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La Ilustración Liberal

Liberalismo contra libertarianismo

Este artículo es una versión editada del capítulo 1 del libro de Francisco José Contreras Una defensa del liberalismo conservador, publicado este año por Unión Editorial en su colección Cristianismo y Economía de Mercado, dirigida por el Centro Diego de Covarrubias.

Pero ¿existe el liberalismo conservador? Sí, existe. De hecho, el liberalismo conservador ha sido la doctrina que cimentó el éxito occidental; la que convirtió a las sociedades liberal-democráticas de mediados del siglo XX[1] en las más civilizadas, prósperas y compasivas de la Historia. (...) la tradición liberal clásica (la de Locke, Montesquieu, Adam Smith, Lord Acton o Hayek) fue en realidad liberal-conservadora. Pero esa tradición se encuentra actualmente en peligro de extinción: amenazada, no sólo por ideologías rivales abiertamente antiliberales, sino también por la propia degeneración del liberalismo en socialdemocracia (el liberalismo igualitario a lo Rawls) o en libertarianismo ultraindividualista.

Llamaremos liberalismo conservador a la doctrina que defiende las libertades individuales (derecho a la vida, libertad religiosa, de expresión, de asociación, de empresa, garantías procesales, etc.), la separación de poderes, el Estado de Derecho, los impuestos bajos, las regulaciones escasas y simples, y la no intervención gubernamental en la vida económica más allá de lo imprescindible para garantizar el cumplimiento de los contratos, el control sanitario de los productos, la provisión de las infraestructuras que no puedan ser asumidas por el sector privado, y algunos (pocos) bienes públicos más.

Entre los derechos defendidos por el liberalismo conservador, el primero es el derecho a la vida desde la concepción a la muerte natural. La cuestión del aborto no ocupó mayormente a los liberales clásicos, no porque tuvieran dudas al respecto, sino porque entonces todo el mundo –liberales incluidos– daba por supuesto que el aborto era una aberración, y de ahí su penalización en las leyes de todos los países liberales hasta finales de la década de 1960. En la URSS el aborto había sido legalizado en 1921: la pionera de este derecho fue, pues, la tiranía soviética.

“El primer pilar de una sociedad sana y decente (…) es el respeto a la persona, al ser humano individual y su dignidad. (…) La permisión del aborto –contra la que luchamos hoy– es decorada por sus defensores con el lenguaje de los derechos individuales, y sin duda la aceptación del aborto es en parte el fruto de una ideología liberal de la primacía absoluta del yo. Pero [la defensa del derecho al aborto] es en realidad la corrupción grotesca de la filosofía política liberal en su forma clásica” (Robert P. George)[2].

El liberalismo conservador, además, sabe que la libertad política y económica es una conquista frágil, una planta delicada que ha florecido una sola vez en la historia de la humanidad. Y lo ha hecho en un contexto cultural muy específico, cuya preservación es imprescindible para su viabilidad[3]. De ahí que el liberalismo coherente deba incluir una faceta conservadora, una vocación de resistencia a lo que Roger Scruton ha llamado “entropía social”[4]. El liberalismo es algo más que un sistema de libre mercado y derechos individuales[5]. La sostenibilidad de la libertad requiere una ecología moral, un entorno cultural caracterizado por la fortaleza de instituciones como la familia y la vigencia de valores como el respeto a la ley, el cumplimiento de los compromisos, la previsión, el ahorro, la laboriosidad, la internalización de la responsabilidad (el sujeto debe ser responsable de su propio bienestar, salvo en circunstancias excepcionales de invalidez)[6]

Esa atmósfera moral-cultural no ha sido creada por el Estado, pero sí puede ser destruida por él. El Estado liberal debe cuidar –con la solicitud del “jardinero que cultiva una planta”, dijo Hayek[7]– el ecosistema moral que hace posible la libertad: por ejemplo, defendiendo la vida, garantizando a los niños una adecuada formación ética y protegiendo el matrimonio. La familia basada en el matrimonio de hombre y mujer es, como señala Robert P. George, “el más antiguo y eficaz ministerio de sanidad, educación y bienestar; […] ninguna institución puede igualarla en su capacidad de transmitir a las nuevas generaciones las reglas morales y rasgos caracteriológicos –los valores y virtudes- de los que depende decisivamente el éxito de las demás instituciones de la sociedad abierta: el Derecho, el gobierno, la educación, la empresa…”[8].

