en descrédito. La entrada en el siglo XX se hizo con un abandono abrumador del librecomercio en favor del proteccionismo, se armó al estado para planificar la economía y parejos se extendieron las restricciones a los derechos civiles. Esta desviación condujo a dos guerras mundiales y al avance de los totalitarismos con la aparición de formas de genocidio nihilista que la humanidad no había conocido anteriormente.

Una fórmula eficiente de efectos beneficiosos fue arrumbada por décadas, merced a una crítica persistente que empezó siendo estética. La primera crítica a la revolución industrial fue literaria, de marcado carácter conservador y reaccionario, dentro de lo que conocemos como romanticismo. Se idealizó el pasado, sin referencia real alguna, como el paisaje de lo heroico, con sociedades armónicas y cohesionadas, en las que sobresalían héroes caballerescos de ética superior. La ética del guerrero frente a la del burgués y el tendero, antes de pretenderse bélica ideología, fue subliminal discurso literario, con componentes que hoy podríamos denominar ecológicos y en los que se denunciaba el progreso de las ciudades sobre los prados verdes. Y, sobre todo, se anunciaba una desestabilización general al haberse resquebrajado los esquemas rígidos de las sociedades gremiales. Fue el inicio de la mentalidad anticapitalista que se generalizó entre los intelectuales y que encontró aliados en todos los que veían en peligro sus antiguos privilegios por mor de la nueva apertura a la competencia. El cambio práctico provocó una pulsión reaccionaria.

La falsa pluralidad

El mundo globalizado será un mundo uniforme, se dice desde el pensamiento único de lo políticamente correcto que combate un pensamiento único inexistente, proyección terminológica de las frecuentes militancias totalitarias de los estéticamente postmodernos.

En buena medida, los argumentos que ahora se vierten desde los intelectuales entendidos como clerecía -no desde los pensadores de la modestia intelectual, el espíritu de servicio y el amor a la sabiduría- son miméticos de los que se pusieron en marcha contra la revolución industrial. Primero, el estético. La pretensión de defender una estética superior a punto de ser arrumbada por una nivelación de gustos y tendencias. Inmediatamente, la suposición de que se defiende frente a esa globalización una pluralidad en riesgo. Argumento aparentemente irrebatible, simplemente porque es falso; e insidioso, porque son precisamente la liberalización, la apertura de las fronteras y la comunicación fluida entre las personas las que extienden la pluralidad.

La falsa concepción de la pluralidad fue planteada por Herder como oposición a un cosmopolitismo nivelador. La tesis herderiana es suficientemente conocida e inequívocamente protototalitaria: el hombre es cultura, pertenece a una comunidad y se desarrolla en la medida en que se inserta en su propia narrativa. No existen valores universales, sino valores nacionales o comunitaristas. Lo que pone en marcha la reflexión herderiana es una concepción colectiva de la pluralidad, de forma que se predica de las culturas y no de las personas. La cultura, la historia y la narrativa devienen así en mito, en canon, en ortodoxia y esclavizan al hombre. La diferencia se establece sobre la existencia de diferentes culturas -cerradas en sus propios límites geográficos o espirituales- y no sobre los derechos personales dentro de la propia geografía y la propia cultura.

Un corolario subyacente es la negación estructuralista de la jerarquía entre las culturas, y por ende del progreso humano, aunque en verdad lo que se establece bajo ese espantapájaros es la jerarquía absoluta de la cultura sobre la persona; el totalitarismo cultural, el colectivismo tribal. Tal concepción de la pluralidad es simplemente una manipulación semántica. No se defiende las llamadas culturas minoritarias sino la capacidad de esas culturas de ser totalitarias en sus ámbitos. La pluralidad no es la suma de sociedades cerradas yuxtapuestas sino la existencia de derechos personales para elegir libremente su destino, adoptar sus decisiones sin coacción y tener acceso para ello -como derecho- al mayor cúmulo de información y de opciones posibles.

La revolución industrial fue, en ese sentido, el despliegue de la pluralidad rompiendo un mundo monótono. Algo de esto se señala en la reflexión de Douglas North: "Si hubiéramos transportado milagrosamente a través del tiempo a un griego de la época clásica a la Inglaterra de 1750 habría encontrado muchas cosas que le resultarían conocidas. Un griego que apareciera en Inglaterra dos siglos después descubriría, sin embargo, algo que le parecería un mundo irreal en el que casi nada le sería reconocible o ni siquiera comprensible". Fuera de pequeños matices, casi nada hay de pluralidad -salvo los uniformes- en el orden tribal.

