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La Ilustración Liberal

Es hora de levantar el embargo contra Cuba

El Congreso de EE.UU. debería: rechazar el proyecto de ley de Solidaridad Cubana que concedería ayuda exterior, incluyendo ayuda humanitaria, a grupos políticos y otros miembros de la sociedad civil de Cuba; revocar la ley Helms-Burton de 1996; revocar la ley Torricelli de 1992; restaurar la política de conceder asilo político en EE.UU. a los refugiados cubanos; eliminar o privatizar Radio y TV Martí; terminar con las sanciones comerciales contra Cuba y permitir a los ciudadanos y a las empresas de EE.UU. que visiten y establezcan negocios en Cuba según crean conveniente; y proceder a la normalización de relaciones diplomáticas con Cuba.

En 1970, de los veintiséis países de América Latina y el Caribe, diecisiete tenían regímenes autoritarios. Hoy en día, solamente Cuba tiene un régimen dictatorial.

Aunque la transición a la democracia liberal, en la cual la libertad individual y los derechos de propiedad están protegidos bajo el imperio de la ley, está lejos de haberse completado en todos los países de la región y será un proceso a largo plazo, esa misma transición ha llevado ya a una mayor estabilidad política y prosperidad económica. No obstante, las sanciones económicas no son la causa del cambio regional hacia la liberalización. De hecho, han fracasado como instrumento para promover la democracia en la región, y Cuba no ha sido la excepción. Es más, Cuba es el único país del hemisferio donde el gobierno americano ha utilizado un embargo económico total como su principal instrumento político para forzar una transformación democrática.

El fracaso de las sanciones contra Cuba no debería sorprender a nadie, ya que las sanciones, a pesar de su popularidad política, tienen graves consecuencias no intencionadas. Siempre acaban perjudicando a aquellos a quienes pretenden ayudar. En Cuba, Fidel Castro es la última persona que va a sufrir el daño de las medidas estadounidenses. Las sanciones han fracasado incluso en el intento de derrocar al régimen militar de Haití, la nación más pobre y vulnerable de la región. Como es sabido, el régimen sólo cedió cuando EE.UU. estaba a punto de emprender una invasión militar. Por tanto, es difícil creer que vayan a tener éxito en Cuba.

El embargo comercial contra Cuba fue autorizado por primera vez en 1961, cuando el 87º Congreso aprobó el Acta sobre la Ayuda Externa. El presidente John F. Kennedy emitió una orden ejecutiva implementando el embargo como respuesta a la confiscación de bienes americanos por parte de Fidel Castro y a su decisión de alinearse con la Unión Soviética, ofreciéndole una base militar permanente y un puesto de inteligencia a 90 millas de la costa de Florida durante el apogeo de la Guerra Fría. La decisión de Castro convirtió a Cuba en el aliado principal de la Unión Soviética en el hemisferio occidental.

Durante tres décadas, Cuba supuso una amenaza para la seguridad nacional de EE.UU.

No sólo exportó su revolución marxista a otros países del Tercer Mundo (en particular, Angola y Nicaragua), sino que sirvió también como base para las operaciones de la inteligencia soviética y permitió que sus buques de guerra accediesen a los puertos cubanos. Sin embargo, con la caída de la Unión Soviética y el fin de sus subsidios a Cuba a principios de los años 90, esa amenaza prácticamente desapareció, aunque siempre queda la posibilidad de que Castro se pase de la raya. Pero la realidad es que con el fin de la amenaza militar que Cuba representaba, las justificaciones válidas para mantener el embargo también han desaparecido.

Las sanciones comerciales contra Cuba, lamentablemente, no se levantaron. Por el contrario, el embargo se hizo más severo en 1992 con la aprobación del Acta sobre la democracia cubana (Ley Torricelli), un proyecto de ley firmado por el Presidente George Bush. La ley Torricelli no se fundamenta en los intereses de la seguridad nacional, sino en el tipo de régimen de Castro y su violación de los derechos humanos.

Este cambio de enfoque se ve reflejado en el lenguaje de la Ley Torricelli, que afirma muy en primer lugar que Castro tiene "una indiferencia continua por las normas de derechos humanos aceptadas internacionalmente y por los valores democráticos".