Todo lo anterior implica que un liberal-conservador actual tendrá que ser liberal en economía y política, pero conservador en familia y bioética. Pues las innovaciones de las últimas décadas en estos dos campos dibujan un panorama inquietante de volatilización familiar, retroceso de la nupcialidad, infranatalidad, aparición de técnicas de fecundación asistida que deshumanizan la reproducción, mercantilizándola y troceándola (por ejemplo, disociación entre madre genética, madre gestante y madre social)...

En materia familiar, se pueden sintetizar las transformaciones de tiempos recientes en el paso progresivo de lo que Girgis, Anderson y George llamaron “concepción conyugal de la familia” a la “concepción revisionista”[9]; creo que una y otra se corresponden respectivamente con una visión infantocéntrica y otra adultocéntrica. La crisis de la familia consiste en la opcionalización de lo que antes era normativo: la indisolubilidad de la pareja (divorcio), su heterosexualidad (matrimonio gay), su vocación reproductiva (caída de la natalidad), su exclusividad (banalización del adulterio), su consagración formal (generalización de la unión libre)… La familia estaba sometida a reglas morales y jurídicas rígidas porque lo que estaba en juego se consideraba demasiado importante para ser abandonado al capricho individual: nada menos que la perpetuación de la especie y el bienestar de los niños. El modelo era infantocéntrico y comunitario: se esperaba de los adultos que disciplinaran su vida sentimental en función de la conveniencia de los hijos (que necesitan criarse con su padre y su madre) y de la comunidad (que necesita que se engendren niños, y que éstos sea educados en un entorno lo más favorable posible).

El nuevo modelo familiar es individualista y adultocéntrico: lo esencial ahora es el deseo de autorrealización del individuo soberano, que debe ser libre para cambiar de pareja cuantas veces sean necesarias, tener hijos o no, unirse a personas del mismo o de distinto sexo. Los niños, si llegan a existir, deberán adaptarse a los vaivenes de la vida amorosa de los adultos, sufriendo las consecuencias[10]. Y la tecnología reproductiva –convertida en medicina del deseo– se pone al servicio de la gratificación individual derribando las últimas barreras naturales: por ejemplo, inseminación artificial o fecundación in vitro para que puedan tener hijos mujeres solas, o bien parejas de lesbianas; y donación de gametos y gestación subrogada para que puedan tener hijos las parejas gays.

El giro individualista supone la precarización de la familia, reducida ahora en la práctica a la asociación transitoria de un número indeterminado (¿por qué no la poligamia?) de adultos de cualquier sexo, que durará lo que dure la emoción amorosa. Ahora bien, semejante deriva resulta inaceptable para el liberalismo conservador, pues la familia es la más importante de las instituciones del entorno moral necesario para la libertad: esa buffer zone intermedia al Estado y el individuo, que precisamente protege a éste frente a la omnipotencia de aquél.

Aquí viene la divergencia respecto al libertarianismo. Pues lo cierto es que muchos libertarios –que, además, reclaman el monopolio de la etiqueta liberal– saludan los nuevos modelos de familia, el matrimonio gay, el no fault divorce y a menudo también el derecho al aborto como ampliaciones de la libertad personal, antes encorsetada por convenciones sociales caducas. Algunos reivindican también la maternidad subrogada[11], la compraventa de gametos, y en general todos los avances biotecnológicos, desde el bebé a la carta hasta los todavía vagos proyectos transhumanistas de “singularidad”[12] cyborg e ilimitada autotransformación de la especie[13]. El libertarianismo converge en muchos de estos temas con la izquierda antiliberal, apostando como ella por la infinita remodelabilidad de las reglas amorosas y de la institución familiar. Las posiciones del Partido Libertario español en la mayoría de tales materias[14], por ejemplo, son muy próximas a las de Izquierda Unida y Podemos.

