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La Ilustración Liberal

Los economistas del 98

Este artículo, bajo el título "Regeneracionismo y reforma económica", fue publicado en el libro "Los significados del 98", Octavio Ruiz-Manjón y Alicia Langa (eds.) Madrid, 1999 (Fundación ICO- Biblioteca Nueva-Universidad Complutense).

Crisis y pesimismo

Una de las consecuencias del desastre militar de Cuba y Filipinas fue el fortalecimiento de una línea de pensamiento económico que ya había tomando cuerpo en España en los años anteriores: el regeneracionismo. Como los literatos del noventa y ocho, los regeneracionistas eran profundamente pesimistas con respecto al futuro de la nación y no creían que la sociedad española pudiera por sí misma encontrar las fuerzas y los recursos necesarios para sacar al país de la que ellos consideraban una terrible crisis. Pensaban, por el contrario, que la nación se enfrentaba a unos problemas tan ingentes y que el sistema económico, social y político estaba tan quebrantado que sólo un fuerte golpe de timón podría salvarla. De aquí las frecuentes llamadas a un orden social nuevo que —de acuerdo con una idea muy extendida— sólo un cirujano de hierro sería capaz de implantar.

Poco de nuevo tenía esto, sin embargo, en la historia de España. En una nación que había poseído un gran imperio y que desde el siglo XVII había sentido en sus carnes los problemas de la decadencia en el sentido de, al menos no ser tanto como había sido antes, estas reacciones extremas, estas peticiones de golpe de timón se han dado en diversas ocasiones. Surgieron ya con fuerza en el siglo XVII, en tonos por cierto no muy diferentes de los que utilizados por el grupo regeneracionista. Las ideas de que todo funciona mal, de los defectos del carácter español, que hacen muy difícil que el país pueda salir adelante, o la necesidad de soluciones radicales y autoritarias como única opción abierta a la nación no fueron inventadas por Costa, Mallada o Picavea. Por el contrario, sin necesidad de buscar demasiado las encontramos, por ejemplo, en un Sancho de Moncada, quien en su Restauración política de España, publicada el año 1619, afirmaba que "la ociosidad y holgazanería es vicio de españoles"; y, puesto a diseñar soluciones para evitar el problema del déficit de la balanza comercial, no se le ocurrió nada mejor que recomendar la creación de un tribunal de jueces seglares para que procedieran por vía de inquisición contra los que sacaren o entraren cosas prohibidas, afrentando y condenando irremisiblemente a muerte a los culpables.[1] No es éste más que un ejemplo entre los muchos que podrían mencionarse. Baste, sin embargo, para llamar la atención sobre esa literatura, a la vez trágica y mediocre, presente siempre en nuestra historia, que alcanza en algunos momentos un protagonismo lamentable.

Si observamos el fenómeno regeneracionista con la información y la experiencia de la que hoy disponemos, no es difícil percibir que sus principales representantes cayeron en dos de los tópicos que más nos han perseguido a los españoles a lo largo del último siglo. Por una parte, popularizaron el "España es diferente" y dieron argumentos a cuantos, durante décadas, han venido sosteniendo la idea de que las soluciones que se han aplicado con éxito en otros países no funcionan en el nuestro. Por otra, rechazaron el liberalismo, tanto en sus aspectos económicos como políticos, por considerar que, en nuestro país, sus principios habían sido pervertidos y que, por tanto, la democracia y la economía de mercado no podían constituir la solución a los problemas españoles. La puerta quedaba así abierta a lo que más adelante vino: el rechazo simultáneo a la libertad política y a la libertad económica.

Una solución alternativa a los problemas económicos de España

Es indudable que esta visión trágica de nuestra realidad social y económica ha tenido una gran influencia a lo largo de los últimos siglos de la historia de España. Pero también lo es que la vía del regeneracionismo no ha sido nunca la única abierta a la nación. Hay que recordar, en efecto, que en nuestro país, junto a esta tradición, existía otra muy diferente: la de quienes, desde el siglo XVIII habían tratado de modernizar el país, y cuyo mayor logro había sido la construcción del Estado liberal del siglo XIX. Para ellos España no era especialmente distinta de los demás naciones. Y la solución a sus problemas la encontraban no en la ruptura con la tradición liberal, sino en el propio desarrollo de ésta. Pocos pensadores vieron mejor este problema del reformismo español que don Manuel Azaña, quien en su artículo "!Todavía el 98!" escribía: " La generación republicana de la segunda mitad del siglo último sabía de las deformidades del Estado español tanto como supieron Costa, Picavea, Mallada y los demás. Probablemente aquellos habían observado menos la realidad española, pero la sabían mejor, en el fondo. Fueron en derechura, sin tanteos, a la raíz, obtenida por deducción de principios generales. ¿Es paradoja decir que en Michelet y en Proudhon, en Mill y en los radicales ingleses, en ciertos arquetipos clásicos aprendieron para la reforma de España mucho más de lo que hubieran aprendido pescando cangrejos en el Duero?"[2]

