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La Ilustración Liberal

Espartero, el populista que pudo reinar

No se entiende la revolución liberal española sin Espartero. Encarnó el liberalismo de tono populista, aquel que hablaba a las emociones, basado en su imagen de hombre del pueblo, honrado y luchador, y que exigía la libertad y la igualdad de todos, en un discurso vulgar de justicia social que encandiló a la sociedad. La idolatría se tradujo en poemas, canciones, retratos y hagiografías del personaje. Esta popularidad le llevó a la Regencia en 1840, al Gobierno en 1854, y a su candidatura a rey entre 1868 y 1870. Conde de Luchana, duque de la Victoria, duque de Morella, vizconde de Banderas, y Príncipe de Vergara; no hubo nadie en su época, salvo Godoy, más ennoblecido que este hombre del pueblo. Espartero se crecía ante los soldados y la multitud, pero callaba ante los políticos civiles porque se sentía intelectualmente inferior. Esto le llevó a rodearse de militares con los que había compartido campaña en América y España, los llamados ayacuchos, que le prestaban pleitesía como a un caudillo, pero le hacía incapaz de liderar un partido, o de ir más allá y asumir en exclusiva la jefatura del Estado. Su vida a lo largo del XIX es un ejemplo del largo proceso para la acomodación de la sociedad española a las formas liberales.

De la universidad al campo de batalla

Joaquín Baldomero Fernández Espartero Álvarez de Toro nació el 27 de febrero de 1793 en Granátula, comarca del Campo de Calatrava, en la provincia de Ciudad Real. Era un pueblo de no más de cuatrocientos habitantes que vivía del campo. Su padre tenía un taller de reparación de carros y unas tierras. Procuró dar a sus hijos una buena formación, y Baldomero estudió latín y humanidades. En 1806 salió para Almagro, donde estaba su hermano Manuel, un fraile dominico. Su intención era la de estudiar Filosofía en la Universidad. No obstante, la ocupación francesa trastocó sus planes. Animado por el espíritu patriótico de la época, Espartero marchó a Sevilla, donde estaba la Junta Central, para alistarse como "soldado distinguido por el Inspector", una distinción para iniciar la carrera militar, en el Regimiento de Ciudad Rodrigo.

Sin adiestramiento, y con tan solo dieciséis años, fue a la batalla. A los pocos días, su Regimiento salió a marchas forzadas para reunirse con el Ejército del Centro comandado por el general Areizaga. La Junta Central, el Gobierno de la nación, había decidido que era el momento adecuado para recuperar Madrid tras la victoria en la batalla de Tamames, cerca de Salamanca, el 18 de octubre de 1809. La derrota de Ocaña, el 19 de noviembre, devolvió a Espartero a Sevilla, donde ingresó en el Batallón Sagrado, también llamado de Voluntarios de Honor de la Universidad de Toledo. Cuando la Junta abandonó la ciudad andaluza para refugiarse en la Isla de León, Espartero les siguió. La necesaria recomposición del ejército le benefició. La Regencia encargó al coronel Gil de Bernabé la organización de una Academia de Artillería. El único requisito de ingreso era el ser universitario, asunto que aprovechó Espartero para ingresar en tal elitista cuerpo en septiembre de 1810.

Al tiempo que estudiaba, el cerco francés a Cádiz obligaba a luchar. Espartero participó en varias escaramuzas y en la batalla de Chiclana, el 5 de marzo de 1811, por la que se le concedió la Cruz de Chiclana. Sin embargo, parece ser que no encajó con sus compañeros de Academia, y las trifulcas fueron frecuentes. Repitió segundo curso por suspender en marzo de 1813, pero las necesidades bélicas permitieron que ingresara como subteniente en infantería. Los dos años universitarios y los cuatro cursos militares nos muestran a un Espartero alejado del ignorante que la historiografía posterior a 1856 ha querido mostrar. Sí es cierto que sus palabras y escritos no estuvieron a la altura de los políticos civiles que le rodearon, y que su personalidad conflictiva y complejo de inferioridad derivó en laconismo e indecisión. No obstante, tuvo una señalada inteligencia política que le llevó a crear y repetir eslóganes muy poderosos por su fuerza populista.

En abril de 1813 se le destinó al Regimiento Provincial de Infantería de Soria, de la división del general Villacampa, que operaba en tierras catalanas. Participó en el sitio de Tortosa, y en otras acciones, hasta que su regimiento marchó a Madrid a principios de 1814. Revuelta la América española, se alistó en el Ejército Expedicionario para marchar al otro lado del Atlántico. Quiso antes despedirse de su familia y pidió un permiso. Sin embargo, el general en jefe de la expedición, Morillo, se negó diciendo que mostraba una "alma muy madrera" y que eso era "signo de poco valor". Espartero se enfadó, llevó la mano a la espada y dijo que si hubiera sido otro, le contestaría con su arma. Morillo se rió y le dejó ir a Granátula antes de partir.

