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La Ilustración Liberal

Elogio de la desigualdad

Agradezco a Incae, esa institución rigurosa de la que todo latinoamericano debe enorgullecerse, y muy particularmente al profesor Esteban R. Brenes, la oportunidad de compartir con ustedes ciertas reflexiones que tienen que ver con el desarrollo de los pueblos, pero desde un ángulo que no es exactamente económico en el sentido matemático del término.

Vengo a hablar de sociedades cóncavas y sociedades convexas. Las cóncavas acogen a sus ciudadanos y a muchos extranjeros. Las convexas, casi siempre sin proponérselo, los expulsan de varias maneras.

¿Por qué sucede ese fenómeno?

No se trata, claro, de una clasificación permanente. Hay sociedades como la argentina, la venezolana o la cubana, que en el pasado fueron cóncavas y hospitalarias y recibieron a millones de inmigrantes, pero sus errores las convirtieron en convexas y terminaron por expulsar a un porcentaje sustancial de sus ciudadanos.

Hay otras, como la española, que pasa por diferentes ciclos, cóncavos o convexos. En los años cincuenta y sesenta era una tierra de emigrantes. Hace unos años, en los ochenta y noventa, era el destino preferido de cientos de miles de ecuatorianos, peruanos, dominicanos, rumanos y marroquíes. Hoy, sin embargo, está en la fase de desprenderse de muchos de sus habitantes.

Pero acerquémonos a la región centroamericana.

Partamos de una observación dolorosamente obvia: de los seis países centroamericanos –excluida la pequeña Belice–, cuatro, de forma indirecta, sin premeditarlo, expulsan o han expulsado a una parte sustancial de su población al extranjero.

Son las cuatro naciones del norte de la región: Nicaragua, que se ha desprendido de algo más de medio millón de emigrantes, básicamente radicados en Costa Rica y Miami; mientras varios millones de hondureños, salvadoreños y guatemaltecos suelen estar instalados precariamente en diversas ciudades de Estados Unidos, frecuentemente de manera ilegal.

Son sociedades convexas.

Sin embargo, dos países centroamericanos del sur del Istmo, Costa Rica y Panamá, son receptores de inmigrantes. No hay concentraciones significativas de ticos o panameños fuera de sus países. Por el contrario, acogen a muchas personas del exterior.

Son sociedades cóncavas.

¿Por qué esa diferencia en el comportamiento de los centroamericanos? En general, las personas no emigran por deseo de aventuras. Esa es una falsa premisa. Es cierto que quienes se atreven a lanzarse a lo desconocido son personas más intrépidas que la media, pero sus motivaciones van más allá de la testosterona o la adrenalina.

Lo primero que nos viene a la mente es el grado de riqueza. Si se mide por el per cápita PPP o purchasing power parity (paridad del poder adquisitivo), tal como aparece consignado en el CIA World Factbook, Panamá posee un per capita de 16.500 dólares y Costa Rica de 12.900, mientras El Salvador apenas alcanza los 7.500, Guatemala los 5.300, Honduras los 4.800 y Nicaragua, la última, los 4.500.

Sin embargo, ese dato por si sólo no explica la verdad profunda de la emigración. Los dos países están lejos de los 24.000 dólares de PIB per cápita anual que el Banco Mundial sitúa como un listón objetivo para ingresar en esa zona confusa a la que llamamos Primer Mundo. Tanto Panamá como Costa Rica son sociedades relativamente pobres, o, por lo menos, con grandes bolsones de pobreza, pero sus ciudadanos no emigran masivamente.

Por otra parte, hay países como España, Portugal y Grecia, que exceden ese umbral de la riqueza planetaria y que hoy son sociedades de emigrantes, casi todos jóvenes, muchos de ellos educados, que se marchan de sus naciones rumbo a otras que les ofrecen mejores oportunidades.

