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La Ilustración Liberal

Dos prólogos: 'Contra la renta básica' y 'El Método Podemos'

'Contra la renta básica'

Este libro[1] es a primera vista una paradoja, porque nadie apuesta por la renta básica como opción de política práctica relevante. De hecho, ni siquiera los neocomunistas de Podemos la esgrimen ya en su programa (o lo que sea) electoral. En consecuencia, que un economista de la talla de Juan Ramón Rallo, el investigador sobre el liberalismo más brillante de su generación, invierta tantas páginas en desmenuzar la renta básica semeja más bien una pérdida de tiempo, o un oblicuo homenaje al desenterrado Cervantes en su inminente cuarto centenario: el doctor Rallo, como Alonso Quijano, habría enloquecido, "del poco dormir y del mucho leer", y se habría lanzado contra un supuesto gigante que no es más que un vulgar molino.

Sin embargo, para tranquilidad de sus amigos y seguidores, y para copioso provecho del lector, el profesor Rallo está tan en sus cabales como siempre, y sólo se parece a don Quijote en su arrojo. Efectivamente, ha elegido como objetivo la renta básica no por su aplicabilidad en el terreno de los hechos, asunto que también aborda, sino especialmente porque "constituye la expresión más general y sofisticada posible de la redistribución estatal de la renta".

Nótese que los enemigos de la libertad la socavan mediante hábiles cápsulas ideológicas en dos terrenos distintos que cubren un amplio espectro de la acción estatal. El primer terreno es el asignativo, que ha absorbido por desgracia una apreciable sección del análisis económico, y que lleva a tantos economistas convencionales a creer a pies juntillas la fantasía de que los llamados "fallos del mercado" justifican de por sí la coacción política y legislativa. Pero incluso si los amigos de la libertad pueden sortear los market failures, han de preparase para el segundo terreno donde les espera un adversario diferente. En efecto, en ese campo la libertad no es atacada por razones de eficiencia técnica sino por razones de justicia y equidad.

Hace un siglo ambos terrenos eran defendidos con análogo denuedo: el capitalismo, aseguraban, no sólo era ineficaz sino además injusto, con lo que debía ser suprimido completamente y reemplazado por el socialismo. En este punto, en la aniquilación completa de la propiedad privada, le insistió Stalin a H. G. Wells en la entrevista que mantuvieron en 1934. El escritor inglés le apuntó al dictador ruso que la revolución no era siempre necesaria, y que gracias a políticos occidentales democráticos, intervencionistas y redistribuidores como Franklin Delano Roosevelt y su New Deal "está naciendo una economía planificada, una economía socialista".

A pesar del desdén del tirano bolchevique hacia las alternativas que combinaban socialismo y capitalismo, es decir, que no destruían totalmente la propiedad privada, han sido esas alternativas las que han preponderado, y el pensamiento político mayoritario en el mundo no es hoy el de la revolución socialista, y tampoco, por supuesto, el liberal, sino un híbrido que recuerda mucho más a John Stuart Mill que a Karl Marx.

Esto tiene bastante lógica: hay que ser muy fanático para defender el supuesto paraíso comunista después de los cien años que lleva su letal combinación de arrasadora pobreza económica y brutal violencia política.

En cambio, la mayoría sentencia a derecha e izquierda que lo bueno, lo noble, lo justo, lo avanzado, es que el Estado viole la propiedad privada pero no del todo, con lo que estamos en otro supuesto paraíso, aparentemente alcanzable, o al menos no tan groseramente falso como el comunista. Es el paraíso de nuestro tiempo, no el de Lenin sino el de Rawls, que preserva la potencia del mercado a la hora de crear riqueza, y la combina con la generosidad y la justicia de la redistribución a cargo de las autoridades, salvaguardando a la vez la libertad y la democracia. Eso explica que, así como hubo un tiempo cuando desde las tribunas comunistas se nos pregonaba que los espejos en los que debíamos contemplarnos eran Rusia, China o Cuba, hoy todo el mundo, comunista o no comunista, quiere ser... Dinamarca.

