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La Ilustración Liberal

Delincuencia y revoluciones

Conferencia pronunciada en el Interamerican Institute for Democracy (Miami, Florida) el 6 de septiembre de 2017.

Aunque nos convoca la iniciativa, propuesta por el Dr. Carlos Sánchez Berzaín, director ejecutivo del Interamerican Institute for Democracy, que me honro en presidir, destinada a demostrar que es indispensable reclamar la vigencia de la Convención de Palermo para enfrentar al régimen delincuencial de Nicolás Maduro, de inicio voy a acercarme al tema desde una historia remota.

El 26 de junio de 1907, en Tiflis, capital de Georgia, llamada Tbilisi por los georgianos modernos, de acuerdo con la versión bolchevique se llevó a cabo lo que ellos denominan la “expropiación de la Plaza de Ereván”.

No fue una expropiación. Fue un atraco. Se trató del asalto a un coche tirado por caballos, escoltado y protegido por la Policía, que transportaba fondos del banco imperial ruso.

Los atracadores estaban vinculados a Vladímir Ílich Uliánov, alias Lenin, entonces líder de la facción bolchevique del Partido Obrero Social Demócrata Ruso, y a Iósif Dzhugashvili, en aquella época conocido como Koba, quien pasaría a la historia con el sobrenombre de Stalin, "acero" en ruso.

Según parece, la Ojrana, la policía secreta zarista, supo de antemano que se preparaba un golpe de ese tipo, pero no exactamente cuándo se realizaría. De acuerdo con los archivos de la institución, el propio Stalin colaboraba con la Ojrana.

En realidad, fue una carnicería. Los asaltantes mataron a unas 40 personas y dejaron medio centenar de heridos. Utilizaron bombas, granadas y pistolas. Se robaron 341.000 rublos, que hoy serían aproximadamente unos tres y medio millones de dólares.

El jefe de la operación, ordenada por el propio Lenin, fue un armenio, admirador y amigo de Stalin, llamado Simon Arshaki Ter-Petrosián, conocido como Kamo en los bajos fondos. Stalin, que entonces escribía versos románticos, lo había convencido de las virtudes del marxismo.

Kamo era un tipo de hierro, sirvió a su amigo siempre, lo que no impidió que Stalin, deseoso de ocultar su pasado de asaltante de bancos, retirara su estatua de la plaza de Ereván, ordenada por Lenin, y se deshiciera de los restos del antiguo aliado.

El grueso del dinero fue a parar a manos de Lenin, quien a la sazón vivía en Finlandia, nación de la cual también se había apoderado el imperialismo ruso a principios del siglo XIX. No obstante, como las series de billetes eran conocidas, no fue mucho lo que los bolcheviques lograron cambiar y utilizar. Algo menos de cien mil rublos.

El robo marcó el distanciamiento con los mencheviques, quienes expulsaron a Stalin del partido y declararon que los bolcheviques conformaban una banda criminal. El hecho pasó a la historia como el más sangriento robo a una entidad bancaria.

No obstante, tras el triunfo de los bolcheviques en 1917, la Plaza de Ereván pasó a llamarse Plaza de Lenin, y al cruento robo del dinero público se le denominó “la expropiación de Ereván”, dando lugar al doble lenguaje típico de las dictaduras totalitarias.

Marx y su justificación del delito

Esto no debe extrañarnos. En su ensayo "Concepción apologética de la productividad de todas las profesiones", publicado póstumamente como un apéndice a sus Teorías de las plusvalías, Karl Marx, renunciando al juicio moral, aborda el delito y a los delincuentes como factores favorables a las actividades sociales.

Según él, generan una gran cantidad de empleos. Sin los delincuentes no serían necesarios los jueces, los policías o los abogados criminalistas. Sin falsificadores, la impresión de billetes de banco no habría adquirido el virtuosismo alcanzado y la cerrajería no hubiese evolucionado. Los delincuentes coadyuvan a los cambios técnicos.

Incluso los escritores deben a los delincuentes inspiración para sus mejores obras, como La culpa de Müllner, Los bandidos de Schiller, el Edipo de Sófocles y el Ricardo III de Shakespeare.