La aplicación de esta idea no se limita, desde luego a las ideas de reforma política, a las que se refería Azaña en este texto. También es perfectamente adecuada en todo lo que respecta a los proyectos de reforma económica, es decir, a las propuestas dirigidas a conseguir situar a la economía española en un nivel similar al de los países europeos más avanzados.

En el campo del pensamiento económico España siguió —al menos durante la primera mitad del siglo diecinueve— una evolución no muy diferente de la de otros países europeos que, aun no siendo creadores de una teoría económica capaz de desempeñar un papel importante en el mundo de las ideas, sí estuvieron al día de lo que sucedía en los países más avanzados y dispusieron de economistas competentes —aunque fueran de segundo nivel— capaces de entender lo que se hacía en otros países y —lo que es, sin duda aun más importante— de aplicar tales ideas a las necesidades de la economía nacional. Pueden discutirse cuestiones de detalle con respecto a la influencia y penetración de las ideas económicas en nuestro país a lo largo del siglo pasado; por ejemplo, los efectos que pudo tener el hecho de que los principios de la economía liberal se popularizaran por las traducciones de las obras de Say más que por la lectura directa de Adam Smith, o que las ideas de Ricardo fueran conocidas más por las traducciones de James Mill o de McCulloch que por los propios Principios de economía política y tributación. Pero lo realmente importante es que estas ideas no eran algo ajeno al mundo intelectual español. Si añadimos a esto la influencia que inicialmente tuvo Bentham en el pensamiento social y jurídico de nuestro país y el relevante papel que desempañaron economistas que habían aprendido su teoría económica en el exilio británico, como Flórez Estrada o Canga Argüelles, se obtiene la imagen de un país bastante más integrado en las corrientes intelectuales de la época que el que encontraremos en los años en los que los regeneracionistas lanzan a la opinión pública sus ideas de reforma económica.

Esta situación se deterioró, sin embargo, a lo largo de la segunda mitad del siglo. Lo que se podía afirmar de la introducción en España de las ideas de los economistas clásicos, no puede repetirse cuando hablamos de la revolución marginalista, que transformó radicalmente la forma de entender la teoría económica en Europa a lo largo del último tercio del siglo diecinueve y que, sin embargo, tardó mucho tiempo en ejercer influencia en nuestro país. No debe olvidarse que los escritos de los regeneracionistas surgen al mismo tiempo que las obras de Marshall o Edgeworth en Gran Bretaña, de Wicksell en Suecia o de Böhm-Bawerk en Viena, por citar sólo algunos de los nombres más representativos de la nueva economía. Y, desgraciadamente, estas ideas tardarían muchos años en ejercer alguna influencia en España, donde —en la misma época— se abrían camino entre la mediocridad nacional las ideas de los historicistas y de los socialistas de cátedra alemanes, que, ciertamente, en muy poco contribuyeron a elevar el bajo nivel general de las ideas económicas que existía en nuestro país.

No se ofrecería, sin embargo, una visión completa y objetiva del problema si este análisis histórico terminara aquí. Pese a la penuria de ideas económicas en el sentido arriba descrito, hay que señalar la existencia en España, a lo largo de la mayor parte del siglo, de un debate casi permanente sobre cuestiones prácticas de gran relevancia para la economía española. La polémica más conocida es, sin duda, la que enfrentó a librecambistas y proteccionistas. Pero junto a ella hubo debates muy interesantes sobre cuestiones como la reforma agraria, la industrialización del país, la hacienda pública o la necesidad de diseñar un sistema fiscal eficiente. No puede olvidarse tampoco, que en este período se llevó a cabo una reforma legislativa que adaptó nuestro derecho privado a las exigencias de un Estado moderno, en un sentido bastante liberal y que estableció las bases necesarias —aunque, desde luego, no suficientes— del marco institucional que un proceso de crecimiento y modernización económica requería.