El libertarianismo difiere del liberal-conservadurismo en su dogmatismo simplificador: pretende resolver todas las cuestiones sociales con dos o tres reglas muy sencillas: acuerdos voluntarios entre individuos; Estados mínimos dedicados sólo a impedir la agresión y garantizar la ejecutividad de los contratos; libertad entendida simplemente como no interferencia; maximización de la libertad individual, con el único límite de la libertad de los demás. Un paisaje social simple, binario: Estado (cuanto más pequeño, mejor)[15] vs. personas que autorregulan sus intereses y se vinculan mediante acuerdos. Ha desaparecido del mapa la sociedad civil, los cuerpos intermedios que no son mercado ni Estado: familias, iglesias, comunidades locales, instituciones educativas… El individualismo y la confianza en el mercado son llevados hasta un extremo fanático, en el que no se descarta la mercantilización de la sexualidad y la reproducción humanas: de ahí el apoyo de tantos libertarios a los vientres de alquiler, a la normalización de la prostitución, etc. Como el izquierdista-sesentayochista, el libertario celebra la aparición de nuevos estilos de vida y la libertad del individuo para escoger entre ellos. Haciéndose así merecedor del reproche que le dirigió Russell Kirk: “Mediante la exaltación de una libertad absoluta e indefinida a expensas del orden, los libertarios hacen peligrar la misma libertad que tanto aman (…) Su sueño de una libertad privada completa es una de esas visiones salidas de torres de marfil”[16]. “De las viejas instituciones de la sociedad, sólo la propiedad privada les parece digna de ser conservada[17].

El liberalismo conservador, en cambio, maneja un mapa conceptual más complejo y es capaz de distinguir entre esferas heterogéneas regidas por lógicas diversas. La libertad, que es deseable y eficaz en el ámbito de la producción de bienes ordinarios, no puede ser extendida sin más al ámbito de la familia y de la reproducción. Un útero no es lo mismo que un piso; un matrimonio no es lo mismo que un contrato laboral. Es magnífico poder elegir entre muchas marcas de coches, pero aberrante poder comprar un bebé a la carta (selección del fenotipo del niño por nacer)[18]. La liberalización total de la vida familiar implicaría su destrucción; la desregulación y mercantilización de la vida reproductiva supondría una deshumanización aberrante, una deriva hacia el mundo feliz de Huxley, con consecuencias irreversibles. El mercado capitalista es una bendición para la humanidad, pero no debe regir todos los órdenes de la existencia. Hay recintos sagrados que deben permanecer extra commercium. Como ha indicado Roger Scruton, el liberalismo conservador valora “la moral sexual tradicional, (…) que es un modo de sustraer el sexo al mercado, negándole la condición de mercancía y acorazándolo frente al mundo corrosivo del contrato y el intercambio”[19].

Es esencial mantener un criterio razonable acerca de lo que debe ser tratado como mercancía y lo que no. Pues la lógica del mercado tiende de suyo a invadir todos los sectores de la experiencia humana, y los libertarios siempre presentarán como intolerable atentado contra la libertad comercial la pretensión de poner algún coto a dicha invasión: “Los mercados ponen las cosas en venta, eso es cierto. Pero la decisión de proteger las cosas que no queremos sean vendidas es nuestra, y debe ser impuesta por la ley cuando no lo es simplemente por la costumbre. (…) [L]a cuestión es cómo mantener excluidas del mercado las cosas que no deben venderse. No es sólo una cuestión política. Afecta también a la educación, las costumbres, la cultura y la sociedad civil (…)” (Roger Scruton)[20].