En la pérdida de las Américas

Se hizo a la mar en Cádiz, el 1 de febrero de 1815, en la fragata Carlota. Desembarcó en Venezuela, y fue destinado al Batallón del Centro, que participó en el golpe de fuerza contra el general Joaquín de la Pezuela en enero de 1821. Espartero era ya comandante, pero no tuvo protagonismo en aquel acto. Los años americanos le sirvieron para desarrollar una táctica militar que aplicó posteriormente en la guerra carlista en España: autonomía de la columna en su territorio, examen del terreno, máxima movilidad, acoso constante, ataques insospechados a la bayoneta, y perseguir al enemigo derrotado hasta su extinción. Espartero tuvo un papel destacado en las batallas de Torata y Moquehua, a las órdenes del general Jerónimo Valdés, en enero de 1823. Derrotó a la famosa Legión Peruana y recibió tres heridas de consideración, por lo que se le ascendió a coronel y luego a brigadier. Aquellas victorias permitieron a las tropas españolas entrar en Lima el 19 de junio de ese año.

Las comunicaciones con Madrid se habían roto ya en 1821, y era necesario recibir instrucciones y refuerzos. El virrey De la Serna comisionó a Espartero el dirigirse a España. Embarcó en Quilca, el 5 de junio de 1824, en el bergantín inglés Tiber, y llegó a Cádiz a finales de septiembre. Entró en Madrid a mediados del mes siguiente. Espartero apenas consiguió algo efectivo, salvo el reconocimiento de de los nombramientos y ascensos, ya que se negó el refuerzo solicitado. En diciembre de 1824 llegó a Burdeos para embarcar con destino a Lima, justamente el mismo día que tenía lugar la batalla de Ayacucho que derrotaba definitivamente a las tropas españolas en América. Cuando Espartero llegó a Lima el 5 de mayo de 1825 ya todo había concluido. No participó en la decisiva batalla; fue una invención de la oposición política que le mortificó toda la vida.

Apenas pisó tierra americana, Bolívar lo encarceló. Sufrió tres meses de prisión sin comunicación exterior. En su expediente personal del Servicio Histórico Militar se cuenta que "logró su libertad a fuerza de sacrificio en 1º de agosto de 1825". Regresó a España en marzo del año siguiente.

Espartero, confidente fernandino

El futuro profesional de Espartero no estaba claro. Había participado en el levantamiento contra el realista Pezuela, en Perú, y eso le señalaba como un liberal. A finales de noviembre de 1826, Espartero quiso congraciarse con el régimen fernandino, quizá porque creía que no era posible la vuelta del constitucionalismo, o bien que el ascenso del tradicionalismo en la persona del infante Carlos María Isidro haría de Fernando VII un mal menor.

Escribió entonces un informe reservado que hizo llegar al ministerio. En el documento relataba que unos españoles emigrados "de los que tanto daño han hecho al rey y a la patria", decía, le hicieron saber que la Junta de Mina, instalada en Londres, preparaba un alzamiento. El plan, contaba, eran "trastornar el actual Gobierno, extinguir toda la familia real y proclamar por rey de España y Portugal al Emperador de Brasil". Todo era cierto. Pedro de Braganza, emperador de Brasil, acababa de conceder a los portugueses, en abril de 1826, una carta constitucional.

La delación funcionó, y el virrey y capitán general de Navarra, certificaba en febrero del año siguiente que Espartero había demostrado su "lealtad y constante adhesión al Rey", por lo que le declaraba "jefe calificado por su conducta política y militar". En 1828 se trasladó a Logroño, donde estuvo de comandante de armas y presidente de la Junta de Agravias hasta octubre de 1830, y luego pasó a Barcelona, mandando el regimiento de Infantería de Soria, 9º de Línea. En la ciudad condal, Espartero contempló impertérrito la represión de los liberales llevada a cabo por el Conde de España y los fernandinos. En esos días, Baldomero y su mujer, Jacinta Martínez, con la que había casado en 1827, frecuentaban las fiestas y bailes de máscaras barceloneses.

La necesidad de Fernando VII y especialmente la reina María Cristina de ir limpiando el ejército de militares afectos a Carlos María Isidro a partir de 1830, le benefició. El miedo a una guerra civil era evidente ya desde 1826; sobre todo, cuando el Cuerpo de Voluntarios Realistas –una milicia tradicionalista– contaba con ciento veinte mil hombres. Era preciso quitar de la administración civil y militar a muchos carlistas, y sustituirlos por reformistas y liberales moderados.