Los regeneracionistas adoptaron, por lo general, una actitud radical en política. Esto era, sin duda, coherente con su pensamiento ya que su principal objetivo era romper, primero, y reconstruir, después, el marco institucional existente. Por ello pueden encontrarse algunas concomitancias políticas —simpatías por la causa republicana, por ejemplo, en muchos casos— entre ellos y quienes tres décadas antes habían protagonizado la revolución de 1868. Lo llamativo es, sin embargo, que éstos tenían un programa económico coherente, marcadamente liberal; y los regeneracionistas, en cambio, creían poco, por lo general, en la economía de mercado, eran proteccionistas y tenían una desmedida fe en el papel que los gobiernos pueden desempeñar en el progreso económico de una nación.

El programa de los revolucionarios de 1868 no había surgido como fruto de una casualidad o una improvisación, sino que había sido el resultado de un proceso de elaboración bastante largo, en el que, además de políticos y economistas a título individual, como Laureano Figuerola, Gabriel Rodríguez o Echegaray, habían desempeñado un papel importante instituciones como La Sociedad Libre de Economía Política o la Asociación para la Reforma de los Aranceles de Aduanas. Estas instituciones habían mantenido durante bastante tiempo relaciones estrechas con otras organizaciones europeas constituidas con los mismos objetivos de consecución de la reforma de los aranceles de aduanas en lucha con el movimiento proteccionista y la liberalización de cada una de las economías nacionales. Por tanto, aunque el nivel científico de estos economistas y estas instituciones no fuera alto, su proyecto estaba plenamente integrado en el movimiento de reforma económica que tanta fuerza tuvo en Europa en los años centrales del siglo XIX.[3]

¿En qué consistía este proyecto? Básicamente en la aplicación de las ideas que la mayoría de los economistas habían venido defendiendo en la universidad, el ateneo y algunos periódicos, y que no eran otra cosa que los viejos principios de Adam Smith. Es decir, una economía liberada de las restricciones que suponía la existencia de gremios e industrias reguladas; una economía abierta al sector exterior, en la que los países se especializaran de acuerdo con sus ventajas respectivas; y una economía en la que el sector público fuera pequeño, se financiara de manera eficiente, no incurriera en gastos que no pudieran ser pagados con sus ingresos ordinarios, dejara a la iniciativa privada la mayor parte de las actividades económicas, y —muy relevante, aunque a menudo se olvide— realizara de manera eficiente su misión más importante: el mantenimiento de la seguridad nacional, el orden público y un sistema jurídico capaz de garantizar de forma adecuada el cumplimiento de los contratos. Poco más era necesario, en opinión de Smith, para el desarrollo económico. Y esto mismo pensaban quienes plantearon su programa de reforma económica tras el destronamiento de Isabel II.

Estos fueron, por tanto los principios que inspiraron la nueva política económica del sexenio liberal. Se realizó una reforma monetaria que, además de crear una moneda sólida, permitiera a España, en su momento incorporarse a la unión Monetaria Latina. Se intentó una reforma fiscal para conseguir un sistema tributario que distorsionara menos la actividad productiva. Se introdujeron cambios en los presupuestos, intentando que reflejaran con mayor veracidad la situación de la hacienda pública. Se liberalizó la inversión exterior, lo que fue especialmente importante en el sector minero, medida que sería más tarde atacada por los nacionalistas con la acusación de que se había entregado al extranjero la riqueza nacional. Y, la que fue, sin duda, la medida más polémica, se inició una reforma arancelaria de clara orientación librecambista que sería combatida por los grupos proteccionista de forma continua hasta conseguir su fracaso y que el país se orientara definitivamente hacia el proteccionismo.

Es cierto que muchas de estas reformas —no sólo la arancelaria, desde luego— fracasaron. Seguramente no hay mejor descripción del fracaso de este proyecto que el decreto de Echegaray del año 1874 en el que, en contra de sus profundas convicciones y forzado por los problemas de hacienda pública, constituía al Banco de España en el único de emisión del país. Pero esto no significa que el programa de reforma estuviera mal diseñado. Y, de lo que no cabe duda es de que, despierte mayores o menores simpatías se trataba de un proyecto coherente y en línea con unos principios económicos sólidos.