Ahí está la palabra clave: oportunidades. ¿Oportunidades de qué? Muy sencillo: de progresar, de abrirse paso. No huyen exactamente de la pobreza. Huyen de la falta de movilidad social y de la incómoda certeza de que, primero, carecen de un puesto de trabajo. Y, segundo, cuando lo tienen no tardan en descubrir que no les servirá para ascender en la escala social. No importa cuánto se esfuercen, seguirán siendo pobres de solemnidad.

Huyen, además, en el caso de los centroamericanos, de la falta de seguridad, de las extorsiones de los matones, y de la incapacidad de las instituciones para brindarles protección porque los agentes de la ley –policías y jueces– muchas veces están coludidos con los delincuentes para explotar a los más infelices.

Es verdad que la exportación de ciudadanos puede ser vista como una actividad rentable por países que viven, primordialmente, de las remesas que luego mandan esos emigrantes. O como Cuba, que se dedica frenéticamente al alquiler de sus profesionales, fundamentalmente médicos, a las naciones que pueden pagarlos, pero en ambos casos se trata de un negocio ruin.

Esas personas crean riquezas en las naciones que las acogen y mandan una pequeña parte a sus familiares (menos Cuba, que les confisca el 90% del salario), pero sería mucho más rentable que pudieran quedarse en las naciones donde nacieron y allí trabajar y generar riqueza.

Además, el negocio de las remesas crea el peligro de convertirse en una actividad que, como la adicción a las drogas, acaba por habituar a quienes la consumen y sus vidas se organizan en torno a ella. Muchos familiares que reciben la ayuda dejan de esforzarse por conseguir su sustento, y los gobiernos y los empresarios se dedican a capturar esos recursos fomentando el consumo y no la producción, generando, a la postre, una sociedad parasitaria sustancialmente improductiva.

En Cuba, donde el salario real de los empleados es de unos 30 dólares mensuales, si la persona recibe del exterior una suma mayor, carece de incentivo para trabajar. Muchos prefieren esperar tranquilamente la transferencia.

Es obvio que constituir sociedades cóncavas, capaces de invitar a los inmigrantes a instalarse en ella, es muchísimo mejor que lo contrario. Los momentos de mayor esplendor de las economías de Argentina, Venezuela y Cuba fueron aquellos en los que recibieron riadas de inmigrantes deseosos de trabajar porque, en general, no hay mayor falsedad que suponer que los inmigrantes privan a los nativos de una hipotética oportunidad laboral.

Más aún: en Estados Unidos, donde las estadísticas son más fiables, se destaca un dato muy elocuente: los inmigrantes, medidos de acuerdo con su número, crearon el doble de empresas que los nativos y los ya residentes. Es cierto que crean pequeñas empresas, pero es útil recordar que el 85% de las 18 millones de empresas que existen en el país tienen menos de 10 empleados.

Siempre que se piensa en el mundo laboral de Estados Unidos viene a la mente la General Motors o Microsoft, pero la mayor parte de los asalariados y empresarios se mueven en un universo diminuto.

Los datos son muy claros. El 38% de los trabajadores devengan su sustento de una empresa grande, mayor de 500 empleados. El 53% lo hace en pequeñas empresas. El 64% de los nuevos trabajos son creados en pequeñas empresas, muchas de ellas, como he señalado, impulsadas por los inmigrantes.

¿Es necesario recordar que donde único se crea riqueza es en las empresas? Al mismo tiempo? ¿No es obvio que la empresa puede ser, simultáneamente, un generador de desigualdades?

Es un gravísimo error, en nombre de la equidad, tratar de igualar el resultado de las empresas. El progreso individual y colectivo procede de la desigualdad. En una sociedad en la que todos tuvieran los mismos ingresos no habría progreso.

El emprendedor encuentra un nicho en el mercado, como sucedió con los supermercados Walmart o con las tiendas Zara; o lo construye, como ocurrió con las computadoras hace 40 años y hoy sucede con las máquinas copiadoras en tercera dimensión, y se esfuerza por triunfar.