A partir del otoño de 1832, la reina gobernadora María Cristina se encargó de cambiar los altos mandos militares, como los capitanes generales dese Aragón, Granada, Castilla la Vieja, Galicia y Extremadura, y luego Andalucía y Cataluña. Esto permitió a Espartero afinanzarse en el ejército, y fue destinado a las Islas Baleares, donde se dedicó a limpiar el ejército de ultramontanos. En Mallorca tuvo un suceso desagradable. Quizá por un lance del juego de cartas, al que Espartero era muy aficionado, se enemistó con el teniente general de su regimiento, al punto que se concertó un duelo a pistola. Al parecer, Espartero era famoso por su puntería y se ufanaba en decir que prefería disparar a sus enemigos a la cabeza por encontrarlo más humanitario que dejarlos lisiados. Sin embargo, en este caso quiso marcar a su oficial, y le disparó en el brazo. Ahí quedó el lance, que no reconcilió a los dos militares.

El pacificador

Tras morir Fernando VII se puso en marcha la trama de Carlos María Isidro. Espartero solicitó de inmediato el traslado a la Península. En diciembre de 1833 llegó a Valencia y persiguió al cabecilla carlista Magranell. Lo capturó, lo fusiló en Játiva, y pacificó aquellas tierras. El éxito le aupó a comandante general de Vizcaya, el escenario principal del conflicto.

En la guerra carlista fue donde se forjó la imagen de Espartero como defensor de las libertades, duro y de gran valor. No temió nunca a la disciplina, e hizo ejecutar a sus soldados en varias ocasiones. La más célebre fue cuando diezmó a un batallón de chapelgorris –voluntarios de Guipúzcoa en defensa de Isabel II–, que en la localidad alavesa de Labastida habían matado al párroco, profanado la Iglesia y saqueado el pueblo. El castigo debía ser público y ejemplarizante. Sin que los chapelgorris lo supieran, el 13 de diciembre de 1835, en una marcha por la carretera de Miranda los hizo subir a un altozano. Les esperaban 6.000 infantes. Les ordenó tirar las armas, que recogió la caballería. Entonces se dieron cuenta de lo que pasaba. Espartero dio la orden de separar a los diez que encabezaban el grupo de chapelgorris y fueron fusilados. El incidente llegó al Estamento de Procuradores. Surgieron voces, alguna anónima, que dijeron que era el propio Espartero el que animaba al saqueo para ser más popular entre sus tropas, y que aquel fusilamiento era una cuestión de imagen.

El golpe de La Granja en agosto de 1836, que obligó a María Cristina a restablecer la Constitución de 1812 y a nombrar a un Gobierno progresista, animó al general Luis Fernández de Córdoba a dimitir de su cargo de General en Jefe del Ejército de Operaciones. A pesar de la antipatía mutua, el dimitido sugirió al marqués de Rodill, ministro de la Guerra, que nombrara a Espartero. La razón fue que Fernández de Córdoba consideraba que ante la situación revolucionaria, lo mejor para la causa isabelina es que un progresista liderase el Ejército. Y así fue. El 17 de septiembre de 1836 Espartero asumió el mando.

A esas alturas, el carlismo ya había constituido un Estado en su territorio, convirtiendo las partidas en un ejército regular, con academias de oficiales, artilleros, ingenieros y sanitarios, y fábricas de pólvora, municiones y armamento. Las primeras medidas de Espartero no fueron recrudecer los ataques, tal y como pedía la opinión revolucionaria, sino reorganizar el Ejército y pertrecharlo mejor. No bajó la guardia en cuanto a la disciplina, e incumplió en numerosas ocasiones el Tratado Elliot –firmado en 1835 entre el carlista Zumalacárregui y el liberal Valdés para detener los fusilamientos–. En marzo de 1838 ordenó fusilar a seis carlistas como represalia por sus desmanes, lo que provocó la protesta formal del embajador británico Lord John Hay. Espartero se vio obligado a escribir al conde de Ofalia, presidente del Gobierno, diciendo:

El uso de represalias no es más que defensa legítima, y yo, como jefe y defensor de mis soldados, demando que se preserve intacta la vida de aquellos que caen en manos de los insurgentes. Solo hay un remedio para detener y prevenir el derramamiento de sangre; y si no se adopta estos actos de barbarie aumentarán y me será imposible continuar sirviendo.