El programa económico del regeneracionismo

A la luz de estas ideas y de los programas de reforma experimentados, con mayor o menor éxito, en épocas anteriores en la economía española, las ideas de los regeneracionistas hay que verlas necesariamente como un paso atrás. No es el problema que se plantearan como un objetivo fundamental la reforma de instituciones que no funcionaban bien. Lo malo es que intentaban hacerlo en un sentido que más que acercarnos a los países más avanzados del continente, nos alejaba de ellos.

Lo interesante del caso español no es tanto la existencia de reformistas nacionalistas con veleidades autoritarias, sino la gran relevancia social que alcanzaron durante un largo período de tiempo. La crisis del pensamiento liberal en los años del cambio de siglo no es, desde luego, un fenómeno exclusivamente español. Por el contrario, en prácticamente toda Europa —especialmente en el Continente— fueron puestos en cuestión los principios que habían servido de base al orden económico del siglo XIX y que eran, además, los responsables directos del gran progreso experimentado por casi todas las sociedades europeas —la española incluida— de la época. Las ideas del cosmopolitismo y la conveniencia de integrarse en un mercado mundial en el que se pudiera elegir dónde vender y comprar cada producto fueron sustituidas por una visión cada vez más nacionalista de los problemas sociales.

Por poner sólo un ejemplo de un economista bien conocido e influyente, puede recordarse lo que el representante más importante de la segunda escuela histórica alemana, Gustav von Schmoller, opinaba sobre el carácter cosmopolita del pensamiento económico dominante en la segunda mitad del pasado siglo. En su opinión, los principios del librecambio nunca tuvieron validez general y simplemente respondían a situaciones o momentos temporales concretos. Por ello —añadía— era "totalmente natural"- que una generación después de Adam Smith surgiera una nueva teoría del comercio internacional —de la que el propio Schmoller se consideraba sucesor y heredero— que ofreciera una justificación a la política de protección de la economía nacional.[4]

Muchos economistas empezaron efectivamente a pescar cangrejos en sus respectivos Dueros y a negar la validez de los principios generales de la política económica. El historicismo en economía no fue así sino una racionalización de este tipo de actitudes que, además de esterilizar la creación científica, tuvieron efectos muy perjudiciales sobre la política económica de quienes las siguieron. Los viejos maestros de la ciencia económica defendieron siempre la necesidad de conocer bien la realidad de cada sector o institución a estudiar. Pero esto no implica que se pueda llegar a la absurda conclusión de que, como los datos son diferentes, la teoría explicativa ha de serlo también. Y tal idea ha inspirado, sin embargo, a muchos reformadores económicos y sociales hasta fechas muy recientes.

El problema ha sido, por tanto, bastante general. Pero en España esta crisis del liberalismo coincidió con el sentimiento de fracaso histórico que no creó, pero sí agravó sustancialmente la derrota militar de 1898. Los regeneracionistas se sintieron en la obligación de reformar a la nación de acuerdo con sus peculiares características —muy poco encomiables, en su opinión— y a atribuir al Estado un papel protagonista en el renacimiento del país. Naturalmente no era el viejo Estado, en el que no creían y cuya transformación radical exigían, sino del nuevo estado que querían crear; un Estado por cierto, no desprovisto de claros rasgos autoritarios y del que el famoso "cirujano de hierro" de Costa es sólo el ejemplo más conocido.

No todos los regeneracionistas coincidían ciertamente en sus propuestas para la reforma de la economía nacional. Pero, pese a estas diferencias indudables, se daban en ellos muchos rasgos comunes, lo que permite que puedan ser estudiados de forma conjunta, o que sea posible tomar a alguno de ellos como modelo para describir lo esencial del grupo, aunque siempre haya que tener presente los rasgos particulares antes apuntados. He escogido para ello a Ricardo Macías Picavea, quien personifica como pocos el movimiento regeneracionista. Su libro más importante, El problema nacional, se publicó en Madrid el año 1899,[5] el mismo año de la muerte de su autor, cuando los últimos ecos de la derrota militar aún no se habían apagado. Su obra, que empieza con algo muy característico de los regeneracionistas, el estudio de la tierra y de la geografía del país, incluye —como no podía ser menos— una amplia serie de soluciones encabezadas con un título casi militante: "Lo que hay que hacer", cuyas resonancias leninistas se limitan, sin embargo, al título. Se trata, en las propias palabras de su autor, de un auténtico "plan terapéutico", cuyo objetivo es curar de una vez por todas a España de los males que la afligen.