Marx llega a decir que la actividad homicida de los bandidos reduce la población trabajadora y tiene un efecto positivo en la elevación de los salarios.

No hay duda de que se trataba de un maestro del sofisma. Podía defender casi cualquier barbaridad hábilmente, sin sonrojarse.

Habría que preguntarse qué papel asignaba a los delincuentes en la maravillosa sociedad comunista que prometía a sus adeptos. O si tal vez ya no veríamos ninguna conducta malvada, dado que con la desaparición de las clases y de la propiedad se esfumaría también la necesidad de cometer crímenes porque todas las necesidades estarían cubiertas y entre los seres humanos reinaría un angelical instinto solidario.

Por lo pronto, en el paraíso comunista que algún día sobrevendría no harían falta las leyes ni los tribunales, porque las personas no cometerían delitos. Pero, mientras llegaba ese momento maravilloso, Marx y Engels opinaban que el Derecho como lo conocemos es una expresión de las necesidades de la burguesía, y las leyes promulgadas no son otra cosa que instrumentos de opresión integrados en la superestructura para beneficio de las clases que detentan el poder.

No es sorprendente, pues, que los marxistas no vacilen en violar las leyes cada vez que se les antoje. Así se hacen las revoluciones. Prevalece en ellas el desprecio a la ley, a los enemigos de clase y al sistema económico regido por la existencia de propiedad privada.

Los revolucionarios y los delitos

Si hay rasgos que identifican y hermanan a todos los revolucionarios que en el mundo han sido es, precisamente, la propensión al delito y hasta las simpatías que provocan.

En América Latina, desde los legendarios cuentos de Pancho Villa en medio de la Revolución mexicana hasta las hazañas de los tupas uruguayos, han despertado la solidaridad de mucha gente que no se detiene a pensar en el tremendo daño moral y material que estos hechos han generado.

Mencionemos a México. La desvergüenza original de los revolucionarios está en el ADN de los latrocinios continuados del PRI. Por el hilo de Pancho Villa se llega a la madeja de Peña Nieto y de casi todos los miembros del PRI que le precedieron en la presidencia, con la honorable excepción de Ernesto Zedillo.

Es inútil esperar que quienes durante la lucha por el poder se han dedicado al secuestro, la extorsión y el terrorismo, cuando lo alcanzan posean un comportamiento honrado. Más aún: lo probable es que esta conducta sea imitada por los sucesores y tolerada por una sociedad cada vez más laxa en materia de honradez pública.

Veamos Venezuela. Hugo Chávez y sus cómplices intentaron hacerse con el Gobierno mediante un golpe militar que incluía el fusilamiento del presidente electo Carlos Andrés Pérez. Cuando, años después, ganaron unas elecciones, desde el primer día estuvieron dispuestos a saquear el Estado.

Era lo que recomendaba el espíritu revolucionario. ¿Qué freno moral podía tener para la cúpula chavista robarse millones de petrodólares de PDVSA frente al hecho tremendo de dejar docenas de muertos en el intento de hacerse con el poder?

De ahí que me parezca absolutamente pertinente analizar y juzgar la revolución chavista desde la perspectiva de la Convención de Palermo. Se trata, fundamentalmente, de una asociación de malhechores.

Veamos Colombia. Durante cinco décadas, las Fuerzas Amadas Revolucionarias de Colombia, las FARC, fueron el brazo armado del Partido Comunista Colombiano.

En ese periodo asesinaron inocentes, traficaron profusamente con drogas (y continúan haciéndolo), colocaron bombas en lugares públicos que mataron a numerosas personas, robaron niñas y las violaron, robaron niños campesinos y los obligaron a convertirse en asesinos, cobraron rescates por personas secuestradas o, cuando se convertían en una impedimenta para desplazarse por la selva, las eliminaban de un tiro en la nuca.

Esos crímenes no importaban porque se cometían durante una guerra revolucionaria. La revolución era el Jordán que lavaba los pecados. El fin, simplemente, justificaba los medios empleados.