Y cumplió su amenaza: un mes después hizo fusilar a treinta carlistas en represalia por el fusilamiento de treinta cristinos. Esto le granjeó la fama de hombre firme y duro, preocupado por sus soldados –les recompensaba de su propio bolsillo–, que se sumó a su imagen de honrado. El diplomático americano Arthur Middleton escribió que Espartero tenía una fortuna particular, "y no busca beneficio, en contra de la tradición aquí". Esa fortuna procedía de su matrimonio con Jacinta Martínez, perteneciente a una familia rica de Logroño. Espartero cultivó a conciencia esa imagen popular, de cercanía con el hombre común, tal y como escribía a su esposa:

Tú no sabes el efecto enloquecedor que produce en el soldado que yo le llame compañero.

Si bien se achicaba ante los políticos, se crecía ante los soldados y la gente del pueblo, convirtiéndose en un orador que sabía conectar con las emociones populares recitando grandes ideas universales e incontestables, y forzando así la identificación del público con su persona.

Los meses que empleó Espartero en reordenar el Ejército y exigir aprovisionamientos al Gobierno fue utilizado por los carlistas para sitiar nuevamente Bilbao. Espartero recibió la orden de Madrid de evitar a toda costa que el enemigo se hiciera con una plaza como aquella, que proporcionaría nuevas fuerzas al carlismo y desacreditaría al régimen liberal. Espartero avanzó por la ribera del Ebro, evitando el camino de Vitoria a Bilbao, donde le esperaban los carlistas. El paso del ejército cristino fue extraordinariamente lento por la escasez de calzado. Un mes después, en noviembre de 1836, llegó a Castro Urdiales, y embarcó a Portugalete. El primer intento de entrar en Bilbao fracasó. Sus generales le aconsejaron entonces que desistiera, pero, tal y como gusta a los cronistas y hagiógrafos, desoyó a los suyos para triunfar: hizo construir un puente de barcas sobre el Nervión. El 1 de diciembre ya estaba al otro lado, pero quedaron bloqueados por el fuego incesante de las baterías carlistas. Siete días después se vieron obligados a retirarse a Portugalete. A la bajada de moral se sumaba la ausencia de lo más necesario para el soldado, fue entonces cuando Espartero recurrió a su fortuna particular. Sin embargo, una semana después apareció el enviado del Gobierno con dinero y calzado. Espartero cambia entonces el plan: ahora atacaría por las dos orillas del Nervión. El 19 comenzó el desembarco, apoyado por los buques españoles e ingleses que castigaban al ejército carlista. La batalla no parecía tener fin. Espartero estaba en cama, aquejado de una terrible cistitis, pero comprendió que los suyos necesitaban una muestra de decisión y valor. De esta manera, el 24 de diciembre se lanzó al frente de varios batallones a la conquista del puente de Luchana. En la madrugada del día de Navidad tomaron el punto estratégico a cargas de bayoneta. El jefe carlista, comprendiendo su derrota, ordenó la retirada y levantó el sitio abandonando todas sus baterías, municiones y pertrechos. Al amanecer del 25 de diciembre Espartero entró en Bilbao. Esta victoria le convirtió en el personaje más popular e influyente del momento, además de conferirle el nombramiento de conde de Luchana.

A este éxito siguió la derrota de la Expedición Real, encabezada por Carlos María Isidro para tomar Madrid, en la batalla de Aranzueque, el 19 de septiembre de 1837. Este fracaso inició la división en el bando carlista, y el final de su causa. Espartero se dedicó entonces a recorrer el país, barriendo a los ultramontanos, hasta que iniciaron conversaciones para llegar a un acuerdo de paz. La intervención del almirante británico John Hay, establecido en Bilbao, fue decisiva para que Espartero y el general carlista Maroto se entendieran. La paz fue muy ventajosa por el bando de Don Carlos: Espartero se comprometió a recomendar el respeto a los Fueros; se mantendrían los empleos, grados y condecoraciones carlistas, y recibirían los sueldos correspondientes; los prisioneros quedarían en libertad; y se atendería a las viudas y huérfanos de los carlistas caídos en la guerra. No hubo represión posterior en esta guerra civil, a diferencia de la que vio el siglo XX. Todo se consumó con el llamado Abrazo de Vergara, que terminó de encumbrar a Espartero, "el pacificador".

Y se hizo progresista

Espartero era el héroe del momento, popular y requerido por moderados y progresistas. La reina gobernadora había depositado en él sus esperanzas para unir a los dos partidos, en claro enfrentamiento desde el golpe de La Granja de 1836, que desplazó a los moderados en beneficio de los progresistas. Tras la victoria de Luchana, políticos de ambos partidos le ofrecieron la cartera de Guerra. Espartero se negó siempre, aunque para no perder influencia aconsejaba el nombramiento de personas cercanas a su persona. El Convenio de Vergara le convirtió en la figura más importante del país, y parecía ineludible su participación en política.