De acuerdo con este plan, todo debería ser reformado en nuestro país, desde el suelo que sirve de base a la agricultura hasta algo que hoy resultaría tan políticamente incorrecto como la "raza", cuya "restauración" parecía urgente a nuestro personaje. En estos dos puntos se concentra, por cierto, buena parte del mensaje regeneracionista: la necesidad de sacar al campo español de su miseria ancestral y la importancia de reformar el carácter y la cultura nacional, misión en la que la educación debería desempeñar, sin duda alguna, un papel protagonista.

Más llamativas son aún sus propuestas de reforma política. En primer lugar, sugería Picavea que las Cortes deberían ser cerradas por un período mínimo de diez años. "Esta reforma —escribía— es radicalmente indispensable, por constituir su morbosa existencia el más considerable foco de infección social y degeneración nacional, aparte de su impotencia absoluta para toda obra buena".[6] Por si alguna duda pudiera quedar del escaso entusiasmo de Macías Picavea por los diputados, nótese que cuando, poco después hace referencia a las personas que podrían ser ministros, no excluye a quienes hayan sido diputados, pero dice claramente que, en principio, le parece recomendable que los futuros ministros no hayan pasado por tal experiencia.

¿Quién entonces debería encabezar ese futuro gobierno de regeneración nacional? Como en el caso de otros regeneracionistas, la solución que apunta Macías Picavea dista de ser clara; pero en su descripción se apunta claramente a ese dictador patriota que, por encima de las intrigas políticas del día, lleve a buen puesto la nave del estado, imagen que ha tenido un indudable atractivo para un gran número de españoles durante buena parte de nuestro siglo veinte. "Repito que la hora presente en España —escribía— es la hora de un gran corazón y una gran inteligencia de ese fuste. Sólo bajo su dirección cabría la certeza del éxito, por cumplir cuantas condiciones para él son necesarias. Patriota ferviente, encarnaría en todas sus resoluciones el alma de la patria; mano de hierro, ante ella caerían, como ante el rayo las torres cuarteadas, oligarcas, banderías y caciques; apóstol y Mesías del pueblo, sacudiría su modorra y despertaría su fe y sus entusiasmos... Sin él...!toda obra resultaría incierta y precaria!".[7] Naturalmente el nuevo gobierno habría de estar sujeto a pocas trabas, dada la importante misión que debería cumplir. En sus propias palabras, "el gobierno reformador durante el período crítico de las reformas nacionales ha de ser en gran parte discrecional", término un tanto eufemístico, que no parece requerir más comentarios.

No es, sin embargo, esta clara apelación a la dictadura la única propuesta de reforma política. De tanto o mayor calado que ésta es la suplantación de las Cortes basadas en partidos políticos por un Consejo permanente de gremios, en el que estén representados todos los intereses sociales; es decir, la sustitución de un órgano legislativo basado en los partidos políticos por otro cuyo diseño responde en lo fundamental a lo que, años más tarde, conoceríamos como democracia orgánica.

Si este diseño institucional suponía una ruptura radical con la tradición política liberal de nuestro siglo XIX, algo no muy distinto sucede con el programa económico que se explica en las páginas de El problema nacional. Como se señaló anteriormente, resulta muy llamativo que sólo tres décadas después de la revolución de 1868 gente que ideológicamente no estaba demasiado alejada de quienes protagonizaron el derrocamiento de Isabel II considerara necesario un proyecto de reforma económica tan radicalmente opuesto al que habían defendido los liberales y republicanos del sexenio 1868-1874.