El libertarianismo es una extravagancia que socava la causa razonable de la libertad. Quizás ninguna figura simboliza mejor –en su propia vida y obra– esa desmesura que Ayn Rand, la escritora libertaria que proponía “sustituir la cruz, un instrumento de tortura, por el signo del dólar, símbolo del libre comercio y por tanto de las mentes libres”, y que en La rebelión de Atlas[21] defendía un nuevo orden que haya “resuelto el valor de la persona en valor de cambio”[22] y que, cumpliendo el diagnóstico de Marx, “no deje otro nexo entre hombre y hombre que el desnudo autointerés, el sobrio pago en efectivo”[23]. En la la novela, los “no saqueadores” (los empresarios creadores de riqueza) se refugian en un escondrijo de las Montañas Rocosas –la Quebrada de Galt– preparándose para retomar el control de un EEUU asolado por el colectivismo, y rindiendo culto al signo del dólar, que es su emblema. En el funeral de Rand, en 1982, se colocó junto al ataúd un enorme icono del dólar, de dos metros de altura.

En el otro extremo del espectro, el liberalismo ha conocido una degeneración de signo opuesto: si los libertarios proponen un Estado mínimo que se desentiende de –e incluso colabora en– la disolución de las familias y de la atmósfera moral que hace sostenible la libertad, los liberales igualitarios como Rawls o Dworkin terminan en la práctica defendiendo un Leviatán socialdemócrata que, con el pretexto de que “la libertad efectiva incluye el bienestar”, interviene masivamente en la vida económica para redistribuir la renta.

Rawls propone básicamente una versión actualizada de la teoría del contrato social: unos representantes cubiertos con el velo de ignorancia (ignoran su propio sexo, raza, clase social, etc.) acuerdan los criterios de justicia que habrán de regir la sociedad, e incluirán entre ellos el llamado principio de la diferencia, que ordena una distribución igualitaria de la riqueza, salvo que se pueda demostrar que cierta desigualdad beneficia al peor situado: supone que los representantes –conscientes de que, cuando se descorra el velo de ignorancia, pueden resultar ocupar el extremo inferior de la escala socioeconómica– aplicarán una lógica maximin que les llevará a escoger criterios distributivos que aseguren al peor situado una cuota lo más elevada posible en términos absolutos (por ejemplo, en una sociedad de sólo tres miembros se preferirá una distribución 6-5-4 a una distribución 20-15-3, o a una distribución 3-3-3: la tercera es más igualitaria, la segunda arroja un ingreso per capita más alto, pero en la primera el peor situado sale mejor parado). La promoción de los desfavorecidos resulta ser la única razón que puede justificar una desigualdad distributiva. Esto implica que, en una sociedad rawlsiana, no se permitiría que los más capaces explotaran sus talentos obteniendo ganancias superiores a los demás… salvo que consigan demostrar que el hecho de que ellos consigan ingresos más altos favorece también a los menos capaces: “Una distribución de la riqueza (…) determinada por la distribución natural de habilidades y talentos (…) es arbitraria desde el punto de vista moral”[24]. Rawls insiste en el carácter caprichoso de la lotería genética que premia a algunos individuos con capacidades superiores a las de otros: el inteligente (o el artista, o el deportista superdotado) no merecía su talento, y, por tanto, tampoco merece el plus de bienes que previsiblemente conseguirá mediante el aprovechamiento de su ventaja natural[25].

George Walsh pudo escribir con razón que “no existe una teoría de la justicia que se base más en la envidia que la de Rawls”; y, sin embargo, John Rawls aparece en los manuales como el pensador liberal de referencia en el último medio siglo[26]. Por cierto, el Estado rawlsiano es, en cambio, tan neutral y permisivo en las cuestiones moral-culturales (sexualidad, familia, etc.) como el Estado libertario: Rawls da por supuesto un “pluralismo razonable de concepciones del mundo” en las sociedades abiertas[27].

Así pues, el liberalismo conservador se está extinguiendo, minado por la permisividad moral libertaria, de un lado, y por el intervencionismo socialdemócrata, del otro. En la hora de su muerte, bien merece un canto elegíaco. Lo intentaremos, en los capítulos que siguen, con una breve reconstrucción de su historia.


