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La Ilustración Liberal

Nunca más una guerra del fin del mundo

La guerra del fin del mundo, para mí la mejor novela del ahora Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, es la historia novelada de una guerra concreta y real, cuando los pobres del Brasil, animados por la prédica de un carismático santón, arremetieron contra la república que se había instalado en el poder luego de la caída incruenta de la monarquía. El episodio, además de verídico, tiene el patetismo de las mejores ficciones y contiene, de una forma u otra, la vasta gama de malentendidos que recorren las páginas cruciales de la historia política de los pueblos del Nuevo Mundo.

Esta formidable novela también puede ser leída como una vigorosa parábola del desencuentro político latinoamericano. El propio autor ha admitido esta interpretación al señalar:

Todos los latinoamericanos hemos tenido nuestros Canudos, es decir, esos estados de división nacional a consecuencias de fanatismos paralelos.

La novela es extremadamente reveladora, al presentar el origen de estos malentendidos en las simplificaciones aberrantes de la realidad. La vida, y sobre todo la vida de la colectividad en naciones emergentes, pareciera enfrentar al hombre latinoamericano a realidades demasiado vastas, confusas y lacerantes como para no buscar en las abstracciones un refugio, un consuelo o una clave milagrosa que permita entender lo inexplicable y ofrecer una solución mesiánica a cada uno de los problemas de la contingencia terrenal.

El fenómeno bien puede estar relacionado con las sospechas que despierta en la América hispana el ejercicio de la crítica, la falta de receptividad para acoger puntos de vista discrepantes o independientes, incluso cierta incapacidad para exponerla con el rigor y la franqueza que la verdadera crítica exige.

Para Octavio Paz, la capacidad de crítica y autocrítica es síntoma de modernidad, y en El ogro filantrópico establece al respecto una interesante comparación:

Baudelaire decía que el progreso se mide no por el aumento de lámparas de gas en el alumbrado público, sino por la disminución de las señas del pecado original. Para mí el índice es otro: la modernidad no se mide por los progresos de la industria, sino por la capacidad de crítica y autocrítica. Todo el mundo repite que las naciones latinoamericanas no son modernas porque no han logrado industrializarse; pocos han dicho que a lo largo de nuestra historia hemos revelado una singular incapacidad para la crítica y la autocrítica. Lo mismo sucede con los rusos: pagaron con sangre, literalmente, su industrialización, pero la crítica sigue siendo entre ellos un artículo exótico, y por eso su modernidad es incompleta, superficial. Cierto, rusos e hispanos conocemos la ironía, la sátira, la crítica estética. Tenemos a Cervantes y a Chéjov, no a Swift, Voltaire, Thoreau. Nos hace falta la crítica filosófica, social y política: ni los rusos ni los hispanos tuvimos siglo XVIII. Esta carencia ha sido fatal para los pueblos latinoamericanos: la crítica no sólo prepara los cambios sociales sino que, sin ella, esos cambios se convierten en fatalidades externas. Gracias a la crítica asumimos los cambios, los interiorizamos, cambiamos nosotros mismos.

La guerra de Canudos fue un conflicto entre fanatismos paralelos. Ambos bandos se confrontaron no con un adversario real sino con enemigos recíprocamente fantaseados y elaborados a la medida del delirio de cada cual. Fue un conflicto entre espectros que no existían sino en la imaginación de cada bando; pero fue, al mismo tiempo, un conflicto de dimensiones trágicas que –con todo lo irreal que tuvo– se hizo pagar caro en términos de vidas humanas y de autodestrucción colectiva.

Considerando la historia de nuestro continente, no es sorprendente que el tema de la enajenación política sea una veta fecunda en la literatura latinoamericana. Sin ir más lejos, la más célebre de las novelas de Gabriel García Márquez —Cien años de soledad— está recorrida por referencias a una guerra interminable entre liberales y conservadores cuyos orígenes y razones se pierden en el tiempo hasta transformarse, en ésa y otras obras de García Márquez, en una larga secuela de confrontaciones donde –primero– ambos bandos dejan de diferenciarse entre sí y –segundo– nada verdaderamente importante para el país se decide con el triunfo de uno u otros.

Nuestro gran poeta Vicente Huidobro escribió:

Quisieras un país de sueño
Donde las lunas broten de la tierra
Donde los árboles tengan luz propia
Y te saluden con voz tan afectuosa que tu espalda tiemble
Donde el agua te haga señas
Y las montañas te llamen a grandes voces
Y luego quisieras confundirte en todo
Y tenderte en un descanso de pájaros extáticos
Es un bello país del olvido
Entre remajes sin viento y sin memoria
Olvidarte de todo y que todo te olvide.

Aunque me maravilla la belleza de estas líneas, no podemos olvidarlo todo. Pues Chile también tuvo su guerra del fin del mundo. Comenzó hace cuarenta años y quisiera creer que tanto la memoria como las lecciones que todos aprendimos de ella aseguran que nunca más volverá a ocurrir.

Y que nadie crea que es tarde para seguir luchando por "un país de sueño".

© El Cato

Número 45-46

Varia

Manuel Ayau, in memoriam

Retrato

Mario Vargas Llosa, Nobel

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