La mención que se hace en un párrafo anterior al papel político que Macías Picavea atribuía a los gremios es de por sí indicativa de la desconfianza de nuestro autor hacia la idea de una economía abierta y poco regulada. Su política industrial adolece, en efecto, de todos los defectos característicos de una visión estrecha del mundo económico. El principio de la ventaja comparativa desempeña, en consecuencia, un papel muy limitado en la determinación de la estructura productiva de un país. Es el Estado, por el contrario, a quien se le asigna el papel de decidir qué se va a producir y cómo se va a producir. Y son, naturalmente, las materias primas nacionales las que deben servir de pauta para la especialización de la producción. "El Gobierno Central, con los Regionales y Municipales, —escribía Macías Picabea— fomentará...por cuantos medios se juzguen eficaces la restauración de aquellas materias primas que sean nacionales...Se favorecerán muy especialmente las industrias que se funden sobre la sólida base de estas primeras materias indígenas..."[8]

El substrato nacionalista de sus propuestas está presente a lo largo de toda la obra. Si España es uno de los países con mayor variedad climática del mundo, ¿por qué no habríamos de producir cuanto necesitáramos, y evitar, así, depender del extranjero: "Puede y debe aspirarse en nuestra producción a establecer una armonía aproximadísima entre la producción y el consumo nacional, procurándose a todo trance éste para aquélla. Esta dirección es de grande importancia, dado que la política de exclusivismo nacionales que hoy se impone en el mundo ha dado al traste con el cambio espontáneo de productos entre los pueblos, y que dentro de este régimen será el pueblo más fuerte aquel que más se baste a sí mismo en la producción, industria y arte, y que menos, por consiguiente, dependa del aprovisionamiento extranjero."[9]

Podría deducirse de la lectura de este texto que Macías Picavea no era especialmente nacionalista y que su actitud se debía fundamentalmente a la necesidad de defender a su propio país de las políticas autárquicas de otros Estados. Pero esto, simplemente, no es cierto, porque nuestro autor no presenta una visión objetiva de la estructura de la producción y el comercio internacional en la Europa de la última década del siglo XIX. Aunque, como se apuntó más arriba, es indudable que el viejo cosmopolitismo estaba sometido en aquellos años a fuertes críticas y el nacionalismo se iba abriendo camino cada vez con más decisión en nuestro continente, la economía europea seguía siendo aún una economía abierta en la que la división internacional del trabajo y el comercio internacional desempeñaban un papel fundamental. Su descripción de la realidad parece, por tanto, envolver más una justificación de la política cuasiautárquica que en este libro se defiende que una reacción a una situación real.

Su programa, por tanto, es el de un nacionalismo claro y de pocos matices. Se defiende el comercio interior, para el que se pide todo tipo de ayudas, como reformas fiscales, mejora de vías de comunicación etc. Pero se desconfía del internacional y se recomienda una política arancelaria claramente proteccionista: "El régimen arancelario será manejado como un factor de defensa, siendo siempre sus movimientos muy preparados y orientados, además, con intervención de las clases todas productoras."[10]

No se sabe qué admirar más en este texto, si la ingenuidad o la defensa de transferencias encubiertas para las industrias protegidas. Porque si hay algo bien conocido en los argumentos a favor de la protección arancelaria es que tal protección consiste fundamentalmente en una transferencias de rentas de los consumidores a los productores en el sector protegido. Y atribuir un papel protagonista a la hora de establecer una determinada política arancelaria a las llamadas "clases productoras" significa simplemente poner en sus manos la posibilidad de muy sustanciosas transferencias y permitir que los grupos industriales actúen, por tanto, como buscadores de renta privilegiados. Con una terminología moderna, podría decirse que la propuesta de Macías Picavea no haría sino facilitar la captura del regulador por el regulado. Dada la personalidad y la propia trayectoria vital de nuestra autor, resulta difícil, sin embargo, encontrar fundamentos para considerarlo como un representante directo de los intereses proteccionistas, por lo que la ingenuidad puede ser una explicación más adecuada a tan sorprendente propuesta.

Otro de los grandes proyectos de nuestro autor es la emisión de títulos de deuda en la forma de un gran empréstito nacional obligatorio. En este caso, nuestro autor es heredero de la más rancia tradición arbitrista en el diseño de cómo conseguir recursos para emprender los programas de reforma previstos. Este empréstito, que tendría como suscriptores a "todos los capitalistas de la nación", tendría una cuantía de 2.000 millones de pesetas,[11] si bien Macías Picavea, en forma previsora considera que "acaso sería necesario ascender a 2.500 millones". Su objetivo sería financiar con estos recursos la restauración del suelo, de la raza, de la agricultura, de la industria... en fin, de todos los planes que anteriormente se han expuesto.