[1] Si tuviera que señalar una cumbre civilizacional en la historia occidental moderna, indicaría posiblemente el año 1965. En 1964 y 1965 fueron aprobadas en EEUU la Ley de Derechos Civiles y la Ley de Derechos Electorales, que desmantelaban el inicuo sistema de segregación racial vigente en varios estados del Sur desde el fin de la Reconstrucción, el repliegue del ejército federal (1877) y las Leyes de Jim Crow. Se ponía así fin a una seria anomalía antiliberal en el país occidental más poderoso. Por tanto, hacia 1965 imperaban en la mayor parte de Occidente los principios liberales y los derechos individuales con una claridad sin precedentes: incluidos los derechos del no nacido, pues el aborto seguía siendo ilegal en el mundo libre (era legal, en cambio, en los países comunistas). Desgraciadamente, ese óptimo histórico fue muy breve: en 1967 se legalizaba en Gran Bretaña el aborto en determinados supuestos. Seguirían otros países en los años 70. Estimo que a partir de 1965 se ha producido un retroceso en los derechos fundamentales, debido a la generalización del aborto, la fragilización de la familia (que lesiona los derechos de los niños) y el crecimiento desmesurado de la presión fiscal y el peso del Estado.

[2] Robert P. George, “Five Pillars of a Decent and Dynamic Society”, en James R. Stoner Jr. y Harold James (eds.), The Thriving Society: On the Social Conditions of Human Flourishing, Witherspoon Institute, Princeton, 2015, p. 1. [Traducción propia, como en todas las demás citas de obras extranjeras].

[3] “Si la historia nos enseña algo, es que la democracia liberal no puede ser dada por supuesta. Hay condiciones [culturales] que son más o menos propicias a la libertad, la igualdad y el autogobierno; y esas condiciones incluyen el carácter y competencia de los ciudadanos y los servidores públicos. Pero el carácter y la competencia también tienen condiciones, que son la crianza y la educación. La versión norteamericana del experimento democrático confía a las familias, las instituciones locales, las escuelas, las asociaciones religiosas y cívicas y otros grupos voluntarios la decisiva tarea de enseñar y transmitir los valores y habilidades republicanos de una generación a la siguiente. El más importante de estos semilleros de virtud es la familia” (Mary Ann Glendon, “Introduction”, en Mary Ann Glendon y David Blankenhorn –eds.–, Seedbeds of Virtue: Sources of Competence, Character, and Citizenship in American Society, Madison Books, Lanham, 1995, p. 2).

[4] “El conservadurismo, tal como yo lo entiendo, significa el mantenimiento de la ecología social. La libertad individual es ciertamente uno de los elementos de esa ecología, pues sin ella los organismos sociales no pueden adaptarse [a nuevas circunstancias]. Pero la libertad no es el único y verdadero objetivo de la política. El conservadurismo implica la conservación de nuestros recursos compartidos –sociales, materiales, económicos y espirituales– y la resistencia frente a la entropía social en todas sus formas” (Roger Scruton, “Introduction”, en A Political Philosophy, Continuum, Londres-Nueva York, 2006, p. ix).

[5] “El capitalismo democrático no es sólo un sistema de libre empresa. No puede florecer separado de una cultura moral que alimente las virtudes y valores de los que depende su existencia” (Michael Novak, The Spirit of Democratic Capitalism [1982], Madison, Lanham-Nueva York, 1991, p. 56).

[6] Sobre liberalismo e internalización de la responsabilidad, cf. David Schmidtz, “Taking Responsibility”, en David Schmidtz y Robert E. Goodin, Social Welfare and Individual Responsibility, Cambridge University Press, Cambridge, 1998.

[7] Friedrich A. Hayek, Camino de servidumbre [1944], Alianza, Madrid, 2000, p. 48. La metáfora es muy afortunada: el jardinero no crea lo valioso, pero debe cuidarlo, y puede destruirlo si no lo cuida adecuadamente (la planta muere si no es regada).

[8] Robert P. George, “Five Pillars…”, cit., p. 2.

