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La Ilustración Liberal

Lo que nos queda de 1812

Ni penséis que este ataque se hace a nuestra Constitución porque es defectuosa; lo que les ofende verdaderamente son sus aciertos, y no sus defectos: la atacan porque es Constitución, y esto les basta a los que no pueden sufrir ninguna.

Manuel José Quintana, Cartas a Lord Holland (1853).

En la conmemoración de la promulgación de la Constitución de 1812 no se puede hacer un elogio ciego de las instituciones, de los líderes políticos y militares, ni siquiera del pueblo de aquel tiempo. Tampoco se debe caer en el juicio fácil de qué deberían haber hecho, estableciendo alternativas cuyo resultado no se puede comprobar.

Las dificultades para la conservación de la Constitución de 1812 fueron claras incluso durante su elaboración. Los liberales eran conscientes de que constituían una minoría débil, y que la mayor parte del pueblo era exclusivamente devoto de su rey, no de la Constitución o del impulso reformista que quisieron darle los ilustrados y los mismos liberales. El comportamiento de Fernando VII entre marzo y mayo de 1808 y su postura pro-napoleónica en el palacio de Valençay aventuraban que no aceptaría nada que recortara su poder ni que viniera de las Cortes de Cádiz. La mayor parte de la Iglesia católica se había lanzado en una campaña muy agresiva contra las Cortes, la Constitución y los liberales desde que estos abolieron la Inquisición, movilizando así a un grupo de absolutistas teocráticos, de apostólicos decididos a hacer la guerra a la libertad. Establecer en estas circunstancias una Monarquía parlamentaria, basada en la soberanía nacional, con grandes atribuciones al Rey, con unas Cortes formadas a través del sufragio universal masculino indirecto, en una Europa que desconfiaba de las ideas liberales –sólo Gran Bretaña dudó–, y pensar que podía salir adelante, más que osado era ingenuo.

Hubo cierta dosis de inmolación, o de sacrificio, en los liberales de 1812; como si supieran que el futuro inmediato les iba a ser adverso, pero que la Historia iba a reconocer su trabajo. De hecho, perdieron las elecciones de 1813, en las que ganaron los realistas; es decir, justamente vencieron en su terreno, el liberal, los que criticaban la Constitución diciendo que alteraba la "forma tradicional de gobierno en España". Aquellos diputados realistas, incluido el presidente de las Cortes, fueron los que pidieron al Fernando VII en 1814 que restableciera la Monarquía tradicional, la del Rey limitado por unas Cortes estamentales y las Leyes Fundamentales. Solo esa convicción en la derrota, o en la imposibilidad de la victoria, explica que no reaccionaran ante el Manifiesto de los persas. Tampoco hicieron nada ante las maniobras de Fernando VII en los primeros meses de ese año, que fueron desde firmar la paz con Napoleón sin conocimiento del Gobierno a desoír a éste y marchar a Valencia para preparar el golpe de estado. Muchos liberales fueron apresados en Madrid. Sin embargo, es preciso señalar que aprendieron la lección y ya nada sería igual.

Lo que nos queda de 1812 es la recepción de varias ideas modernas: la nación de ciudadanos, la división de poderes y el parlamentarismo. A esto podemos añadir la actitud de los hombres que hicieron la revolución, el patriotismo liberal; esto es, la defensa de la patria vinculada a las leyes e instituciones que la hacen libre. "Sin libertad no hay patria", que escribió Flórez Estrada. Los hombres que trajeron a España esas ideas, principios y valores que otorgaron modernidad al levantamiento de 1808 le dieron un proyecto político del que carecía, ante el vacío de poder, y colocaron el país en la vanguardia de la historia de la libertad.

Revolución a la española

En 1808 los españoles empezaron su particular revolución. Ya lo habían hecho los colonos ingleses en Norteamérica, en defensa de la libertad individual y del control del Gobierno, y los franceses, sosteniendo unas "abstracciones racionalistas", en palabras de Burke, que engendrarían a corto plazo la dictadura pero a la larga la libertad. Para los españoles de entonces, tomar como ejemplo la revolución norteamericana no era posible. Los ilustrados españoles, y los jóvenes liberales, conocían los textos políticos producidos al otro lado del Atlántico, pero no podían aceptar que estuvieran vinculados a un proceso independentista, al republicanismo y al federalismo. Hay quien ha querido ver un impulso federal en las juntas provinciales que se levantaron en 1808, pero nada más alejado de la realidad, atendiendo a su actuación y a los principios que defendieron en sus manifiestos. En cuanto a la revolución francesa, tampoco podía ser el espejo. La filosofía y los planteamientos políticos que se ventilaron en el país vecino desde 1789 eran intrínsecamente republicanos: por republicano se entendía entonces el cuestionamiento de las prerrogativas regias y la defensa de la soberanía nacional, la supremacía parlamentaria y los derechos individuales. Sin embargo, los liberales confiaban en que podían tomar principios de la Constitución francesa de 1791, porque su buen funcionamiento podía depender, en su opinión, de un decidido monarquismo por parte de los políticos, así como de una buena educación política del pueblo.