Este es el paradigma predominante contra el que se bate el profesor Rallo, y por eso empieza con un profundo análisis de Rawls, que se opone a la renta básica, pero cuyo enfoque debe ser criticado porque es un punto de partida sumamente relevante para justificar la redistribución, y tal es el amplio objetivo de Rallo: cuestionar la filosofía antiliberal prevaleciente, apoyándose en la defensa de la libertad y sus instituciones, en particular la propiedad y los contratos. Por eso empieza por Rawls pero dirige su mirada hacia todo el abanico, incluidos algunos liberales que propugnan la renta básica como alternativa al Estado de bienestar. Desfilan así la corriente socialdemócrata de Van Parijs y el propio Rawls, el republicanismo de Pettit y otros, el comunismo de Marx y Engels, el utilitarismo, el suficientarismo, el feminismo, el ecologismo, el georgismo, el tercermundismo, el fascismo, el obrerismo, el ludismo… y el lector queda asombrado ante la multiplicidad de iniciativas (y de burradas) que los hombres han elucubrado en vez de recomendar que se deje a la gente en paz. Siempre he sospechado que uno de los pasivos del liberalismo es precisamente ese: hay muchas maneras atractivas, ambiciosas e ilusionantes, para no dejar a la gente en paz. En cambio, no hay muchas para no dejarla en paz, y no resultan tan radiantes, épicas y aparentemente dadivosas y desinteresadas como las de los estatistas de todos los partidos.

Este libro denuncia las trampas de estos discursos pseudo-solidarios, y demuestra sus crueles desenlaces, como que en el paraíso de la renta básica habría que prohibir la inmigración de quienes querrían cobrarla… y acaso también la emigración de quienes serían forzados a pagarla. Al final, empero, Rallo acepta una "garantía social obligatoria", la coacción para ayudar a los más necesitados, con toda clase de cautelas, condicionamientos y limitaciones, en una línea similar a la de Hayek en Camino de servidumbre. Esto conlleva el riesgo de difuminar los límites del Estado que ha probado ostentar más resiliencia que ningún otro: el Estado democrático. En efecto, al revés de los méritos que se le atribuyen, y que indicamos antes, su capacidad de crecer y superar cualquier límite exógeno desmiente que preserve la potencia del mercado para crear prosperidad, que sea justo en sus gigantescos empeños redistributivos, que proteja la libertad ni, paradójicamente, la democracia, puesto que tiende a restringir la capacidad de elegir de sus súbditos. Dos grandes escritores en inglés, nacidos ambos fuera de Inglaterra, lo ilustraron magistralmente: Kipling, cuando detectó la clave del atractivo de la redistribución al escribir sobre cómo "se roba a un Pedro escogido para pagar a un Pablo colectivo"; y Bernard Shaw, cuando explicó así la fortaleza legitimadora del Estado redistribuidor: "Un Gobierno que roba a Pedro para pagar a Pablo puede contar siempre con el apoyo de Pablo".

Termina el doctor Rallo hablando de la alternativa liberal, una "utopía integradora e integral", como bellamente la denomina. Su capacidad integradora estriba en que incorpora aspectos de cada una de las corrientes erróneas antes enumeradas, pero rechaza el quebrantamiento de las instituciones fundamentales de la comunidad de mujeres y hombres libres. El liberalismo, así, no reconocería más renta básica que la voluntaria o mutualizada, ante todo por principios, pero también por sus consecuencias: los incentivos perversos a que da lugar la redistribución han sido objeto de reflexión y análisis desde hace muchísimo tiempo, desde los dos tratados de Luis Vives sobre los pobres, en la primera mitad del siglo XVI, pasando por los debates de los economistas clásicos ingleses en torno a la reforma de las Leyes de Pobres en los años 1830, con Nassau W. Senior y otros, y la noción del principio de la menor elegibilidad, que ponderaba y procuraba evitar el desincentivo al trabajo ocasionado por las ayudas.

Juan Ramón Rallo recuerda que sin Estado de Bienestar podría desarrollarse una sociedad de bienestar, no sólo porque de hecho existe ahora, a pesar de la abrumadora presión fiscal que usurpa porcentajes inéditos de los bienes de los ciudadanos, sino porque existió antes del Welfare State, con numerosas entidades organizadas libremente por trabajadores, sindicatos, profesionales y empresarios.

Por fin, en los apéndices técnicos este libro aclara algo importante sobre la renta básica: su coste. Podrá llamar la atención que el tema no figure de manera sobresaliente en el cuerpo principal del volumen, pero esto tiene sentido: en un libro analítico el enfoque consecuencialista no resulta crucial. Sea ello como fuere, se trata de páginas que evocan las de Mises y Hayek a propósito de la imposibilidad del socialismo, y le queda claro al lector que la aplicación de la renta básica conduciría a unos resultados catastróficos.

Porque lo básico no es la renta. Lo básico es la libertad.