En 1996, el Congreso aprobó la ley Helms-Burton, una ley que el presidente Bill Clinton había amenazado con vetar pero que acabó firmando como consecuencia del derribo en espacio aéreo internacional de dos avionetas civiles estadounidenses por aviones de combate cubanos.

La ley Helms-Burton, así llamada por los dos políticos republicanos -el senador Jesse Helms y el representante Dan Burton, que la patrocinaron- es una ley mal pensada. El capítulo III concede a los ciudadanos americanos cuyas propiedades fueron confiscadas por Castro el derecho a demandar en los tribunales estadounidenses a las compañías y a los ciudadanos extranjeros que estén "traficando" con esas propiedades. Ese derecho -que no se ha concedido a ciudadanos americanos que hubieran perdido sus bienes en otros países- es problemático porque extiende la jurisdicción estadounidense a los resultados de hechos acaecidos en territorio extranjero.

La ley Helms-Burton trata de disuadir la inversión en Cuba al imponer sanciones a las compañías extranjeras que se estén beneficiando de las propiedades confiscadas por el régimen de Fidel Castro. Pero las aprensiones de que la inversión extranjera en Cuba, mucho menor de lo que las estadísticas oficiales cubanas alegan, vaya a salvar al sistema comunista de sus fallos innatos carecen de fundamento. Cuba no recibirá flujos de capital privado significativos hasta que el país introduzca reformas de mercado.

Es posible que la ley Helms-Burton reduzca la inversión en Cuba, pero a los aliados de EE.UU. -en particular, Canadá, México y los miembros de la Unión Europea- no les ha sentado nada bien que Washington trate de influir en su política exterior por medios coactivos. No es sorprendente, por lo tanto, que la Unión Europea estudie tomar represalias y demandar a EE.UU. ante la Organización Mundial de Comercio.

En mayo de 1998 la administración Clinton y la Unión Europea alcanzaron un principio de acuerdo de intenciones que excluiría a los ciudadanos de la UE de los capítulos III y IV (que deniega visados a ejecutivos de compañías que "trafiquen" con propiedades confiscadas) de la ley Helms-Burton a cambio de garantías de la Unión Europea de no apoyar las inversiones en las propiedades confiscadas. Pero como sólo el Congreso puede derogar los capítulos III y IV, las relaciones comerciales entre la Unión Europea y EE.UU. van a verse afectadas por cierto grado de incertidumbre, con la posibilidad que la UE imponga sanciones de castigo o lleve a EE.UU. ante la Organización Mundial de Comercio.

Esa disputa conlleva el riesgo de entorpecer las relaciones amistosas de EE.UU. con países que son mucho más importantes para la seguridad y el bienestar de los norteamericanos que Cuba. La confrontación también desvía la atención, tanto dentro como fuera de Cuba, sobre la crisis interna de la isla.

El Senador Jesse Helms, que presentó el proyecto de ley de Solidaridad Cubana de 1998, desea que EE.UU. vaya aún más lejos al tratar de obligar a Washington a que adopte una política de intervención activa en la política cubana. De ser aprobado, ese proyecto requeriría que el gobierno de EE.UU. "proveyese ayuda decisiva y cada vez mayor a la oposición democrática de Cuba y que adoptase medidas específicas para efectuar un cambio económico y político fundamental en Cuba". El proyecto también pretende el "procesamiento" de Castro y de otros altos cargos del gobierno cubano por el derribo de las dos avionetas civiles norteamericanas en 1996. Pero esta amenaza no va a contribuir a que las autoridades cubanas abandonen sus cargos o democraticen el país. Finalmente, el proyecto de ley obligaría al gobierno norteamericano a conceder ayuda humanitaria al pueblo cubano, una medida innecesaria ya que ese tipo de ayuda puede ser concedida por el sector privado. De hecho, ya ocurre así.

Cualquier intensificación en la posición hostil de Washington beneficiaría sólo a los partidarios de la línea dura dentro del gobierno cubano. Al mismo tiempo, el embargo continúa siendo la mejor -y ahora la única- excusa que Castro tiene para justificar el fracaso de su política. La Unión Soviética dio a Cuba más de cien mil millones de dólares en concepto de subsidios y de créditos durante su relación de más de treinta años de duración.