[9] “La concepción conyugal del matrimonio ha informado durante mucho tiempo el Derecho –así como la literatura, el arte, la filosofía, la religión y la práctica social– de nuestra civilización. Es una visión del matrimonio como un vínculo corporal, emocional y espiritual, definido por su omnicomprensividad y por su difusividad: como todo amor, tiende a expandirse [hacia otras personas] en la vida familiar compartida [hijos], y hacia delante en el tiempo, en la fidelidad vitalicia. (…) La segunda es la concepción revisionista, que ha informado la política matrimonial de las últimas décadas. Es una visión del matrimonio como, en esencia, un vínculo de amor emocional, caracterizado por su intensidad; un vínculo que no necesita apuntar más allá de sus participantes [no tiene por qué haber hijos], y en el que la fidelidad dependerá en última instancia de lo que decidan éstos. En el matrimonio así entendido, los participantes buscan sólo su satisfacción emocional, y permanecen en él sólo mientras encuentren dicha satisfacción” (Sherif Girgis, Ryan T. Anderson y Robert P. George, What Is Marriage? Man and Woman: A Defense, Encounter Books, Londres-Nueva York, 2012, pp. 1-2).

[10] “[L]es debemos a estos niños [hijos de padres separados] el reconocimiento de que sufren por la separación, a veces enormemente, incluyendo a menudo un sentimiento de culpabilidad. Para la gran mayoría (88%) de los niños entrevistados en la encuesta publicada en 2011 por la Unión de Familias de Europa, la separación tuvo efectos de largo plazo en su personalidad. Y el 63% afirman haber padecido un sufrimiento 'entre fuerte y enorme' en el momento de la separación de sus padres. A fuerza de repetir que el divorcio es inocuo, que 'no hay que dramatizarlo', hemos llegado a negar el dolor de los niños cuyos padres se separan y la profundidad de su traumatismo. (…) No basta con añadir una s a la palabra familia para consolar a los numerosos niños que sufren por carecer del padre, de la madre, de referencias y de estabilidad afectiva” (Tugdual Derville, Le temps de l’homme: Pour une révolution de l’écologie humaine, Plon, París, 2016, pp. 60-62).

[11] Sostuve un debate en prensa digital al respecto con Juan Ramón Rallo y Santiago Navajas: Juan Ramón Rallo, “En defensa de la gestación subrogada” (Vozpópuli.com, 25-03-2016) y “Vientres de alquiler: Réplica a Francisco José Contreras” (Actuall.com, 30-03-2016). Francisco J. Contreras, “Una respuesta a Juan Ramón Rallo sobre la gestación subrogada” (Actuall.com, 29-03-2016), “Maternidad subrogada, modelos de familia y la coherencia del liberalismo conservador" (Actuall.com, 12-04-2016) y “Contra la gestación subrogada" (Libertad Digital, 22-02-2017). Santiago Navajas, “Felices y libres vientres de alquiler" (Vozpópuli.com, 4-04-2016) y “Gestación subrogada liberal y progresista” (Libertad Digital, 22-02-2017).

[12] Raymond Kurzweil, The Singularity is Near: When Humans Transcend Biology, Viking, Nueva York, 2006. Para una visión crítica del transhumanismo, vid. Tugdual Derville, Le temps de l’homme: Pour une révolution de l’écologie humaine, Plon, París, 2016, p. 205 ss.; cf. Elena Postigo, “Transumanesimo e postumano: Principi teorici e implicazioni bioetiche”, Medicina e morale, 2009/2, pp. 267-282.

[13] Por ejemplo, Santiago Navajas se burla del obispo de Córdoba, monseñor Demetrio Fernández, por haber llamado “aquelarre químico” a la fecundación in vitro con selección embrionaria y destrucción de los embriones sobrantes: “Es comprensible, desde su ideología religiosa, el rechazo visceral del señor Fernández a la fecundación in vitro porque en dicho proceso son desechados multitudes de embriones, que bajo su punto de vista están dotados de una cosa que denomina 'alma'. Por otra parte, aquellos que son transferidos al útero han sido seleccionados por su calidad (…) Se sitúa así el clérigo católico, nacido en un lugar que debemos mencionar: ¡El Puente del Arzobispo!, en una larga e ilustre tradición de enemigos de la ciencia y la tecnología”. Tras haber dado su merecido al oscurantismo, concluye brindando por el Übermensch transhumano: “Cyborgs o mutantes, o una combinación de ambos, el futuro de la especie humana pasará seguramente por una superación de la misma gracias a la ingeniería genética y a la inteligencia artificial. Francis Fukuyama ha descrito este proyecto transhumanista como 'la idea más peligrosa de la humanidad'. Sin duda. Pero como decía Hölderlin, 'allí donde crece el peligro crece también la salvación'” (Santiago Navajas, “El obispo químico”, Diario de Córdoba, 16-01-2016).