Jovellanos hubiera querido que las Cortes de 1810 hubieran tenido como referencia la Gloriosa Revolución inglesa de 1688, en la que el Parlamento estableció la "antigua Constitución" en el gobierno del Rey, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes, impuesta a Guillermo de Orange, sucesor de Jacobo II, a través de una Bill of Rights. Adaptado al caso español, Jovellanos esperaba que las Cortes que fueran a reunirse en Cádiz –generales y extraordinarias, no constituyentes– restablecieran la "Constitución histórica" española en sus Leyes Fundamentales, con un Rey y unas Cortes estamentales. Pero debía ser, decía, una restauración actualizada, con leyes adaptadas a la época.

La revolución española, sin embargo, tomó otro camino. Cuando los Borbones entregaron la soberanía a los Bonaparte en Bayona, los españoles argumentaron que había sido una cesión forzada y que, en realidad, la transferencia se había hecho a la nación. De esta manera, la nación recobraba la soberanía; el poder para tomar y organizar su gobierno. Así lo hicieron las juntas provinciales cuando se levantaron contra el invasor, y sobre esta idea planearon la reconstrucción política del país. La diferencia con otras revoluciones, las tres citadas, es que la española se hacía contra "dos tiranías", lo que no había ocurrido en ninguno de los otros casos. Porque al mismo tiempo que la Junta Central y luego las Cortes iban levantado un régimen, los afrancesados y su rey José hacían lo propio, dentro del estrecho margen que les permitía Napoleón. Por tanto, la revolución española tenía el objetivo de acabar con la tiranía exterior –la francesa– y con la interior –el despotismo ministerial–.

La arbitrariedad de los ministros había adulterado el sistema político, la "tradición liberal", dicho en exageradas palabras de Argüelles. Era preciso reformar el sistema para impedir que en lo sucesivo volviera a ocurrir y asegurar la libertad. En esto coincidían ilustrados, liberales y realistas, y para esto se formó en septiembre de 1808 la Junta Central, el primer Gobierno nacional.

En el seno de esta institución no hubo acuerdo sobre el modelo político. Los realistas querían una simple vuelta a la situación de marzo de 1808, cuando se inició el reinado de Fernando VII: un Rey soberano, limitado por las Cortes estamentales y las Leyes Fundamentales. Los liberales expresaron a través de Calvo de Rozas su deseo de que el régimen estuviera basado en la soberanía nacional, la separación de poderes y unas Cortes unicamerales. Los ilustrados y reformistas, inspirados por Jovellanos, sostenían una solución intermedia: restablecer la Monarquía limitada tradicional, con soberanía regia y Cortes estamentales, pero sobre leyes nuevas.

Finalmente se impuso la solución jovellanista y se convocaron Cortes generales y extraordinarias, compuestas por una Cámara Alta de aristócratas y alto clero y una Baja del estado general. Así lo establecía el decreto del 29 de enero de 1810, el último de la Junta Central. Pero a los privilegiados nunca se les convocó. La Regencia de cinco, dirigida por dos absolutistas, no quiso reunir las Cortes. Fueron los diputados liberales y realistas los que la forzaron para que esas Cortes compuestas sólo por la cámara del estado general iniciara sus sesiones.

El 24 de septiembre de 1810, primer día de las Cortes, comenzó el giro radical en la revolución española, con el discurso de Muñoz Torrero y la proposición de Manuel Luján para declarar la soberanía nacional, la separación de poderes, el parlamentarismo y el constitucionalismo. Fue un radicalismo menor en comparación con el que había tenido lugar en la revolución en Inglaterra en 1648 y 1649, cuando se disolvió la Cámara de los Lores, se depuró la de los Comunes y se acabó decretando la muerte de Carlos I, poco antes de proclamarse la República. Y mucho menor que la francesa, donde los Estados Generales se convirtieron en Asamblea constituyente en nombre de la nación y contra el rey, con un final trágico para la Monarquía. En España, no. Los liberales hicieron la revolución y la Constitución en nombre de la nación y guardando lealtad a Fernando VII, sin quebrar el orden, ordenar la liquidación social o armar una guerra civil, y manteniendo la confesionalidad del Estado.

