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La Ilustración Liberal

La democracia asediada: globalización, crisis del 'demos' y traición de las élites

Extracto del libro La democracia asediada (Santiago de Chile, Res Publica, junio de 2018)

Diversos autores han relacionado la compleja situación actual de la democracia con una serie de fenómenos relacionados con el proceso de globalización y las transformaciones que el mismo está produciendo en la estructura social de, en particular, los antiguos países industrializados. En esta perspectiva, la raíz más profunda de los problemas que aquejan a las democracias occidentales se encuentra en lo que podríamos definir como la crisis del demos o pueblo.

Como se sabe, tanto el concepto como la existencia misma de la democracia aluden a la existencia de un demos, es decir, un pueblo que se concibe a sí mismo como una comunidad distinta y distintiva de otras comunidades humanas, unida por diversos lazos históricos y culturales, así como por un sentimiento de solidaridad y destino compartido. Puede que se trate de una “comunidad imaginada”, para usar la célebre expresión de Benedict Anderson, pero la existencia de la misma es decisiva para que estemos en presencia de una polis o comunidad política. En la época moderna, esta comunidad ha asumido la forma de y en gran parte ha sido formada por los Estados-nación que han dado origen a la mayoría de los países que hoy conocemos.

Es sobre esta entidad política que la acelerada globalización actualmente en marcha estaría ejerciendo una presión disruptiva cada vez mayor. La comunidad nacional, el demos, tiende a disgregarse y es evidente el debilitamiento progresivo de la capacidad de las naciones y sus Estados para controlar los procesos de todo tipo que se desarrollan en su seno, así como para formar a su pueblo de acuerdo a ciertas pautas compartidas. Vivimos en un mundo donde la fuerza creciente del espacio de los flujos globales o transnacionales está erosionando el predominio y la soberanía del espacio de los lugares locales, regionales o nacionales, para usar la interesante terminología de Manuel Castells.

Una de las reacciones más significativas y preocupantes ante este proceso es la fuerte ola de populismo nacionalista que vemos extenderse desde Estado Unidos hasta Europa Occidental. Su telón de fondo es la tensión social creada por las fuerzas combinadas de la globalización, las migraciones y la revolución informática. Frente a ellas, la nación, como conjunto de instituciones regulatorias de la vida social, y lo nacional, como sentimiento de solidaridad mutua y futuro compartido, se debilitan a ojos vista. Distintos sectores de la población enfrentan estos profundos cambios de una manera muy diversa, dependiendo de sus posibilidades de salir airosos ante los nuevos desafíos. Simplificando las cosas, podemos decir que para algunos, especialmente los jóvenes con mayores niveles de educación que abundan en las grandes urbes, se abre, literalmente, un mundo de oportunidades; mientras que para otros, en particular los sectores menos educados de una población adulta ligada a pequeñas o medianas ciudades industriales en decadencia, se abre un abismo que puede o que ya está tragándose sus fuentes de sustento y minando los pilares comunitarios e identitarios de sus vidas.

Esta divergencia de oportunidades y destino fue tempranamente prevista por el exministro del Trabajo de Estados Unidos Robert Reich en su libro El trabajo de las naciones, de 1991, al hablar de sectores más móviles, capaces no sólo de reconvertirse y adaptarse, sino de sacar significativas ventajas de la globalización, y de aquellos más inmóviles, cuyas vidas están atadas, sin muchas alternativas ni capacidad de reciclarse exitosamente, a una cierta localidad, industria o tipo de trabajo, y por ello están expuestos a ser los perdedores del nuevo orden mundial. En todo caso, lo que queda claro para Reich es que “los estadounidenses ya no suben o caen juntos, como en una gran embarcación nacional. Viajamos, cada vez más, en embarcaciones diferentes y más pequeñas (...) una que se hunde rápidamente, otra que se hunde más lentamente, y una tercera que se eleva de manera constante”.

Esta divergencia ha sido luego constatada por una larga serie de autores. Un buen ejemplo de ello es la obra del destacado cientista político Charles Murray que lleva el significativo título de Coming Apart (“Separándonos”). A su juicio, estaríamos presenciando “el surgimiento de clases diferentes a todo lo que el país había conocido antes, tanto en cuanto a su tipo como al grado de separación entre las mismas”. Este mismo fenómeno constituye el tema de Nuestros hijos: el sueño americano en crisis, del afamado politólogo de la Universidad de Harvard Robert Putnam.

Sin embargo, la obra más señera acerca de las consecuencias de la disgregación del demos es La rebelión de las élites y la traición a la democracia, de Christopher Lasch, publicada hace ya más de veinte años. A su juicio, la gran amenaza contra la comunidad nacional y la democracia que ella sostiene ya no proviene, como alguna vez se pensó, de “la rebelión de las masas” (usando el título de la célebre obra de Ortega y Gasset), sino de “las élites” o los ganadores de la globalización, como hoy diríamos, que se desentienden de las mismas y de su destino, encandilándose con las luces del globalismo cosmopolita y desertando su rol de líderes de la nación y portadores de una determinada tradición cultural. De esta manera, las élites pasan a formar un estrato transnacional, que encuentra sus pares en cualquier parte del mundo y se comporta como si fuesen turistas en su propio país (y en cualquiera que en que se encuentren), siempre de paso, profundamente ajenos a los avatares y sentimientos del resto de la nación. Para ellos, el pueblo, representado en este caso por la “América media” (Middle America), forma una masa despreciable de gente atrasada, prejuiciosa y provinciana, idiotizada por la televisión y encandilada por el consumismo de los grandes centros comerciales, que no entiende las maravillas del multiculturalismo ni aprecia las posibilidades que abre el nuevo mundo feliz de la globalización.