[14]Coincidimos con Izquierda Unida en algunas de sus posiciones más beligerantes en cuanto a los derechos y libertades de la persona, y también en la exigencia de un Estado plenamente laico. (…) Coincidimos también con el Partido Socialista en algunas cuestiones de derechos y libertades, y apoyamos los logros de su acción de gobierno en esta materia [aborto, matrimonio gay, divorcio exprés, etc.]. (…) Nos separa del PP su profundo nacionalismo centrípeto y su arraigado intervencionismo moral de inspiración conservadora y tradicionalista, no ajeno a la enorme y perniciosa influencia de algunos grupos de presión religiosos en ese partido” (Web del Partido Libertario, “Diferencias entre el P-LIB y otros partidos”).

[15] La demonización exagerada y simplista del Estado es otra de las diferencias entre libertarianismo y liberalismo conservador: este último sabe que, aunque limitado y ligero, el Estado tiene algunas funciones esenciales que cumplir. Así lo indica Alan Ryan (aunque él llama “liberalismo clásico” a lo que aquí llamamos “liberalismo conservador”): “La línea de separación [entre libertarios y liberales clásicos] tiene que ver con la convicción libertaria de que el gobierno no es 'un mal necesario', sino un mal en gran parte (o totalmente, para los anarco-capitalistas) innecesario, que contrasta con la tesis liberal clásica de que el poder gubernamental debe ser manejado con precaución pero, como cualquier otro instrumento, puede ser usado para fines buenos” (Alan Ryan, The Making of Modern Liberalism, Princeton University Press, Princeton-Oxford, 2012, p. 27).

[16] Russell Kirk, “Valoración desapasionada de los libertarios”, en Qué significa ser conservador, Ciudadela, Madrid, 2009, p. 140. Kirk llamaba a los libertarios “doctrinarios radicales que desprecian el legado que hemos recibido de manos de nuestros ancestros” (op.cit., p. 134).

[17] Russell Kirk, op.cit., p. 134.

[18] Recordemos que los libertarios defienden los vientres de alquiler, con fecundación in vitro. La lógica comercial incluye la soberanía del consumidor y el control de calidad. Los compradores esperan un producto que satisfaga sus expectativas, que se corresponda con las características deseadas. El deslizamiento hacia el bebé a la carta es innegable; el California Center for Reproductive Medicine ofrece ya la selección del sexo de la criatura, además de garantizar un “conocimiento de las cualidades especiales de nuestras madres subrogadas (…) que garantiza que podremos ofrecerle la mejor gestante, que cumplirá sin dilaciones su sueño familiar”. Otras empresas como CT Fertility o Extraordinary Conception ofrecen servicios similares.

[19] Roger Scruton, “Hayek and Conservatism”, en Edward Feser, The Cambridge Companion to Hayek, Cambridge University Press, 2006, p. 220. Cf. Roger Scruton, How To Be A Conservative, Bloomsbury, Londres, 2015, p. 57.

[20] Roger Scruton, How To Be A Conservative, cit., p. 63.

[21] “En esta historia [La rebelión de Atlas] “todos los caballeros se casan con la princesa”, aunque sin pasar por la vicaría. Sin embargo, los improvisados y sorprendentemente gimnásticos apareamientos de la heroína con tres de los héroes curiosamente no producen hijos. La posibilidad nunca es tomada en consideración. Y, en verdad, el mundo agotadoramente estéril de La rebelión de Atlas no es un lugar propicio para los niños. Uno especula que, en la vida real, los niños probablemente fastidian a la autora. (…) Tras toda una vida de lectura, no puedo recordar ningún otro libro que mantenga tan implacablemente un tono de aplastante arrogancia. Su estridencia es indesmayable. Su dogmatismo es inflexible” (Whittaker Chambers, “Big Sister Is Watching You”, National Review, December 28, 1957).