No obstante, las autoridades cubanas, que han estimado el coste acumulativo del embargo en más de cuarenta mil millones de dólares, condenan sistemáticamente la política norteamericana como la causa de la pobreza del pueblo cubano. Elizardo Sánchez Santa Cruz, uno de los principales disidentes en Cuba, ha resumido muy bien esta estrategia: "Castro quiere continuar exagerando la imagen de un enemigo externo que ha sido vital para el Gobierno cubano durante décadas, un enemigo externo al que se le pueden achacar todos los fracasos del modelo totalitario que se ha implementado aquí".

Mientras pueda señalar a EE.UU. como una amenaza externa, Castro seguirá impidiendo el disentimiento, justificando el control sobre la economía y agitando los sentimientos antiamericanos y nacionalistas en Cuba.

Tal vez el mayor defecto de la política estadounidense hacia Cuba es que se basa en la creencia falsa de que el capitalismo democrático se puede exportar a la fuerza desde Washington a La Habana. Esa suposición está manifestada explícitamente en la ley Helms-Burton, cuyo primer propósito es "ayudar al pueblo cubano a que recupere su libertad y su prosperidad, así como a que se una a la comunidad de naciones democráticas que están floreciendo en el hemisferio Occidental".

Pero la revolución democrática y capitalista que se haa extendido por el hemisferio Occidental tiene poco que ver con los esfuerzos por parte de Washington de exportar la democracia. Más bien surge del descubrimiento por los mismos latinoamericanos, tras muy duras experiencias, de que el sistema de libre empresa es el único capaz de proporcionar un crecimiento económico sostenible y una mayor prosperidad. La capacidad de la región para beneficiarse de un sistema de libre mercado dependerá en gran parte del éxito que tenga en mantener o desarrollar rreformas de mercado, lo cual, de nuevo, depende de los propios países latinoamericanos, no de EE.UU.

Además, ahora que ha terminado la Guerra Fría, Cuba ya no representa una amenaza creíble para EE.UU. La naturaleza del régimen cubano es de por sí un hecho muy importante, pero no constituye un interés vital para la seguridad de EE.UU. La transformación de la sociedad cubana, con todas las dificultades que ese proceso conlleva, debe dejarse en manos del pueblo cubano, sin interferencias del gobierno de EE.UU. Como ha dicho William Buckley, Jr., "si el pueblo cubano derroca al señor Castro, todos nos daremos por satisfechos. Pero si no lo hace, Castro seguirá siendo su problema".

Es más, la evidencia histórica, en Cuba o en cualquier otra parte, señala que no por apretarle las clavijas a Cuba se va a producir una rebelión anti-Castro. James A. Dorn, investigador del Cato Institute, ha observado que "la amenaza de utilizar restricciones comerciales para promover los derechos humanos está lllena de peligro... porque mina la dinámica del mercado, que al fin y al cabo es el mejor instrumento para crear riqueza y preservar la libertad".

Aunque Cuba -a diferencia de otros países comunistas como China o Vietnam, con los que EE.UU. comercia regularmente- no haya emprendido reformas de mercado significativas, una política comercial abierta por parte de EE.UU. tiene mejores posibilidades que el embargo de subvertir el régimen cubano. Los partidarios del embargo subestiman el argumento de que el aumento del comercio exterior y de la inversión foránea es capaz de socavar considerablemente el comunismo cubano, incluso si todas estas relaciones se han de mantener con entidades estatales.

En cambio las autoridades cubanas sí se han percatado de ese peligro. Por ejemplo, la apertura de la industria turística a la inversión extranjera ha ido acompañada de medidas que prohíben a los cubanos de a pie visitar los hoteles para extranjeros y demás instalaciones turísticas. El resultado ha sido el aumento del desacuerdo de los cubanos con las medidas de su gobierno, por haber implantado éste el llamado apartheid turístico.

