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La Ilustración Liberal

El fracaso de la planificación japonesa

La posible dimisión del primer ministro japonés es consecuencia, entre otras razones puramente políticas, de la evidencia del nuevo fracaso de su gobierno para sacar a la economía de una crisis que ya dura diez años.

Tras una década de excepcional crecimiento en los años ochenta, que fue posible -en gran parte- por una política monetaria enormemente complaciente, con unos bajos tipos de interés que engañaron a los empresarios y los consumidores, la inevitable crisis debida a la sobreinversión planificada de esa década, estalló en Japón a principios de los noventa. Y todo ello sin inflación, sin ninguna subida llamativa del índice de precios al consumo, aunque con un enorme crecimiento del precio de los activos, tanto de los bienes reales como de las acciones.

La economía japonesa ha sido, quizás, la única economía que ha estado auténticamente planificada en el mundo, donde todo estaba ordenado, asignado, delegado, donde las inversiones se hacían siguiendo las decisiones de la cúpula empresarial coordinada por el MITI, el ministerio de economía, en función de lo que la aristocracia empresarial, funcionarial y política juzgaba en cada momento como necesario para aumentar el poder nacional y el crecimiento de las empresas.

Los consumidores nunca jugaron ningún papel. El mercado, la economía de mercado, no ha sido relevante a la hora de fijar precios y orientar el consumo y la inversión. La economía japonesa fue la última en desafiar las leyes del mercado y creer en la planificación, para lo que contaban con muchos más ordenadores que los países socialistas. Pero el resultado estaba decidido de antemano. Sin un sistema de precios, incluido por supuesto el precio del dinero y del yen, no se puede saber qué ahorrar, qué invertir y cuándo hacerlo.

Todos esos experimentos terminan por fracasar, aunque funcionen aparentemente bien durante décadas, porque durante un tiempo y en economías poco sofisticadas, es posible tomar decisiones de inversión como si fueran decisiones de mercado, en función de los precios vigentes y del desarrollo empresarial en otros países más avanzados. Pero cuando la economía se hace más compleja y, sobre todo, ocurre una revolución industrial en sectores como la información, en la que no está claro cuáles van a ser las tecnologías ganadoras, la pérdida del sentido de la orientación de los planificadores es total.

La estructura del sistema empresarial japonés, con los bancos como cabeza de conglomerados industriales, a los que prestaban con la garantía de esos valores, cotizados en Bolsa en gran parte, y, a su vez, poseídos por grupos empresariales enormemente poderosos, complicó todavía más la solución a la crisis, que tenía que pasar por la suspensión de pagos de los grupos, los bancos y las empresas sobrevaloradas y el desmantelamiento del complejo planificador.

Durante diez años el gobierno japonés se ha negado a aceptar que su problema es el agotamiento de un sistema planificado y la ausencia de un sistema de precios libres y ha pretendido resolver la depresión con bajos tipos de interés y gasto público. El resultado ha sido una catástrofe, porque a la crisis inicial hay que sumar la fiscal. De tener unas finanzas públicas modélicas, la deuda pública japonesa ha pasado a representar el 130% del PIB, sin que nada permita suponer que el estado de las finanzas públicas vaya a mejorar.

La razón de por qué el gasto público japonés, con déficits públicos en torno al 8% del PIB anuales, no ha funcionado es la respuesta de las familias y consumidores, que no se creen la política económica del gobierno, que saben que el conglomerado gobierno-grupos empresariales-bancos-empresas industriales y de servicios sigue vivo y distorsiona la toma de decisiones y que, por tanto, la crisis financiera es inevitable. Ello se traduce en que las empresas privadas no invierten y, sobre todo, los consumidores restringen, enormemente, sus decisiones de gasto personal.

La política económica seguida durante los últimos diez años, déficit público y bajos tipos de interés, ha sido la receta de economistas keynesianos, como Krugman, que han convencido al gobierno japonés -que estaba encantado de ser convencido- de que su problema era la falta de demanda, la existencia de una auténtica trampa de liquidez keynesiana, provocada por la incertidumbre sobre el futuro, de la que había que salir primero con una política monetaria enormemente permisiva y, cuando ésta no funcionó, con inversiones públicas.

Y, mientras, la deuda pública se ha transformado en otro gran problema, pues obligará, en algún momento, a reducir el gasto público, lo que acentuará la inevitable depresión. Por si fuera poco, el superávit comercial japonés se estrecha como consecuencia de la menor demanda norteamericana. Además, esta crisis ocurre en un entorno social de población cada vez más vieja, con muy baja natalidad y sin ningún tipo de inmigración, lo que agrava los miedos de todos los trabajadores al futuro de su sistema de pensiones públicas.

Tampoco es ninguna casualidad que los sucesivos gobiernos japoneses se vean envueltos en escándalos de corrupción, porque el conglomerado empresarial que manda en el país se resiste a ser desmantelado y utiliza su poder económico para corromper a funcionarios y políticos.

La crisis norteamericana, que también responde a un exceso de inversión, facilitada por una política monetaria muy laxa, se parece a la japonesa tan sólo en este dato y en su consecuencia, una sobrevaloración de todo tipo de activos, reales y financieros, aunque el IPC registre una situación de equilibrio. Pero no existe ningún otro parecido. Por eso, la crisis norteamericana será una purga que habrá que sufrir mientras la japonesa es un cáncer, que no terminará hasta que se desmantele el tinglado político-económico que no permite que funcione la economía de mercado.

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