El primer enfrentamiento con los políticos lo tuvo en agosto de 1837, cuando los generales presentaron un manifiesto contra el Gobierno progresista, liderado por Calatrava y Mendizábal, criticando la ineficacia de su política y la falta de recursos para el ejército. Amenazaron con abandonar si no se cambiaba al Ejecutivo, y María Cristina cedió al requerimiento de los hombres de Espartero. De esta manera, el conde de Luchana comenzó a influir más o menos directamente en la marcha política del país. Realmente no se podía gobernar sin el visto bueno de Espartero. Poco a poco se iba fraguando su golpe de Estado.

Espartero carecía de un ideario político claro; más bien transitaba por un liberalismo populista, en el que se esforzaba por identificarse con el sentir e intereses populares, aludiendo a cierta justicia social fundada en valores universales de libertad e igualdad. Se aferró a eslóganes difícilmente discutibles como: "¡Cúmplase la voluntad nacional!", y a un monarquismo sin más adjetivos que el de liberal, lo que le permitía adaptarse casi a cualquier proyecto o circunstancia. El culto al líder fue la base del esparterismo, muy efectivo en una sociedad huérfana de guías y embutida en el romanticismo.

El enfrentamiento con los moderados fue casi buscado. Espartero pidió al Gobierno Pérez de Castro el ascenso a Mariscal de campo de su secretario Linaje. Al serle negado, comunicó a los militares que pertenecían al Gabinete que dimitieran de sus cargos políticos. Esto le enemistó definitivamente con el partido moderado, que se resistía a ceder a sus peticiones. Esta crisis política llevó a la disolución de las Cortes en octubre de 1839. El Gobierno le preguntó a Espartero su opinión, respondiendo que él y el Ejército apoyarían a todo Gobierno que respetara la letra y el espíritu de la Constitución, pero no querían la disolución de las Cortes. Así lo mostró en el "Manifiesto de Mas de las Matas", lugar donde tenía acantonado a su ejército, y que hizo firmar a Linaje. En el texto rechazaba la disolución de las Cortes, que tenían mayoría progresista. Nicomedes Pastor Díaz, testigo de los hechos, escribió que Espartero, que estaba para derrotar al enemigo, no al Gobierno, se unió entonces al partido revolucionario.

El golpista

Los moderados vencieron en las elecciones de enero de 1840, y el Gobierno Pérez de Castro planteó en el Congreso un proyecto de ley municipal que en su artículo 45 incluía una elección mixta de los alcaldes. Esto significaba que el Gobierno podía elegir al alcalde entre los concejales elegidos por el cuerpo electoral. El poder político de los progresistas se reducía entonces a los Ayuntamientos de ciertas ciudades, y si la ley entraba en vigor vería reducidas sus posibilidades de acceder al Gobierno.

Respondiendo a una consigna del partido, los Ayuntamientos gobernados por progresistas enviaron peticiones a la regente pidiéndola que no sancionara la ley bajo la amenaza de no acatarla, y luego a Espartero para que evitara la sanción de esa ley contraria al "espíritu de la Constitución de 1837". No obstante, Espartero ya estaba rodeado de un coro de aduladores interesados, que conocían el engreimiento del general, que, como escribió Romanones, le hicieron creer que "en lo militar podía codearse con Napoleón o Federico el Grande, y en lo político, con Metternich y Tayllerand".

Ante la tensión, María Cristina ofreció el Gobierno a Espartero en julio de 1840. El general puso dos condiciones: que ella siguiera como regente y que no sancionara la ley de Ayuntamientos. Pero María Cristina no aceptó esto último, por lo que Espartero envió la renuncia de todos sus grados, empleos, títulos y condecoraciones. La Reina Gobernadora, en una clara contradicción, contestó que en el orden militar aceptaba sus consejos, pero no en el político, por lo que le ordenaba que se pusiera de nuevo al frente de sus tropas. La regente firmó en Barcelona el 15 de julio de 1840 la ley de Ayuntamientos, lo que fue el pretexto progresista para la formación de juntas revolucionarias en toda España que clamaban a Espartero como el caudillo de España.