En los últimos años, las autoridades cubanas también han alertado en contra de la creciente corrupción, lo que indica que el régimen teme que las transacciones comerciales no oficiales, en particular aquellas que se realizan con extranjeros, debiliten la lealtad al gobierno e incluso creen intereses particulares que acabarían favoreciendo una apertura de mercado más amplia.

La presencia generalizada del dólar en la economía cubana debilita aún más la autoridad del régimen. Esta presencia se debe a los giros de ultramar, que se estiman en ochocientos millones de dólares anuales, y a la presencia extranjera. Gracias a esos giros, aproximadamente el 50% de la población cubana tiene hoy en día acceso al dólar.

La dolarización de la economía cubana -que el gobierno cubano se ha visto forzado a legalizar al ser incapaz de controlarla- ha reducido drásticamente la autoridad de un régimen que no es capaz de dirigir la política monetaria del país que gobierna. Para sustituir al Estado todopoderoso por otro que permita un mayor espacio para la interacción voluntaria, se requiere el fortalecimiento de la sociedad civil, es decir de los grupos no dependientes del Estado. Es más probable qque este proceso ocurra en un clima de mayores relaciones con grupos externos que en otro de aislamiento y de control estatal.

Hoy en día hay indicios de que en Cuba está emergiendo una nueva sociedad civil, a pesar de los intentos de Castro por suprimirla. Por ejemplo, la Iglesia católica, que recibe la mayor parte de la ayuda humanitaria de las ONG internacionales, ha experimentado un resurgimiento desde que el arzobispo de La Habana fue nombrado cardenal. Tras la visita de Juan Pablo II en enero de 1998, que situó claramente a la Iglesia católica como la única organización no gubernamental de nivel nacional, la Iglesia ha presionado para aumentar sus funciones educativas y de carácter social.

Finalmente, están los pequeños empresarios que se ganan la vida en el reducido pero creciente sector no estatal. Estos empresarios eran aproximadamente un 1% del total de la fuerza de trabajo a finales de 1996; la mitad de ellos trabajaban en el sector formal y la otra mitad en el informal. Según Philip Peters, investigador en la Fundación Alexis de Tocqueville, esos trabajadores "están mejorando considerablemente su nivel de vida y proporcionan bienes y servicios al tiempo que aprenden los hábitos de los agentes independientes en mercados competitivos". Por ejemplo, los agricultores privados cultivan el 85% de los productos agrícolas que se venden en los mercados, aunque sólo trabajan el 15% de la tierra cultivable. Dado que la mayoría de los trabajadores independientes pertenecen al sector servicios (sobre todo restaurantes y otros servicios de alimentación), estos trabajadores se beneficiarían enormemente de la presencia de ciudadanos americanos que visitaran la isla por placer o por negocios.

Los exiliados cubanos también deberían participar en la transformación de la sociedad cubana. Ahora bien, su participación no requiere que el gobierno de EE.UU. se involucre en este proceso. Radio y TV Martí, entidades gubernamentales que transmiten a Cuba, deberían ser privatizadas o cerradas. Si la comunidad en el exilio cree que esas estaciones son un recurso útil en su lucha contra el régimen de Castro, tiene los medios -no hay ningún impedimento legal para que lo hagan- para financiar su operación.

La política de Washington hacia Cuba debe ser acorde con los principios americanos tradicionales. Primero, EE.UU. debería restaurar la práctica de conceder asilo político a los refugiados cubanos. El acuerdo de inmigración de 1994 (renovado a finales de 1996) entre la administración Clinton y el gobierno de Cuba ha convertido a EE.UU. en el cómplice de jure en la opresión de los cubanos que arriesgan sus vidas para escapar de la represión. Desde que se firmó el acuerdo, más de 2.000 cubanos han sido recogidos por el servicio de guardacostas de EE.UU. y devueltos a Cuba.

Además, no hay ningún motivo para creer que los refugiados cubanos dejarían de contribuir a la economía de EE.UU. como lo han venido haciendo hasta ahora. La crisis migratoria de los balseros del Mariel de 1980, en el que 120.000 refugiados cubanos alcanzaron las costas de EE.UU., resultó muy beneficiosa para la economía del sur de Florida. Es más, como la comunidad cubano-americana ha demostrado repetidamente su disposición y su deseo de mantener a los refugiados hasta que éstos se puedan mantener por sí mismos, esta política no tiene por qué costarle nada a los contribuyentes estadounidenses.