Para las nuevas élites, esa gente común y su mundo industrial decadente no son más que un estorbo, el peso muerto de un pasado y de una comunidad nacional de los que se sienten cada vez más ajenos. Hoy sabemos que a la rebelión de las élites de que hablaba Lasch le ha sucedido una verdadera rebelión de las masas, de esa despreciada “América media” que finalmente encontró su paladín en Donald Trump y su desprecio por las instituciones y formas de una democracia que para muchos había sido capturada por la élite transnacional simbolizada por Washington y Wall Street.

Elaboraciones más recientes sobre este tema son las del historiador Michael Lind, con sus propuestas de un “nacionalismo liberal”, y el sicólogo Jonathan Haidt, que usa las categorías de globalistas y nacionalistas para analizarlo. También podríamos hablar de cosmopolitas-universalistas contra localistas-particularistas. Los primeros, como dice Haidt en un ensayo publicado en The American Interest en julio de 2016, entonan el clásico “himno globalista” de John Lennon: “Imagine there’s no countries”. Para los nacionalistas, ello no es sino “ingenuidad, sacrilegio y traición”.

En este contexto, el escritor británico David Goodhart publicó recientemente un sugerente ensayo en The Financial Times titulado "Por qué abandoné mi tribu liberal de Londres". Allí, quien se declara “postliberal y orgulloso”, trabaja con las categorías de somewhere y anywhere a fin de captar el eje fundamental de diferenciación de la comunidad nacional y el debilitamiento de la democracia que él ve detrás de fenómenos como el Brexit o el triunfo de Donald Trump. Si bien hay mucha gente que vive entremedio, la gran divisoria actual se produciría, siguiendo los análisis de Robert Reich y Cristopher Lasch, entre aquellos enclavados en alguna parte y aquellos que fluyen por el mundo y pertenecen a cualquier parte.

Los primeros definen su cultura y su identidad de forma particularista, es decir, como algo distintivo y único, atado a cierta historia, entorno físico y formas específicas de vida, que debe ser preservado, ya que su seguridad existencial depende de ello. En esto reside, a su juicio, el sentido y misión de la nación. Los segundos se definen por su pertenencia a una especie de cultura universal, que los hace sentirse en casa en cualquier parte donde encuentren a sus pares, es decir, a miembros de la clase media altamente educada, móvil, bien retribuida y cosmopolita. Para esta gente de cualquier parte, la gente de alguna parte son seres atrasados y retrógrados, que se quedaron en el pasado y el provincialismo, destinados finalmente a desaparecer barridos por la destrucción creativa schumpeteriana. Los desprecian, así como desprecian su nacionalismo tribal y la contumacia de no querer formar parte, aunque exija sacrificios, del futuro.

Para todos estos autores, la crisis de la democracia no es otra cosa que la crisis del demos. La desintegración de la comunidad nacional implica la muerte de la polis y la deserción existencial de las élites desarticula los mecanismos institucionales y políticos que formaban el entramado de la democracia liberal-representativa. La rebelión de las masas, especialmente de las obreras, que hoy hace temblar a los países occidentales más desarrollados, es por ello también una rebelión contra los fundamentos liberales de la democracia, apelando a formas plebiscitarias y personalistas de ejercicio del poder que se salten las mediaciones políticas propias del sistema democrático representativo y lo concentren en la figura de un líder poderoso que sea capaz de revertir el desarrollo actualmente en marcha.

Este es el desarrollo que inquieta a los autores, como Roberto Foa y Yascha Mounk, que hablan del riesgo de un retroceso o desconsolidación de las democracias occidentales más asentadas. Esto, lamentablemente, se ve confirmado por una serie de indicadores que muestran, en el caso de los Estados Unidos, un resquebrajamiento de aquella cultura cívica y de aquel respeto al Estado de Derecho que conforman la base misma del sistema democrático. Como resumen de ello podemos citar la obra reciente de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt titulada Cómo mueren las democracias:

Actualmente, los políticos estadounidenses tratan a sus rivales como enemigos, intimidan a la prensa libre y amenazan con desconocer los resultados de las elecciones. Tratan de debilitar los resguardos de nuestra democracia, incluyendo a los tribunales de justicia, los servicios de inteligencia y los comités de control ético. Los estados que conforman la Unión, que alguna vez fueron alabados por el gran jurista Louis Brandeis por ser "laboratorios de la democracia", están en peligro de convertirse en laboratorios del autoritarismo (…) Y en 2016, por primera vez en la historia de los Estados Unidos, una persona sin experiencia como servidor público, un escaso compromiso observable con los derechos constitucionales y claras tendencia autoritarias fue elegida presidente.