Era preciso calmar el país, y María Cristina cesó al Gobierno moderado el 18 de julio de 1840 y lo sustituyó por uno al gusto de Espartero, presidido por el general Antonio González. El programa político, supervisado por el conde de Luchana, contenía la derogación de la ley de Ayuntamientos. La regente no aceptó y el nuevo gabinete dimitió, al igual que los dos fugaces Gobiernos que le sucedieron. María Cristina se decidió finalmente por uno moderado presidido por Modesto Cortázar el 28 de agosto de ese mismo año. Esa fue la gota que desbordó el vaso progresista, que se levantó en Madrid el 1 de septiembre, y a continuación el resto del país. La regente ordenó a Espartero, que se encontraba en Barcelona, que reprimiera la revolución juntista. El conde de Luchana, consumando el golpe, contestó que sus tropas no se batirían contra el pueblo, y acudió a Madrid a dirigir el movimiento revolucionario.

Espartero y los progresistas acordaron un Gobierno en el que el general sería el Presidente sin cartera, lo que fue aceptado por la Reina Gobernadora, y un programa con la suspensión de la ley de Ayuntamientos y la disolución de las Cortes, y que terminaba diciendo que el país había perdido la confianza en la regente. María Cristina renunció a la Regencia pidiendo a Espartero que se encargara él. El golpe de Estado estaba consumado.

Regente del Reino

Espartero se hizo rodear de un ejército político; es decir, de aquellos hombres con los que había compartido armas en América y en la guerra civil. Eran personas de confianza, que reconocían su liderazgo y que le hacían sentirse superior, algo que no encontraba entre los políticos civiles. Sus hombres eran llamados ayacuchos, en referencia a su batalla que puso fin a la presencia española en la América continental. Esos generales y oficiales, que abandonaron sus carreras universitarias, estudios eclesiásticos o trabajo por combatir al francés en 1808, constituyeron un importante grupo político sobre los que Espartero quiso sostener su poder. Entraron en la carrera militar sin pruebas de nobleza, como antaño, gracias a las medidas de las Cortes de Cádiz. Era el grupo más politizado del Ejército español, y casi todos se decantaron por el progresismo, pero sin someterse a las directrices de la dirección del partido, lo que era un evidente problema.

Los progresistas se dividieron: unos quisieron la reunión de una Junta central con representantes de las juntas provinciales, mientras que otros aprobaron el que la Junta de Madrid diera unilateralmente a Espartero la facultad de elegir Gobierno, lo que suponía quedar bajo su dictadura. Era tarde para dar la batalla contra el poder que se había depositado en sus manos. Esos progresistas "díscolos" fueron derrotados en su deseo de reunir una Junta Central, en su pretensión de hacer una regencia trina que repartiera el poder, y en nombrar regente a Argüelles en lugar de Espartero.

En las elecciones de febrero de 1841, en la que se retrajeron los moderados, y después en las de marzo de 1843, los progresistas se presentaron en varias listas. Los esparteristas eran minoría en el Congreso, pero Espartero, que podía designar senadores, llenó la Cámara Alta de ayacuchos, y nombró Gobiernos militares afectos a su persona. El regente funcionó como un golpista y un dictador: tras la revolución de 1840 se hizo con todo el poder; amenazó con imponer por las armas su regencia cuando se discutieron proyectos alternativos; fusiló al general Diego de León por el intento de secuestro de Isabel II en octubre de 1841, que tenía el objetivo de restablecer la Regencia de María Cristina; y bombardeó Barcelona en 1842; además de la manipulación constitucional arriba indicada. Todos estos actos lo hicieron antipático a los políticos progresistas más templados; no así al pueblo.

El Duque de la Victoria intentó reconciliarse con los progresistas y llamó a Joaquín María López a formar Gobierno en mayo de 1843, que presentó un programa que, al pedir la declaración de mayoría de edad de la Reina, postulaba el fin de la Regencia, y una "reconciliación nacional", con amnistía por delitos políticos, en torno a Isabel II y la Constitución de 1837. Espartero no aceptó y López dimitió. Fue entonces cuando Olózaga pronunció su famoso discurso de "¡Dios salve al país! ¡Dios salve a la Reina!", que anunció el levantamiento contra el regente.

Narváez desembarcó en Valencia, unió las fuerzas que se habían levantado contra Espartero y marchó sobre Madrid. El regente decidió reunir a sus huestes de soldados y milicianos de Madrid, su fortín, y pronunció una arenga al más propio estilo del liberalismo populista:

Nacionales, soldados. Hoy os dirijo mi voz, no como soldado ciudadano, que ayudado de vosotros enarboló el estandarte de la libertad y de la reina, el estandarte de la patria y de la Constitución, (…) hasta destruir a los enemigos que la combatían, no; (…) Hoy os habla Baldomero Espartero, el hijo del pueblo. Este hijo del pueblo fue del modo más solemne nombrado regente por la voluntad nacional. Entonces, nacionales y soldados de la patria, juré defender el sagrado depósito de la vida de la reina y de la constitución (…) (y no lo entregaré) a los horrores de los motines, a los horrores del despotismo, soldados ciudadanos; eso no.