'El método Podemos'

El caballo de Troya no era un regalo y el pañuelo de Desdémona no era una prueba. Si los troyanos vieron en el coloso de madera una inofensiva ofrenda a Atenea y si Otelo quedó convencido de la infidelidad de su mujer fue por unos hábiles relatos urdidos por el astuto Sinón y el insidioso Yago. Pues bien, de eso va este libro[2]: David Álvaro García y Enrique A. Fonseca Porras, El método Podemos, en Editorial Última Línea.

Dirá usted: no, porque la clave de ambas estrategias era mentir, y la política es otra cosa. Pues no estoy seguro de que sea otra cosa, y de eso va este prólogo.

David Álvaro García y Enrique A. Fonseca Porras señalan una incuestionable verdad: el marxismo se ha concretado en los regímenes políticos más criminales y devastadores que jamás hayan sido perpetrados contra los pueblos de la Tierra en toda la historia de la humanidad, y, sin embargo, ser marxista, comunista o socialista no es ningún estigma, más bien al contrario.

Usted puede afirmar: "Soy comunista", y a lo sumo lo considerarán una persona quizá algo exagerada, pero en el fondo buena, quizá no perfecta en sus razonamientos y recomendaciones, aunque sin duda inobjetable en sus fines. Pero si usted proclama "Soy nazi", entonces ya será una persona perdida para la sociedad, será usted extremista, agresivo, intolerante, fanático, criminal, y convendrá confinarlo en los márgenes de la comunidad aunque se pase usted toda la vida pidiendo perdón.

La situación es realmente llamativa, no sólo porque las víctimas del comunismo fueron muchas más que las del fascismo, sino porque las bases ideológicas de ambos totalitarismos son bastante parecidas: no por casualidad el primer aliado de Stalin fue Hitler. Precisamente, su cambio de bando constituyó la más hábil maniobra política que el comunismo haya acometido nunca. La victoria aliada situó a Stalin en la foto de los buenos, cuando en 1945 los comunistas habían matado ya a millones de trabajadores. Y más que matarían después, de hambre y en atroces campos de concentración… pero de todo esto no habrá visto usted muchas películas, ¿verdad que no?

Lograr eso, lograr que el comunismo no sea un sistema apestado ni siquiera tras la caída del Muro de Berlín, no es fácil. Conseguir que cuando pensamos en campos de concentración pensemos en los nazis y no en los comunistas, que cuando pensamos en víctimas de la Guerra Civil Española no pensemos en las provocadas por la izquierda, y que cuando pensamos en violaciones de los derechos humanos en América Latina pensemos en Pinochet y no en Fidel Castro, todo ello requiere mucha destreza en la propaganda. Y diestros son los autores del presente libro al analizar el marxismo no en sus sanguinarios resultados reales sino en sus brillantes resultados propagandísticos, en concreto en el caso más reciente, el último camelo marxista: el fenómeno de Podemos.

García y Fonseca Porras brindan el análisis más atinado que conozco sobre lo que llaman "el método Podemos", explican las claves de sus notables logros, y argumentan que es un método que los partidos no marxistas pueden utilizar con provecho. Sólo matizaría su análisis en un punto, el de la mentira y la verdad, que abordaré enseguida.

El marxismo parte de la base de inventarse un problema derivado de un conflicto: la opresión y miseria de la clase obrera por culpa del capitalismo; y una solución: el socialismo. Desde el propio Marx en 1867, al final del capítulo 24 de El Capital, el marxismo siempre ha sostenido que la solución requiere el sacrificio de algunos individuos, ya se sabe, para hacer una tortilla hay que romper huevos, como sentenció ese afamado protosocialista, Robespierre.

La clave para que dicho sacrificio sea asumible por los actuales o potenciales partidarios del socialismo estriba en machacar con la idea de que ellos, dichos partidarios, jamás serán las víctimas, que se limitarán a un grupo reducido, privilegiado y odioso. Todo ello, lógicamente, facilitará la transición al edén progresista. Marx subraya, así, que el paso del capitalismo al socialismo será mucho más sencillo que el paso del precapitalismo al capitalismo, porque éste requirió que unos cuantos usurpadores expropiasen a la masa del pueblo, mientras que el socialismo apenas requerirá que la masa del pueblo expropie a unos cuantos usurpadores.

Aunque nunca debemos olvidar que millones de trabajadores murieron merced a esta monstruosa mentira, nuestro objetivo ahora es diferente: se trata de entender cómo fue posible que tanta gente la creyera. Y la explicación nos conduce desde el comunismo más carnívoro hasta la socialdemocracia más vegetariana, y más interesante por haber sido más perdurable y generalizada.