[22] En La rebelión de Atlas, como en otras obras, Ayn Rand defiende a ultranza el egoísmo como principio moral supremo; y no sólo en las relaciones de producción, sino también en las humanas. En La rebelión… hay varias liaisons amorosas (las de Dagny Taggart con Francisco d’Anconia, Hank Rearden y John Galt), pero los personajes se aman endilgándose interminables sermones objetivistas en los que enfatizan que su relación no implica entrega o renuncia, sino intercambio de placer y transacción de valor. La única familia tradicional descrita con algún detalle en la novela (la formada por Rearden, su esposa, su madre y su hermano) nos es presentada como un albañal de podredumbre. Vid. Ayn Rand, Atlas Shrugged [1957], Signet, Nueva York, 1992.

[23] “La burguesía [el orden capitalista] (…) no ha dejado otro vínculo entre hombre y hombre que el desnudo autointerés, el sobrio pago en efectivo” (Karl Marx-Friedrich Engels, Manifiesto Comunista, 1848).

[24] John Rawls, A Theory of Justice [1971], Oxford University Press, Oxford, 1973, p. 73.

[25] Sobre Rawls, vid., por ejemplo: Miguel Angel Rodilla, Leyendo a Rawls, Ediciones de la Universidad de Salamanca, Salamanca, 2006. Cf. Francisco J. Contreras, “Notas sobre la teoría de la justicia de Rawls”, en F.J. Contreras, La filosofía del Derecho en la historia, 2ª ed., Tecnos, Madrid, 2016, p. 331 ss.

[26] En realidad, como acertadamente indica Roger Scruton, la teoría de la justicia de Rawls se encuentra más cerca del socialismo que del liberalismo clásico. Asume la premisa básica de aquél: la atención exclusiva a la distribución de los bienes, olvidando que los bienes no caen del cielo, sino que son producidos y poseídos por alguien antes de que el Estado los redistribuya: “Esta concepción, según la cual los productos del trabajo humano carecen esencialmente de dueño hasta que el Estado los distribuya, no es sólo la posición por defecto del pensamiento de izquierdas. También ha sido incorporada a la filosofía política académica [sobre todo a través de la obra de Rawls]. (…) Rawls, sintetizando el celebrado principio de la diferencia, escribe que 'todos los bienes sociales primarios –libertad y oportunidades, ingresos y riqueza, y las bases del respeto hacia sí mismo– deben ser distribuidos igualitariamente a menos que una distribución desigual de cualquiera de estos bienes sea ventajosa para los menos favorecidos'. Planteen la pregunta '¿distribuidos por quién?', y buscarán en vano la respuesta en su libro [Una teoría de la justicia]. [En la teoría rawlsiana] El Estado es omnipresente, propietario de todo, todopoderoso en la organización y distribución del producto social, pero nunca mencionado por su nombre. La idea según la cual la riqueza viene al mundo ya sellada por títulos de propiedad cuya cancelación implica la violación de derechos individuales no ha lugar en la visión del mundo de este liberalismo de izquierdas [left-liberal]” (Roger Scruton, How To Be A Conservative, Bloomsbury, Londres-Nueva York, 2015, p. 45). Lo característico del socialismo, según Scruton, es “ver a la sociedad como un mecanismo para la distribución de recursos entre los que tienen aspiración [claim] a ellos, como si los recursos existieran antes de las actividades que los crean, y como si hubiera una forma de determinar exactamente quién tiene derecho a qué” (R. Scruton, op.cit., p. 54).

[27] Se trata, además, de una neutralidad engañosa. Para una exposición y crítica de la doctrina rawlsiana de las “razones públicas” y el pluralismo cosmovisional, vid. el capítulo “Laicidad, razón pública y ley natural” en Francisco J. Contreras, Liberalismo, catolicismo y ley natural, Encuentro, Madrid, 2013.