El levantamiento fue casi general, salvo Madrid, Cádiz y Zaragoza, y el 22 de junio Espartero tuvo que abandonar la capital. El general Serrano fue nombrado Ministro Universal del Gobierno provisional en Barcelona, reuniendo todos los poderes, y se le encomendó al general Narváez la derrota de las tropas del regente. La batalla decisiva tuvo lugar en Torrejón de Ardoz, entre las fuerzas de Narváez y las de Seoane, aunque la lucha duró veinte minutos porque las tropas esparteristas depusieron las armas.

Mientras, Espartero era perseguido por el general Concha. Sus soldados le iban abandonando según se conocían las noticias del levantamiento general. Cuando se supo la derrota en Torrejón, solo se quedaron con él unas docenas de soldados.

En la bahía de Cádiz tomó el navío Betis, donde escribió una protesta el 30 de julio, tomó un buque de guerra inglés, y zarpó rumbo a Londres. El Gobierno provisional, mientras tanto, dictó un decreto privando al Duque de la Victoria de todos sus títulos, grados, empleos, honores y condecoraciones. A esto añadió una Real Orden dirigida a todas las autoridades del país para que fusilaran a Espartero nada más encontrarle por "traidor a la patria".

La última revolución de Espartero

En Londres pudo reunirse con su esposa. La sociedad londinense le agasajó. La reina Victoria le condecoró. Entabló amistad con el Duque de Wellington y con Lord Palmerston. El Gobierno inglés le ofreció una pensión anual, como a muchos otros exiliados, pero la rechazó. Seis años estuvo en el exilio. La consolidación de Nárvaez como jefe del moderantismo y el cariz gubernamental que había adoptado el partido progresista ante la posibilidad de que la reina les concediera el poder, animó al Gobierno a conceder a Espartero la amnistía. Su entrada en Madrid, en enero de 1849, una ciudad que siempre le fue fiel, fue apoteósica. Nadie se quiso perder la llegada del "hijo del pueblo". Las calles se abarrotaron, y las entradas de los teatros a cuya representación acudía Espartero, se agotaban. Sin embargo, el Duque de la Victoria, no quería nada de la política; de momento.

La corrupción del Gobierno moderado del conde de San Luis estalló en junio de 1854, echando a los liberal conservadores a la revolución. El pronunciamiento del general O’Donnell, junto a quien estaba Cánovas, no tuvo éxito. Acabaron haciendo un llamamiento a los progresistas en el "Manifiesto de Manzanares". La situación en las calles era cada vez peor, pues los civiles progresistas y demócratas habían levantado barricadas y formado juntas revolucionarias en algunas localidades. Espartero se decidió entonces, y acudió al llamamiento de la Junta de Zaragoza. Allí le alcanzó un enviado de la reina, que le pidió que formara Gobierno. Aceptó a cambio de que Isabel II diera un manifiesto liberal criticando al ministerio anterior, que convocase Cortes constituyentes, y que María Cristina respondiera de las acusaciones de corrupción.

Espartero entró en Madrid el 28 de julio de 1854 en loor de multitudes. Esperó a que llegara el general O’Donnell para formar Gobierno conjunto. La superioridad táctica de éste y de los civiles que le rodeaban fue decisiva. Los progresistas de verdadero valor, liderados por Olózaga, no se pusieron a las órdenes de Espartero, quien seguía siendo el elemento popular del poder, pero sin peso real. Él mismo se dio cuenta, y una vez que las Cortes aprobaron la Constitución de 1856, dio por finalizada su intervención y decidió dejar la política.

La prensa satirizaba su persona, especialmente El padre Cobos. Se reían de sus discursos vacíos y populistas, de su engreimiento, de la gran diferencia con los políticos de altura. Esto le incomodaba tanto como que O’Donnell se le adelantara, y que la camarilla de la reina se burlara de él. Finalmente, el conflicto entre los dos generales se produjo a raíz de la represión de los actos violentos que tuvieron lugar en Valladolid, Palencia y Medina. O’Donnell los reprimió sin ambages, lo que disgustó al ministro progresista Escosura, que se decidió a dejar el Gobierno. Espartero vio el momento para abandonar el Gabinete, y presentó también su dimisión. Al conocerse la noticia, se levantaron los progresistas en Madrid, y sus diputados se atrincheraron en el Congreso.

