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La Ilustración Liberal

Sobre la izquierda y la derecha, las teorías conspiratorias y la manipulación

Vivimos en un mundo desgarrado en tensiones que emergen a través de los medios de comunicación –especialmente internet– de una manera contradictoria. No podía ser de otro modo si es que hay diversas ideas en juego y pueden expresarse libremente. Siendo esta mi intención, el detonante para este ensayo quizá fuera una noticia manipulada (fake news) que llegó el otro día a mi teléfono móvil. No es que se declarara falsa a sí misma, claro está, sino que cantaba en sí misma por lo burdo de sus planteamientos y lo descarado de su exposición. No siempre es así. La persona que me la envió creía que me estaba haciendo un favor, pero estaba siendo manipulada a través de las redes sociales y, si yo hubiera picado, también habría resultado condicionado ideológicamente, contaminando a otros. La respuesta de aquella persona a mi indicación fue: "Sería bueno poder comprobarlo". Misión imposible, amiga.

Las teorías conspiratorias están en boga actualmente, muy especialmente por la llamada 'izquierda', pero algo de verdad debe de haber en ellas –al margen de las exageraciones– cuando se reproducen estas fake news con cada vez mayor frecuencia. Es decir, el intento de manipular el pensamiento de los individuos utilizando la mentira es una aplicación directa de la tan conocida frase "el fin justifica los medios". Muchos Gobiernos están utilizando o han utilizado estas técnicas.

El gracioso invento de las democracias liberales –nacidas a finales del siglo XVIII al calor de la Ilustración y de la revolución industrial en Europa– consiste en hacer que los ciudadanos controlen políticamente a los ciudadanos, enfrentándolos para ello en partidos. No podría ser de otra manera si es que "el hombre es un lobo para el hombre", ávido y voraz por naturaleza, al contrario de lo que defendía Rousseau. Inteligentemente o, quizás mejor dicho, pragmáticamente, el mundo anglosajón en particular desarrolló las diferentes opciones políticas que debían representar los intereses de todos, y para regirnos con una cierta ecuanimidad se instituyó la famosa división de poderes que tan genialmente expone Montesquieu en El espíritu de las leyes: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. En cierta manera vivimos actualmente una perversión de este equilibrio de fuerzas, es decir, el Poder Legislativo y el Poder Judicial se encuentran cada vez más al servicio del Poder Ejecutivo, con lo que retrocedemos peligrosamente al concepto absolutista del que la Revolución Francesa –y otras revoluciones posteriores– había conseguido rescatarnos. Es cierto que, como ocurrió en aquella mítica revolución y en otras ocasiones de la Historia, cuando la oposición se hace ingobernable, cuando el caos se multiplica y los intereses no parecen conciliarse, surge el deseo de orden y, con ello, en casos extremos, las dictaduras, la forma política que se arroga la verdad absoluta.

A ese respecto, la Historia señala las figuras de Napoleón Bonaparte y de Josef Stalin, entre otras muchas, pero quizás fuera el régimen nacional-socialista de Alemania el que mayor control alcanzara sobre la propia población. Fue un Estado totalitario rayano en la perfección gracias a la aplicación sistemática (y extremadamente racional) de la manipulación y el terror. Los ciudadanos no fueron ajenos a estos estímulos, sino que colaboraron disciplinadamente con sus instituciones. Pero los nazis fueron derrotados al final. Se podría incluso decir que murieron de éxito, que la pretensión de verdad absoluta ofende la inteligencia de los más sagaces. Cuando se deja a la inteligencia fuera del sistema, cuando se cree que todo es manipulable y solo se atiende a la conveniencia de los que están apoltronados en el poder, los mejores se largan a pensar por su cuenta. Unas veces por sentirse amenazados, como los judíos bajo el régimen nacionalsocialista o, en el caso más concreto y actual de España, los que no comparten las ideas separatistas en las regiones con lengua propia; pero en otros casos se van por sentirse ignorados, porque no se les permite expresarse. La astucia política de los pescadores de votos no es la verdadera inteligencia que requiere un Estado moderno. No es que nuestros políticos sean tontos, como sostienen algunos, sino que se pasan de listos, cosa por otro lado que se halla un poco en el carácter de todo español. Solo los Estados Unidos y algún otro país occidental, hasta ahora, han tratado de integrar a los mejores en el sistema, y por eso les ha ido tan bien; pero también allí la gente se está empezando a cansar de que todo sea una cuestión de dinero. Podríamos incluso afirmar que estamos de enhorabuena por que haya dos bloques ideológicos enfrentados en el mundo, al margen de los conflictos que eso genere, ya que esta situación da en la incansable búsqueda de la síntesis por parte de los más inquietos –que, dicho sea de paso, suelen ser los auténticamente inteligentes–. Si uno de los bloques consiguiera imponerse por completo al otro, puede que llegáramos a la distopía de Orwell en 1984. En ese caso, el ser humano tendría que inventar otros métodos de indagación para preservar la libertad de pensamiento y la incesante búsqueda de verdades. Vienen tiempos difíciles o, como dice Antonio Machado en su Juan de Mairena:

Para los tiempos que vienen hay que estar seguros de algo. Porque han de ser tiempos de lucha, y habréis de tomar partido. ¡Ah! ¿Sabéis vosotros lo que esto significa? Por de pronto, renunciar a las razones que pudieran tener vuestros adversarios, lo que os obliga a estar doblemente seguros de las vuestras. Y eso es mucho más difícil de lo que parece. La razón humana no es hija, como algunos creen, de las disputas entre los hombres, sino del diálogo amoroso en que se busca la comunión por el intelecto en verdades, absolutas o relativas, pero que, en el peor caso, son independientes del humor individual. Tomar partido es no sólo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras; abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana. Si lo miráis despacio, comprenderéis el arduo problema de vuestro porvenir: habéis de retroceder a la barbarie, cargados de razón. Es el trágico y gedeónico destino de nuestra especie. ¿Qué piensa usted, señor Rodríguez?

–Que, en efecto –habla Rodríguez, continuando el discurso del maestro–, hay que tomar partido, seguir un estandarte, alistarse bajo una bandera, para pelear. La vida es lucha, antes que diálogo amoroso. Y hay que vivir.

–¡Qué duda cabe! Digo, a no ser que pensemos, con aquel gran chuzón que fue Voltaire: Nous n'en voyons pas la necessité.