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La Ilustración Liberal

Los intelectuales y el capitalismo

En mayo se cumplieron cien años del nacimiento de Friedrich August von Hayek en Viena. Por este motivo se están celebrando cursos y seminarios dedicados al estudio de la obra del Premio Nobel de Economía en varios países europeos. También en el nuestro están previstos diferentes actos con el fin de que el centenario no pase desapercibido y, sin embargo, hace apenas unos años Hayek era casi un desconocido cuyos escritos -algunos de los más importantes traducidos al español por Unión Editorial- apenas conocía una minoría exigua. Esta misma editorial se ocupa hoy de traducir sus obras completas, de modo que aquellos que estén interesados pueden acceder con facilidad al conocimiento del pensamiento de uno de los autores más relevantes e influyentes del panorama liberal contemporáneo.

Precisamente este libro que comentamos pertenece al conjunto de sus Obras Completas (que incorporan ya un libro autobiográfico, Hayek sobre Hayek; su último libro, La fatal arrogancia; La tendencia del pensamiento económico; Las vicisitudes del liberalismo y Contra Keynes y Cambridge). Está dedicado al estudio de las relaciones entre la economía de guerra y el socialismo, así como a la controversia suscitada en los años treinta sobre la posibilidad del cálculo económico en las economías socialistas.

En esta obra existen dos partes claramente diferenciadas: la primera de ellas se centra en el debate, en el que ya intervino en los años veinte otro miembro de la Escuela Austríaca de economía, Ludwig von Mises, sobre la posibilidad del cálculo económico en las economías socialistas, que es tanto como decir la posibilidad de que funcione de verdad el socialismo. La segunda parte (en realidad segunda y tercera en el libro) se ocupa de la economía de guerra y de las contradicciones entre la planificación económica y la libertad individual.

El primero es un asunto bastante técnico. Interesará sobre todo a los economistas, aunque viene precedido de una introducción bien elaborada de Bruce Caldwell que ayuda a comprender el contexto intelectual en el que se produjo dicho debate y las diferentes posturas que adoptó cada cual. Sin embargo, para el público general y especialmente para los que se interesan por la historia de las ideas, resultará mucho más atractiva aquella parte del libro en la que Hayek se esfuerza por rebatir lo que en los años treinta eran tesis enormemente difundidas y aceptadas: por ejemplo, las que hacían referencia a la superioridad de la planificación económica frente a la irracionalidad e injusticia del orden de mercado.

Aquí se enfrenta Hayek con un asunto que ha dejado de ser exclusivamente económico y que le irá acercando progresivamente a la filosofía política, hasta el punto de que su célebre libro de 1944, Camino de servidumbre, es prácticamente un libro de historia intelectual.

Hayek se esfuerza por demostrar que, por razones económicas y epistemológicas, la planificación económica no es solamente imposible a la larga, e irracional en ausencia de precios libres, sino que además es contraria a la democracia y la libertad. Al fijar unas metas pretendidamente objetivas y aceptadas por todos sin excepción, propende al dominio de una tecnocracia incontrolable y a la extensión y desarrollo de una burocracia que para cumplir su tarea necesita zafarse del estorbo que supone el imperio de la ley. Así, todo lo que es característico de un orden social democrático y liberal desaparece progresivamente.

Pues bien, los argumentos de Hayek apenas tuvieron eco en su tiempo. Los intelectuales de la época eran casi todos socialistas o partidarios de algún tipo de planificación económica al estilo de la que durante la guerra había mostrado ser eficaz. Porque si la planificación funcionaba en tiempo de guerra, podría hacerlo también durante los años de paz.

La intelligentsia no dudada en afirmar la superioridad del socialismo en todos los órdenes: moral, político y económico. El capitalismo estaba muerto. Y Hayek, solo en esta ingrata tarea, decide dedicar sus esfuerzos a convencer a sus colegas de que, a pesar de sus buenas intenciones, las políticas socialistas por las que se habían dejado seducir son liberticidas. Y convencido, como tantos otros ilustres liberales, del protagonismo de las ideas, tratará de comprender por qué los intelectuales se sienten tan atraídos por el socialismo; de ahí, el título de uno de los capítulos más interesantes de este libro: "Los intelectuales y el socialismo".

Es éste un tema que nunca dejó de interesar al economista vienés. Por eso también en su último libro, La fatal arrogancia, vuelve a hacer hincapié en el tema señalando la enorme influencia de los intelectuales en la opinión pública -sobre la que, al fin y al cabo, descansan los gobiernos-, y la necesidad, por lo tanto, de comprender por qué los intelectuales rechazan el liberalismo.

