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La Ilustración Liberal

Los principios económicos de la Constitución de 1812

Poca duda cabe con respecto a la importancia que para nuestro país ha tenido la Constitución de Cádiz. De ella pueden, ciertamente, criticarse muchas cosas, y ya en su época hubo quien fue consciente de que, probablemente, no era el texto que la sociedad española necesitaba en aquellos momentos; y de que muchos planteamientos de la Constitución francesa de 1791, el texto que más influyó en ella, difícilmente podían ser aceptados por buena parte de la sociedad española.

Pero en la Constitución de 1812 se formularon principios muy interesantes que, con el tiempo, abrieron el camino a la institucionalización del régimen liberal y de la economía de mercado en nuestro país. Y el primero de estos principios era, sin duda, el reconocimiento del derecho de propiedad. El artículo 4 establecía la obligación de la Nación de proteger "por leyes sabias y justas" la propiedad y otros derechos básicos. Más adelante, el texto prohibía expresamente al rey tomar la propiedad de un particular o una corporación; y si esto fuese necesario por motivos de utilidad común, al afectado se le debería indemnizar, dándole "buen cambio a bien vista de hombres buenos" (art. 172). También se establecían en la Constitución las facultades de las Cortes para hacer efectivo el principio general de la libertad en la industria, ya que, para su fomento, se consideraba que era preciso "remover los obstáculos" que la entorpecían. No fue más allá de esta idea el texto constitucional. Pero el principio tuvo gran importancia, ya que fue la base del decreto de 1813 sobre libertad de industria.

Las principales aportaciones legislativas de las Cortes de Cádiz a la economía no están en el texto de la Constitución, sino en dos decretos que aprobaron un año más tarde. El primero es el Decreto CCLIX, de fecha 8 de junio de 1813, que lleva como título "Varias medidas para el fomento de agricultura y ganadería". Lo que con este texto legal se perseguía era establecer un régimen liberal en el sector agrario. El tema es muy relevante no sólo por el hecho de que la economía española estaba –y seguiría estando durante mucho tiempo– centrada en la agricultura y la ganadería, sino porque se trataba de un sector al que se aplicaba todo tipo de regulaciones y trabas, muchas de las cuales eran vestigios vivos de la época feudal. El otro decreto realmente importante tenía como número el CCLXII y se aprobó en la misma fecha. Llevaba como título "Sobre el establecimiento de fábricas y ejercicio de cualquier industria útil" y desarrollaba el principio constitucional antes enunciado de "remover las trabas que hasta ahora han entorpecido el progreso de la industria". El texto es muy breve y consta de sólo dos artículos. En el primero se establecía el derecho de cualquier español, o extranjero avecinado en el país, a abrir cualquier clase de fábrica o establecimiento sin necesidad de permiso ni licencia alguna, con la única condición de someterse a las reglas de policía y a las normas de salubridad de los lugares en los que operara. En el segundo se afirmaba con claridad el derecho al ejercicio de cualquier industria u oficio útil, sin necesidad de examen, título o incorporación a los gremios respectivos, cuyas ordenanzas quedaban derogadas en lo que a este punto hacía referencia.

La Constitución daba, por tanto, también en este campo, el paso decisivo hacia la abolición de los gremios y la organización industrial del Antiguo Régimen. Se ha discutido mucho –desde el mismo siglo XVIII– sobre los inconvenientes que el sistema gremial suponía para el desarrollo de las manufacturas en nuestro país. Un ilustrado tan moderado en política como Jovellanos había ya defendido abiertamente el derecho de cualquier persona a dedicarse a la actividad productiva que deseara sin traba alguna. Y en los últimos años del siglo se suavizaron las condiciones de acceso a determinados oficios. Pero fueron las Cortes de Cádiz las que terminaron con un modelo de organización industrial totalmente obsoleto.

Es importante destacar que la suerte de estos decretos no fue muy diversa de la que experimentó la propia Constitución. Derogados en 1814 tras la restauración del absolutismo, volvieron a estar en vigor en 1834 y 1836 tras la muerte de Fernando VII.

Los economistas estamos hoy convencidos de que el marco institucional y legal es fundamental para el desarrollo económico; y de que unas buenas leyes y un sistema eficiente de administración de justicia son factores necesarios para la prosperidad de las naciones. Pero no son condiciones suficientes. La convulsa historia española del siglo XIX es buen ejemplo de ello.