Podemos es un ejemplo del pensamiento mágico y simplista que caracteriza al antiliberalismo. Identifican un mal, digamos, la pobreza, y rápidamente dan con la solución: más gasto público en subsidios, rentas básicas, etc. Ante los desahucios, la receta es obvia: prohibirlos, y que las personas sin vivienda se alojen en los domicilios vacíos. "Será por casas en España", bromeó Pablo Iglesias en un reciente discurso, dando testimonio una vez más de que detectar su escalofriante totalitarismo no necesita de pesquisas detectivescas, porque es del todo transparente: simplemente, hablan como si el gasto público fuera gratis y como si las viviendas vacías no fuesen de nadie.

El narcisismo, ese pueril autoengaño psicológico, está presente en la fatal arrogancia intervencionista, y es paradigmático en Podemos. Se creen que son mejores que los demás, lo que está lejos de ser evidente, y se creen que son un partido nuevo, cuando son rancios en sus vetustas banderas socialistas –y también fascistas, como el nacionalismo–.

Sus recomendaciones y recetas son insostenibles, y peligrosas en su recurso sistemático a los recortes de derechos y libertades, que procuran disfrazar con el truco de que bajo Podemos sólo padecerán "los ricos". Como están ansiosos por ampliar su base electoral más allá de las locuras comunistas, proponen toda clase de cosas todo el rato, porque están probando diversas estrategias, para sondear hasta qué punto su electorado potencial las acepta o rechaza, o para dar la impresión de que tienen ideas. Todas estas ideas repiten el patrón colectivista vestido de bondad y progreso: en Madrid sugirieron acabar con la fiesta de los toros. En Andalucía apuntaron a prohibir la Semana Santa: tras el revuelo, se presentaron como realistas, alegando que "se hará lo que el pueblo quiera", es decir, un totalitarismo de manual, porque los derechos y libertades individuales nunca pueden depender sencillamente de lo que el pueblo quiera, pero se trata de detalles de poca monta en un partido dispuesto a expropiar fincas –hace no mucho tiempo estaban también dispuestos a emplear la violencia para acallar las voces discrepantes: lo hicieron reventando conferencias de Rosa Díez y Josep Piqué, en la propia Universidad–.

Este ir y venir, descarado en Podemos, no es ajeno a la dinámica propia de la política democrática, que es diferente de la de las empresas privadas. Es lógico, como dicen los autores, que las empresas necesiten "crear un discurso coherente para ganar la confianza del público", pero lo que es arduo es la coherencia en el caso de los políticos a la hora de tender el "puente entre la ideología del partido y las necesidades de los distintos grupos de la sociedad".

Este objetivo ilustra la brecha entre la sociedad civil y la política. Las empresas, que no pueden financiarse coercitivamente, tampoco pueden ser incoherentes ni perjudicar los intereses de sus clientes en la sociedad civil. Si lo hacen, quiebran y desaparecen. En los Estados no sucede eso: reconocerá el lector que los Estados cometen toda clase de tropelías políticas, y toda suerte de onerosos despilfarros económicos, y sin embargo no desaparecen; al contrario, vemos que tras una crisis que ellos mismos han provocado y prolongado, el desenlace es que ahora son más grandes y están más fuertes que nunca, entre absurdas jeremiadas que proclaman el triunfo del liberalismo y la extinción de "lo público".

La explicación de esta aparente paradoja reside en que los propios ciudadanos no somos coherentes con el Estado como lo somos con las empresas: típicamente, queremos que el Estado aumente el gasto público pero no lo queremos pagar. Esta contradicción traslada a la política democrática una solución que sólo es posible si los gobernantes asumen ellos mismos la contradicción, y la zanjan conforme a sus propios intereses en cada momento. Al hacerlo, necesariamente socavan la ética por mor de consideraciones tácticas que disuelven valores morales en aras de la force majeure, es decir, los llamados intereses generales, categoría dentro de la cual las autoridades escamotean los suyos propios. Así, Mariano Rajoy prometió bajar los impuestos y después los subió: ninguna empresa podría engañar de esa manera y sobrevivir. El PP, con todos los problemas de "marketing" que subrayan con acierto García y Fonseca Porras, no sólo no ha desaparecido sino que mejora en sus expectativas electorales, atribuyéndose falzmente, como era de esperar, el mérito de los buenos resultados de la economía española.

El discurso de los demás partidos es similar. Recuérdese el "dilema" de Rodríguez Zapatero, el apreciable embuste de aducir que había hecho lo mejor para el interés del país, sacrificando el suyo propio. Toda su presentación fue y es tan populista como la de Rajoy o la de Pablo Iglesias, con la reiteración de los malvados "mercados" a los que se demoniza antropomorfizándolos: "Tienen cara y ojos… nos atacan", cuando no se trata más que de las consecuencias de estrategias políticas que buscan maximizar el poder y minimizar los costes que su habitual ejercicio intervencionista conlleva.