Esa persona, o ese grupo de personas, si tienen fortuna, si atinan, obtendrán grandes beneficios, pero lo probable es que fracase.

De cada 5 negocios que se abren, al cabo de 5 años sólo uno subsiste. Pero los que cierran no deben ser calificados como fracasos porque dejan una lección que sirve para el esfuerzo siguiente. El japonés Honda no tuvo éxito en sus primeras cuatro iniciativas. A la quinta fue la vencida. El sistema que combina la propiedad privada y el mercado está basado en el tanteo y error. El fracaso, en realidad, es una forma de aprendizaje.

Permítanme que les cuente una mínima anécdota personal para ilustrar esta charla. En 1970 me trasladé a España a hacer el doctorado en literatura, pero con el secreto propósito de quedarme en ese país si lograba encontrar un modo de vida. Hasta ese momento yo era profesor en una universidad de Puerto Rico.

Quería ser escritor, pero sabía que era muy difícil mantener a una familia –mi mujer y yo teníamos dos hijos– con lo que producían los artículos o libros que me proponía escribir. Así que pensé en inaugurar una editorial, pero no tenía capital para ello. Mi propósito era editar libros de ficción, algo realmente difícil. Sabía, sin embargo, que existía un nicho para libros auxiliares de texto en el mercado puertorriqueño, así que me di a la tarea de confeccionarlos y proponerlos a las universidades de la Isla.

En esa época ni siquiera tenía secretaria u oficina y funcionaba desde un humilde apartado postal. La imprenta me daba 180 días de crédito, de manera que no tenía mucho margen de maniobra. Afortunadamente, cuando apenas me quedaban 200 dólares en el banco, llegó la primera orden sustancial y pude respirar por unos meses.

En definitiva, comencé una pequeña aventura empresarial que en su momento de mayor esplendor tuvo una docena de empleados directos y una venta de varios millones de dólares anuales.

Como no teníamos imprenta y utilizábamos los servicios de una docena de distribuidores, los empleos indirectos eran mucho más numerosos. A lo largo de los años editamos más de mil títulos diferentes y de algún best seller llegamos a vender un millón de ejemplares.

El resultado no fue nada espectacular, pero sí suficiente para costearme holgadamente una buena vida, educar a mis hijos, generar puestos de trabajo, adquirir propiedades y crear una parcela de riqueza en mi beneficio y en el del país que me había acogido.

Al margen de las ganancias de la empresa, recogidas anualmente al fin del ejercicio fiscal, mis emolumentos debían ser diez veces el promedio del ingreso nacional, suma, a todas luces, desigual.

A los 30 años de iniciada, ante la decadencia del negocio editorial, liquidé la empresa y me dediqué todo el tiempo (antes lo hacía a medias) a desarrollar mi vocación de escritor.

Hago esta historia porque es absolutamente típica de quienes emigran en busca de desarrollar sus sueños y sirve para ejemplificar lo absurdo que es condenar a las personas emprendedoras por alcanzar beneficios desiguales.

Los beneficios son desiguales porque el esfuerzo es desigual. Más aún: todas las personas normales intentan distinguirse de la media y luchan por conseguir que el ego se destaque. A eso dedican una buena parte de sus esfuerzos físicos y mentales, lo que redunda en beneficio de toda la sociedad.

Nunca se ha podido demostrar el llamado Principio de Pareto en el terreno del desarrollo empresarial, pero, grosso modo, parece confirmarse que el 20% de las personas tienen el empuje que se necesita para tirar del 80% restante de la población.

Bendita sea esa desigualdad. ¡Viva la desigualdad! De ella dependen el progreso y el bienestar del conjunto de la sociedad. Anularla con medidas coercitivas es el camino más corto al empobrecimiento y la desdicha colectivos. Hay cien ejemplos históricos que lo demuestran.