En las calles de la capital se dio una verdadera batalla aquel 14 de julio de 1856. Los insurrectos llamaron a Espartero para que se pusiera al frente contra O’Donnell y la Reina. El Duque de la Victoria acudió al Congreso, negó su concurso y abandonó la ciudad. Poco después capitulaban los diputados progresistas, entre los que estaban Sagasta y Pascual Madoz. Espartero fue entonces una decepción para el progresismo y los milicianos, que perdieron al hombre que era su referente. El General decidió retirarse a Logroño, de donde no saldría casi hasta su muerte.

El rey Baldomero I

Sin embargo, el partido progresista carecía de líder, y las desavenencias internas entre Prim, que lo fiaba todo a una decisión de la Reina, y Olózaga, que quería la ruptura, iban aumentando. En 1864, los dirigentes progresistas decidieron pedir a Espartero que volviera a la política y se pusiera al frente del partido para competir por el poder con otros dos espadones: O’Donnell y Narváez. Sin embargo, Olózaga pronunció un discurso el 3 de enero de 1864 diciendo que el Duque de la Victoria no le convenía a la nación, ni al progresismo. Esto separó definitivamente a Espartero de la política activa, aunque recibió a muchos políticos, e incluso a María Cristina, en su residencia de Logroño.

No participó en la revolución de 1868, y aunque no hizo política, era partidario de no sustituir a los Borbones, nombrar una regencia y esperar a la mayoría de edad del príncipe Alfonso. Entre todas las candidaturas a rey de España, la de Baldomero Espartero, fue la más popular. Conservaba la imagen de un hombre del pueblo, defensor de la nación y la libertad, que atesoraba las grandes virtudes del patriota: honestidad, amor a la patria y sacrificio. "Pacificador de España" en la guerra carlista, reinventada como buena su regencia del reino entre 1840 y 1843, era el símbolo del progresismo. Y todo a pesar de que no quiso participar en la revolución de 1868, y de que rechazó el acta de diputado en 1869. A pesar de esto, sus partidarios peregrinaban hasta su retiro en Logroño, presentaban peticiones en Cortes, y organizaban manifestaciones. Los republicanos dijeron que era la mejor opción por su pasado liberal, su avanzada edad y carencia de descendencia, ya que aseguraban un reinado corto que podría dar paso a la República. Así, el 13 de mayo de 1870, Prim redactó una carta para que una comisión nombrada al efecto fuera oficialmente a pedir a Espartero que aceptara la corona. Dos días después, Espartero recibía a los emisarios y rechazaba la oferta con el buen tono que le caracterizaba, no por su salud y edad, como se dijo, sino por su actitud crítica con la revolución.

Amadeo de Saboya, ya en España tras ser elegido rey, fue a visitarle a Logroño. Allí le hizo Príncipe de Vergara en reconocimiento a la importancia que los liberales daban al personaje. Espartero se excusó por no haber ido a Madrid a felicitarle, y le reiteró su acatamiento, como hizo luego en 1873 cuando se proclamó la República. La misma felicitación obtuvo Alfonso XII cuando desembarcó en Valencia, y éste le correspondió visitándole en su casa. En aquella ocasión, fue el Duque de la Victoria el que agasajó al rey entregándole la insignia de la Gran Cruz de San Fernando que llevaba al pecho, una condecoración que solo se obtenía en el campo de batalla.

Murió el 8 de enero de 1879, sin descendencia, tiempo después de que lo hiciera su mujer, Jacinta. Apunta el conde de Romanones en su biografía del personaje, que su único pesar al dejar este mundo fue que la fortuna de su esposa, al fallecer intestada, pasara al marido de su única hermana, José de la Concha, enemigo personal suyo, y cabecilla del ejército que le echó de España en 1843.

Bibliografía

Conde de Romanones, Espartero, el general del pueblo. Estudio prólogo de Adrian Shubert, Ikusager, 2007.

José Cepeda Gómez, "El general Espartero durante la "década ominosa" y su colaboración con la política represiva de Fernando VII", Cuadernos de historia moderna y contemporánea, Nº. 2, 1981, págs.147-164.

Pablo Sáez Miguel, "Espartero o el Cincinato español. Historia de la candidatura a rey del Duque de la victoria (1868-1870)", Berceo, 2011, núm. 160, pp. 227-260.

Jorge Vilches, Progreso y libertad. El partido progresista en la revolución liberal española, Madrid, Alianza Editorial, 2001.

Rafael Vidal Delgado, "Espartero: una figura de leyenda", Revista de historia militar, nº 91, 2001, pp. 175-232.