Es interesante señalar en relación con los problemas de la hacienda pública que nuestro autor limita casi sus propuestas a este empréstito y a la necesidad de equilibrar los presupuestos; y poco dice, en cambio, de una posible reforma fiscal que hubiera permitido al Estado la obtención de mayores recursos. El hecho resulta sorprendente porque en cualquier propuesta de reforma de las finanzas públicas, especialmente si se trata de casos en los que la recaudación impositiva resulta manifiestamente insuficiente, como era el caso español, suele defenderse la necesidad de introducir nuevas figuras impositivas y de modificar las ya existentes; y es éste, por cierto, un campo en el que existe una muy larga tradición en la historia del pensamiento económico. Macías Picavea, sin embargo, basa lo que el denomina "refuerzo de ingresos" exclusivamente en un aumento de las bases imponibles mediante un crecimiento en la economía española.[12] Se trataría, en sus propias palabras, de incrementar la "potencia contributiva de la España actual" mediante el crecimiento de la riqueza nacional. La idea no es, desde luego, absurda, ya que el principio de que una buena fórmula para incrementar la recaudación fiscal es permitir que crezcan las bases, aunque antiguo, sigue estando plenamente vigente hoy. Pero tal principio tiene, desde luego, sus límites. Y el sistema tributario español anterior a las reformas de Fernández Villaverde tenía, sin duda, alguna defectos que cualquier hacendista de medianos conocimientos podría haber identificado fácilmente para sugerir, a continuación soluciones. No alcanzó, sin embargo, Macías Picavea tal nivel en su obra.

Una reflexión hacia el futuro

Este conjunto de ideas —que por su vaguedad difícilmente puede denominarse sistema o programa— ha estado omnipresente en los debates sobre la economía española hasta fechas bastantes recientes y ha sido una auténtica losa con la que hemos tenido que vivir durante un siglo. Ha sido preciso que transcurriera mucho tiempo para que los historiadores empezaran a hablar de que el pesimismo español ha sido, en muchos casos, excesivo y de que nuestra historia reciente se enmarca bastante bien en el modelo de desarrollo de otros países de la Europa mediterránea; de que las soluciones nacionalistas en nada favorecieron el crecimiento económico de España; y de que, si en vez de limitarnos a lamer nuestras heridas y quejarnos de nuestra desgracia como nación, hubiéramos abierto nuestra economía, dentro y fuera de nuestras fronteras, mejor nos habrían ido las cosas. Hoy la mayor parte de estas actitudes huelen a rancio. Pero las viejas ideas no mueren fácilmente y la sombra del regeneracionismo parece dibujarse todavía, de vez en cuando, en nuestro país.


[1] Sancho de Moncada, Restauración Política de España (1619). Madrid: Instituto de Estudios Fiscales, 1974, p. 127.

[2] M. Azaña, "¡Todavía el 98!", España, 20-X—22-XII, 1923. Reimpreso en Obras Completas, Mexico: Oasis , 1966, vol. I, pp. 557-567.

[3] Sobre el desarrollo y las ideas del movimiento liberal de reforma económica que precedió a la revolución de 1868 véase F. Cabrillo, "El pensamiento económico de Laureano Figuerola" en L. Figuerola, Escritos económicos. Madrid: Instituto de Estudios Fiscales, 1991.

[4] G. Von Schmoller, Grundriss der allgemeinen Volkwirtschaftlehere. Munich: Duncker- Humblot, 1923.

[5] Una edición posterior de esta obra, con un estudio introductorio de F. Solana se publicó en Madrid, Ed. Seminarios y Ediciones, el año 1972. Las citas que siguen van referidas a esta edición.

[6] Ibid. P. 149.

[7] Ibid. P. 178.

[8] Ibid. Pp. 163-164.

[9] Ibid. P. 164.

[10] Ibid. P. 166.

[11] Ibid. Pp. 172-173.

[12] Ibid. Pp. 172.

Número 17

Ideas en Libertad Digital

Reseñas

1
comentarios
1
Me ha sabido a poco
Los Economistas del 98

Con verdadera fruicion he leido el articulo del Sr. Cabrillo "Los Economistas del 98". Es sintetico, claro, contundente, y no puedo mas que mostrar mi agradecimiento por tan magnifico trabajo. Puedo decirles que soy Profesor Mercantil y no me resultan ajenos los criterios sobre los que se pronuncia. Enhorabuena.
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