Pero ¿cómo creerles que hoy son otras personas ajenas a esa conducta espantosa? Ahora, ante la inevitable derrota militar, se han convertido en un partido político que algún día llegará al poder: Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, palabras cuyas primeras letras corresponden a FARC, para que no haya dudas de su origen.

¿Para qué ansían ganar las elecciones? Por supuesto, para repetir la experiencia cubano-venezolana. Naturalmente, no van a tomar el camino burgués de sujetarse a las leyes electorales y alternar el poder con fuerzas políticas diferentes, aumentar el capital humano, atraer inversiones, crear empresas exitosas, estimular a los emprendedores y convertirse en servidores públicos, como hacen las 25 naciones más exitosas del planeta.

Lo que les interesa a los miembros de las FARC es sujetar fuertemente el poder, y para eso necesitan destruir a los grupos empresariales y transferir los recursos a la nueva clase dominante: los revolucionarios.

En el camino harán añicos el aparato productivo, como hicieron los castristas en los años sesenta, los sandinistas en la década de los ochenta o los chavistas en los primeros años del siglo XXI. Todo ello en medio de una creciente corrupción que les parece justificable porque, al fin y al cabo, es la forma primaria de la acumulación de riquezas para los cuadros, expropiando los recursos de sus enemigos.

Por último, veamos Cuba, una dictadura con casi 60 años de existencia, madre y maestra de todos los epígonos revolucionarios en América Latina.

Fidel Castro, que llegó al poder bramando contra la corrupción de la República, especialmente del régimen de Batista, no tardó en regalar costosos relojes Rolex y asignar autos y viviendas a sus allegados, sin el menor vestigio de méritos personales, mientras él disfrutaba de veinte segundas casas espectaculares y fincas de recreo en todas las regiones del país, cotos de caza privados, flotillas de Mercedes Benz y cuatro yates, entre ellos uno lujosísimo regalado por la Asamblea del Poder Popular, al extremo de que la revista Fortune lo declarara uno de los gobernantes más ricos del planeta, aunque no tuviera una cuenta bancaria.

Los detalles de esa existencia rica y extravagante pueden leerse en La vida secreta de Fidel Castro, libro escrito por el teniente coronel Juan Reynaldo Sánchez, ayudante personal del Comandante durante muchos años.

A otra escala, lo mismo sucede con Raúl Castro. En el año 59 era el Robespierre de la familia, siempre vigilante del derroche y la corrupción, pero luego fue degradándose paulatinamente. En los primeros meses de la revolución triunfante increpó al comandante Camilo Cienfuegos en el Hotel Riviera por sus costosas francachelas, lo que casi causa un choque armado entre ellos, como relatara Benjamín de Yurre, testigo presencial de aquellos hechos, entonces secretario personal del primer presidente de la Revolución, Manuel Urrutia Lleó.

Raúl, que ha sido más discreto que su hermano, ha vivido siempre espléndidamente junto a su privilegiada familia, con un yate privado a su disposición, en un país en el que las personas carecen de casi todo, porque apenas ganan el equivalente a 15 dólares mensuales.

¿Cómo han podido vivir como ricos en un país de gente tan pobre e improductiva? Sencillo: se han dedicado a la moderna trata de esclavos. Han vivido explotando, como toda la clase dirigente, a los miles de trabajadores que el Estado cubano alquila en el exterior, especialmente a los médicos y a todo el personal sanitario.

Colofón

Los revolucionarios, cuando llegan al poder, citando la literatura marxista como justificación intelectual, se olvidan de que en una verdadera república todos los funcionarios, electos o designados, deben obedecer las leyes y ser transparentes servidores públicos, como suelen prometer cuando están en la oposición. Cuando triunfan, invocando el discurso revolucionario, se trasforman en señores feudales, dueños de la vida y la hacienda de unos súbditos sujetos a la obediencia inducida por medio del terror.

No se trata, pues de cuestiones ideológicas, sino de conductas delictivas. Son procesos, lamentablemente, de juzgado de guardia. El momento de actuar es ahora. Hay que aplicarles cuanto antes la Convención de Palermo organizada por la ONU. Para luego es tarde.