No digo que todos los políticos sean idénticos, ni que lo sea su mendacidad. Mi hipótesis es que la lógica de la política moderna es en buena medida incompatible con la verdad. Esto requiere que los políticos asignen un elevado porcentaje de sus energías a la propaganda, única manera de desactivar la reacción indignada de sus súbditos ante la creciente opresión fiscal, política y legislativa: de ahí, por ejemplo, el empeño en que los impuestos suben "para salvar el Estado del Bienestar", o en lanzar campañas contra el fraude, cuyo objetivo, más que recaudar, es desviar la atención de los (mal llamados) contribuyentes, e intoxicarlos con la consigna de que los únicos impuestos realmente malos son los que aún no se pagan.

Que hay matices me parece patente. Por ejemplo, Podemos aún no está en el Gobierno, ni lo ha estado antes, con lo cual puede exagerar la tomadura de pelo política habitual, y prometer un paraíso aún más deslumbrante que el que auguran los demás, que son juzgados con mayor severidad, precisamente porque no son unos recién llegados al ágora.

En todo caso, todos deben componer un "relato", como en mi Argentina natal gusta de denominar la dinastía Kirchner a su falsaria reescritura de la historia. David Álvaro García y Enrique A. Fonseca Porras exponen con maestría el relato de Podemos, poniendo especial énfasis en cómo lo cuentan, en su magistral manejo de los medios de comunicación, manejo en el cual tienen brillantes antecedentes: por poner el ejemplo de un medio que conozco bien, la radio sirvió en los años 1930 y 1940 como un gran recurso de marketing político. El libro destaca el papel de Charles De Gaulle en la Segunda Guerra Mundial; yo habría subrayado el de Franklin D. Roosevelt, porque es anterior y porque repite buena parte de las mentiras dogmáticas de Podemos a la hora de propiciar su agenda liberticida revistiéndola de generosa atención a los más débiles, supuestamente hostigados por el capitalismo, el mercado y las empresas.

En resumen, mi única diferencia con los autores radica en que no estoy seguro de que se pueda aplicar el Método Podemos sin mentir. Es más, no estoy seguro de que se pueda ganar en política sin mentir. Los Estados modernos, enormes y redistribuidores, imponen una dinámica de selección de damnificados, subrayando la visibilidad de los beneficios concretos y ocultando la generalización de los costes menos visibles, que dificulta el empleo políticamente provechoso de la verdad.

Termino con dos melancólicas evocaciones latinoamericanas. La primera tuvo lugar hace un cuarto de siglo en la Universidad Menéndez y Pelayo de Santander, adonde Pedro Schwartz nos convocó a amigos y discípulos a discutir sobre la obra de Karl Popper con el propio filósofo (de ahí salió el libro Encuentro con Karl Popper, Alianza Editorial, 1993). En un momento dado, Mario Vargas Llosa, que un tiempo antes había disputado la presidencia del Perú frente a Alberto Fujimori, le planteó a Popper el siguiente dilema: ¿habría sido lícito mentir para derrotar a Fujimori, mentir por una buena causa, porque el candidato victorioso había probado ser un desastre como presidente del país? Popper, que según me dijo había dejado de ser comunista cuando descubrió cuánto mentían los comunistas, lo negó de plano: en ningún caso se puede mentir para ganar las elecciones. Quedó en la sala la incómoda sensación de que, entonces, con la verdad, es muy difícil ganarlas.

La otra evocación es incluso anterior. Es un antiguo dibujo de Quino que muestra en una serie de viñetas a un político veterano que pronuncia un discurso ante un pequeño grupo de ancianos en una sala semivacía. Y dice algo parecido a esto: nuestro partido nunca mintió, nunca engañó, jamás prometimos nada que no pudiéramos cumplir, respetamos la libertad y los derechos de todos, nunca nos aliamos con quienes no compartían nuestros principios, jamás corrompimos ni nos corrompimos, etc. En la última viñeta, el viejo político se derrumba llorando sobre el atril con esta conclusión: ¡Y no hemos gobernado nunca!


[1] Juan Ramón Rallo, Contra la renta básica, Deusto, 2015, 480 páginas.

[2] David Álvaro García y Enrique A. Fonseca Porras, El método Podemos, Editorial Última Línea, 2015, 199 páginas.