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La Ilustración Liberal

Los nombres de Hertha Nathorff

Entre 1933 y 1945, Hertha Nathorff fue llamada de cuatro formas distintas, y cada uno de esos nombres tiene que ver con la frase que, fechada un 30 de enero, abre su diario: “Hitler, canciller del Reich”.

Diario de una alemana, publicado por primera vez en España por Trapisonda con traducción de Virginia Maza, lo firma con su nombre de casada; el nombre con el que ejercía exitosamente su profesión médica en Berlín, el de una judía secularizada, asimilada a un país que consideraba su patria. De hecho, el 1 de mayo del 33 matricula a su hijo en la escuela hebraica contra su voluntad. Hubiera preferido que estudiara latín, pero “en las escuelas mixtas ya están empezando a acosar y a insultar a los niños judíos”.

A la vista de lo que luego sucedió, tendemos a imaginarnos a la comunidad judía viviendo continuamente de prestado en Alemania, atrincherada en sus casas, con las pertenencias embaladas e intentando ser sigilosa a la espera de la inevitable expulsión. Pero no es así. Antes del auge del nazismo, los profesionales judíos estaban perfectamente integrados en la sociedad alemana y, como señala Carlos Forcadell en el prólogo, su papel fue cardinal en el “florecimiento intelectual que tuvo lugar (…) desde fines del siglo XIX hasta los años treinta”.

Así, en la entrada del diario correspondiente al 9 de septiembre del 35, Hertha expresa su estupefacción ante lo que podríamos denominar “la invención del judío”. Un chico de doce años le preguntó cómo eran esos judíos de los que todo el mundo hablaba. Se los imaginaría desproporcionadamente narigudos, medio monstruosos, quizás ratoniles; en cualquier caso, perfectamente diferenciables del alemán medio. “Justo como yo”, contestó ella para incredulidad del niño.

Sebastian Haffner, en su clarividente Historia de un alemán, propone una hipótesis para explicar el inesperado antisemitismo y su fulgurante propagación. En realidad, afirma, no tuvo que ver con el hecho mismo de ser judío, sino que los judíos fueron el instrumento con que destruir al hombre para reedificarlo desde los escombros. El verdadero objetivo de los nazis era arrancar la humanidad, entendida como civilización y solidaridad, tanto a unos como a otros. Primero a los judíos, a los que se les arrebata por decreto: “infrahumanos”, “perros” les llamarán, pero no “hombres”. Y, en segundo lugar, a los propios alemanes, quienes se tragaron que la otredad y la humanidad eran incompatibles. Deshumanizados unos, inhumanos otros. Ésa era la materia prima que, según Haffner, querían los nazis para después moldearla a su antojo.

Y, por más descabellado que resultase en un primer momento, el antisemitismo prendió como no lo hubiera hecho la yesca. La propia Hertha va constatando detalles cada vez más numerosos y descarados: X. se cambia de acera al verla venir, T. deja de mandarle flores por su cumpleaños, F. reniega de ella, A. la injuria... Mala época la que no se puede recordar más que con las inciales.

Otras veces era pura ignorancia, una despreocupación que a hechos consumados resulta reprensible. Como el 13 de octubre del 35, cuando la señora B. acude a la clínica acompañada de su hijo. Hertha tenía una especial conexión con ellos porque los había asistido en un parto que duró dos días y que le hizo llegar tarde a su propia fiesta de compromiso. Ahora, años después, la señora B. vuelve, y no por cuestiones médicas; sólo quiere que la doctora compruebe lo guapo que está “con su nuevo uniforme hitleriano” aquel niño que no habría nacido sin su ayuda.

El 1 de abril del 33 se hace una pregunta que se ha repetido antes y que, lamentablemente, seguirá repitiéndose, sólo que cambiando la fecha: “¿Cómo es posible algo así en el pleno siglo XX?”. Y esa pregunta denota que, en los albores de lo que habría de venir, Hertha aún creía en el hombre, en su progreso. Pero no le duraría. En la entrada correspondiente a la Noche de los Cristales Rotos escribe: “Hoy se ha extinguido en mi interior una luz de brillo sagrado, la de mi fe en la bondad del ser humano”. Y ésa es la conclusión que va solidificándose en su diario, creciendo hasta alcanzar un tamaño insoslayable. Es el éxito del nazismo; un éxito al que sólo se puede responder con una pregunta o, como en el caso de Primo Levi, con la primera parte de una condicional: Si esto es un hombre.