Como puede verse, la cuestión sigue siendo de enorme actualidad. Aunque quizás no tanto como en los años 60 ó 70 del siglo XX, aún hoy, a pesar del colapso de las sociedades basadas en el socialismo científico de Marx y Engels, a pesar de los dolorosos efectos que ha provocado en todos los lugares donde se ha ensayado (tal y como han puesto de manifiesto los autores de El libro negro del comunismo), los intelectuales no cesan de declararse comprometidos con la izquierda. La izquierda, pase lo que pase, sigue gozando de una mayor estima moral.

Ya su maestro Mises se había ocupado de este tema en La mentalidad anticapitalista y en otros ensayos, aunque quizás con menos acierto que su discípulo, pues Mises reduce el motivo de la seducción de los intelectuales por el socialismo a la envidia. Y aunque ésta sea uno de los factores que formen parte del fenómeno, no puede agotarse el tema aludiendo sólo al resentimiento personal de los intelectuales con respecto al mercado.

Hayek, siguiendo la estela de otros pensadores como Raymond Aron, trata de estudiarlo en profundidad. Investiga los orígenes de la mentalidad anticapitalista hasta descubrirla ya en la Grecia clásica, en la Edad Media, en la doctrina de la Iglesia Católica heredera en este aspecto de la doctrina de Aristóteles, y muestra cómo dicha mentalidad ha prevalecido a lo largo de la historia: incluso la burguesía, presa de su mala conciencia, ha compartido en muchas ocasiones tal actitud.

Precisamente a finales del siglo XIX los hijos de esta burguesía protagonizarán la rebelión contra el liberalismo; serán ellos los que desprecien la mentalidad, los valores y el modo de vida que sus padres representan. Buscarán en el socialismo la utopía solidaria y fraternal que con su nueva moral traerá al mundo al hombre nuevo. En este sentido es fácil comprender que la ética del mercado es infinitamente menos atractiva que la que proponen los socialistas. A su lado, los liberales son seres fríos, pragmáticos, escépticos y egoístas. Por eso decía Hayek que se necesitaba una utopía liberal que llegara al corazón.

Además, hay que añadir el hecho no menos relevante de que, en general, los intelectuales desconocen en gran medida el funcionamiento de la economía. Como escribe Hayek, no es fácil comprender los principios de una economía libre, un orden espontáneo, abstracto, que nadie dirige ni controla. Como es mucho más difícil comprender los mecanismos por los que el mercado funciona, y como eso requiere unos conocimientos y un esfuerzo que no todos los intelectuales pueden o quieren asumir, se rechaza un orden económico por injusto e irracional apelando a una alternativa aparentemente más eficiente y justa.

Los amigos de la planificación o del socialismo creen que la razón humana es suficiente para diseñar un mundo social óptimo y que, contando con la buena voluntad de los hombres, cabe la posibilidad de crear un orden social y político superior. Por eso, en muchas ocasiones, cuando a algún intelectual -como al propio Keynes- se le señalaban los efectos perversos que la planificación podía producir, respondía diciendo que era cuestión de cambiar a unos hombres por otros, a los malos por los buenos, sin caer en la cuenta de que no se trata de que los dirigentes políticos sean buenos o malos, sino de que el sistema provoca que todos los dirigentes acaben siendo malos.

El liberalismo, que predica la humildad y la modestia intelectual, que duda de la capacidad de la razón para resolver todos los problemas, que se fía a menudo más de la experiencia o de la espontaneidad que de la razón y los experimentos "ingenieriles", no resulta muy seductor para un intelectual que como hombre de pensamiento valora sobre todo el papel de la razón que en el socialismo viene respaldado por su carácter pretendidamente científico.

Por último, como la mayor parte de los intelectuales se dedican a la Universidad o a la investigación, muy a menudo dependen del dinero público para poder trabajar, y aunque no sea ésta la principal razón de su inquina contra el mercado y la competencia, tampoco hay que desdeñar su influencia en el desarrollo de la mentalidad antiliberal.

En fin, si, como escribiera Lord Acton, las ideas son las fuerzas que mueven el mundo, si cada nueva época comienza con una nueva idea, no debe descuidarse nunca el estudio de sus orígenes, desarrollo e influencia, influencia que se encargan de administrar los intelectuales. A este estudio dedicó Hayek la mayor parte de su vida.

F. A. Hayek, Socialismo y guerra. Ensayos, documentos, reseñas. Obras completas, vol. X. Unión Editorial, Madrid, 1998.

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