Segundo, el gobierno de Estados Unidos debería proteger los derechos inalienables de sus propios ciudadanos y reconocer que la libertad de comercio forma parte de por sí de los derechos humanos. Como dice Dorn, "la supuesta dicotomía entre el derecho a comerciar y los derechos humanos es una dicotomía falsa... Como agentes morales, los individuos reivindican necesariamente su derecho a la libertad y a la propiedad con el fin de llevar una vida sin limitaciones y perseguir sus intereses de forma responsable".

En el caso de Cuba, los ciudadanos y las empresas de EE.UU. deberían tener capacidad de decidir por sí mismos si quieren negociar con Cuba y de qué manera, como lo hacen con docenas de países en el resto del mundo, cuyos historiales de respeto a los derechos humanos y políticos dejan mucho que desear.

Tercero, la política de EE.UU. hacia Cuba debería estar basada en los intereses de la seguridad nacional, no en la transformación de la sociedad cubana y en la dirección de los asuntos de un gobierno de transición, como la ley actual obliga a Washington. Eso significa que se ha de levantar el embargo y que se han de establecer con Cuba el mismo tipo de relaciones diplomáticas que EE.UU. mantiene con otros países, incluso con regímenes dictatoriales, que no amenazan su seguridad nacional. Esas medidas, especialmente el levantamiento de las sanciones actuales, asegurarán una transición pacífica y tranquila en Cuba. Después de todo, como explica Roger Fontaine, antiguo miembro del Consejo de Seguridad Nacional de Reagan, "a EE.UU. no le conviene tener otro caso económico desahuciado en el Caribe".

Por desgracia, al apretar el embargo económico, EE.UU. ha quedado en una posición muy incómoda. Washington ha agotado sus opciones políticas ante futuras crisis en Cuba o ante las previsibles provocaciones de Castro. Dada la ausencia de otras opciones, y con el panorama caótico que se abre justo al lado de EE.UU., las autoridades norteamericanas se verán sometidas a una tremenda presión para intervenir militarmente. Hay quien dice que si EE.UU. relajara las sanciones, se quedaría sin su instrumento más efectivo para promover el cambio en Cuba, pero la verdad es que el recurso al embargo ha reducido el margen de maniobra de EE.UU. a un solo instrumento, el más peligroso.

El senador demócrata de Nueva Jersey, Robert G. Torricelli, justificó de este modo la política norteamericana cuando la ley Helms-Burton se aprobó en el Congreso: "Podríamos haber adoptado otras políticas, tal vez más efectivas. Pero la suerte ya está echada. Hace años que decidimos seguir esta estrategia y ahora estamos en el último round. Es demasiado tarde para cambiar de estrategia". Incluso gente que puede estar de acuerdo con la posición de Torricelli, como el exiliado cubano Carlos Alberto Montaner, reconoce que "el embargo, a estas alturas, probablemente sea un error estratégico o una torpeza política de Washington que le proporciona a Castro una coartada". Pero no es demasiado tarde para cambiar de estrategia y "el último round" puede durar años. La política actual, de cualquier modo, tan sólo aumenta la posibilidad de que haya una transición violenta en Cuba y de que EE.UU. se vea innecesariamente involucrado en ella.

Una política más adecuada sería reconocer que, si bien Castro es un manipulador político sumamente astuto, su planificación y sus previsiones económicas han sido catastróficas. Los partidarios del embargo asumen que Castro quiere el levantamiento del embargo porque cree que esa medida solucionaría sus problemas económicos. Pues bien, a pesar de su retórica condenando el embargo, lo más probable es que Castro tema más al levantamiento de las sanciones norteamericanas.

Es difícil creer, por ejemplo, que no previera una fuerte respuesta por parte de EE.UU. cuando ordenó el derribo de las dos avionetas de Hermanos al Rescate, a principios de 1996.

Es hora de que EE.UU. deje de hacerle el juego a Castro. Levantar el embargo ayudaría a su caída.