El Discurso Preliminar, y algunos artículos

La Constitución de 1812 era inviable; no sólo por los actores políticos que tenían que ponerla en funcionamiento, sino porque el entramado institucional, el equilibrio y la formación de los poderes eran propicios para el enfrentamiento y, por tanto, para la inestabilidad. Así lo vieron muchos liberales entre 1820 y 1823, y de forma decidida el mismo Argüelles y otros en 1836 –en el segundo restablecimiento del texto gaditano–. Además, era muy reglamentista, porque quería ser "motor del cambio", cuando en realidad debía ser una ley común aceptable para opciones políticas distintas que hicieran ese cambio. La descripción pormenorizada de cómo debía administrarse la vida política y administrativa, añadida a la rigidez para su reforma, aseguraban la pronta caducidad del texto.

Pero si bien la Constitución no fue, ni es, rescatable, sí lo son algunos de sus principios y planteamientos, su herencia fundamental. Y se encuentran en mayor medida, más y mejor explicados, en un texto notable. Me refiero al Discurso Preliminar (DP), elaborado como razonamiento sobre el proyecto constitucional, obra de Agustín de Argüelles y Antonio Espiga y que recogió el pensamiento de la comisión constitucional. A esto es preciso añadir la fuerza de algunos artículos, cuya simple lectura es una declaración de principios y una prueba del espíritu y la mentalidad de aquellos hombres.

El artículo 2º establecía que la nación española era "libre e independiente" y que no podía ser "patrimonio de ninguna familia ni persona". El 3º sentaba la soberanía nacional, y el 4º ligaba la nación a la libertad y anunciaba la construcción del Estado nacional. Los diputados dieron aquí forma jurídica a hechos previos y a ideas que estaban en el ambiente. La soberanía había sido reclamada en primer lugar por las juntas provinciales, luego asentada en la Junta Central y finalmente en las Cortes de Cádiz, cuyo primer acto fue proclamar la nación soberana. A partir de entonces, la autoridad y los actos del Rey y del Gobierno se fundaban en el consentimiento de la nación. De esta manera, las Cortes, como representantes de la voluntad popular, afirmaban la independencia sobre cualquier dinastía, Borbón o Bonaparte, y no admitían cesiones de soberanía alguna sin "consentimiento libre y espontáneo de la nación", decía el DP. El conde de Toreno, uno de los líderes liberales del momento, indicó más tarde que aquellos artículos eran la justificación misma de la Guerra de la Independencia.

El segundo gran principio de la Constitución es la división de poderes, verdadero eje de un Gobierno liberal; sin esa separación "no puede haber libertad ni seguridad –se puede leer en el DP–, y por lo mismo justicia ni prosperidad". El problema estaba en las atribuciones a las autoridades legislativa y ejecutiva para que formaran un "justo y estable equilibrio".

La decisión fue dar la primacía a las Cortes en el poder legislativo, como sucedía en Inglaterra desde 1689. Pero no se formulaba un Gobierno parlamentario, esto es, compuesto por diputados, sino por secretarios elegidos por el Rey. Se fraguó así un enfrentamiento entre las dos instituciones –las Cortes y el Rey con su Gobierno– que sería claro en el segundo periodo de vigencia constitucional, el Trienio Liberal (1820-1823). A pesar de esto, la recepción del principio de separación de poderes fue imprescindible para la posterior construcción del Estado constitucional.

Los diputados de Cádiz no cifraban la garantía de la libertad solamente en el contrapeso entre poderes, también, al igual que los whigs ingleses y los revolucionarios norteamericanos del XVIII, en el imperio de la ley y en la formación de la opinión pública. De ahí que los españoles establecieran por decreto en 1810 la libertad de expresión –"de imprenta" se decía entonces– para la instrucción de la sociedad en los principios de gobierno y control de los poderes a través de las elecciones.

La Constitución establecía también la igualdad de los "ciudadanos españoles" ante la ley, "una para todos"; "y en su aplicación no ha de haber acepción de personas" (DT). Es el inicio en España de la ciudadanía moderna, basada en la construcción de un Estado que reconociera y garantizara los derechos individuales. Para que esto fuera posible, la justicia debía ser una administración independiente. Por otro lado, se ordenaba que la elección de los alcaldes fuera "libre y popular en toda la monarquía", en el marco de una administración municipal basada en "reglas fijas y uniformes" para procurar la "prosperidad nacional".

En definitiva, aun con sus errores, lo que nos queda de la Constitución de 1812 son justamente aquellos principios que constituyen la esencia del régimen liberal y democrático y de la nación de ciudadanos.