Como una curiosa variante de esta confusión sobre el concepto de pluralidad, y en el interés por sumar argumentos en contra de la denominada globalización (probablemente sea más preciso el concepto de liberalización), he leído recientemente un artículo en el que el autor nos previene más o menos de que cómo el consenso general anterior en favor de la planificación económica ha sido un fracaso, de graves consecuencias, y podemos cometer un error de parecidas dimensiones compartiendo una ilusión general en favor de la globalización. Siendo la liberalización la antítesis de la planificación no se entiende cuál es la racionalidad de la reflexión -el riesgo de toda diabolización clerical es caer en el ridículo y la estupidez. Parece establecerse el riesgo en la misma idea de consenso. Más nada tiene que ver el error intelectual con su eliminación, salvo el hecho de que los que permanentemente se han equivocado -aunque siempre nos dijeron que estaban en la verdad absoluta y en su nombre perseguían a los disidentes- puede haberles llevado al convencimiento de que como ahora no están seguros de nada los que presentan alguna idea y alguna convicción son inmediatamente sospechosos.

Los viejos inquisidores -partidarios, ellos sí, de la trágica globalización del nazismo o del comunismo- no parecen dispuestos a dejar de considerar a los demás como delincuentes del pensamiento, ahora supuestamente en trance de caer en el mismo pecado en el que ellos cayeron.

Tal confusión obedece también al error, no infrecuente en algunos liberales, más por omisión que por comisión, de considerar el liberalismo como una estricta doctrina económica, como un economicismo, de forma que la globalización -la liberalización planetaria- sería cosa de tecnócratas (o incluso de los mercados, concepto que se utiliza a veces con proyección colectivista como una especie de conspiración de los plutócratas y no como el ejercicio de la libertad en la economía). Tal argumentación suele ser incluso aceptada por economistas liberales que han perdido el sustrato humanitario del liberalismo y su entronque en la libertad personal.


Recientemente, una serie de atentados terroristas, de separatistas bretones adoctrinados por etarras, contra establecimientos McDonalds en Francia acababan con la vida de una empleada. La empresa se vio impelida a emitir un comunicado pidiendo que cesaran los ataques "intelectuales" contra un "símbolo de la globalización". Quienes optan por los productos McDonalds lo hacen libremente. Quienes trabajan en ellos, lo hacen de igual forma. La liberalización es lo contrario de la imposición. Mas si alguien teme por la diversidad o es un hipócrita o proyecta sus demonios familiares. Al igual que la liberalización es directamente proporcional a la disminución de la pobreza, también lo es al despliegue de la pluralidad. Cuanto más proteccionismo -y sigo en la gastronomía- menos cantidad de comida y menos variedad. Cuanto menos libertad económica, más hambre y más colas para conseguir productos racionados y uniformes. En cualquiera de nuestras ciudades, hay más diversidad gastronómica de la que ha habido nunca. Un ciudadano puede optar entre un chino, un mejicano, un italiano, un japonés, un chino, un libanés, un francés, un alemán, un turco, un argentino, un asturiano, un gallego, un valenciano y...un McDonalds. ¿Por qué no? Cada uno es muy libre de comer lo que quiera.

Los beneficios de la liberalización

Sería más preciso utilizar el término liberalización, por cuanto la globalización no es más que su extensión a nuevas zonas, y las nuevas tecnologías no pasan -por muy importante que sea su papel, y lo es- de un carácter instrumental. Podemos decir que nos encontramos en una segunda revolución industrial, tras el fracaso de los totalitarismos, fruto de la revitalización de los principios que dieron lugar a la primera. Utilizo, de todas formas, el término globalización porque es el que se ha impuesto, aunque introduce connotaciones esféricas de frecuente manipulación como orden cerrado.

La globalización emerge tras el fracaso de los totalitarismos, pero no es la consecuencia del crepúsculo de las ideologías, entendido como supuesto triunfo de una tecnocracia sin ideas. Es cierto que ha habido una serie de ideas cuyo error ha sido dramáticamente contrastado en la realidad con millones de víctimas y exitosa propagación de la miseria, incluso hasta matar el estímulo humano, inherente a la propiedad privada, pero nada más absurdo que extender el fracaso como tal al conjunto de las ideas.