El segundo de los nombres que Hertha recibe en esos años hacía tiempo que no lo utilizaba: su nombre de soltera. Hertha Einstein. Se lo pidieron el 12 de junio del 36, cuando tuvo que declarar acusada de haber practicado un aborto. El interrogatorio fue bien y con toda probabilidad, admitían los del Departamento de Investigación criminal, se trataba de una falsa acusación. Cuando fue a firmar su versión de los hechos, le pidieron que lo hiciera con su nombre de soltera. Al escribir “Einstein”, le preguntaron si era el mismo apellido que el de aquel físico tan famoso y, sobre todo, tan judío. Sí, de hecho estaban emparentados. La amabilidad de los funcionarios se volatilizó en ese instante. Al salir de allí, abochornada, decidió que abandonaría un país que habían conseguido que dejara de ser el suyo.

Ya estaban en vigor para entonces las Leyes de Núremberg, cuyo objetivo fundamental era evitar la mezcla entre judíos y arios. Hertha, por su oficio y por su temperamento, fue especialmente sensible en este punto. Cuenta, por ejemplo, el caso de una chica que acudió a su consulta desconsolada porque había tenido un novio judío y, en las sesiones formativas del trabajo, le aseguraban que haber tenido relación con alguno te volvía incapaz de concebir hijos cien por cien arios; como si el esperma judío te echara a perder el útero. O el 13 de septiembre del 33, cuando otra joven, al ver que su amor se había convertido en algo ilegal llamado “corrupción racial”, se quitó la vida.

Antes de marcharse el país, aún fue nombrada de una tercera manera: Hertha Sarah Nathorff. Se lo debió a una medida del Ministerio de Interior. Para que los nombres judíos se reconocieran de un vistazo, todos los varones debían introducir como segundo nombre Israel y todas las mujeres Sarah. Así, le arrebatan otro trozo de su humanidad y ponían en su lugar una etiqueta. Otro pasito. Una estrella de David bordada en el nombre. Fulanito judío de tal.

Entre la decisión de Hertha de abandonar Alemania y su marcha definitiva pasaron años. La demora se justifica por razones burocráticas y vocacionales. Aunque había decidido emigrar a EEUU, las gestiones con la embajada resultaron tortuosas, exasperantes. Sin embargo, lo que más le ató a Berlín fue el ejercicio de su profesión y la fidelidad a algunos pacientes que seguían visitándola casi a hurtadillas. Hasta el 27 de abril del 39, en que, rendida, derrengada, expatriada en el sentido más hondo del término, abandona definitivamente Alemania y pone rumbo a Nueva York junto a su marido y su hijo.

A partir de entonces relatará sus esfuerzos por salir adelante en una nueva tierra que, en honor a la verdad, tampoco los recibió con los brazos abiertos. Ni su marido ni ella podían trabajar de médicos hasta pasar un examen de convalidación. Durante meses malvivieron en un cuchitril, pobres, desatendidos, ignorados, evitados incluso por aquellos que también habían llegado huyendo del nazismo, pero que a esas alturas habían conseguido mejorar su situación económica: “Está claro que tienen miedo a que le demos un sablazo”.

Mientras su marido estudia para el examen, ella trabaja como enfermera. Luego como cuidadora en un campamento. Allí, debido a la dificultad para pronunciar su nombre, empiezan a llamarle Harriet, el último de los nombres que recibirá en esos años. Tras mucho esfuerzo, el 20 de diciembre del 40, su marido consigue aprobar y monta una consulta. La mejoría económica provoca que empiecen a llover invitaciones de aquellos que, meses atrás, les habían dado la espalda. “No las acepto. Nos tenían que haber invitado cuando llegamos aquí y no teníamos para comer”.

Finalmente, el 13 de agosto, Japón se rinde. Hertha, sin embargo, se pregunta si hay algo que celebrar “después de tanto sufrimiento”. Y añade: “Nunca podremos volver a ser felices”. Es, por así decirlo, la penúltima palabra de un diario que recoge 12 años de creciente amargura, de lenta pero inexorable pérdida de fe en el hombre. Ya dijo Adorno que, tras lo ocurrido en Auschwitz, escribir un poema era un acto de barbarie. Y bien podrían tanto Hertha como Adorno tener razón, si no fuera porque no la tienen o, mejor dicho, porque no pueden tenerla. Es cierto que, como escribió el antes citado Haffner, el contacto con el Tercer Reich fue transformador, un antes y un después. Incluso nuestra época, con 80 años de distancia, es la que es en parte por lo que sucedió en Alemania. Con todo, decretar una penitencia perpetua, un luto general o la muerte definitiva de la fe en el hombre sería un acto más de inhumanidad, casi un homenaje al nazismo. No en vano, pese a la destrucción, pese a tanta tierra, a tanta carne quemada, el diario de Hertha Einstein, Hertha Nathorff, Hertha Sarah… el diario de Harriet… finaliza reconociendo: “Ya sueño, ya vuelvo a hacer planes…”.