Adam Smith -al que, como curiosidad, se llega a discutir su liberalismo por corrientes anarcocapitalistas, que si bien muestran la pluralidad de lo que genéricamente se conoce como liberalismo, entrañan confusiones probablemente totalitarias- planteaba como utopía posible la competencia perfecta con eliminación de los costes de información para el consumidor. Ese es el futuro que abren las nuevas tecnologías junto con un nuevo desarrollo del valor del capital intelectual. Es decir, lo que está en el fundamento es la libertad personal.

La globalización es una alentadora oferta de abrir más amplios horizontes a la libertad personal y de extenderla como beneficio general. Por supuesto eso se traduce en beneficios económicos, porque la eficiencia y la ética no pueden contradecirse, porque entonces la ética sería irracional e inhumana (de ahí que muchos de los pretendidos argumentos éticos sean en realidad ocurrencias de pretensión estética). Incluso puede recordarse, como indicaba Friedrich Hayek, que cualquier retroceso en la liberalización haría imposible el mantenimiento de los niveles alcanzados de población. Tal criterio básico no es tecnocrático, o pragmático en el sentido peyorativo, sino humanitario, porque es una defensa de la vida y de la dignidad. Vemos, por ejemplo, como desde las últimas dictaduras comunistas como Cuba se exportan excedentes humanos -los balseros- a los que la depauperización estatista impide sobrevivir con mínimos niveles de dignidad. O también como casi todas las catástrofes humanitarias se producen en naciones que están saliendo de experimentos de ingeniería social colectivista.

La liberalización permitirá resquebrajar las dictaduras existentes y los sistemas opresivos. Los flujos migratorios actuales son el producto de un cúmulo de fracasos económicos intervencionistas, de la regresión estatalizadora que el marxismo representó en los países subdesarrollados y, en general, de la ausencia de derechos de propiedad en esas naciones. Es una abrumadora contradicción que con frecuencia los críticos estéticos de la globalización sean al tiempo defensores de los emigrantes y sinceros luchadores contra la xenofobia, porque su postura contra la liberalización sitúa a esos emigrantes en un callejón sin salida, cuestiona su aventura humana y es una apuesta por las sociedades cerradas que son el cultivo más eficaz para la xenofobia.

Más coherentes son las críticas -con la lógica del interés- de los grupos que, como ocurre con frecuencia con sectores de la agricultura de las naciones desarrolladas, viven de las subvenciones, y ven por tanto en la extensión del librecomercio un aumento de la competencia y un riesgo para sus privilegios. Lo que no tiene lógica es estar a favor de la libre circulación de las personas -como está toda o casi toda la denominada izquierda- y estar en contra de la circulación de los productos -como está toda o casi toda la izquierda- que permitiría el progreso de esas personas sin verse impelidos a la emigración.

Cuando Karl R. Popper hablaba de que nos encontrábamos en el mejor de los mundos posibles -no en el mundo perfecto- lo hacía en un momento -antes de la caída del Muro de Berlín- con, en principio, mayores riesgos e inseguridades que el presente. El salto humanitario que se dio con la revolución industrial puede ser ahora más extenso y más intenso. Pueden reducirse sensiblemente en el mundo el hambre, la enfermedad y la pobreza como fruto de la libertad democrática y la iniciativa personal. Si la liberalización se acompaña de un rearme moral puede combatirse eficazmente a los integrismos.

Pero, aprendiendo de errores del pasado, conviene estar en guardia. Cada salto humanitario se acompaña de riesgos reaccionarios que agrandan los temores al cambio de la inseguridad humana. Hasta ahora esos riesgos siempre han venido precedidos por la frivolidad de algunos intelectuales que, en la búsqueda de una pretendida originalidad o con la vanidosa pretensión de ejercer de vanguardia, han trocado la búsqueda de la verdad como servicio a los demás por el interés en generar conflictos. Los tiempos de cambios son también momentos de responsabilidad, porque -como decía Popper- "el futuro está abierto de par en par. Depende de nosotros; de todos nosotros. Depende de lo que nosotros y muchos otros seres humanos hacemos y habremos de hacer; hoy y mañana y pasado mañana. Y lo que hacemos y habremos de hacer, depende a su vez de nuestro pensamiento: y de nuestros deseos, nuestras esperanzas, nuestros temores. Depende de cómo percibimos el mundo; y de qué tipo de juicio nos formamos acerca de las posibilidades ampliamente abiertas. Esto significa para todos nosotros una gran responsabilidad".